La “prensa libre” de Europa y las Américas –ésa que mintió descaradamente al
decir que existían armas de destrucción masiva en Iraq o que calificó de
“interinato” al régimen golpista de Micheletti en Honduras- ha redoblado su
feroz campaña en contra de Cuba. Se impone, por lo tanto, distinguir entre la
razón de fondo y el pretexto. La primera, y que establece el marco global de
esta campaña, es la contraofensiva imperial desencadenada desde los finales de
la Administración Bush y cuyo ejemplo más rotundo fue la reactivación y
movilización de la IV Flota. Contra los pronósticos de algunos ilusos esta
política, dictada por el complejo militar-industrial, no sólo se continuó sino
que se profundizó mediante el reciente tratado firmado por Obama y Uribe
mediante el cual se concede a los Estados Unidos el uso de por lo menos siete
bases militares en territorio colombiano, inmunidad diplomática para todo el
personal estadounidense afectado a sus operaciones, licencia para introducir o
sacar del país cualquier clase de cargamento sin que las autoridades del país
anfitrión puedan siquiera tomar nota de lo que entra o sale y el derecho de
los expedicionarios norteamericanos a ingresar o salir de Colombia con
cualquier carnet que acredite su identidad. Como si lo anterior fuera poco, la
política de Washington reconociendo la “legalidad y legitimidad” del golpe de
estado de Honduras y las fraudulentas elecciones subsecuentes es una muestra
más de la perversa continuidad que liga las políticas implementadas por la
Casa Blanca, con independencia del color de la piel de su principal ocupante.
Y en esa contraofensiva general del imperio, el ataque y la desestabilización
de Cuba juega un papel de gran importancia.
Estas son las razones de fondo. Pero el pretexto para este relanzamiento fue
el fatal desenlace de la huelga de hambre de Orlando Zapata Tamayo, potenciado
ahora por idéntica acción iniciada por otro “disidente”, Guillermo Fariñas
Hernández y que será seguida, sin duda, por las de otros partícipes y
cómplices de esta agresión. Como es bien sabido, Zapata Tamayo fue (y sigue
siendo) presentado por esos “medios de desinformación de masas-como
adecuadamente los calificara Noam Chomsky- como un “disidente político” cuando
en realidad era un preso común que fue reclutado por los enemigos de la
revolución y utilizado sin escrúpulos como un mero instrumento de sus
proyectos subversivos. El caso de Fariñas Hernández no es igual, pero aún así
guarda algunas similitudes y profundiza una discusión que es imprescindible
dar con toda seriedad.
Es preciso recordar que estos ataques tienen una larga historia. Comienzan
desde el triunfo mismo de la revolución pero, como política oficial y formal
del gobierno de Estados Unidos se inician el 17 de marzo de 1960 cuando el
Consejo de Seguridad Nacional aprueba el “Programa de Acción Encubierta”
contra Cuba propuesto por el entonces Director de la CIA, Allen Dulles.
Parcialmente desclasificado en 1991, ese programa identificaba cuatro cursos
principales de acción, siendo los dos primeros “la creación de la oposición” y
el lanzamiento de una “poderosa ofensiva de propaganda” para robustecerla y
hacerla creíble. Más claro imposible. Tras el estruendoso fracaso de estos
planes George W. Bush crea, dentro del propio Departamento de Estado, una
comisión especial para promover el “cambio de régimen” en Cuba, eufemismo
utilizado para evitar decir “promover la contrarrevolución”. Cuba tiene el
dudoso privilegio de ser el único país del mundo para el cual el Departamento
de Estado ha elaborado un proyecto de este tipo, ratificando de este modo la
vigencia de la enfermiza obsesión yanqui por anexarse la isla y, por otro
lado, lo acertado que estaba José Martí cuando alertó a nuestros pueblos sobre
los peligros del expansionismo norteamericano. El primer informe de esa
comisión, publicado en 2004, tenía 458 páginas y allí se explicitaba con gran
minuciosidad todo lo que se debía hacer para introducir una democracia
liberal, respetar los derechos humanos y establecer una economía de mercado en
Cuba. Para viabilizar este plan se asignaban 59 millones de dólares por año
(más allá de los que se destinarían por vías encubiertas), de los cuales 36
millones estarían destinados, según la propuesta, a fomentar y financiar las
actividades de los “disidentes”. Para resumir, lo que la prensa presenta como
una noble y patriótica disidencia interna parecería más bien ser la metódica
aplicación del proyecto imperial diseñado para cumplir el viejo sueño de la
derecha norteamericana de apoderarse definitivamente de Cuba.
