22 de abril de 1870 – 2007
Aniversario del Nacimiento de V.I. Lenin
El 22 de abril de 1870 nace Vladimir Ilich Ulianov, conocido mundialmente como Lenin, una de las personalidades más extraordinarias de la historia de la humanidad. Brillante, inclaudicable, humilde, profundamente humano, fue la coherencia entre la práctica y su pensamiento su forma de vida. Fue el claro ejemplo del Hombre Nuevo.
Tal vez nada mejor lo describa como las palabras del biógrafo Valeriu Marcu, cuando cita a alguien que lo visitó tres años después del trinfo de la Revolución: "Vi tan sólo la casa de un trabajador, algo mejor amueblada... Encontré a la esposa y a la hermana de Lenin cuando cenaban –una cena tan modesta como la de cualquier otro funcionario soviético de aquélla época-: se componía de té, pan negro, mantequilla y queso".
Nacido en la ciudad de Simbirsk, situada en las orillas del gran río ruso el Volga, fue el tercer hijo en el hogar formado por Iliá Nikoláevich Uliánov, inspector, luego director, de las escuelas públicas de la gobernación de Simbirsk, y su esposa María Alexándronova, una personalidad extraordinaria: dominaba el inglés, alemán y francés, tocaba el piano y supo rendir libre los exámenes para recibir el título de maestra de grado de la escuela primaria. Según los testimonios de personas cercanas a la familia de los Uliánov, ella durante toda su vida fue fiel y auténtica amiga de sus "intranquilos" hijos. En esta familia grande unida y laboriosa, los seis hijos aprendían de sus padres a amar y respetar al pueblo trabajador, a los obreros, campesinos y a todos los oprimidos y desdichados.
Creemos pertinente, a 137 años del nacimiento del incomparable Lenin, presentar una pequeña semblanza del líder de la Revolución Rusa realizada por alguien que lo conoció en vida, Anatoli Vasilievich Lunacharski, dirigente de la Revolución y su primer gran comisario de la educación.
No intentaré aquí escribir una biografía más de Lenin, pues no hay carencia de otras fuentes. Sólo me referiré a lo que conozco de él a través de nuestras relaciones personales y a mis propias impresiones directas sobre el hombre.
La primera vez que oí algo de Lenin fue de labios de Axelrod, después de la publicación de un libro escrito por Tulin. Yo aún no había leído el libro, pero Axelrod me dijo: "Ahora podemos decir realmente que existe un movimiento socialdemocrático genuino en Rusia y que han empezado a emerger pensadores socialdemócratas";
"¿Qué quiere decir con eso?", le pregunté. ¿Qué piensa usted de Struve, qué de Tugán-Baranovski? Axelrod sonrió un tanto enigmáticamente; en realidad una vez había manifestado tener la mejor opinión de Struve y dijo "Sí, pero Struve y Tugán-Baranovski... todo eso son muchísimas páginas de teorización pedante, muchos datos históricos sobre la evolución de la intelectualidad académica rusa; Tulin, por el contrario, es un producto del movimiento obrero ruso, es va una página en la historia de la revolución rusa".
Naturalmente, en el extranjero, yo estaba en Zurich; por esa época la obra de Tulin se leía con extrema avidez y era centro de los comentarios más diversos. Después de eso no oí de él más que rumores sobre su arresto y su deportación a Krasnoiarsk, con Mártov y Pótresov. Lenin, Mártov y Pótresov parecían ser amigos absolutamente inseparables; se combinaban en una imagen colectiva de la jefatura puramente rusa del movimiento obrero, de reciente formación. ¡Qué curioso resulta ahora ver cuán diferentes caminos habrían de seguir esos "tres amigos"!
El próximo libro que nos llegó fue "Sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia". Aunque personalmente me atraían menos los problemas puramente económicos
-ya consideraba indiscutibles las características y el desarrollo del capitalismo en Rusia- quedé sorprendido por la fundamentación estadística, enormemente sólida, del libro y el ingenio de la argumentación. Me pareció en esa oportunidad (y efectivamente ocurrió así) que este libro asestaría el golpe de muerte a todas las infundadas nociones de la ideología populista. Estaba yo en el exilio cuando comenzaron a llegarnos noticias del II Congreso. Era en la época en que "Iskra"; había comenzado a publicarse y ya estaba consolidando su posición. Me pronuncié sin vacilar a favor de "lskra"; pero conocía
poco de su contenido, pues aunque obtuvimos todos los números, los recibíamos a intervalos sumamente irregulares. Con todo, teníamos la impresión de que el trío inseparable, Lenin, Mártov y Pótresov, se había fundido indisolublemente
con la trinidad exiliada constituida por Plejánov, Axelrod y Zasúlich. Sea lo que fuere, las noticias de la escisión en el II Congreso nos cayeron como un rayo en un cielo sin nubes. Sabíamos que el II Congreso sería escenario de las últimas jugadas en la lucha contra "Rabócheie Dielo" (La Causa Obrera), pero que el cisma llegara a colocar a Mártov y Lenin en campos opuestos y que Plejánov fuera a quedar "escindido" a mitad de camino entre ambos, nada de eso nos había pasado por la cabeza.
