¿Conoce usted dónde queda El Algarrobal?
¿No? Pues vale la pena saberlo. Es tierra argentina, allá en Mendoza. En el
departamento Las Heras. Cielo amplio, pueblo sonriente, gente de la tierra,
naturaleza, sol, ganas de quedarse. Calidad de vida. Y no estas calles de
Buenos Aires que ya sólo son motores y gases que hacen llorar hasta cuando
uno duerme.
Llego a El Algarrobal. Voy hasta la escuela de adultos, que allí la llaman
el CENS 3-479. Hombres y mujeres con el deseo de aprender. Madres con niños
que juegan mientras ellas, calladas pero muy atentas, aprenden. Se inicia el
acto. El director, Néstor O. Castillo, habla con una calma y tranquilidad
que respira sabiduría, como la de un hombre del paisaje, la memoria y de los
que buscan un futuro verde como esa naturaleza que nos rodea.
Comienza el acto y nos dice: “Esta escuela nació en el año 2000 a través del
Plan de Jefas de Hogar por el cual las madres asistían para completar sus
estudios secundarios posibilitando el acceso a un mejor trabajo, a iniciarse
en otros estudios, a ser artífices de la construcción de un nuevo proyecto
de vida. Con el plan se recibieron dos promociones. Y aquí me detengo para
invocar a Bertolt Brecht cuando dice que los que luchan toda la vida son
imprescindibles. ¡Qué mejor expresión para elogiar a estas madres que
lucharon y luchan toda su vida para poder gozar de una vida digna, la de
ella y de sus familias! Un sincero homenaje para las egresadas de este
instituto de enseñanza”.
Pienso: aquí sí que se crea vida, esperanzas. Estos son los hechos que
tendrían que tener primera plana en los medios. Me imagino la utopía de que
alguna vez El Algarrobal aparecerá en tapa de los diarios de Buenos Aires.
¿Y por qué no cuando se reciba la próxima promoción de adultos?
Y prosigue el director Néstor Castillo: “Las alumnas fundadoras construyeron
los cimientos para la incorporación de nuevos alumnos, la formación de un
establecimiento educativo permanente, abierto a toda la comunidad. Y hoy
transitan nuevos alumnos, jóvenes y adultos. Con firmes valores éticos, con
profundos sentimientos de solidaridad y deseos de superación. Esta escuela,
el CENS, se ubica en los distritos de El Algarrobal y de El Borbollón. No
podían estar en mejor lugar. Quiero elogiar la calidad y calidez humana de
sus habitantes. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, luchan día a día en
pos de mejorar las condiciones de vida de su comunidad”.
Al escuchar estas palabras me suena en el oído una frase que un día oí de un
viejito de larga barba en un colectivo desvencijado que me llevaba por
calles ignotas de ese interminable Gran Buenos Aires: “Hay que recorrer
lugares de nuestros barrios y rincones provincianos donde hay seres humanos
que no se rinden y siguen poniendo ladrillos para lograr alguna vez una
sociedad feliz y justa”.
“Sí –le contesté–, recorrer, para aprender.”
Luego el director Néstor Castillo me invita a hablar. No puedo menos que
empezar casi en voz baja, como si estuviera en un pequeño círculo de
queridos amigos de siempre o como si fuese, de repente, joven. Joven, en un
colegio secundario frente a mis compañeros estudiantes adolescentes. Y digo:
“Es como tocar el cielo con las manos. Una escuela con mi nombre. Nada menos
que un instituto de enseñanza en El Algarrobal, la bella palabra. Arboles,
los silenciosos trabajadores del paisaje, el noble verde. Crecen en
silencio, regalan todo. Como los maestros, que se dedican a enseñar para el
futuro. La vocación más que noble. La que nos toma del brazo y nos lleva por
los pasillos de la vida a conocer la historia del ser, los misterios de la
ciencia. A intentar descubrir qué es la vida. El camino a la sabiduría. Esa
sabiduría revestida de humildad, de una humildad más que profunda. La
docencia, ese camino al paraíso, por lo menos su búsqueda, lo que ya es
sabiduría. Las aulas, que llevan el eco de generaciones. La búsqueda sin
renunciamientos. El docente. La docente. Un pastor, un plantador de vida,
una sembradora de semillas. Semillas que de pronto se abren a la vida.”
Una suave emoción me invade y prosigo: “Sí, reuniré a mis diez nietos y les
relataré todo. Sí, les diré, ocurrió en El Algarrobal, nada menos. Que a
partir de este día va a figurar en mi mapa. Y en el mapa de las utopías, de
la poesía de la vida, de esa ciencia tan maternal que es la enseñanza.
Aprender para ayudar a la vida, a los débiles, a llevar a cabo el sueño de
tantos filósofos: lograr alguna vez la paz eterna en el mundo. Les relataré
a mis nietos –prosigo– todos los detalles del paisaje de El Algarrobal. Allá
en el horizonte, las montañas libertarias de los luchadores de Mayo contra
el colonialismo, la esclavitud disfrazada. Les describiré el rostro de los
protagonistas de este acto. Docentes de mano abierta que hurgan
constantemente en el horizonte para describir y clasificar los sueños
utópicos. Al decirles a ustedes gracias, gracias, no puedo sino pensar en
mis queridos amigos desaparecidos: Rodolfo Walsh, el mejor de todos; Paco
Urondo, nuestro poeta muerto en estas tierras mendocinas; Haroldo Conti, el
hombre del Delta, el pastor de sueños, el sembrador de ideales de paz y
dignidad para todos”.
“Gracias, gracias, mis queridos algarrobeños. Cuando supe que habían puesto
mi nombre a esta escuela –por el voto de los alumnos y los docentes– esa
noche lloré en mi almohada y vino a despertarme del sueño mi hermano
Rodolfo, caído tan joven en pos de la solidaridad. Mi hermano Franz vino a
acompañarme con sus dieciocho gatos. Mi padre, aquel silencioso poeta de la
bondad, me dio la mano. Y sé que al amanecer de mañana se me presentará mi
madre y me regañará porque no me puse corbata para el acto de hoy. Y, por
supuesto, mi compañera de siempre, Marlies, la silenciosa acompañante eterna
llena de poesía, siempre joven, y mis cuatro hijos, sembradores de vida, me
sonreirán desde la ventana. Mi nombre, a este templo de la docencia.
Gracias. La palabra que lo dice todo: gracias. Seguiré aprendiendo. Ustedes
ahora serán mis maestros de sueños futuros. Estaré todos los días con
ustedes desde todas las distancias, y seré vuestro alumno. Porque desde hoy
estaré siempre en el paraíso, en ese nombre pura naturaleza llamado El
Algarrobal. El abrazo emocionado.”
Recordaré siempre ese silencio que se originó por unos instantes. Los
rostros de todos los presentes. Y los niños que nos miraron para saber por
qué de pronto ese silencio.
Un silencio que me ayudó a repasar los años aquellos: cuando de pronto llegó
el exilio, la quema de mis libros, lo injusto de las medidas cuarteleras, la
desaparición de mis amigos, la prohibición de La Patagonia Rebelde, el film
realizado frente al filo de la navaja. El dejar todo... y ahora, la semilla
en El Algarrobal. Ojalá crezca y nazcan trinos de su copa al amanecer.
Arar la tierra con las manos. Dio sus frutos.
Osvaldo Bayer