Los estallidos de furia de pasajeros de ramales bonaerenses atestiguaron el pésimo servicio que brindan las privatizadas. Sin embargo el gobierno insiste con el oneroso “tren bala”.
El 4 de setiembre pasado fue un día de furia para los sufridos usuarios del ramal Sarmiento operado por Trenes de Buenos Aires (TBA). Tras la demora en más de dos horas en un servicio que a esa hora de la mañana debía circular con una espera de pocos minutos, los incidentes estallaron entre Merlo y Castelar. Varios vagones fueron incendiados. Y no se trató de una piromanía enfermiza ni de un complot político, como acusó el ministro de Justicia, Aníbal Fernández. Fue una reacción no pensada, de grupos que ya estaban hartos de incumplimientos anteriores de TBA.
De un lado los frustrados viajeros repetían su muletilla: “esto es un desastre, viajamos como ganado”. Del otro, los funcionarios como Ricardo Jaime y los voceros de la empresa, sostenían: “no es cierto que es un desastre, estamos mejorando pero aún falta, los coches quemados valían un millón de dólares cada uno, hubo una conspiración en esta violencia”.
Ese día el cineasta Pino Solanas estrenaba su documental “La próxima estación”, un inventario de cómo el neoliberalismo destruyó el servicio ferroviario y una propuesta de reactivar un tren para el desarrollo nacional.
Para Fernández, tal coincidencia no era casual. Solanas también terminó incriminado como parte del complot que convirtió aquellos vagones en óxido. Al menos Fernández debió tomarse el trabajo intelectual de José Natanson, que en “La quimera ferroviaria de Pino” (Página/12, 28/8), admite la alta factura del film pero cuestiona algunas omisiones del mismo y sobre todo la validez de las propuestas. Por ejemplo, Natanson se pregunta respecto a la necesidad de recuperar el tren: “¿qué es más importante hoy para un pueblo aislado, que pase el tren o que llegue la banda ancha?”. La duda está mal formulada porque ese pueblo necesita del tren y la banda ancha, además de fuentes de empleo, caminos, escuelas y unas cuantas cosas más.
La destrucción del ferrocarril comenzó muchas décadas atrás, con el tristemente famoso “plan Larkin” de los norteamericanos y se profundizó durante el menemismo con el también tristemente famoso “ramal que para, ramal que cierra”. El resultado es que en vez de 36.000 km de vías ahora se operan 8.000 y en vez de los 95.000 trabajadores sobrevivieron 14.000. Y algo peor, pese a tanto achique, el gasto del Estado en subsidiar a los privados es hoy el triple de cuando el servicio era estatal. Este año los concesionarios de los ramales se llevaron mil millones de pesos de subsidios estatales. Y Bernardo Neustadt en junio pasado se murió sin hacer autocrítica con su “doña Rosa” por haber sido propagandista de esa privatización alevosa con el empleo y los fondos públicos.
Malísimo servicio
El secretario de Transporte, Jaime, presenta la situación como si el único problema estuviera en el ramal Urquiza administrado por TBA, consorcio de los hermanos Cirigliano, del grupo Plaza. Este tiene un monopolio sobre las líneas de colectivos de la zona oeste del conurbano por donde circula el Urquiza. Su función es llevar y traer pasajeros hasta y desde el tren, para que TBA facture.
Por lejos, ese panorama del “lejano oeste” es el peor de todos. Pero de ninguna manera es una excepción porque el Estado, empeñado en respetar las privatizaciones de los distintos ramales y en pagar los subsidios, debió quitar la concesión a Sergio Taselli, de Trenes Metropolitanos, ramales Roca y San Martín, y al Belgrano sur. Taselli, un ex íntimo amigo de los Kirchner que administraba Yacimientos Carboníferos de Río Turbio en Santa Cruz, perdió la concesión del Roca después del enésimo corte de servicios y serios incidentes en Constitución pero igual se llevó los fondos destinados al pago de los salarios del personal que había provisto la caja del Estado.
Y se está haciendo referencia a los trenes de pasajeros que conectan la Capital Federal con el conurbano bonaerense, que se supone deben ser rentable por la densidad poblacional y el uso que se le da al servicio.