La primera cláusula en los estatutos del partido, ¿era en realidad algo que justificara una escisión? Un barajamiento de cargos en el grupo editorial...
¿Qué ocurría con esa gente en el extranjero, se habían vuelto locos? Esa escisión nos perturbaba más que cualquier otra cosa, y tratábamos, fundándonos en la magra información que se filtraba hasta nosotros, de desentrañar el significado de lo que sucedía. No dejaban de circular rumores de que Lenin era un perturbador y divisionista, que quería a toda costa erigirse en autócrata del partido; que Mártov y Axelrod habían rehusado, por así decirlo, rendirle pleitesía como gran mandamás del partido. Con esta interpretación, empero, chocaba frontalmente la posición adoptada por Plejánov, cuya actitud inicial, como es sabido, fue de alianza estrecha y amistosa con Lenin. No mucho después Plejánov desertó hacia el bando menchevique, pero para todos los que estábamos en la deportación (y no sólo en Vólogda, sospecho) eso ocurrió para gran descrédito de Gueorgui Valentínovich. Los marxistas nada teníamos que ganar con esos súbitos cambios de posición.
En pocas palabras, estábamos bastante a oscuras. Debo agregar que los camaradas en Rusia que apoyaban a Lenin eran más bien imprecisos respecto a lo que ocurría. Si fuéramos a mencionar personalidades, diríamos que sin duda fue Alexandr Alexándrovich Bogdánov quien le dio el apoyo más efectivo. Fue entonces, creo, cuando la adhesión de Bogdánov a Lenin resultó de importancia más decisiva. Si no hubiera respaldado a Lenin las cosas probablemente habrían progresado con mucho mayor lentitud.
¿Pero por qué Bogdánov se asoció a Lenin? Entendió que la desavenencia que se había producido en el congreso era primariamente una cuestión de disciplina: una vez que una mayoría (aunque lo fuera por un sólo voto) había votado por las fórmulas de Lenin, la minoría tendría que haberse sometido; en segundo término, considero que el choque lo era entre la sección rusa del partido y los exiliados. Aunque Lenin no tenía de su lado un solo gran hombre, contaba, prácticamente sin excepción alguna, con todos los delegados procedentes de Rusia; apenas Plejánov cambió de bando, todos los grandes nombres emigrés quedaron agrupados en el campo menchevique.
Bogdánov describía la escena, aunque no del todo correctamente, de esta manera: en el partido, los aristócratas exiliados se habían negado a comprender que actualmente éramos un verdadero partido, y que lo que ahora importaba, por sobre todo, era la voluntad colectiva de los que ejecutaban un trabajo práctico en Rusia. Sin duda alguna esta línea, que dio origen, entre otras, a la consigna: "Un solo centro partidario... y en Rusia", ejercía un efecto lisonjero y alentador sobre los numerosos comités en Rusia, que entonces se expandían en una amplísima red por todo el país.
Pronto resultó claro gente de qué índole traía cada una de las dos facciones: a los mencheviques se sumaban la mayoría de los intelectuales marxistas en las capitales, y tenían un éxito innegable, asimismo, entre los trabajadores más calificados; los principales adherentes de los bolcheviques eran de hecho los miembros de comité, esto es, los trabajadores del partido en las provincias, los revolucionarios profesionales. Estos se reclutaban entre intelectuales de tipo obviamente diferente: no estudiantes y profesores académicos marxistas, sino hombres que se habían consagrado irrevocablemente a su profesión; la revolución.
Eran en gran medida estos elementos a los que Lenin atribuía una significación tan enorme y a los que llamaba "bacterias de la revolución"; fue ese sector el consolidado por Bogdánov, con el apoyo activo del joven Kámenev y otros, en el famoso Buró Organizativo de Comités de la Mayoría, que habría de proporcionar a Lenin su ejército.
Por ese entonces Bogdánov había cumplido su condena corno deportado y pasaba una temporada en el extranjero. Yo estaba absolutamente convencido de que aquel tenía que haber evaluado con suficiente corrección los problemas, y por eso, en parte porque confiaba en él, también adopté una posición pro-bolchevique.