Dicho lo anterior se impone una precisión conceptual. No es casual que la
prensa del sistema hable con extraordinaria ligereza acerca de los “disidentes
políticos” encarcelados en Cuba. Pero, ¿son “disidentes políticos” o son otra
cosa? Sería difícil decir que todos, pero con toda seguridad la mayoría de
quienes están en prisión no se encuentran allí por ser disidentes políticos
sino por una caracterización mucho más grave: “traidores a la patria.” Veamos
esto en detalle. En el célebre Diccionario de Política de Norberto Bobbio el
politólogo Leonardo Morlino define al disenso como “cualquier forma de
desacuerdo sin organización estable y, por tanto, no institucionalizada, que
no pretende sustituir al gobierno en funciones por otro, y tanto menos
derribar el sistema político vigente. El disenso se expresa sólo en el
exhortar, persuadir, criticar, hacer presión, siempre con medios no violentos
para inducir a los decision-makers a preferir ciertas opciones en lugar de
otras o a modificar precedentes decisiones o directivas políticas. El disenso
nunca pone en discusión la legitimidad o las reglas fundamentales que fundan
la comunidad política sino sólo normas o decisiones bastante específicas.”
(pp. 567-568) Más adelante señala que existe un umbral el que, una vez
traspasado, convierte al disenso, y a los disidentes, en otra cosa. “El umbral
es cruzado cuando se ponen en duda la legitimidad del sistema y sus reglas del
juego, y se hace uso de la violencia: o cuando se incurre en la desobediencia
intencional a una norma; o, por fin, cuando el desacuerdo se institucionaliza
en oposición, que puede tener entre sus fines también el de derrumbar el
sistema.” (p. 569) En la extinta Unión Soviética dos de los más notables
disidentes políticos, y cuyo accionar se ajusta a la definición arriba
planteada, fueron el físico Andrei Sakharov y el escritor Alexander Isayevich
Solzhenitsyn; Rudolf Bahro lo fue en la República Democrática Alemana; Karel
Kosik, en la antigua Checoslovaquia; en los Estados Unidos sobresalió, al
promediar el siglo pasado, Martin Luther King; y en el Israel de nuestros días
Mordekai Vanunu, científico nuclear que reveló la existencia del arsenal
atómico en ese país y por lo cual se lo condenó a 18 años de cárcel sin que la
“prensa libre” tomara nota del asunto.
La disidencia cubana, a diferencia de lo ocurrido con Sakharov, Solzhenitsyn,
Bahro, Kosik, King y Vanunu, se encuadra en otra figura jurídica porque su
propósito es subvertir el orden constitucional y derribar al sistema. Además,
y este es el dato esencial, pretende hacerlo poniéndose al servicio de una
potencia enemiga, Estados Unidos, que hace cincuenta años agrede por todos los
medios imaginables a Cuba con un bloqueo integral (económico, financiero,
tecnológico, comercial, informático), con permanentes agresiones y ataques de
diverso tipo y con una legislación migratoria exclusivamente desarrollada (la
“Ley de Ajuste Cubano”) para la isla y que estimula la migración ilegal a
Estados Unidos poniendo en peligro la vida de quienes quieren acogerse a sus
beneficios. Mientras Washington levanta un nuevo muro de la infamia en su
frontera con México para detener el ingreso de inmigrantes mexicanos y a los
procedentes de Centroamérica, concede todos los beneficios imaginables a
quienes, viniendo de Cuba, pongan pie en su territorio. Quienes reciben
dinero, asesoría, consejos, orientaciones de un país objetivamente enemigo de
su patria y actúan en congruencia con su aspiración de precipitar un “cambio
de régimen” que ponga fin a la revolución, ¿pueden ser considerados
“disidentes políticos”?
