NOAM CHOMSKY
FABRICANDO
EL CONSENSO
El control de los medios masivos de
comunicación
INDICE
Introducción
Primeros apuntes históricos de la
propaganda
La democracia del espectador
Relaciones públicas
Fabricación de la opinión
La representación como realidad
La cultura disidente
Desfile de enemigos
Percepción selectiva
La guerra del Golfo
Noam Chomsky nació
en 1928. Lingüista estadounidense de
origen judío, profesor y activista
político, licenciado por la universidad
de Pensilvania, se le considera fundador
de la Gramática generativa
transformacional, que es un sistema
original para abordar el análisis
lingüístico y que ha revolucionado la
lingüística.
Se incorporó al
Instituto Tecnológico de Massachusetts
(M.I.T.) en el año 1955 y se le conoce
no sólo como profesor y escritor, sino
también como opositor al involucramiento
norteamericano en la guerra del Vietnam.
Además de figurar
como eminente lingüista y destacado
miembro del M.I.T, Noam Chomsky debería
ser conocido por todos debido a sus
incisivos análisis acerca de la
sociedad, la economía y la política
mundial. Sobre la base de sus extensos
conocimientos, ha escrito una serie de
libros de recomendada lectura para todos
aquellos que quieran tener una visión
diferente del mundo que nos rodea.
I
Introducción
E l papel de los
medios de comunicación en la política
contemporánea nos obliga a preguntar por
el tipo de mundo y de sociedad en los
que queremos vivir, y qué modelo de
democracia queremos para esta sociedad.
Permítaseme empezar contraponiendo dos
conceptos distintos de democracia. Uno
es el que nos lleva a afirmar que en una
sociedad democrática, por un lado, la
gente tiene a su alcance los recursos
para participar de manera significativa
en la gestión de sus asuntos
particulares, y, por otro, los medios de
información son libres e imparciales. Si
se busca la palabra democracia en el
diccionario se encuentra una definición
bastante parecida a lo que acabo de
formular.
Una idea alternativa
de democracia es la de que no debe
permitirse que la gente se haga cargo de
sus propios asuntos, a la vez que los
medios de información deben estar fuerte
y rígidamente controlados. Quizás esto
suene como una concepción anticuada de
democracia, pero es importante entender
que, en todo caso, es la idea
predominante. De hecho lo ha sido
durante mucho tiempo, no sólo en la
práctica sino incluso en el plano
teórico. No olvidemos además que tenemos
una larga historia, que se remonta a las
revoluciones democráticas modernas de la
Inglaterra del siglo XVII, que en su
mayor parte expresa este punto de vista.
En cualquier caso voy a ceñirme
simplemente al período moderno y acerca
de la forma en que se desarrolla la
noción de democracia, y sobre el modo y
el cómo es que el problema de los medios
de comunicación y la desinformación
se ubican en este contexto.
II Primeros
apuntes históricos de la propaganda
E mpecemos con la
primera operación moderna de propaganda
llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió
bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este
fue elegido presidente en 1916 como
líder de la plataforma electoral Paz sin
victoria, cuando se cruzaba el ecuador
de la Primera Guerra Mundial. La
población era muy pacifista y no veía
ninguna razón para involucrarse en una
guerra europea; sin embargo, la
administración Wilson había
decidido que el país tomaría parte en el
conflicto. Había por tanto que hacer
algo para inducir en la sociedad la idea
de la obligación de participar en la
guerra. Y se creó una comisión de
propaganda gubernamental, conocida con
el nombre de Comisión Creel, que, en
seis meses, logró convertir una
población pacífica en otra histérica y
belicista que quería ir a la guerra y
destruir todo lo que oliera a alemán,
despedazar a todos los alemanes, y
salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito
extraordinario que conduciría a otro
mayor todavía: precisamente en aquella
época y después de la guerra se
utilizaron las mismas técnicas para
avivar lo que se conocía como Miedo
rojo. Ello permitió la destrucción de
sindicatos y la eliminación de problemas
tan peligrosos como la libertad de
prensa o de pensamiento político. El
poder financiero y empresarial y los
medios de comunicación fomentaron y
prestaron un gran apoyo a esta
operación, de la que, a su vez,
obtuvieron todo tipo de provechos.
Entre los que
participaron activa y entusiásticamente
en la guerra de Wilson estaban los
intelectuales progresistas, gente del
círculo de John Dewey. Estos se
mostraban muy orgullosos, como se deduce
al leer sus escritos de la época, por
haber demostrado que lo que ellos
llamaban los miembros más inteligentes
de la comunidad, es decir, ellos mismos,
eran capaces de convencer a una
población reticente de que había que ir
a una guerra mediante el sistema de
aterrorizarla y suscitar en ella un
fanatismo patriotero. Los medios
utilizados fueron muy amplios. Por
ejemplo, se fabricaron montones de
atrocidades supuestamente cometidas por
los alemanes, en las que se incluían
niños belgas con los miembros arrancados
y todo tipo de cosas horribles que
todavía se pueden leer en los libros de
historia, buena parte de lo cual fue
inventado por el Ministerio británico de
propaganda, cuyo auténtico propósito en
aquel momento -tal como queda reflejado
en sus deliberaciones secretas- era el
de dirigir el pensamiento de la mayor
parte del mundo. Pero la cuestión clave
era la de controlar el pensamiento de
los miembros más inteligentes de la
sociedad americana, quienes, a su vez,
diseminarían la propaganda que estaba
siendo elaborada y llevarían al pacífico
país a la histeria propia de los tiempos
de guerra. Y funcionó muy bien, al
tiempo que nos enseñaba algo importante:
cuando la propaganda que dimana del
Estado recibe el apoyo de las clases de
un nivel cultural elevado y no se
permite ninguna desviación en su
contenido, el efecto puede ser enorme.
Fue una lección que ya había aprendido
Hitler y muchos otros, y cuya influencia
ha llegado a nuestros días.
III La
democracia del espectador
O tro grupo que
quedó directamente marcado por estos
éxitos fue el formado por teóricos
liberales y figuras destacadas de los
medios de comunicación, como Walter
Lippmann, que era el decano de los
periodistas americanos, un importante
analista político -tanto de asuntos
domésticos como internacionales- así
como un extraordinario teórico de la
democracia liberal. Si se echa un
vistazo a sus ensayos, se observará que
están subtitulados con algo así como Una
teoría progresista sobre el pensamiento
democrático liberal. Lippmann estuvo
vinculado a estas comisiones de
propaganda y admitió los logros
alcanzados, al tiempo que sostenía que
lo que él llamaba revolución en el arte
de la democracia podía utilizarse para
fabricar consenso, es decir, para
producir en la población, mediante las
nuevas técnicas de propaganda, la
aceptación de algo inicialmente no
deseado. También pensaba que ello era no
solo una buena idea sino también
necesaria, debido a que, tal como él
mismo afirmó, los intereses comunes
esquivan totalmente a la opinión pública
y solo una clase especializada de
hombres responsables lo bastante
inteligentes puede comprenderlos y
resolver los problemas que de ellos se
derivan.