Finalizada mi deportación, me las arreglé para ponerme en contacto con el camarada Krzhizhanovski en Kiev; por ese entonces el mismo desempeñaba un papel realmente importante y era un amigo cercano del camarada Lenin, aunque oscilaba entre la posición estrictamente leninista y la conciliadora. Fue él quien me dio informes más detallados en torno a Lenin. Lo describió con entusiasmo, e hizo hincapié en su poderosísimo intelecto y su energía sobrehumana: me contó que era excepcionalmente benévolo y un magnífico amigo, pero subrayó también que Lenin era ante todo un ser político, y que si rompía con alguien políticamente cortaba de un golpe sus relaciones personales con él. Lenin combatía, según Krzhizhanovski, sin piedad y sin andarse con rodeos. Justo cuando comenzaba yo a construir una imagen primorosamente romántica del hombre en mi imaginación, Krzhizhanovski añadió: "Y atención, tiene el aspecto de un paisano acomodado de laroslav, de un pequeño muzhik taimado, sobre todo cuando usa barba".
Muy poco después de haber regresado a Kiev de la deportación recibí una orden directa del Buró de Comités de la Mayoría para viajar inmediatamente al extranjero y unirme al equipo que editaba el órgano central del partido. Así lo hice. Pasé varios meses en París, en parte porque quería realizar un estudio más profundo de las causas a las que obedecía la escisión partidaria.
Sin embargo, una vez en París me encontré de inmediato al frente del pequeñísimo grupo bolchevique local y pronto me vi envuelto en la lucha contra los mencheviques. Lenin me escribió un par de esquelas, en las cuales me acuciaba a que me trasladase a Ginebra. Al fin de cuentas, fue él quien vino a París. Su llegada fue para mí un tanto inesperada. No me causó una muy buena impresión en el primer momento. Su aspecto exterior me pareció, en cierto modo, desmayadamente incoloro y no dijo nada muy concreto, salvo insistir en que partiera inmediatamente a Ginebra.
Estuve de acuerdo en hacerlo. Al mismo tiempo, Lenin decidió pronunciar en París una conferencia importante sobre las perspectivas de la revolución rusa y el destino del campesinado de nuestro país. Fue en esa disertación cuando lo oí por primera vez como orador. Lenin estaba transformado. Me impresionó profundamente por esa energía concentrada con que hablaba, por sus ojos penetrantes que se volvían casi sombríos cuando perforaban como un taladro a su audiencia, por los gestos monótonos pero apremiantes del orador, por esa dicción fluida tras la que se adivinaba la voluntad de poder. Comprendía que como tribuno ese hombre estaba destinado a dejar una serial poderosa e indeleble. Y ya conocía yo la amplitud de la fuerza de Lenin como publicista: su estilo poco atildado pero extraordinariamente claro, su capacidad de presentar una idea, por complicada que fuera, en forma pasmosamente simple y de transformarla de tal modo que finalmente quedase cincelada en cualquier mente, por más embotada y poco acostumbrada a pensar políticamente que ésta fuese.
Solo después, mucho después, llegué a percibir que las mayores dotes de Lenin no eran las del tribuno o publicista, ni siquiera las del pensador, pero aún en esos días lejanos resultó obvio para mí que el rasgo dominante de su carácter, la condición que constituía la mitad de su modo de ser, era su voluntad: una voluntad extremadamente firme, extremadamente pujante, capaz de concentrarse en el objetivo más inmediato y que nunca se desviaba del radio trazado por su poderoso intelecto, el cual asignaba a cada problema aislado su lugar como eslabón de una inmensa cadena política de amplitud mundial.
Creo que el día siguiente al de la conferencia fue cuando, no recuerdo por que razón, visitamos al escultor Aronson, con quien mantenía yo entonces una firme amistad. Al observar la cabeza de Lenin, Aronson quedó extasiado y le rogó que le permitiera esculpir por lo menos un medallón con su efigie. Me hizo ver que existía una sorprendente semejanza entre Lenin y Sócrates. Debo agregar, incidentalmente, que Lenin tenía un parecido mucho mayor con Verlaine que con Sócrates. Recientemente se ha publicado un grabado del retrato de Verlaine hecho por Carriére, y ya por aquel entonces estaba en exhibición un famoso busto de Verlaine, más tarde adquirido por el museo de Ginebra. Hay quienes, en efecto, han señalado el singular parecido entre Verlaine y Sócrates, consistiendo la semejanza principal en la forma magnífica de la cabeza. La estructura del cráneo de Vladimir Ilich es realmente llamativa. Es necesario estudiarlo por un instante para que, en lugar de la primera impresión de una cabeza sencilla, grande y calva, se comience a apreciar la potencia física, los contornos de la colosal bóveda de su frente y a percibir algo que sólo puedo describir diciendo que se trata de una irradiación física luminosa que brota de su superficie.
