En el curso de un encuentro con los
lectores, alguien del público me pide que compare la figura de Allende con
la del Che Guevara y diga cuál de los dos tenía razón.
La pregunta encierra la opinión de que sólo uno de ellos podía tener razón,
y el público espera a que yo escoja entre los caminos elegidos por Ernesto
Guevara y por Salvador Allende.
En un determinado momento de su vida, Guevara abandona el despacho del
ministro y su mesa de trabajo para marcharse a Bolivia, donde organiza un
destacamento de guerrilla. Muere siendo el comandante de ese destacamento.
Allende, al contrario, muere defendiendo su mesa de trabajo, su despacho de
presidente, del cual sólo lo sacarían –como siempre había dicho– “en un
traje de madera”.
Aparentemente, pues, se trata de dos muertes muy diferentes, pero en
realidad esa diferencia no estriba más que en el lugar, el tiempo y las
circunstancias. Tanto Allende como Guevara sacrifican su vida por el poder
del pueblo. El primero defendiéndolo, el segundo luchando por conseguirlo.
La mesa de Allende sólo es un símbolo, al igual que lo son las botas de
campesino que calza Guevara.
Hasta el último momento los dos están convencidos de haber elegido el más
justo y acertado de los caminos. Para Guevara, es el de la acción armada. Y
se sabe que ésta no puede saldarse sin víctimas. Para Allende, es el camino
de la lucha política. Él quiere evitar víctimas cueste lo que cueste.
Los dos eran médicos. Guevara, cirujano; Allende, internista. ¿Influyó tal
cosa en sus actitudes? Al elegir una profesión, la persona se guía por una
serie de motivos psicológicos. Indudablemente, pero ¿también fue así en este
caso? No lo sé. Los tiros que acaban con la vida de Guevara y de Allende no
se disparan desde un escondite. Los dos aceptan su muerte conscientemente, a
sabiendas de que llega. Cada uno de ellos puede salvarse, tiene su
oportunidad, tiene tiempo. Entre la captura de Guevara herido y su ejecución
transcurren veinte horas. El coronel Zenteno le promete que conservará la
vida si consiente en comparecer ante un tribunal como acusado. Guevara
rechaza la propuesta. Maniatado, permanece sentado en el suelo de tierra de
la escuela rural de Higueras y calla, se niega a hablar. Le duele el muslo
abierto por el balazo, le duelen los forúnculos, le asfixia el asma. Quizá
ni siquiera se da cuenta del momento en que en la ventana aparece un
sargento que aprieta el gatillo de su metralleta.
Allende dispone de ocho horas. Por la mañana se entera de que hay un avión
esperándolo, que puede ir donde quiera, a condición de que dimita, de que
abandone su puesto. Pero no lo hará. Todavía ayer era un señor mayor, de
rostro cansado y preocupado, ya grave , ya bonachón, vestido siempre con
sofisticada elegancia. Hoy rebosa en nuevas energías, en una fuerza y una
vitalidad que asombra a todo el mundo: dispara, dicta órdenes, lidera su
última batalla. Pasan las horas. A su alrededor hay muertos y heridos.
También él está herido. Pero el pulso sigue firme, la metralleta no falla la
diana. El ejército irrumpe en el Palacio. En uno de los salones, en medio
del humo, el polvo y el olor a quemado, seguirá disparando hasta el final un
hombre bajo, aunque robusto, cumplidos con creces los sesenta, con casco de
minero y jersey de cuello alto: el presidente de la república.
En la manera en que mueren Guevara y Allende hay una implacable
determinación, una inexorabilidad conscientemente escogida, una tremenda
dignidad. En esas últimas horas, todo lo que podría llevar a la salvación
queda rechazado: regateos, tejemanejes, compromisos, rendición o huida. El
camino, ya despejado y recto, no lleva sino a la muerte.
Tanto una como otra, sus muertes son un lance de honor, un desafío. Un deseo
de manifestar públicamente la justicia de sus convicciones y una
disposición, más allá de toda vacilación, a pagar por ellas el máximo
precio. Me veo obligado a irme, pero no me voy del todo, no por completo, no
para siempre. Se tienen que ir: esto lo saben los dos, llevan tiempo
preparándose para ello. Guevara se despide de Fidel, de sus padres y de sus
hijos en unas cartas escritas meses atrás. Allende empieza su último y
trágico día despidiéndose de sus hijas y, en un discurso radiado, del
pueblo. A partir de entonces los dos se quedarán a solas con el destino,
rodeados por un puñado de hombres que los seguirán hasta el final. Seguir
hasta el final: ésta será la idea que los acompañará durante el resto de las
horas que les quedan. Hasta el final actúan, no tienen tiempo, están
ocupados en sus cometidos.
Los dos caen en plena marcha.
Sus muertes: tan parecidas; sus vidas: tan diferentes.