Esta teoría sostiene
que solo una élite reducida -la
comunidad intelectual de la que hablaban
los seguidores de Dewey- puede entender
cuáles son aquellos intereses comunes,
qué es lo que nos conviene a todos, así
como el hecho de que estas cosas escapan
a la gente en general. En realidad, este
enfoque se remonta a cientos de años
atrás, es también un planteamiento
típicamente leninista, de modo que
existe una gran semejanza con la idea de
que una vanguardia de intelectuales
revolucionarios toma el poder mediante
revoluciones populares que les
proporcionan la fuerza necesaria para
ello, para conducir después a las masas
estúpidas a un futuro en el que estas
son demasiado ineptas e incompetentes
para imaginar y prever nada por sí
mismas. Es así que la teoría democrática
liberal y el marxismo-leninismo se
encuentran muy cerca en sus supuestos
ideológicos. En mi opinión, esta es una
de las razones por las que los
individuos, a lo largo del tiempo, han
observado que era realmente fácil pasar
de una posición a otra sin experimentar
ninguna sensación específica de cambio.
Solo es cuestión de ver dónde está el
poder. Es posible que haya una
revolución popular que nos lleve a todos
a asumir el poder del Estado; o quizás
no la haya, en cuyo caso simplemente
apoyaremos a los que detentan el poder
real: la comunidad de las finanzas. Pero
estaremos haciendo lo mismo: conducir a
las masas estúpidas hacia un mundo en el
que van a ser incapaces de comprender
nada por sí mismas.
Lippmann respaldó
todo esto con una teoría bastante
elaborada sobre la democracia
progresiva, según la cual en una
democracia con un funcionamiento
adecuado hay distintas clases de
ciudadanos. En primer lugar, los
ciudadanos que asumen algún papel activo
en cuestiones generales relativas al
gobierno y la administración. Es la
clase especializada, formada por
personas que analizan, toman decisiones,
ejecutan, controlan y dirigen los
procesos que se dan en los sistemas
ideológicos, económicos y políticos, y
que constituyen, asimismo, un porcentaje
pequeño de la población total. Por
supuesto, todo aquel que ponga en
circulación las ideas citadas es parte
de este grupo selecto, en el cual se
habla primordialmente acerca de qué
hacer con aquellos otros, quienes, fuera
del grupo pequeño y siendo la mayoría de
la población, constituyen lo que
Lippmann llamaba el rebaño
desconcertado: hemos de protegemos de
este rebaño desconcertado cuando brama y
pisotea.
Así pues, en una
democracia se dan dos funciones: por un
lado, la clase especializada, los
hombres responsables, ejercen la función
ejecutiva, lo que significa que piensan,
entienden y planifican los intereses
comunes; por otro, el rebaño
desconcertado también con una función en
la democracia, que, según Lippmann,
consiste en ser espectadores en vez de
miembros participantes de forma activa.
Pero, dado que estamos hablando de una
democracia, estos últimos llevan a
término algo más que una función: de vez
en cuando gozan del favor de liberarse
de ciertas cargas en la persona de algún
miembro de la clase especializada; en
otras palabras, se les permite decir
queremos que seas nuestro líder, o,
mejor, queremos que tú seas nuestro
líder, y todo ello porque estamos en una
democracia y no en un estado
totalitario. Pero una vez que se han
liberado de su carga y traspasado ésta a
algún miembro de la clase especializada,
se espera de ellos que se apoltronen y
se conviertan en espectadores de la
acción, no en participantes. Esto es lo
que ocurre en una democracia que
funciona como Dios manda.
Y la verdad es que
hay una lógica detrás de todo eso. Hay
incluso un principio moral del todo
convincente: la gente es simplemente
demasiado estúpida para comprender las
cosas. Si los individuos trataran de
participar en la gestión de los asuntos
que les afectan o interesan, lo único
que harían sería solo provocar líos, por
lo que resultaría impropio e inmoral
permitir que lo hicieran. Hay que
domesticar al rebaño desconcertado, y no
dejarle que brame y pisotee y destruya
las cosas, lo cual viene a encerrar la
misma lógica que dice que sería
incorrecto dejar que un niño de tres
años cruzara solo la calle. No damos a
los niños de tres años este tipo de
libertad porque partimos de la base de
que no saben cómo utilizarla. Por lo
mismo, no se da ninguna facilidad para
que los individuos del rebaño
desconcertado participen en la acción;
solo causarían problemas.
Por ello,
necesitamos algo que sirva para
domesticar al rebaño perplejo; algo que
viene a ser la nueva revolución en el
arte de la democracia: la fabricación
del consenso. Los medios de
comunicación, las escuelas y la cultura
popular tienen que estar divididos. La
clase política y los responsables de
tomar decisiones tienen que brindar
algún sentido tolerable de realidad,
aunque también tengan que inculcar las
opiniones adecuadas. Aquí la premisa no
declarada de forma explícita -e incluso
los hombres responsables tienen que
darse cuenta de esto ellos solos- tiene
que ver con la cuestión de cómo se llega
a obtener la autoridad para tomar
decisiones.
Por supuesto, la
forma de obtenerla es sirviendo a la
gente que tiene el poder real, que no es
otra que los dueños de la sociedad, es
decir, un grupo bastante reducido. Si
los miembros de la clase especializada
pueden venir y decir Puedo ser útil a
sus intereses, entonces pasan a formar
parte del grupo ejecutivo. Y hay que
quedarse callado y portarse bien, lo que
significa que han de hacer lo posible
para que penetren en ellos las creencias
y doctrinas que servirán a los intereses
de los dueños de la sociedad, de modo
que, a menos que puedan ejercer con
maestría esta autoformación, no formarán
parte de la clase especializada. Así,
tenemos un sistema educacional, de
carácter privado, dirigido a los hombres
responsables, a la clase especializada,
que han de ser adoctrinados en
profundidad acerca de los valores e
intereses del poder real, y del nexo
corporativo que este mantiene con el
Estado y lo que ello representa. Si
pueden conseguirlo, podrán pasar a
formar parte de la clase especializada.
Al resto del rebaño desconcertado
básicamente habrá que distraerlo y hacer
que dirija su atención a cualquier otra
cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá
que asegurarse que permanecen todos en
su función de espectadores de la acción,
liberando su carga de vez en cuando en
algún que otro líder de entre los que
tienen a su disposición para elegir.
Muchos otros han
desarrollado este punto de vista, que,
de hecho, es bastante convencional. Por
ejemplo, él destacado teólogo y crítico
de política internacional Reinold
Niebuhr, conocido a veces como el
teólogo del sistema, gurú de George
Kennan y de los intelectuales de
Kennedy, afirmaba que la racionalidad es
una técnica, una habilidad, al alcance
de muy pocos: solo algunos la poseen,
mientras que la mayoría de la gente se
guía por las emociones y los impulsos.
Aquellos que poseen la capacidad lógica
tienen que crear ilusiones necesarias y
simplificaciones acentuadas desde el
punto de vista emocional, con el objeto
de que los bobalicones ingenuos vayan
más o menos tirando. Este principio se
ha convertido en un elemento sustancial
de la ciencia política contemporánea. En
la década de los años veinte y
principios de la de los treinta, Harold
Lasswell, fundador del moderno sector de
las comunicaciones y uno de los
analistas políticos americanos más
destacados, explicaba que no deberíamos
sucumbir a ciertos dogmatismos
democráticos que dicen que los hombres
son los mejores jueces de sus intereses
particulares. Porque no lo son. Somos
nosotros, decía, los mejores jueces de
los intereses y asuntos públicos, por lo
que, precisamente a partir de la
moralidad más común, somos nosotros los
que tenemos que asegurarnos de que ellos
no van a gozar de la oportunidad de
actuar basándose en sus juicios
erróneos. En lo que hoy conocemos como
estado totalitario, o estado militar, lo
anterior resulta fácil. Es cuestión
simplemente de blandir una porra sobre
las cabezas de los individuos, y, si se
apartan del camino trazado, golpearles
sin piedad. Pero si la sociedad ha
acabado siendo más libre y democrática,
se pierde aquella capacidad, por lo que
hay que dirigir la atención a las
técnicas de propaganda.