El escultor, naturalmente, lo captó en un instante. Un rasgo, además, que le daba un mayor parecido con Verlaine que con Sócrates era el par de ojillos profundamente implantados y terriblemente penetrantes. Pero mientras que en el gran poeta esos ojos eran sombríos y más bien apagados (a juzgar por el retrato de Carriére), en Lenin son burlones, colmados de ironía, chispeantes de inteligencia y de un regocijo zumbón. Sólo cuando habla se vuelven sombríos y literalmente hipnóticos. Lenin tiene ojos muy pequeños, pero son tan expresivos, tan sugerentes que más tarde me sorprendió frecuentemente su vivacidad espontánea. Los ojos de Sócrates, a juzgar por sus bustos, eran más bien protuberantes. En la parte inferior de la cabeza se aprecia otra semejanza significativa, especialmente cuando Lenin usa la barba crecida. lgualmente que en Sócrates, en Verlaine y Lenin la barba crece de manera similar, ligeramente desaliñada y en voladizo. En los tres la región inferior del rostro es algo informe, como si hubiera sido arrojada descuidadamente por un escultor apresurado. Una nariz grande y labios gruesos dan a Lenin un aspecto algo tártaro, lo cual en Rusia es, por supuesto, de fácil explicación. Pero nariz y labios exactamente iguales, o casi iguales, se encuentran en Sócrates, hecho particularmente llamativo en Grecia, donde un conjunto de rasgos de ese tipo se atribuía habitualmente tan sólo a los sátiros. Lo mismo ocurría con Verlaine. Uno de los amigos íntimos del poeta lo apodaba "El Calmuco". En los bustos del gran filósofo, el semblante de Sócrates luce principalmente la impronta del pensamiento profundo. Creo, sin embargo, que si hay un grano de verdad en las descripciones que de él nos dejaran Jenofonte y Platón, Sócrates debió de ser hombre ingenioso e irónico; en el juego vivaz de sus rasgos habría, supongo, un parecido aún mayor con Lenin que lo que muestra el busto. Asimismo, en los dos más famosos retratos de Verlaine prevalece ese talante melancólico, ese aire decadente de tono menor que, por supuesto, dominaba en su poesía; todo el mundo sabe, empero, que Verlaine, especialmente en la fase inicial de sus arrebatos alcohólicos, era persona de temperamento alegre e irónico, y creo que de nuevo aquí la semejanza era mayor que lo que parece. ¿Qué se desprende de este extraño paralelo entre un filósofo griego, un gran poeta francés y un gran revolucionario ruso? La respuesta es, desde luego, que nada. Si algo se infiere de esa semejanza, es simplemente que puede encontrarse rasgos similares en hombres que por su genio son tal vez de igual rango, pero cuyas mentes son de naturaleza enteramente diferente; aparte eso, el paralelo me brindó una oportunidad de describir el aspecto de Lenin en términos más o menos gráficos.
Cuando trabé con Lenin una relación más profunda pude apreciar otro de sus rasgos que no es inmediatamente palpable: su pasmosa vitalidad. La vida bulle y chisporrotea en él. Hoy, cuando escribo estas líneas, Lenin ya tiene cincuenta años; empero es hombre joven, todo el tono de su vida es juvenil. ¡Cuán contagiosa, cuán agradablemente, con qué facilidad infantil se ríe, qué fácil es entretenerlo, qué bien dispuesto está para la risa, para esa expresión de la victoria del hombre sobre las dificultades! En los peores momentos que él y yo sobrellevamos juntos, Lenin permanecía imperturbablemente calmo y tan dispuesto como siempre a reír con jovialidad. Había, incluso, algo singularmente atractivo en su ira. A pesar de que, en los últimos tiempos, su disfavor podía aniquilar a docenas y tal vez centenares de personas, siempre controlaba su cólera y la expresaba casi como si no fuera auténtica. Era como una tormenta "que parecía divertirse y jugar, retumbar en un claro cielo azul". A menudo he notado que junto a ese aparente furor, a esas palabras coléricas, a esos dardos de emponzoñada ironía, brillaba en su mirada una risa ahogada; era perceptible, también, su capacidad de terminar en un santiamén con la escena de cólera, que evidentemente había suscitado porque cuadraba con sus propósitos. En su fuero interno no sólo se mantenía calmo, sino también jovial.
