Bolivia: algo termina y mucho empieza
Hace poco más de un mes, en Valencia, quizás por primera vez en Europa, se reunieron representantes de las cuatro asambleas constituyentes latinoamericanas que están marcando un hito en el constitucionalismo. Los asistentes pudieron, en una oportunidad como pocas, escuchar a Antonio Navarro Wolf sobre los errores cometidos en la constitución colombiana –junto con la anécdota nunca resuelta del robo de la espada de Bolívar-, a Isaías Rodríguez relacionando el proceso constituyente venezolano con el intento de golpe de Estado de Carmona y las oligarquías venezolanas, y a Fernando Cordero relatando detalles de la aprobación de los 444 artículos de Montecristi, la Constitución ecuatoriana que aprobó el pueblo en septiembre pasado. Pero la intervención que posiblemente más argumentos provocó fue la del Ministro Héctor Arce. Sus palabras dejaron claro lo que muchos intuían y algunos habían vivido en carne propia: que el proceso constituyente boliviano seguramente ha sido no sólo el más complejo, sino el más difícil del último siglo.
Para algunos, la dificultad del proceso constituyente boliviano está intrínsecamente relacionada con las condiciones de Bolivia. El pensamiento más conservador lo ha planteado en una expresión que ya ha recorrido el mundo: Bolivia como país inviable. Pero la realidad, también en este caso, es mucho más compleja. El pensador orureño Zavaleta Mercado decía que los pueblos o los sujetos no son lo que creen que son, sino lo que son capaces de hacer. Esta aseveración, mucho más avanzada que la supuesta inviabilidad boliviana, plantea como trasfondo que la posibilidad de transformación social no está tanto en la forma como en el fondo. Lo que no significa, desde luego, que las formas no importen; sólo que no en determinadas ocasiones requieren un grado de flexibilidad para facilitar lo que realmente importa: lo que se es capaz de hacer.
Muchos pueblos latinoamericanos han demostrado en los últimos años lo que son capaces de hacer, pero entre ellos destaca de manera prominente el pueblo boliviano. Pocas oligarquías han manejado con puño de hierro el país como lo han hecho en Bolivia, todo un manual de dominación económica, social y política. Pocas minorías han tenido tanto éxito a la hora de mantener posiciones extremadamente racistas ya entrado el siglo XXI, de someter durante décadas a las clases pobres, de obstaculizar procedimientos democráticos de decisión y de buscar desesperadamente el mantenimiento de privilegios de todo tipo en un país donde sólo se distribuye la pobreza. A pesar de los programas sociales puestos en marcha por el gobierno de Morales en los últimos años, décadas de empobrecimiento y falta de políticas públicas comprometidas siguen dejando mella en el pueblo boliviano. El informe del PNUD hecho público hace dos meses alertaba sobre el aumento de la pobreza en el país, fruto de décadas de dependencia de los hidrocarburos y de la polaridad entre ricos y pobres. El 80% de la población sufre tasas de mortalidad infantil más altas que Haití o Camerún, mientras que el 20% más rico viven en condiciones semejantes a las del mundo desarrollado.
A pesar de estas condiciones, donde lo que parece urgente en el día a día es encontrar la forma de subsistencia, el pueblo boliviano ha sabido aprovechar, con paciencia pero con firmeza, la oportunidad del cambio. Ha pasado más tiempo del que pareciera desde que las calles de ciudades como Cochabamba o La Paz se llenaron de gritos reivindicando un cambio revolucionario, que sólo podría venir por el estremecimiento de la estructura del Estado y la consolidación de unas nuevas bases de convivencia en el país. Fue el inicio del proceso constituyente, cuyo primer gran paso culminará este domingo 25 de enero de 2009. Un proceso que contó con capítulos no siempre agradables: agresiones, persecuciones, fotografías de constituyentes acusados de traición en la plaza de Sucre… Esos mismos constituyentes fueron capaces de poner en riesgo no sólo su futuro, sino sus vidas y las de sus allegados –y en Bolivia no es una afirmación gratuita, como el tiempo se ha encargado de demostrar- para redactar un texto de avanzada, transformador, fruto de las reivindicaciones de la mayor parte de la población.
Un texto que, con los cambios introducidos durante el proceso de negociación del Ejecutivo para encontrar una solución a la mayoría requerida del Congreso, será sometido a la voluntad del pueblo boliviano. Es cierto que las formalidades no se guardaron en esos días en que se decidió proceder a la negociación del texto aprobado por la asamblea constituyente, y que el resultado retrocede en varios temas que habían sido de avanzada en el proyecto. Pero también lo es que los procesos no son los mismos en todos los casos, y que lo que convierte a un texto escrito en Constitución es justamente su legitimidad. Por eso, no es casualidad que éste sea el primer proyecto de Constitución votada en Bolivia. Ni que haya estado liderada por el primer presidente indígena del país. En política no existen las casualidades, y en Bolivia menos si cabe. Tampoco es casualidad que el proyecto de Constitución boliviana plantee cambios radicales, como la creación de un Estado plurinacional, la elección democrática del Tribunal Constitucional o la búsqueda de nuevos elementos de fortalecimiento democrático. Mientras en España, por ejemplo, se es incapaz de reaccionar ante un Consejo General del Poder Judicial deslegitimado en su esencia, los bolivianos tendrán la oportunidad de elegir democráticamente a su órgano de gobierno de los jueces. O mientras ya sabemos quién será nuestro próximo Jefe de Estado cuando falte el actual rey, los bolivianos podrán revocar el mandato de su Presidente en la mitad de su periodo si así lo decide la mayoría del pueblo. Así son las cosas: en algunos lugares se avanza y en otros no.
El referéndum del 25 de enero de 2009 marcará un hito en la historia boliviana. No sólo por lo que termina –una batalla de años a favor del triunfo de la voluntad de las mayorías- sino, y quizás principalmente, por las muchas cosas que empiezan, y que puede resumirse en una: el reto de aplicar una Constitución de avanzada en una sociedad que necesita de ella para acabar con el racismo, con la pobreza y con la desigualdad. Vistos los enemigos que ha sufrido el proceso constituyente, no parece un desempeño fácil. Pero con la determinación, la paciencia y la claridad de ideas que ha mostrado el pueblo boliviano, es un reto que, cuanto menos, se va a intentar con todas las fuerzas. No por nada, como decía Zavaleta, los pueblos son lo que son capaces de hacer.
Rubén Martínez Dalmau. Profesor de Derecho constitucional de la Universitat de València
martinezdalmau@gmail.com