La lógica es clara y
sencilla: la propaganda es a la
democracia lo que la cachiporra al
Estado totalitario. Ello resulta
acertado y conveniente dado que, de
nuevo, los intereses públicos escapan a
la capacidad de comprensión del rebaño
desconcertado.
IV
Relaciones públicas
L os Estados Unidos
crearon los cimientos de la industria de
las relaciones públicas. Tal como decían
sus líderes, su compromiso consistía en
controlar la opinión pública. Dado que
aprendieron mucho de los éxitos de la
Comisión Creel y del miedo rojo, y de
las secuelas dejadas por ambos, las
relaciones públicas experimentaron, a lo
largo de la década de 1920, una enorme
expansión, obteniéndose grandes
resultados a la hora de conseguir una
subordinación total de la gente a las
directrices procedentes del mundo
empresarial. La situación llegó a tal
extremo que en la década siguiente los
comités del Congreso empezaron a
investigar el fenómeno. De estas
pesquisas proviene buena parte de la
información de que hoy día disponemos.
Las relaciones públicas constituyen una
industria inmensa que mueve, en la
actualidad, cantidades que oscilan en
torno a un billón de dólares al año, y
desde siempre su cometido ha sido el de
controlar la opinión pública, que es el
mayor peligro al que se enfrentan las
corporaciones. Tal como ocurrió durante
la Primera Guerra Mundial, en la década
de 1930 surgieron de nuevo grandes
problemas: una gran depresión unida a
una cada vez más numerosa clase obrera
en proceso de organización. En 1935, y
gracias a la Ley Wagner, los
trabajadores consiguieron su primera
gran victoria legislativa, a saber, el
derecho a organizarse de manera
independiente, logro que planteaba dos
graves problemas. En primer lugar, la
democracia estaba funcionando bastante
mal: el rebaño desconcertado estaba
consiguiendo victorias en el terreno
legislativo, y no era ese el modo en que
se suponía que tenían que ir las cosas.
El otro problema eran las posibilidades
cada vez mayores del pueblo para
organizarse. Los individuos tienen que
estar atomizados, segregados y solos; no
puede ser que pretendan organizarse,
porque en ese caso podrían convertirse
en algo más que simples espectadores
pasivos.
Efectivamente, si
hubiera muchos individuos de recursos
limitados que se agruparan para
intervenir en el ruedo político,
podrían, de hecho, pasar a asumir el
papel de participantes activos, lo cual
sí sería una verdadera amenaza. Por
ello, el poder empresarial tuvo una
reacción contundente para asegurarse de
que esa había sido la última victoria
legislativa de las organizaciones
obreras, y de que representaría también
el principio del fin de esta desviación
democrática de las organizaciones
populares. Y funcionó. Fue la última
victoria de los trabajadores en el
terreno parlamentario, y, a partir de
ese momento -aunque el número de
afiliados a los sindicatos se incrementó
durante la Segunda Guerra Mundial,
acabada la cual empezó a bajar- la
capacidad de actuar por la vía sindical
fue cada vez menor. Y no por casualidad,
ya que estamos hablando de la comunidad
empresarial, que está gastando enormes
sumas de dinero, a la vez que dedicando
todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en
cómo afrontar y resolver estos problemas
a través de la industria de las
relaciones públicas y otras
organizaciones, como la National
Association of Manufacturers (Asociación
Nacional de Fabricantes), la
Business Roundtable (Mesa Redonda de la
Actividad Empresarial), etcétera. Y
su principio es reaccionar en todo
momento de forma inmediata para
encontrar el modo de contrarrestar estas
desviaciones democráticas.
La primera prueba se
produjo un año más tarde, en 1937,
cuando hubo una importante huelga del
sector del acero en Johnstown, al oeste
de Pensilvania. Los empresarios pusieron
a prueba una nueva técnica de
destrucción de las organizaciones
obreras, que resultó ser muy eficaz. Y
sin matones a sueldo que sembraran el
terror entre los trabajadores, algo que
ya no resultaba muy práctico, sino por
medio de instrumentos más sutiles y
eficientes de propaganda. La cuestión
estribaba en la idea de que había que
enfrentar a la gente contra los
huelguistas, por los medios que fuera.
Se presentó a estos como destructivos y
perjudiciales para el conjunto de la
sociedad, y contrarios a los intereses
comunes, que eran los nuestros, los del
empresario, el trabajador o el ama de
casa, es decir, todos nosotros. Queremos
estar unidos y tener cosas como la
armonía y el orgullo de ser americanos,
y trabajar juntos. Pero resulta que
estos huelguistas malvados de ahí afuera
son subversivos, arman jaleo, rompen la
armonía y atentan contra el orgullo de
América, y hemos de pararles los pies.
El ejecutivo de una empresa y el chico
que limpia los pisos tienen los mismos
intereses. Hemos de trabajar todos
juntos y hacerlo por el país y en
armonía, con simpatía y cariño los unos
por los otros. Este era, en esencia, el
mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para
hacerlo público; después de todo,
estamos hablando del poder financiero y
empresarial, es decir, el que controla
los medios de información y dispone de
recursos a gran escala, por lo cual
funcionó, y de manera muy eficaz. Más
adelante este método se conoció como la
fórmula Mohawk VaIley, aunque se le
denominaba también métodos científicos
para impedir huelgas. Se aplicó una y
otra vez para romper huelgas, y daba muy
buenos resultados cuando se trataba de
movilizar a la opinión pública a favor
de conceptos vacíos de contenido, como
el orgullo de ser americano. ¿Quién
puede estar en contra de esto? O la
armonía. ¿Quién puede estar en contra?
O, como en la guerra del golfo Pérsico,
apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía
estar en contra? O los lacitos
amarillos. ¿Hay alguien que esté en
contra? Sólo alguien completamente
necio.
De hecho, ¿qué pasa
si alguien le pregunta si da usted su
apoyo a la gente de Iowa? Se puede
contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo,
o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es
una pregunta: no significa nada. Esta es
la cuestión. La clave de los eslóganes
de las relaciones públicas como Apoyad a
nuestras tropas es que no significan
nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar
a los habitantes de Iowa. Pero, por
supuesto había una cuestión importante
que se podía haber resuelto haciendo la
pregunta: ¿Apoya usted nuestra política?