En su vida privada, asimismo, prefiere el tipo de diversión que es sin pretensiones, directa, simple y bulliciosa. Sus predilectos son los niños y los gatos; en ocasiones juega con ellos durante interminables horas. Lenin también infunde a su trabajo la misma cualidad lozana, vitalizadora. No podría decir, fundándome en mi experiencia personal, que es terriblemente diligente; ocurre que nunca lo he visto sumido en un libro o inclinado sobre su escritorio. Escribe sus artículos sin el menor esfuerzo, de una sola vez y sin errores ni necesidad de revisión. Los puede redactar en cualquier momento del día; por lo general de mañana, después de levantarse, pero escribe igualmente bien de noche, tras una jornada agotadora, o a cualquier otra hora. En los últimos tiempos sus lecturas, con la posible excepción de un breve intervalo pasado en el extranjero durante el período de reacción, han sido más fragmentarias que extensivas, pero de cada libro, de cada página que lee, Lenin extrae algo nuevo, atesora alguna idea esencial que más tarde empleará como arma. No lo estimulan particularmente las ideas que son afines a su propio pensamiento, sino más bien las que están en conflicto con él. El ardiente polemista vive siempre en él.
Pero si sería ligeramente ridículo llamar laborioso a Lenin, por otra parte él es capaz de realizar un esfuerzo enorme cuando es necesario. Casi estaría dispuesto a decir que es absolutamente incansable; si no lo hago, en sentido estricto, es porque sé que los esfuerzos inhumanos que en los últimos tiempos se ha visto obligado a efectuar, han hecho decaer en algo su capacidad hacia el final de cada semana, por lo cual se ha visto obligado a descansar. Pero es uno de esos hombres que saben cómo descansar. Lo hace como quien toma un baño, y en esas ocasiones deja de pensar sobre los problemas; se dedica totalmente al ocio y, cuando es posible, a sus entretenimientos favoritos y a bromear. De esta manera emerge del más breve período de descanso fresco y listo nuevamente para la lid.
Es el manantial de vitalidad chisporroteante y en cierto modo ingenua, junto con la sólida riqueza de su intelecto y su intensa voluntad de poder, lo que constituye la fascinación de Lenin. Esa fascinación es colosal: la gente que se aproxima a su órbita no sólo se convierte en adeptos de él como líder político, sino que, de cierta manera extraña, se enamora de él. Esto vale para personas de los niveles y tipos mentales más diversos, que van desde hombres enormemente sensibles y dotados como Gorki hasta un tosco campesino de las profundidades del país; desde un cerebro político de primera clase como Zinóviev hasta algún soldado o marino que apenas ayer integraba las pandillas de las "Centurias Negras", exterminadoras de judíos, y que hoy está dispuesto a jugarse la desgreñada cabeza por el "líder de la revolución mundial, Ilich". Esta forma familiar de su nombre, Ilich, se ha difundido tanto que la usa gente que nunca ha visto a Lenin.
Cuando Lenin yacía herido -temíamos que mortalmente- nadie expresó mejor que Trotski nuestros sentimientos respecto a él. En medio del tumulto aterrador de los acontecimientos mundiales fue Trotski, el otro jefe de la revolución rusa, un hombre de alguna manera proclive al sentimentalismo, quien dijo: "Cuando uno comprende que Lenin puede morir, parece que nuestras vidas enteras son inútiles y que se pierde la voluntad de vivir".
Pero volvamos al hilo de mis recuerdos sobre Lenin anteriores a la Gran Revolución: en Ginebra Lenin y yo trabajamos juntos en el cuerpo de redacción de la revista "Vperiod", luego en "Proletari". Lenin era una buena persona para trabajar con él como director. Escribía mucho y escribía con facilidad, como señalé antes, y tenía una actitud muy consciente para con el trabajo de sus colegas: frecuentemente lo corregía, daba consejos y lo regocijaba cualquier artículo talentoso y convincente.
En el primer período de nuestra vida ginebrina, hasta enero de 1905, ocupamos la mayor parte de nuestro tiempo en la contienda interna del partido. Me sorprendió aquí la profunda indiferencia de Lenin hacia toda forma de escaramuza polémica. Daba muy poca importancia a la lucha por captar a los lectores del exilio, que en su mayoría apoyaban a los mencheviques. Faltaba a muchos solemnes debates y tampoco me exhortaba a que asistiera yo a los mismos. Prefería que invirtiera mi tiempo en escribir artículos extensos y ensayos. Su actitud ante sus enemigos estaba exenta de encarnizamiento, no obstante lo cual era un adversario político terrible; explotaba cualquier pifia que cometieran y exageraba la menor caída al oportunismo. En esto, incidentalmente, tenía toda la razón del mundo, ya que más adelante los propios mencheviques soplarían con el fuelle sus chispas de antaño hasta convertirlas en un fenomenal incendio oportunista. Nunca chapoteó en las intrigas, aunque en la lucha política recurría a cualquier arma que no fuera deshonesta. Los mencheviques, debo dejar la constancia, se comportaban exactamente de la misma manera.