Dos personalidades antitéticas, dos temperamentos diametralmente opuestos.
Siendo un muchacho, Guevara viaja por el Amazonas en una balsa, quiere
atravesar toda América Latina en bicicleta. Va a Bolivia por mor de una
revolución, va a Guatemala por mor de una revolución, finalmente llega a
México, que, tiempo atrás, también había sido escenario de una revolución.
Allí conoce a Fidel Castro y juntos organizan el desembarco guerrillero en
Cuba. Al alcanzar la costa caen en una emboscada. Es el 2 de diciembre de
1956. De los ochenta y dos milicianos sólo una docena queda con vida. Ni
siquiera todos van armados con un fusil. Guevara está herido. Y aquella
docena de hombres empieza la mayor epopeya de la historia reciente de
América Latina.
La naturaleza inquieta de Guevara no para de empujarlo hacia delante, pero
la suya es una inquietud dirigida, su energía se concentra en la causa
revolucionaria.
Toda su vida es una constante búsqueda de un campo de batalla.
Nacido en 1928, muere a los treinta y nueve años. Pertenece a esa generación
de jóvenes latinoamericanos que, tras levantarse en armas, en los años
cincuenta se alzan con su primera y maravillosa victoria. A partir de ella
se creerán que la historia enseguida, y siempre, se pone del lado de las
causas más nobles. Muchos han pagado por esa fe con sus propias vidas.
Estaban convencidos de que las masas no hacían sino esperar una señal, de
que el barril estaba lleno de pólvora y de que bastaba con una sola chispa.
Y, según ellos, esa chispa no era otra cosa que un destacamento de
guerrilleros entregados a la causa, dispuestos a todo. Poco a poco se les
unirían voluntarios y el destacamento se convertiría en un ejército popular
que tomaría el poder y haría la revolución.
Guevara crea un destacamento así en Bolivia y empieza a combatir. Espera la
llegada de voluntarios, sobre todo campesinos. Pero los campesinos no se le
unen. Un campesino apellidado Rojas denuncia, condenándolos a la muerte, a
trece hombres del destacamento de Guevara. El oficial del ejército le paga
por ello cinco dólares, a los que añade una barra de chocolate. En su
Diario, Guevara menciona a cada momento lo difícil que le resulta entenderse
con los campesinos. Pero no es de extrañar. Él proviene de una familia
burguesa argentina, es blanco y habla en español. En cambio el campesino al
que espera es indio, sólo habla quechua y desconfía de los blancos, que lo
han explotado durante siglos. Ese campesino de la desértica y olvidada
provincia boliviana –que está tan alejada de la civilización moderna como la
luna de la Tierra– no quiere luchar contra la corrupta dictadura del
presidente Barrientos, porque ha oído decir que hace algún tiempo dicho
presidente se presentó en una aldea y regaló a todo el mundo un par de
zapatos. Los zapatos son el gran sueño de los campesinos. ¿Qué les pueden
ofrecer los guerrilleros?
Portada del libro de Ryszard Kapuscinski (1932-2007)
Además, los guerrilleros han llegado de la ciudad o de otros países. En
cambio los soldados que los combaten son chicos de las aldeas vecinas.
Indios que hablan quechua. Cierto que los oficiales son hombres blancos y
han recibido instrucción en academias norteamericanas. Pero el ranger raso
es hijo de campesinos, nacido y criado en sus mismos pagos. En ese
territorio desértico, yermo y pedregoso en el que los guerrilleros se
pierden a cada momento y nunca están seguros de si van en la buena
dirección, los soldados se sienten como el pez en el agua. Conocen cada
piedra, cada quebrada. Allí habían jugado de niños, por aquel sendero iban a
buscar agua.
Alrededor del destacamento de Guevara se estrecha el cerco de la muerte.
Hambrientos y exhaustos, los hombres libran una batalla desigual en la que
quedan derrotados. Es soleado y muy caluroso el último día del Che.
La vida de Salvador Allende discurre por otra vía. Aunque también entregada
a la causa, es una vida ordenada, regular, sin sacudidas. A sus veintinueve
años, Ernesto Guevara lidera el frente guerrillero en Sierra Maestra, tiene
el brazo en cabestrillo y ha burlado la muerte en más de una ocasión. A sus
veintinueve años, Salvador Allende se convierte en diputado al Parlamento y
los amigos le auguran una carrera vertiginosa. Tiene treinta y un años
cuando se hace cargo de la cartera de ministro de la Salud en el gobierno
del radical Aguirre Cerda. Ingresa en una logia masónica. Funda el partido
socialista. En 1945 es senador. Cuatro veces es candidato a la presidencia
de la república: en 1953, 1958, 1964 y 1970. En veinte años es el único
candidato de la izquierda a este cargo. Toda la vida de Allende transcurre
en Santiago, en el Parlamento, o en las provincias chilenas, adonde lo
llevan sus largas campañas electorales.