Pero, claro, no se trata de que la gente
se plantee cosas como esta. Esto es lo
único que importa en la buena
propaganda. Se trata de crear un eslogan
que no pueda recibir ninguna oposición,
bien al contrario, que todo el mundo
esté a favor. Nadie sabe lo que
significa porque no significa nada, y su
importancia decisiva estriba en que
distrae la atención de la gente respecto
de preguntas que sí significan algo:
¿Apoya usted nuestra política? Pero
sobre esto no se puede hablar. Así que
tenemos a todo el mundo discutiendo
sobre el apoyo a las tropas: Desde
luego, no dejaré de apoyarles. Por
tanto, ellos han ganado. Es como lo del
orgullo americano y la armonía. Estamos
todos juntos, en torno a eslóganes
vacíos, tomemos parte en ellos y
asegurémonos de que no habrá gente mala
a nuestro alrededor que destruya nuestra
paz social con sus discursos acerca de
la lucha de clases, los derechos civiles
y todo este tipo de cosas.
Todo es muy eficaz y
hasta hoy ha funcionado perfectamente.
Desde luego consiste en algo razonado y
elaborado con sumo cuidado: la gente que
se dedica a las relaciones públicas no
está ahí para divertirse; está haciendo
un trabajo, es decir, intentando
inculcar los valores correctos. De
hecho, tienen una idea de lo que debería
ser la democracia: un sistema en el que
la clase especializada está entrenada
para trabajar al servicio de los amos,
de los dueños de la sociedad, mientras
que al resto de la población se le priva
de toda forma de organización para
evitar así los problemas que pudiera
causar. La mayoría de los individuos
tendrían que sentarse frente al
televisor y masticar religiosamente el
mensaje, que no es otro que el que dice
que lo único que tiene valor en la vida
es poder consumir cada vez más y mejor,
y vivir igual que esta familia de clase
media que aparece en la pantalla, y
exhibir valores como la armonía y el
orgullo americano. La vida consiste en
esto. Puede que usted piense que ha de
haber algo más, pero en el momento en
que se da cuenta que está solo, viendo
la televisión, da por sentado que esto
es todo lo que existe ahí afuera, y que
es una locura pensar en que haya otra
cosa. Y desde el momento en que está
prohibido organizarse, lo que es
totalmente decisivo, nunca se está en
condiciones de averiguar si realmente
está uno loco, o simplemente se da todo
por bueno, que es lo más lógico que se
puede hacer.
Así pues, este es el
ideal, para alcanzar el cual se han
desplegado grandes esfuerzos. Y es
evidente que detrás de él hay una cierta
concepción: la de democracia, tal como
ya se ha dicho. El rebaño desconcertado
es un problema. Hay que evitar que brame
y pisotee, y para ello habrá que
distraerlo. Será cuestión de conseguir
que los sujetos que lo forman se queden
en casa viendo partidos de fútbol,
culebrones o películas violentas, aunque
de vez en cuando se les saque del sopor
y se les convoque a corear eslóganes sin
sentido, como Apoyad a. nuestras tropas.
Hay que hacer que conserven un miedo
permanente, porque a menos que estén
debidamente atemorizados por todos los
posibles males que pueden destruirles,
desde dentro o desde fuera, podrían
empezar a pensar por sí mismos, lo cual
es muy peligroso ya que no tienen la
capacidad de hacerlo. Por ello es
importante distraerles y marginarles.
Esta es una idea de
democracia. De hecho, si nos remontamos
al pasado, la última victoria legal de
los trabajadores fue realmente en 1935,
con la Ley Wagner. Después, tras el
inicio de la Primera Guerra Mundial, los
sindicatos entraron en un declive, al
igual que lo hizo una rica y fértil
cultura obrera vinculada directamente
con ellos. Todo quedó destruido y nos
vimos trasladados a una sociedad
dominada de manera singular por los
criterios empresariales. Era esta la
única sociedad industrial, dentro de un
sistema capitalista de Estado, en la que
ni siquiera se producía el pacto social
habitual que se podía dar en latitudes
comparables. Era la única sociedad
industrial -aparte de Sudáfrica,
supongo- que no tenía un servicio
nacional de asistencia sanitaria. No
existía ningún compromiso para elevar
los estándares mínimos de supervivencia
de los segmentos de la población que no
podían seguir las normas y directrices
imperantes ni conseguir nada por sí
mismos en el plano individual. Por otra
parte, los sindicatos prácticamente no
existían, al igual que ocurría con otras
formas de asociación en la esfera
popular. No había organizaciones
políticas ni partidos: muy lejos se
estaba, por tanto, del ideal, al menos
en el plano estructural. Los medios de
información constituían un monopolio
corporativizado; todos expresaban los
mismos puntos de vista. Los dos partidos
eran dos facciones del partido del poder
financiero y empresarial. Y así la mayor
parte de la población ni tan solo se
molestaba en ir a votar ya que ello
carecía totalmente de sentido, quedando,
por ello, debidamente marginada. Al
menos este era el objetivo. La verdad es
que el personaje más destacado de la
industria de las relaciones públicas,
Edward Bernays, procedía de la Comisión
Creel. Formó parte de ella, aprendió
bien la lección y puso manos a la obra a
desarrollar lo que él mismo llamó la
ingeniería del consenso, que describió
como la esencia de la democracia.
Los individuos
capaces de fabricar consenso son los que
tienen los recursos y el poder de
hacerlo -la comunidad financiera y
empresarial- y para ellos trabajamos.
V
Fabricación de la opinión
T ambién es
necesario recabar el apoyo de la
población a las aventuras exteriores.
Normalmente la gente es pacifista, tal
como sucedía durante la Primera Guerra
Mundial, ya que no ve razones que
justifiquen la actividad bélica, la
muerte y la tortura. Por ello, para
procurarse este apoyo hay que aplicar
ciertos estímulos; y para estimularles
hay que asustarles. El mismo Bernays
tenía en su haber un importante logro a
este respecto, ya que fue el encargado
de dirigir la campaña de relaciones
públicas de la United Fruit Company en
1954, cuando los Estados Unidos
intervinieron militarmente para derribar
al gobierno democrático-capitalista
de Guatemala e instalaron en su lugar un
régimen sanguinario de escuadrones de la
muerte, que se ha mantenido hasta
nuestros días a base de repetidas
infusiones de ayuda norteamericana que
tienen por objeto evitar algo más que
desviaciones democráticas vacías de
contenido.
En estos casos, es
necesario hacer tragar por la fuerza una
y otra vez programas domésticos hacia
los que la gente se muestra contraria,
ya que no tiene ningún sentido que el
público esté a favor de programas que le
son perjudiciales. Y esto, también,
exige una propaganda amplia y general,
que hemos tenido oportunidad de ver en
muchas ocasiones durante los últimos
diez años.
Los programas de la
era Reagan eran abrumadoramente
impopulares. Los votantes de la victoria
arrolladora de Reagan en 1984 esperaban,
en una proporción de tres a dos, que no
se promulgaran las medidas legales
anunciadas. Si tomamos programas
concretos, como el gasto en armamento, o
la reducción de recursos en materia de
gasto social, etc., prácticamente todos
ellos recibían una oposición frontal por
parte de la gente. Pero en la medida en
que se marginaba y apartaba a los
individuos de la cosa pública y éstos no
encontraban el modo de organizar y
articular sus sentimientos, o incluso de
saber que había otros que compartían
dichos sentimientos, los que decían que
preferían el gasto social al gasto
militar -y lo expresaban en los sondeos,
tal como sucedía de manera generalizada-
daban por supuesto que eran los únicos
con tales ideas disparatadas en la
cabeza. Nunca habían oído estas cosas de
nadie más, ya que había que suponer que
nadie pensaba así; y si lo había, y era
sincero en las encuestas, era lógico
pensar que se trataba de un bicho raro.