Las relaciones entre los dos bandos eran, sea como fuere, bastante malas y no había muchos, entre los que en aquel tiempo eran adversarios políticos, que fuesen capaces de mantener algún tipo de relaciones personales normales. Para nosotros, los mencheviques se habían convertido en enemigos. Dan, en particular, envenenó la actitud de los mencheviques para con nosotros. Lenin siempre había detestado a Dan, mientras que simpatizó siempre y sigue simpatizando con Mártov, pero invariablemente lo consideró como políticamente débil y proclive a perder de vista los objetivos principales en sus alambicadas teorizaciones políticas. Con el desenvolvimiento progresivo de los sucesos revolucionarios las cosas cambiaron en sumo grado. Primeramente, comenzamos a adquirir algo así como una superioridad moral sobre los mencheviques. Fue entonces cuando estos adhirieron firmemente a la consigna; poner delante a la burguesía y luchar por una constitución o, en el mejor de los casos, por una república democrática. Nuestra conversión en técnicos de la revolución, como alegaban los mencheviques, atraía una parte considerable de la opinión entre los exiliados, particularmente entre los jóvenes. Podíamos sentir que el terreno que pisábamos era firme. En esos días Lenin estaba espléndido. Con el mayor entusiasmo exponía el panorama de las implacables luchas revolucionarias venideras. Ardiendo de coraje, partió hacia Rusia. Por ese entonces me fui a Italia, debido a mi mala salud y mi agotamiento, y sólo mantuve contacto con Lenin mediante una correspondencia que mayormente se refería a problemas de política práctica concernientes a nuestro periódico.
Mi próximo encuentro con él ocurrió en Petersburgo. Me siento obligado a decir que esa etapa de la actividad de Lenin, en 1905 y 1906, a mi juicio fue comparativamente inefectiva. Desde luego, aún entonces escribió gran número de artículos brillantes y siguió siendo el líder del que políticamente era el más activo de los partidos: el bolchevique. Lo observé celosamente en todo ese período, porque fue entonces cuando comencé a estudiar en profundidad buenas fuentes relativas a las vidas de Cromwell y Danton. Al tratar de analizar la sicología de jefes revolucionarios, comparé a Lenin con figuras como esas y me pregunté si Lenin realmente era el genuino líder revolucionario que había parecido ser. Comencé a pensar que la vida de exiliado había reducido en cierta medida la estatura de Lenin, que para el la lucha partidaria interna con los mencheviques había eclipsado la lucha mucho más grandiosa contra la monarquía y que él tenía más de periodista que de verdadero líder. Era amargo enterarse de que las disputas con los mencheviques para definir los limites precisos entre las dos fracciones proseguían aún cuando Moscú estaba hundida en la postración, a consecuencia de una insurrección inexitosa. Además Lenin, por temor a un arresto, sólo hacía raras apariciones como orador; si no recuerdo mal, habló en público una sola vez, bajo el seudónimo de Kárpov. Fue reconocido y se le tributó una tremenda ovación. Actuó por regla general entre bastidores, casi exclusivamente con su pluma y en diversas reuniones de comités de las ramas locales del partido. En pocas palabras: Lenin -me parecía-, aún libraba la lucha más bien en la vieja escala emigrée, sin expandir la actividad a las proporciones más grandiosas que la revolución comenzaba entonces a asumir. Aunque lo consideraba todavía como la principal figura política de Rusia, empecé a temer que la revolución careciera de un verdadero líder genial.
El parloteo de Nosar-Jrústaliov era, por supuesto, ridículo. Todos comprendíamos que este "líder", surgido tan repentinamente, carecía absolutamente de futuro. Mucho más ruido v brillantez circundaban a Trotski, pero en aquel entonces todos mirábamos a Trotski como orador muy hábil, si bien algo teatral, pero no como político de primera fila. Dan y Mártov se esforzaban extraordinariamente para librar el combate en las entrañas de la clase obrera petersburguesa, y como siempre lo dirigían contra nosotros, los bolcheviques. Creo ahora que la revolución de 1905-6 nos tomó algo de sorpresa y que carecíamos de verdaderos conocimientos políticos prácticos. Nuestro último trabajo en la Duma, fue nuestra última obra como exiliados que se transformaban en políticos prácticos al vérselas con los problemas de la política genuinamente nacional, a la cual estábamos más o menos convencidos de que tarde o temprano habríamos de volver; esto fue lo que nos hizo crecer interiormente, lo que alteró completamente nuestra manera de enfocar el problema de la revolución cuando la historia nos convocó por segunda vez. Y ello es particularmente cierto en el caso de Lenin.