El Parlamento de Chile: un edificio gris y feo, situado en el centro de la
ciudad, calle de la Catedral. Aquí tiene Allende su despacho de senador.
Estanterías desde el suelo hasta el techo, y en ellas, docenas de volúmenes
de leyes y enmiendas a esas leyes, mil veces estu-diadas, corregidas y
aumentadas. En este edificio, Allende trabaja y lucha treinta y tres años,
primero como diputado, después como senador. El edificio forma su mentalidad
legalista, su perfecto dominio del derecho, de la constitución, de la ley.
De todos modos, la izquierda chilena siempre ha sido una acérrima defensora
de la Constitución y del Parlamento burgueses. Sólo aparentemente es una
paradoja.
La Constitución y el Parlamento garantizaban a la izquierda la libertad de
actuar dentro de la legalidad, le brindaban la posibilidad de llevar su
lucha política abiertamente. En 1969, durante el mandato del presidente Frei,
el general Roberto Viaux quiso dar un golpe de Estado y clausurar el
Parlamento. Fue precisamente la izquierda la que lo salvó, la que salvó ese
mismo Parlamento que durante el mandato presidencial de Allende se
convertirá en el principal centro de oposición, provocación y sedición. Pero
Allende, que durante toda su vida ha construido la autoridad del Parlamento,
una vez jurado el cargo de presidente, no lo disolverá aun a precio de
perder el poder y la vida.
A menudo se oye la pregunta de por qué Allende no armó al pueblo y no empezó
una guerra civil.
Distribuir armas a gran escala era imposible, porque en Chile el servicio de
espionaje interno está en manos del ejército, el cual se habría enterado
enseguida de cualquier traslado de partidas de armamento, de la formación de
destacamentos populares, de su instrucción, etcétera. Tal cosa sólo habría
acelerado el golpe. Además, Allende sabía que se trataba de un ejército
moderno, con enorme potencia de fuego y que llamar a luchar contra semejante
fuerza a un pueblo mal armado habría supuesto cientos de miles de víctimas,
el derramamiento de sangre de la mitad de la nación.
En su rechazo a la guerra civil Allende también se guía por un importante
principio moral. Cuando tomaba posesión de su cargo, él, el primer
presidente popular de Chile, juró respetar la constitución. Y la
constitución obliga al presidente a hacer todo lo posible para evitar el
estallido de una guerra civil.
Allende desea preservar la honestidad ética.
De la misma manera se comporta Guevara.
Su destacamento no para de capturar prisioneros, soldados rasos y oficiales,
a los que suelta enseguida. Desde el punto de vista militar, comete un grave
error: los prisioneros no tardan en informar del lugar en que se encuentra
el destacamento, del número de sus miembros y de su armamento. Pero Guevara
no fusila a ninguno. “Estáis libres”, les dice; “nosotros, los
revolucionarios, somos personas moralmente honestas, no vamos a ensañarnos
con un adversario desarmado”.
Este principio de honestidad moral es un rasgo característico de la
izquierda latinoamericana. También es causa de sus frecuentes derrotas en la
política y en la lucha. Pero hay que intentar entender su situación. Todo
joven latinoamericano crece rodeado de un mundo corrupto. Es el mundo de una
política hecha por y para el dinero, de la demagogia desenfrenada, del
asesinato y el terror policial, de una plutocracia implacable y
derrochadora, de una burguesía ávida de todo, de explotadores cínicos, de
arribistas vacuos y depravados, de muchachas empujadas a cambiar fácilmente
de hombre. El joven revolucionario rechaza ese mundo, desea destruirlo, y
antes de que sea capaz de hacerlo, quiere contraponerle un mundo diferente,
puro y honrado, quiere contraponerle a sí mismo.
En la rebeldía de la izquierda latinoamericana siempre está presente ese
factor de purificación moral, un sentimiento de superioridad ética, una
preocupación por mantener esa superioridad frente al adversario. Perderé, me
matarán, pero jamás nadie podrá decir de mí que he roto las reglas del
juego, que he traicionado, que he fallado, que tenía las manos sucias.
Tanto Guevara como Allende son los mejores exponentes de esta actitud, que
es toda una escuela de pensamiento. La pregunta importante es: ¿su
trayectoria revela un intento consciente de crear un modelo para
generaciones futuras que tal vez vivirán en ese mundo por el que ellos
luchan y mueren?
¿Acaso se puede responder a la pregunta de cuál de ellos tenía razón? La
tenían los dos. Actuaron en circunstancias diferentes, pero el objetivo de
sus actuaciones era el mismo. ¿Cometieron errores? Eran seres humanos, ésta
es la respuesta. Los dos han escrito el primer capítulo de la historia
revolucionaria de América Latina, de esa historia que apenas está en sus
inicios y de la que no sabemos cómo evolucionará.
Ryszard Kapuscinski
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