Desde el momento en que un individuo no
encuentra la manera de unirse a otros
que comparten o refuerzan este parecer y
que le pueden transmitir la ayuda
necesaria para articularlo, acaso llegue
a sentir que es alguien excéntrico, una
rareza en un mar de normalidad. De modo
que acaba permaneciendo al margen, sin
prestar atención a lo que ocurre,
mirando hacia, otro lado, como por
ejemplo la final de una Copa deportiva.
Así pues, hasta
cierto punto se alcanzó el ideal, aunque
nunca de forma completa, ya que hay
instituciones que hasta ahora ha sido
imposible destruir: por ejemplo, las
iglesias. Buena parte de la actividad
disidente de los Estados Unidos se
producía en las iglesias por la sencilla
razón de que estas existían. Por ello,
cuando había que dar una conferencia de
carácter político en un país europeo era
muy probable que se celebrara en los
locales de algún sindicato, cosa harto
difícil en América ya que, en primer
lugar, estos apenas existían o, en el
mejor de los casos, no eran
organizaciones políticas. Pero las
iglesias sí existían, de manera que las
charlas y conferencias se hacían con
frecuencia en ellas: la solidaridad con
Centroamérica se originó en su mayor
parte en las iglesias, sobre todo porque
existían.
El rebaño
desconcertado nunca acaba de estar
debidamente domesticado: es una batalla
permanente. En la década de 1930 surgió
otra vez, pero se pudo sofocar el
movimiento. En los años sesenta apareció
una nueva ola de disidencia, a la cual
la clase especializada le puso el nombre
de crisis de la democracia. Se
consideraba que la democracia estaba
entrando en una crisis porque amplios
segmentos de la población se estaban
organizando de manera activa y estaban
intentando participar en la arena
política. El conjunto de élites
coincidía en que había que aplastar el
renacimiento democrático de los sesenta
y poner en marcha un sistema social en
el que los recursos se canalizaran hacia
las clases acaudaladas privilegiadas. Y
aquí hemos de volver a las dos
concepciones de democracia que hemos
mencionado en párrafos anteriores. Según
la definición del diccionario, lo
anterior constituye un avance en
democracia; según el criterio
predominante, es un problema, una crisis
que ha de ser vencida. Había que obligar
a la población a que retrocediera y
volviera a la apatía, la obediencia y la
pasividad, que conforman su estado
natural, para lo cual se hicieron
grandes esfuerzos, si bien no funcionó.
Afortunadamente, la crisis de la
democracia todavía está vivita y
coleando, aunque no ha resultado muy
eficaz a la hora de conseguir un cambio
político. Pero, contrariamente a lo que
mucha gente cree, sí ha dado resultados
en lo que se refiere al cambio de la
opinión pública.
Después de la década
de 1960 se hizo todo lo posible para que
la enfermedad diera marcha atrás. La
verdad es que uno de los aspectos
centrales de dicho mal tenía un nombre
técnico: el síndrome de Vietnam, término
que surgió en torno a 1970 y que de vez
en cuando encuentra nuevas definiciones.
El intelectual reaganista Norman
Podhoretz habló de élcomo las
inhibiciones enfermizas respecto al uso
de la fuerza militar. Pero resulta que
era la mayoría de la gente la que
experimentaba dichas inhibiciones contra
la violencia, ya que simplemente no
entendía por qué había que ir por el
mundo torturando, matando o lanzando
bombardeos intensivos. Como ya supo
Goebbels en su día, es muy peligroso que
la población se rinda ante estas
inhibiciones enfermizas, ya que en ese
caso habría un límite a las veleidades
aventureras de un país fuera de sus
fronteras. Tal como decía con orgullo el
Washington Post durante la histeria
colectiva que se produjo durante la
guerra del golfo Pérsico, es necesario
infundir en la gente respeto por los
valores marciales. Y eso sí es
importante. Si se quiere tener una
sociedad violenta que avale la
utilización de la fuerza en todo el
mundo para alcanzar los fines de su
propia élite doméstica, es necesario
valorar debidamente las virtudes
guerreras y no esas inhibiciones
achacosas acerca del uso de la
violencia. Esto es el síndrome de
Vietnam: hay que vencerlo.
VI La
representación como realidad
T ambién es preciso
falsificar totalmente la historia. Ello
constituye otra manera de vencer esas
inhibiciones enfermizas, para simular
que cuando atacamos y destruimos a
alguien lo que estamos haciendo en
realidad es proteger y defendernos a
nosotros mismos de los peores monstruos
y agresores, y cosas por el estilo.
Desde la guerra del Vietnam se ha
realizado un enorme esfuerzo por
reconstruir la historia. Demasiada
gente, incluidos gran número de soldados
y muchos jóvenes que estuvieron
involucrados en movimientos por la paz o
antibelicistas, comprendía lo que estaba
pasando. Y eso no era bueno. De nuevo
había que poner orden en aquellos malos
pensamientos y recuperar alguna forma de
cordura, es decir, la aceptación de que
sea lo que fuere que hagamos, ello es
noble y correcto. Si bombardeábamos
Vietnam del Sur, se debía a que
estábamos defendiendo el país de
alguien, esto es, de los sudvietnamitas,
ya que allí no había nadie más. Es lo
que los intelectuales kenedianos
denominaban defensa contra la agresión
interna en Vietnam del Sur, expresión
acuñada por Aldai Stevenson, entre
otros. Así pues, era necesario que esta
fuera la imagen oficial e inequívoca; y
ha funcionado muy bien, ya que si se
tiene el control absoluto de los medios
de comunicación y el sistema educativo y
la intelectualidad son conformistas,
puede surtir efecto cualquier política.
Un indicio de ello
se puso de manifiesto en un estudio
llevado a cabo en la Universidad de
Massachusetts sobre las diferentes
actitudes ante la crisis del Golfo
Pérsico, y que se centraba en las
opiniones que se manifestaban mientras
se veía la televisión. Una de las
preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas
víctimas vietnamitas calcula usted que
hubo durante la guerra del Vietnam? La
respuesta promedio que se daba era en
torno a 100.000, mientras que las cifras
oficiales hablan de dos millones, y las
reales probablemente sean de tres o
cuatro millones. Los responsables del
estudio formulaban a continuación una
pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos
de la cultura política alemana si cuando
se le preguntara a la gente cuantos
judíos murieron en el Holocausto la
respuesta fuera unos 300.000? La
pregunta quedaba sin respuesta, pero
podemos tratar de encontrarla.
¿Qué nos dice todo
esto sobre nuestra cultura? Pues
bastante: es preciso vencer las
inhibiciones enfermizas respecto al uso
de la fuerza militar y a otras
desviaciones democráticas. Y en este
caso dio resultados satisfactorios y
demostró ser cierto en todos los
terrenos posibles: tanto si elegimos
Próximo Oriente, el terrorismo
internacional o Centroamérica. El cuadro
del mundo que se presenta a la gente no
tiene la más mínima relación con la
realidad, ya que la verdad sobre cada
asunto queda enterrada bajo montañas de
mentiras. Se ha alcanzado un éxito
extraordinario en el sentido de disuadir
las amenazas democráticas, y lo
realmente interesante es que ello se ha
producido en condiciones de libertad. No
es como en un estado totalitario, donde
todo se hace por la fuerza. Esos logros
son un fruto conseguido sin violar la
libertad. Por ello, si queremos entender
y conocer nuestra sociedad, tenemos que
pensar en todo esto, en estos hechos que
son importantes para todos aquellos que
se interesan y preocupan por el tipo de
sociedad en la que viven.