No vi a Lenin cuando estuvo en Finlandia, ocultándose de las fuerzas reaccionarias. Me lo encontré la próxima vez en el extranjero, en el congreso de Stuttgart. Mantuvimos allí una relación sumamente estrecha, aún si hacemos abstracción de que teníamos que conferenciar constantemente por haberme confiado el partido una tarea capital en el congreso. Mantuvimos numerosas discusiones políticas importantes, más o menos en privado, en las cuales sopesamos las perspectivas de la gran revolución social. En esta materia Lenin era generalmente más optimista que yo. En mi opinión los acontecimientos se procesaban con cierta lentitud y nosotros tendríamos que esperar, obviamente, a que el capitalismo se estableciera en los países asiáticos; el capitalismo aún conservaba bastantes municiones en sus polvorines y nosotros no veríamos una auténtica revolución social antes de nuestra vejez. Este punto de vista contrariaba profundamente a Lenin. Cuando yo procuraba exponer mis argumentos, notaba cómo una genuina expresión de pena cruzaba su semblante inteligente y poderoso, y entonces comprendía con cuánta pasión este hombre quería no sólo ver la revolución durante el curso de su vida, sino también esforzarse por crearla. Empero, aunque se negaba a coincidir conmigo, estaba preparado, naturalmente, a admitir con realismo que sería una tarea ardua y a proceder en consecuencia.
Lenin llegó a poseer una enorme perspicacia política, lo que no resulta extraño. Tiene el don de elevar el oportunismo al nivel de lo genial, con lo cual quiero referirme a ese tipo de oportunismo capaz de asir el momento preciso y que siempre sabe cómo explotarlo en pro del objetivo permanente: la revolución. Mientras Lenin estaba empeñado en su gran obra durante la Revolución Rusa mostró algunos ejemplos notables de ese brillante sentido del tiempo; lo expuso meridianamente en su último discurso ante el IV Congreso de la III Internacional, un discurso señero, único en su género por el tema que trata y en el cual describe lo que podríamos llamar la filosofía de la táctica de la retirada. Tanto Danton como Cromwell poseían esa misma capacidad.
Debo agregar, incidentalmente, que Lenin fue siempre muy huraño e inclinado, en los congresos internacionales, a moverse en las sombras, quizás porque le faltaba confianza en su conocimiento de idiomas, aunque habla un buen alemán y domina aceptablemente el francés y el inglés. Pese a ello solía reducir sus exposiciones en público a unas pocas frases. Esto ha cambiado desde que Lenin se ha sentido a sí mismo, al principio con titubeos, luego incondicionalmente, como líder de la revolución mundial. Ya en Zimmerwald y Kienthal, donde yo no estaba presente, Lenin compareció, junto con Zinóviev, para pronunciar una buena cantidad de importantes discursos en lenguas extranjeras. En los congresos de la III Internacional frecuentemente ha dicho extensos discursos, que se negaba a que los tradujeran los intérpretes; por lo general hablaba primero en alemán y luego en francés. Los pronunció con total fluidez y expresó su pensamiento clara y concisamente. Por ello me conmovió en sumo grado un pequeño documento que vi hace poco entre los objetos expuestos en el museo de la "Moscú Roja". Era un cuestionario, con las respuestas escritas por Vladimir Ilich de puño y letra. Junto a la interrogante: "¿Habla usted con fluidez algún idioma extranjero?", Ilich había escrito con trazo firme: "No, ninguno". Una fruslería, si se quiere, pero una fruslería que ilustra perfectamente su modestia inusual. Será apreciada por quienquiera que haya sido testigo de las tremendas ovaciones con que alemanes, franceses y otros europeos occidentales saludaron a Lenin luego que este pronunció discursos en sus idiomas. Me siento muy satisfecho de no haber estado envuelto personalmente en nuestra prolongada querella política con Lenin. Me refiero al episodio protagonizado por Bogdánov, yo y otros, cuando adoptamos una desviación izquierdista y formamos el grupo "Vperiod", en el cual equivocadamente discrepamos con Lenin respecto a su creencia de que el partido debía aprovechar las posibilidades de acción política legal bajo el ministerio reaccionario de Stolipin. Durante este período de desavenencia, Lenin y yo nunca nos encontramos. Me producía una fuerte desazón la argumentación políticamente despiadada de Lenin cuando la volvía contra nosotros.