Mucho peor están las provincias que vieron levantados los trenes de pasajeros o los ven pasar cada muerte de obispo, una o dos veces a la semana, con retrasos como los del “Gran Capitán”, que en febrero de este año debió cambiar tres locomotoras y estuvo varado más de un día en Entre Ríos.
Frente a estas carencias y conductas que rozan lo delictivo o ingresan allí, el gobierno de Néstor Kirchner y ahora el de Cristina Fernández exhibieron una llamativa connivencia con esos intereses privados.
Por un lado el Estado mantiene los subsidios, que en el marco de la continuidad de la “emergencia ferroviaria” dictada en 2002, sirven para que los concesionarios incumplan su rol pactado en los pliegos licitatorios. Total, el Estado no controla. Y cuando las violaciones son demasiado alevosas, como las de Taselli, y derivan en cese de la concesión, los ramales no vuelven a ser operados por el Estado. Este los deja otra vez a los privados mediante la Unión de Gestión Operativa Ferroviaria (Ugofe), donde tallan Metrovías, Ferrovías y TBA. Eso sí, el financiamiento total corre por parte del fisco.
Pone todo
Además de los subsidios a los privados, el Estado bobo se hace cargo de las obras de infraestructura y la compra de trenes y máquinas nuevas así como de repotenciar material adquirido a España y Francia. Dicho sea de paso, esta modalidad contradice la necesaria recuperación del trabajo argentino, los talleres ferroviarios y la tecnología local.
Hace poco la presidenta encabezó en La Plata la apertura de sobres de las ofertas para la electrificación de la línea Roca. La inversión fue estimada en 4.300 millones de pesos; el Estado pone todo o casi todo. La obligación de los privados se reduce a gastos de mantenimiento, que ni aún así cumplen, favorecidos por la laxitud de los controles.
En febrero pasado el Congreso aprobó la creación de dos empresas estatales, una para la atención de trabajos de infraestructura (Administradora de Infraestructuras Ferroviarias) y otra que operaría servicios (Operadora Ferroviaria). En los hechos no cuentan. Son un símil de Enarsa, Energía Argentina SA, que es una petrolera de cartón.
Habiendo mucho por hacer en trenes de pasajeros eficientes, seguros y baratos, no sólo en Capital Federal y el conurbano sino en todo el país, no se entiende cómo un gobierno que presume de ser “nacional y popular” se empeña tanto en endeudarse para el elitista “tren bala” que uniría Buenos Aires con Rosario y Córdoba.
En enero de este año Cristina Fernández relanzó la polémica iniciativa con un acto que contó con la presencia del ministro de Transportes francés, Dominique Bussereau; el embajador de Francia, Fréderic Baleine du Laurens; los gobernadores de las provincias involucradas (Daniel Scioli, Juan Schiaretti y Hermes Binner) así como de directivos del consorcio Veloxia, integrado por la francesa Alstom, la española Isolux y las locales Iecsa y Emepa.
Cuando este proyecto fue presentado en 2007 iba a costar 1.250 millones de dólares, que con el correr del tiempo crecieron hasta casi 4.000 millones de dólares. Así fue incluido con $11.627.415.143 como obra “plurianual” en el presupuesto nacional 2008, con fondos para tres años. En este punto faltó a la verdad la jefa de Estado cuando el 2 de agosto pasado, en la conferencia de prensa en Olivos, aseguró que la iniciativa “no significa un solo peso de erogación por parte del Estado nacional, sino que se realizará con un préstamo financiado por bancos franceses". Lo cierto es que, si la obra se materializa, el banco francés Natixis adelantará el dinero, el Estado lo garantizará con un bono, para lo cual deberá endeudarse, y así éste irá pagando con los debidos intereses.
La decisión oficialista de abonar toda la deuda al Club de París está directamente relacionada con el “tren bala” pues apunta a salir de la condición de “default” en que ese organismo categorizó al país, y facilitar el oneroso préstamo de la entidad financiera gala.
Para Cristina el “tren bala” será un “salto a la modernidad”. Los incendios en Haedo y Castelar, las piedras en Constitución y en unas cuantas estaciones, y la unánime crítica social al servicio ferroviario, parecen reclamar que se empiece por otras obras pues hay demasiada gente en la vía.
Emilio Marín