VII La
cultura disidente
A pesar de todo, la
cultura disidente sobrevivió, y ha
experimentado un gran crecimiento desde
la década de los sesenta. Al principio
su desarrollo era sumamente lento, ya
que, por ejemplo, no hubo protestas
contra la guerra de Indochina hasta
algunos años después de que los Estados
Unidos empezaran a bombardear Vietnam
del Sur. En los inicios de su andadura
era un reducido movimiento
contestatario, formado en su mayor parte
por estudiantes y jóvenes en general,
pero hacia principios de los setenta ya
había cambiado de forma notable. Habían
surgido movimientos populares
importantes: los ecologistas, las
feministas, los antinucleares, etcétera.
Por otro lado, en la
década de 1980 se produjo una expansión
incluso mayor y que afectó a todos los
movimientos de solidaridad, algo
realmente nuevo e importante al menos en
la historia de América y quizás en toda
la disidencia mundial. La verdad es que
estos eran movimientos que no solo
protestaban sino que se implicaban a
fondo en las vidas de todos aquellos que
sufrían por alguna razón en cualquier
parte del mundo. Y sacaron tan buenas
lecciones de todo ello, que ejercieron
un enorme efecto civilizador sobre las
tendencias predominantes en la opinión
pública americana. Y a partir de ahí se
marcaron diferencias, de modo que
cualquiera que haya estado involucrado
es este tipo de actividades durante
algunos años ha de saberlo
perfectamente. Yo mismo soy consciente
de que el tipo de conferencias que doy
en la actualidad en las regiones más
reaccionarias del país -la Georgia
central, el Kentucky rural- no las
podría haber pronunciado, en el momento
culminante del movimiento pacifista,
ante una audiencia formada por los
elementos más activos de dicho
movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna
parte hay ningún problema. La gente
puede estar o no de acuerdo, pero al
menos comprende de qué estás hablando y
hay una especie de terreno común en el
que es posible cuando menos entenderse.
A pesar de toda la
propaganda y de todos los intentos por
controlar el pensamiento y fabricar el
consenso, lo anterior constituye un
conjunto de signos de efecto
civilizador. Se está adquiriendo una
capacidad y una buena disposición para
pensar las cosas con el máximo
detenimiento. Ha crecido el escepticismo
acerca del poder.
Han cambiado muchas
actitudes hacia un buen número de
cuestiones, lo que ha convertido todo
este asunto en algo lento, quizá incluso
frío, pero perceptible e importante, al
margen de si acaba siendo o no lo
bastante rápido como para influir de
manera significativa en los aconteceres
del mundo.
Tomemos otro
ejemplo: la brecha que se ha abierto en
relación al género. A principios de la
década de 1960 las actitudes de hombres
y mujeres eran aproximadamente las
mismas en asuntos como las virtudes
castrenses, igual que lo eran las
inhibiciones enfermizas respecto al uso
de la fuerza militar. Por entonces,
nadie, ni hombres ni mujeres, se
resentía a causa de dichas posturas,
dado que las respuestas coincidían: todo
el mundo pensaba que la utilización de
la violencia para reprimir a la gente de
por ahí estaba justificada. Pero con el
tiempo las cosas han cambiado. Aquellas
inhibiciones han experimentado un
crecimiento lineal, aunque al mismo
tiempo ha aparecido un desajuste que
poco a poco ha llegado a ser
sensiblemente importante y que según los
sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha
pasado? Pues que las mujeres han formado
un tipo de movimiento popular
semiorganizado, el movimiento feminista,
que ha ejercido una influencia decisiva,
ya que, por un lado, ha hecho que muchas
mujeres se dieran cuenta de que no
estaban solas, de que había otras con
quienes compartir las mismas ideas, y,
por otro, en la organización se pueden
apuntalar los pensamientos propios y
aprender más acerca de las opiniones e
ideas que cada uno tiene. Si bien estos
movimientos son en cierto modo
informales, sin carácter militante,
basados más bien en una disposición del
ánimo en favor de las interacciones
personales, sus efectos sociales han
sido evidentes. Y este es el peligro de
la democracia: si se pueden crear
organizaciones, si la gente no permanece
simplemente pegada al televisor, pueden
aparecer estas ideas extravagantes, como
las inhibiciones enfermizas respecto al
uso de la fuerza militar. Hay que vencer
estas tentaciones, pero no ha sido
todavía posible.
VIII Desfile
de enemigos
E n vez de hablar de
la guerra pasada, hablemos de la guerra
que viene, porque a veces es más útil
estar preparado para lo que puede venir
que simplemente reaccionar ante lo que
ocurre.
En la actualidad se
está produciendo en los Estados Unidos
-y no es el primer país en que esto
sucede- un proceso muy característico.
En el ámbito interno, hay problemas
económicos y sociales crecientes que
pueden devenir en catástrofes, y no
parece haber nadie, de entre los que
detentan el poder, que tenga intención
alguna de prestarles atención. Si se
echa una ojeada a los programas de las
distintas administraciones durante los
últimos diez años no se observa ninguna
propuesta seria sobre lo que hay que
hacer para resolver los importantes
problemas relativos a la salud, la
educación, los que no tienen hogar, los
parados, el índice de criminalidad, la
delincuencia creciente que afecta a
amplias capas de la población, las
cárceles, el deterioro de los barrios
periféricos, es decir, la colección
completa de problemas conocidos.
Todos conocemos la
situación, y sabemos que está
empeorando. Solo en los dos años que
George Bush estuvo en el poder hubo tres
millones más de niños que cruzaron el
umbral de la pobreza, la deuda externa
creció progresivamente, los estándares
educativos experimentaron un declive,
los salarios reales retrocedieron al
nivel de finales de los años cincuenta
para la gran mayoría de la población, y
nadie hizo absolutamente nada para
remediarlo. En estas circunstancias hay
que desviar la atención del rebaño
desconcertado ya que si empezara a darse
cuenta de lo que ocurre podría no
gustarle, porque es quien recibe
directamente las consecuencias de lo
anterior. Acaso entretenerles
simplemente con la final de la Copa o
los culebrones no sea suficiente y haya
que avivar en él el miedo a los
enemigos. En los años treinta Hitler
difundió entre los alemanes el miedo a
los judíos y a los gitanos: había que
aplastarlos como una forma de
autodefensa. Pero nosotros también
tenemos nuestros métodos.
A lo largo de la
última década, cada año o a lo sumo cada
dos, se fabrica algún monstruo de
primera línea del que hay que
defenderse. Antes, los que estaban más a
mano eran los rusos, de modo que había
que estar siempre a punto de protegerse
de ellos. Pero, por desgracia, han
perdido atractivo como enemigo, y cada
vez resulta más difícil utilizarles como
tal, de modo que hay que hacer que
aparezcan otros de nueva estampa. De
hecho, la gente fue bastante injusta al
criticar a George Bush por haber sido
incapaz de expresar con claridad hacia
dónde estábamos siendo impulsados, ya
que hasta mediados de los años ochenta,
cuando andábamos despistados se nos
ponía constantemente el mismo disco: que
vienen los rusos. Pero al perderlos como
encarnación del lobo feroz hubo que
fabricar otros, al igual que hizo el
aparato de relaciones públicas
reaganiano en su momento.
