Se ha cumplido recientemente (hace sólo dos meses) el septuagésimo
aniversario del fin oficial de la guerra civil (para nosotros, guerra
revolucionaria o revolución social, sin más). Sin embargo, a pesar de que el
1 de abril de 1939 se emitió desde el cuartel general de Franco -y firmado
por éste- el llamado último parte de guerra, lo cierto es que la guerra no
acabó ese día, ni mucho menos. No todos los que formaban parte de lo que los
fascistas llamaban ejército rojo estaban cautivos y desarmados, sino que
fueron muchos lo que prefirieron el camino del exilio antes que la
rendición, y muchos también, los que se echaron al monte e iniciaron una
guerra de guerrillas que duraría décadas, aunque acabara convirtiéndose, en
no pocos casos, en una auténtica lucha por la mera supervivencia, lo que no
les resta méritos. Los que se echaron al monte, a pesar de todos los riesgos
y penalidades, gozaron de una relativa -aunque tensa- libertad, defendida
día a día fusil en mano, pero los que emprendieron el camino del exilio
acabaron, generalmente, en los campos de concentración preparados para ellos
por los franceses, en los que muchísimos sucumbieron a todo tipo de
enfermedades. Los franceses – y lo mismo podríamos decir de los ingleses- no
fueron capaces de entender que con la lucha mantenida durante casi tres años
por lo mejor del pueblo español se les estaba defendiendo también a ellos.
No comprendieron que en España se estaban librando las primeras batallas de
la II Guerra Mundial y que en la Península Ibérica se estaba haciendo frente
al nazifascismo, algo de lo que no habían sido capaces los regímenes
democrático-burgueses, que, por el contrario, habían agachado la cabeza ante
Hitler y se habían bajado los pantalones ante él. Pero al mismo tiempo que
combatían contra fuerzas muy poderosas (no hay que olvidar que se
enfrentaban a una parte importante del propio ejército del país, ayudado por
Alemania e Italia, dos grandes potencias en aquellos momentos), los
trabajadores españoles fueron capaces de poner en práctica los acuerdos del
Congreso de Zaragoza de mayo de 1936, y en concreto lo aprobado en el
Dictamen sobre Concepto Confederal del Comunismo Libertario. En efecto,
fueron colectivizadas grandes zonas de España (en Aragón, por ejemplo, el
territorio que no ocupaban los fascistas, aumentando notablemente la
producción de cereales); por lo que respecta a Cataluña, además del sector
primario fueron colectivizados también la industria y los servicios,
alcanzando, por lo tanto, la obra constructiva de la revolución social a
todos los sectores. Eso era lo que defendían hasta la muerte (y no es un
mero recurso literario) los obreros españoles, sabiendo perfectamente
quiénes eran sus enemigos, a los que siguieron combatiendo en el exilio al
comenzar la guerra mundial; de hecho, en Francia se integraron en la
Resistencia contra los nazis -o, más bien, la fundaron-, y lucharon contra
el Eje en todos los frentes.
El enorme y heroico esfuerzo de los exiliados españoles, en su mayoría
libertarios, no tuvo la recompensa que se esperaba, puesto que los ejércitos
aliados, una vez derrotado el nazifascismo, no cruzaron la frontera
española, y permitieron que, sin excesivos sobresaltos, se consolidara el
régimen franquista, que convirtió España en un gran presidio, una inmensa
cámara de torturas y un enorme cementerio. Contra esa situación, se
rebelaban no pocos militantes cenetistas, que organizaron grupos
clandestinos de resistencia contra la Dictadura franquista, pasando a España
para realizar todo tipo de acciones armadas que mantuvieran alta la moral de
los antifascistas, al tiempo que procuraban reorganizar y mantener la
estructura clandestina de la CNT. La lucha fue larga, de décadas, pues no
hay que olvidar que Quico Sabaté murió a tiros en enero de 1960, y aún más
tarde, en 1963, cayó acribillado por la Guardia Civil, Ramón Vila Capdevila,
llamado Caraquemada; podemos citar, además, al joven anarquista Salvador
Puig Antich, último asesinado a garrote vil, en marzo de 1974. No ha
existido en toda la Historia de este país -ni probablemente del mundo- una
organización que haya pagado tan cara su defensa de la Libertad, de la
dignidad y de la justicia social. La CNT, que era la organización no sólo
más grande, sino, sobre todo, más revolucionaria y, por ende, más combativa,
tuvo decenas y decenas de miles de muertos en la guerra y en la represión
postbélica, y si sumáramos los años de cárcel sufridos por su militancia
obtendríamos, sin duda, una cifra de muchos millones; a lo que podríamos
añadir toda clase de represalias y humillaciones.
Pero aquí seguimos. Aquí está la CNT. En pie, creciendo en todos los lugares
y combatiendo, como siempre, al Capital y al Estado, libre de toda
influencia política, plenamente consciente de su propia autosuficiencia como
alternativa global al Sistema, sabiendo que la lucha ha de darse al mismo
tiempo contra la explotación económica y contra la dominación política.
Para nosotros la guerra de 1936-1939 fue un episodio más de la lucha de
clases, una batalla más de la larga lucha por la emancipación de los
trabajadores, una lucha que sólo acabará cuando acabe la actual división de
la sociedad en dos clases irreconciliables por tener intereses antagónicos,
que sólo llegará a su fin cuando instauremos el Comunismo Libertario,
finalidad de la Organización desde el Congreso de 1919. Para nosotros,
ninguna otra solución es válida, porque ni siquiera un cambio de régimen
(menos aún la sustitución de un gobierno por otro) supondría un verdadero
avance social. No hay más que recordar que la Segunda República -tan
mitificada hoy por algunos- reprimió violentamente a los trabajadores, sobre
todo a los cenetistas, en numerosas ocasiones; por citar algunos casos:
Casas Viejas, Arnedo, los cañonazos contra Casa Cornelio en Sevilla, y así
ad infinitum.
Los hombres y mujeres de la Confederación Nacional del Trabajo podemos ir
con la cabeza bien alta, como continuadores que somos de aquella militancia
que logró la jornada de ocho horas hace noventa años, que conquistó la de
seis horas diarias en Sevilla, en 1936, y que alcanzó los mayores logros
para el conjunto de la clase obrera. Como decíamos antes, aquí seguimos,
manteniendo y ganando cotidianamente conflictos laborales, demostrando a los
trabajadores que es posible hacer verdadero sindicalismo; es decir,
sindicalismo sin jefes cuasi vitalicios, sin liberados, sin subvenciones y
sin participar en elecciones sindicales, que son la puerta de entrada a toda
la corrupción. Preparamos el camino para la revolución social, que llegará
(quizás antes de lo que se pueda pensar), porque aunque haya perdido otras,
el pueblo obrero ganará la última batalla.
Periódico CNT