Para responder olvidémonos por un momento de las leyes cubanas y veamos lo que
establece la legislación en otros países. La Constitución de Estados Unidos
fija en su Artículo III, Sección 3 que “El delito de traición contra los
Estados Unidos consistirá solamente en tomar las armas contra ellos o en
unirse a sus enemigos, dándoles ayuda y facilidades.” La sanción que merece
este delito quedó en manos del Congreso; en 1953 Julius y Ethel Rosenberg
fueron ejecutados en la silla eléctrica acusados de traición a la patria por
haberse supuestamente “unido a sus enemigos” revelando los secretos de la
fabricación de la bomba atómica a la Unión Soviética. En el caso de Chile, el
Código Penal de ese país establece en su Artículo 106 que “Todo el que dentro
del territorio de la República conspirare contra su seguridad exterior para
inducir a una potencia extranjera a hacer la guerra a Chile, será castigado
con presidio mayor en su grado máximo a presidio perpetuo. Si se han seguido
hostilidades bélicas la pena podrá elevarse hasta la de muerte.” En México,
país que ha sido víctima de una larga historia de intervencionismo
norteamericano en sus asuntos internos, el Código Penal califica en su
artículo 123 como delitos de traición a la patria una amplia gama de
situaciones como realizar “actos contra la independencia, soberanía o
integridad de la nación mexicana con la finalidad de someterla a persona,
grupo o gobierno extranjero; tome parte en actos de hostilidad en contra de la
nación, mediante acciones bélicas a las órdenes de un estado extranjero o
coopere con este en alguna forma que pueda perjudicar a México; reciba
cualquier beneficio, o acepte promesa de recibirlo, con en fin de realizar
algunos de los actos señalados en este artículo; acepte del invasor un empleo,
cargo o comisión y dicte, acuerde o vote providencias encaminadas a afirmar al
gobierno intruso y debilitar al nacional.” La penalidad prevista por la
comisión de estos delitos es, según las circunstancias, de cinco a cuarenta
años de prisión. La legislación argentina establece en el artículo 214 de su
Código Penal que “Será reprimido con reclusión o prisión de diez a veinticinco
años o reclusión o prisión perpetua y en uno u otro caso, inhabilitación
absoluta perpetua, siempre que el hecho no se halle comprendido en otra
disposición de este código, todo argentino o toda persona que deba obediencia
a la Nación por razón de su empleo o función pública, que tomare las armas
contra ésta, se uniere a sus enemigos o les prestare cualquier ayuda o
socorro.”
No es necesario proseguir con esta somera revisión de la legislación comparada
para comprender que lo que la “prensa libre” denomina disidencia es lo que en
cualquier país del mundo -comenzando por Estados Unidos, el gran promotor,
organizador y financista de la campaña anticubana- sería caratulado lisa y
llanamente como traición a la patria, y ninguno de los acusados jamás sería
considerado como un “disidente político.” En el caso de los cubanos, la gran
mayoría de los llamados disidentes (si no todos) están incursos en ese delito
al unirse a una potencia extranjera que está en abierta hostilidad contra la
nación cubana y recibir de sus representantes -diplomáticos o no- dinero y
toda suerte de apoyos logísticos para, como señala la legislación mexicana,
“afirmar al gobierno intruso y debilitar al nacional.” Dicho en otras
palabras, para destruir el nuevo orden social, económico y político creado por
la revolución. No sería otra la caracterización que adoptaría Washington para
juzgar a un grupo de sus ciudadanos que estuviera recibiendo recursos de una
potencia extranjera que durante medio siglo hubiese acosado a los Estados
Unidos con el mandato de subvertir el orden constitucional. Ninguno de los
genuinos disidentes arriba mencionados incurrieron en sus países en tamaña
infamia. Fueron implacables críticos de sus gobiernos, pero jamás se pusieron
al servicio de un estado extranjero que ambicionaba oprimir a su patria. Eran
disidentes, no traidores.
Atilio A. Boron
Rebelión
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