Y así, precisamente
con Bush, se empezó a utilizar a los
terroristas internacionales, a los
narcotraficantes, a los locos caudillos
árabes o a Sadam Husein, el nuevo Hitler
que iba a conquistar el mundo. Han
tenido que hacerles aparecer a uno tras
otro, asustando a la población,
aterrorizándola, de forma que ha acabado
muerta de miedo y apoyando cualquier
iniciativa del poder. Así se han podido
alcanzar extraordinarias victorias sobre
Granada, Panamá, o algún otro ejército
del Tercer Mundo al que se puede
pulverizar antes siquiera de tomarse la
molestia de mirar cuántos son. Esto da
un gran alivio, ya que nos hemos salvado
en el último momento.
Tenemos así, pues,
uno de los métodos con el cual se puede
evitar que el rebaño desconcertado
preste atención a lo que está sucediendo
a su alrededor, y permanezca distraído y
controlado. Recordemos que la operación
terrorista internacional más importante
llevada a cabo hasta la fecha ha sido la
operación Mongoose, a cargo de la
administración Kennedy, a partir de
la cual este tipo de actividades
prosiguieron contra Cuba.
Parece que no ha
habido nada que se le pueda comparar ni
de lejos, a excepción quizás de la
guerra contra Nicaragua, si convenimos
en denominar aquello también como
terrorismo. El Tribunal de La Haya
consideró que aquello era algo más que
una agresión.
Cuando se trata de
construir un monstruo fantástico siempre
se produce una ofensiva ideológica,
seguida de campañas para aniquilarlo. No
se puede atacar si el adversario es
capaz de defenderse: sería demasiado
peligroso. Pero si se tiene la seguridad
de que se le puede vencer, quizá se le
consiga despachar rápido y lanzar así
otro suspiro de alivio.
IX
Percepción selectiva
E sto ha venido
sucediendo desde hace tiempo. En mayo de
1986 se publicaron las memorias del
preso cubano liberado Armando
Valladares, que causaron rápidamente
sensación en los medios de comunicación.
Voy a brindarles algunas citas
textuales. Los medios informativos
describieron sus revelaciones como «el
relato definitivo del inmenso sistema de
prisión y tortura con el que Castro
castiga y elimina a la oposición
política». Era «una descripción
evocadora e inolvidable» de las
«cárceles bestiales, la tortura inhumana
[y] el historial de violencia de Estado
[bajo] todavía uno de los asesinos de
masas de este siglo», del que nos
enteramos, por fin, gracias a este
libro, que «ha creado un nuevo
despotis-mo que ha institucionalizado la
tortura como mecanismo de control
social» en el «infierno que era la Cuba
en la que [Valladares] vivió».Esto es lo
que apareció en el Washington Post y el
New York Times en sucesivas reseñas. Las
atrocidades de Castro -descrito como un
«matón dictador»- se revelaron en este
libro de manera tan concluyente que
«solo los intelectuales occidentales
fríos e insensatos saldrán en defensa
del tirano», según el primero de los
diarios citados. Recordemos que estamos
hablando de lo que le ocurrió a un
hombre. Y supongamos que todo lo que se
dice en el libro es verdad. No le
hagamos demasiadas preguntas al
protagonista de la historia. En una
ceremonia celebrada en la Casa Blanca
con motivo del Día de los Derechos
Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando
Valladares e hizo mención especial de su
coraje al soportar el sadismo del
sangriento dictador cubano. A
continuación, se le designó
representante de los Estados Unidos en
la Comisión de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas. Allí tuvo la
oportunidad de prestar notables
servicios en la defensa de los gobiernos
de El Salvador y Guatemala en el momento
en que éstos estaban siendo acusados de
cometer atrocidades a tan gran escala
que cualquier vejación que Valladares
pudiera haber sufrido tenía que
considerarse forzosamente de mucha menor
entidad. Así es como están las cosas.
La historia que
viene ahora también ocurría en mayo de
1986, y nos dice mucho acerca de la
fabricación del consenso. Por entonces,
los supervivientes del Grupo de Derechos
Humanos de El Salvador -sus líderes
habían sido asesinados- fueron detenidos
y torturados, incluyendo al director,
Herbert Anaya. Se les encarceló en una
prisión llamada La Esperanza, pero
mientras estuvieron en ella continuaron
su actividad de defensa de los derechos
humanos, y, dado que eran abogados,
siguieron tomando declaraciones juradas.
Había en aquella cárcel 432 presos, de
los cuales 430 declararon y relataron
bajo juramento las torturas que habían
recibido. Aparte de la picana y otras
atrocidades, se incluía el caso de un
interrogatorio, y la tortura
consiguiente, dirigido por un oficial
del ejército de los Estados Unidos de
uniforme, al cual se describía con todo
detalle. Ese informe -160 páginas de
declaraciones juradas de los presos-
constituye un testimonio
extraordinariamente explícito y
exhaustivo, acaso único en lo referente
a los pormenores de lo que ocurre en una
cámara de tortura. No sin dificultades,
se consiguió sacarlo al exterior junto
con una cinta de vídeo que mostraba a la
gente mientras testificaba sobre las
torturas, y la Marin County Interfaith
Task Force (Grupo de trabajo
multiconfesional Marin County) se
encargó de distribuirlo. Pero la prensa
nacional se negó a hacer su cobertura
informativa y las emisoras de televisión
rechazaron la emisión del vídeo. Creo
que como mucho apareció un artículo en
el periódico local de Marin County, el
San Francisco Examiner. Nadie iba a
tener interés en aquello. Porque
estábamos en la época en que no eran
pocos los intelectuales insensatos y
ligeros de cascos que estaban cantando
alabanzas a José Napoleón Duarte y
Ronald Reagan. Anaya no fue objeto de
ningún homenaje. No hubo lugar para él
en el Día de los Derechos Humanos. No
fue elegido para ningún cargo
importante. En vez de ello fue liberado
en un intercambio de prisioneros y
posteriormente asesinado, al parecer por
las fuerzas de seguridad siempre
apoyadas militar y económicamente por
los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha
información sobre aquellos hechos: los
medios de comunicación no llegaron en
ningún momento a preguntarse si la
revelación de las atrocidades que se
denunciaban -en vez de mantenerlas en
secreto y silenciarlas- podía haber
salvado su vida.
Todo lo anterior nos
enseña mucho acerca del modo de
funcionamiento de un sistema de
fabricación de consenso. En comparación
con las revelaciones de Herbert Anaya en
El Salvador, las memorias de Valladares
son como una pulga al lado de un
elefante. Pero no podemos ocuparnos de
pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la
próxima guerra. Creo que cada vez
tendremos más noticias sobre todo esto,
hasta que tenga lugar la operación
siguiente.
Sólo algunas
consideraciones sobre lo último que se
ha dicho, si bien al final volveremos
sobre ello. Empecemos recordando el
estudio de la Universidad de
Massachusetts ya mencionado, ya que
llega a conclusiones interesantes. En él
se preguntaba a la gente si creía que
los Estados Unidos debía intervenir por
la fuerza para impedir la invasión
ilegal de un país soberano o para atajar
los abusos cometidos contra los derechos
humanos. En una proporción de dos a uno
la respuesta del público americano era
afirmativa. Había que utilizar la fuerza
militar para que se diera marcha atrás
en cualquier caso de invasión o para que
se respetaran los derechos humanos.