Creo actualmente que mucho de lo que dividía a bolcheviques e integrantes del "Vperiod" era simplemente un producto de los equívocos e irritaciones de la vida de exiliados, sin olvidar, claro está, nuestras muy serias diferencias de opinión sobre problemas filosóficos; a fin de cuentas, no había suficiente motivo de escisión entre nosotros, ya que unos y otros sólo representábamos matices de la misma concepción política. Al mismo tiempo, Bogdánov estaba tan fastidiado que predijo que Lenin abandonaría inevitablemente el movimiento revolucionario y aún trató de probar a la camarada E. K. Malinóvskaia que a buen seguro Lenin terminaría haciéndose octubrista.
Si, Lenin en verdad se convirtió en octubrista, ¡pero qué octubre tan diferente fue ése!
Me gustaría agregar otra observación a las que hasta aquí he trazado a vuelapluma: a menudo he tenido que colaborar con Lenin en la preparación de resoluciones de todo tipo. Generalmente este trabajo se hacía colectivamente; a Lenin le gustaba el trabajo colectivo en esas ocasiones. Recientemente se me solicitó que realizara un trabajo similar en la resolución para el VIII Congreso sobre el problema campesino.
Para ese tipo de trabajo Lenin es siempre muy fértil en recursos: encuentra rápidamente las palabras y frases apropiadas; las escruta desde todos los ángulos, a veces las rechaza. Siempre le satisface recibir ayuda, venga de donde venga. Cuando alguien se las ingenia para proponer exactamente la redacción adecuada, en tales casos Lenin exclama: "Eso es, eso es, bien dicho, dicte eso". Si le parece que algunas palabras son dudosas, se abstraerá un instante, reflexionando con cuidado, y dirá: "Creo que sonaría mejor así..." A veces, tras aceptar risueñamente algunas objeciones, alterará la redacción que él mismo había propuesto con la seguridad de que era correcta.
Bajo la dirección de Lenin este tipo de trabajo siempre se efectúa con extraordinaria celeridad y hasta diría que con alegría. No sólo su propio cerebro funciona al máximo de su capacidad'; estimula en el más alto grado los cerebros de los demás.
Nada más agregaré hoy a estos recuerdos míos, que agrupan buena parte de mis impresiones acerca de Vladimir Ilich en el período previo a la revolución de 1917. Naturalmente, tengo una plétora de impresiones e ideas referentes al genio indiscutible demostrado por él en la dirección de las revoluciones rusa y mundial, lo cual ha constituido la contribución de nuestro líder a la historia. No he desistido de componer un retrato político más exhaustivo de Vladimir Ilich, fundándome en esa experiencia. Hay, desde luego, toda una serie de nuevas características que han enriquecido mi juicio acerca de él durante estos últimos seis años de nuestro trabajo común, ninguna de las cuales, dejemos constancia, contradice las que he escogido; por el contrario, constituyen nuevos testimonios de primera agua sobre su personalidad. Pero aún no ha llegado el momento de trazar un retrato tan amplio y comprehensivo.
Aquellos compañeros que deseen reeditar estas páginas del primer volumen de "La Gran Revolución" (a las cuales sólo he hecho pequeñas correcciones de redacción) no estarán equivocados, me parece, en su creencia de que también mi trabajo tiene un pequeño lugar en la historia de Rusia y del mundo moderno, historia que en nuestro país siempre y con toda justicia ha despertado un vivísimo interés entre los círculos más amplios.
No es posible ocultar nuestra admiración por Lenin, lo descubrimos en oportunidad de la mayor soledad física y espiritual de nuestra vida cuando las tinieblas de la traición y la derrota dejaba tantas cosas sin explicaciones ni perspectivas. Sin embargo cada día que pasa necesitamos más de Lenin, ningún temor en decirlo, ninguna duda en manifestarlo abiertamente. Lenin no como un Dios pero si el hombre de carne y hueso que se sigue elevando en la historia de la humanidad. Un hombre de futuro que ni fue de su tiempo ni sería de este tiempo siquiera. Por eso debemos seguirlo recordando para que no se olvide nunca. No hay que hacer un Dios de Lenin, mejor recordarle a perpetuidad, riéndose o enfurruñado, verosimil, como hombre, un gran hombre de verdad.
¡Mírale! En cualquier vieja película se le ve vivo por la calle andar, que conversa, se ríe, saluda, y no escultura sobre un pedestal. Le llamamos gigante, genio, maestro,
le mostramos de tres metros de altura. Él, en realidad, fue más bien modesto,
accesible, cordial, encantador. No sólo recordamos su doctrina: Aquel que en el Kremlin a Lenin vio, lonjas de pan y velas de estearina recuerda en una mesa el buró junto a las líneas del primer decreto, grandemente nos ha de emocionar. No hables de él con rimbombante sílaba, ni le agites campanas por doquier: Lenin no es Dios, por virtud ingénita:
Asombra tanto más con su que hacer.
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