Pero si los Estados
Unidos tuvieran que seguir al pie de la
letra el consejo que se deriva de la
citada encuesta, habría que bombardear
El Salvador, Guatemala, Indonesia,
Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo,
Washington, y una lista interminable de
países, ya que todos ellos representan
casos manifiestos, bien de invasión
ilegal, bien de violación de derechos
humanos. Si uno conoce los hechos
vinculados a estos ejemplos, comprenderá
perfectamente que la agresión y las
atrocidades de Sadam Husein -que tampoco
son de carácter extremo- se incluyen
claramente dentro de este abanico de
casos. ¿Por qué, entonces, nadie llega a
esta conclusión? La respuesta es que
nadie sabe lo suficiente. En un sistema
de propaganda bien engrasado nadie sabrá
de qué hablo cuando hago una lista como
la anterior. Pero si alguien se molesta
en examinarla con cuidado, verá que los
ejemplos son totalmente apropiados.
Tomemos uno que, de forma amenazadora,
estuvo a punto de ser percibido durante
la guerra del Golfo. En febrero, justo
en la mitad de la campaña de bombardeos,
el gobierno del Líbano solicitó a Israel
que observara la resolución 425 del
Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas, de marzo de 1978, por la que se
le exigía que se retirara inmediata e
incondicionalmente del Líbano. Después
de aquella fecha ha habido otras
resoluciones posteriores redactadas en
los mismos términos, pero desde luego
Israel no ha acatado ninguna de ellas
porque los Estados Unidos dan su apoyo
al mantenimiento de la ocupación. Al
mismo tiempo, el sur del Líbano recibe
las embestidas del terrorismo del Estado
judío, y no solo brinda espacio para la
ubicación de campos de tortura y
aniquilamiento sino que también se
utiliza como base para atacar a otras
partes del país. Desde 1978, fecha de la
resolución citada, el Líbano fue
invadido, la ciudad de Beirut sufrió
continuos bombardeos, unas 20.000
personas murieron -en torno al 80% eran
civiles-, se destruyeron hospitales, y
la población tuvo que soportar todo el
daño imaginable, incluyendo el robo y el
saqueo. Excelente... los Estados Unidos
lo apoyaban. Es solo un ejemplo.
La cuestión está en
que no vimos ni oímos nada en los medios
de información acerca de todo ello, ni
siquiera una discusión sobre si Israel y
los Estados Unidos deberían cumplir la
resolución 425 del Consejo de Seguridad,
o cualquiera de las otras posteriores,
del mismo modo que nadie solicitó el
bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los
principios defendidos por dos tercios de
la población. Porque, después de todo,
aquello es una ocupación ilegal de un
territorio en el que se violan los
derechos humanos. Solo es un ejemplo,
pero los hay incluso peores. Cuando el
ejército de Indonesia invadió Timor
Oriental dejó una huella de 200.000
cadáveres, cifra que no parece tener
importancia al lado de otros ejemplos.
El caso es que aquella invasión también
recibió el apoyo claro y explícito de
los Estados Unidos, que todavía prestan
al gobierno indonesio ayuda diplomática
y militar. Y podríamos seguir
indefinidamente.
X La guerra
del Golfo
V eamos otro ejemplo
mas reciente. Vamos viendo cómo funciona
un sistema de propaganda bien engrasado.
Puede que la gente crea que el uso de la
fuerza contra Iraq se debe a que América
observa realmente el principio de que
hay que hacer frente a las invasiones de
países extranjeros o a las
transgresiones de los derechos humanos
por la vía militar, y que no vea, por el
contrario, qué pasaría si estos
principios fueran también aplicables a
la conducta política de los Estados
Unidos. Estamos antes un éxito
espectacular de la propaganda.
Tomemos otro caso.
Si se analiza detenidamente la cobertura
periodística de la guerra desde el mes
de agosto (1990), se ve,
sorprendentemente, que faltan algunas
opiniones de cierta relevancia. Por
ejemplo, existe una oposición
democrática iraquí de cierto prestigio,
que, por supuesto, permanece en el
exilio dada la quimera de sobrevivir en
Iraq. En su mayor parte están en Europa
y son banqueros, ingenieros,
arquitectos, gente así, es decir, con
cierta elocuencia, opiniones propias y
capacidad y disposición para
expresarlas. Pues bien, cuando Sadam
Husein era todavía el amigo favorito de
Bush y un socio comercial privilegiado,
aquellos miembros de la oposición
acudieron a Washington, según las
fuentes iraquíes en el exilio, a
solicitar algún tipo de apoyo a sus
demandas de constitución de un
parlamento democrático en Iraq. Y claro,
se les rechazó de plano, ya que los
Estados Unidos no estaban en absoluto
interesados en lo mismo. En los archivos
no consta que hubiera ninguna reacción
ante aquello. A partir de agosto fue un
poco más difícil ignorar la existencia
de dicha oposición, ya que cuando de
repente se inició el enfrentamiento con
Sadam Husein después de haber sido su
más firme apoyo durante años, se
adquirió también conciencia de que
existía un grupo de demócratas iraquíes
que seguramente tenían algo que decir
sobre el asunto. Por lo pronto, los
opositores se sentirían muy felices si
pudieran ver al dictador derrocado y
encarcelado, ya que había matado a sus
hermanos, torturado a sus hermanas y les
había mandado a ellos mismos al exilio.
Habían estado luchando contra aquella
tiranía que Ronald Reagan y George Bush
habían estado protegiendo. ¿Por qué no
se tenía en cuenta, pues, su opinión?
Echemos un vistazo a los medios de
información de ámbito nacional y
tratemos de encontrar algo acerca de la
oposición democrática iraquí desde
agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni
una línea. Y no es a causa de que dichos
resistentes en el exilio no tengan
facilidad de palabra, ya que hacen
repetidamente declaraciones,
propuestas,llamamientos y
solicitudes, y, si se les observa, se
hace difícil distinguirles de los
componentes del movimiento pacifista
americano. Están contra Sadam Husein y
contra la intervención bélica en Iraq.
No quieren ver cómo su país acaba siendo
destruido, desean y son perfectamente
conscientes de que es posible una
solución pacífica del conflicto. Pero
parece que esto no es políticamente
correcto, por lo que se les ignora por
completo. Así que no oímos ni una
palabra acerca de la oposición
democrática iraquí, y si alguien está
interesado en saber algo de ellos puede
comprar la prensa alemana o la
británica. Tampoco es que allí se les
haga mucho caso, pero los medios de
comunicación están menos controlados que
los americanos, de modo que, cuando
menos, no se les silencia por completo.
Lo descrito en los párrafos anteriores
ha constituido un logro espectacular de
la propaganda. En primer lugar, se ha
conseguido excluir totalmente las voces
de los demócratas iraquíes del escenario
político, y, segundo, nadie se ha dado
cuenta, lo cual es todavía más
interesante. Hace falta que la población
esté profundamente adoctrinada para que
no haya reparado en que no se está dando
espacio a las opiniones de la oposición
iraquí, aunque, en caso de haber
observado el hecho, si se hubiera
formulado la pregunta ¿por qué?, la
respuesta habría sido evidente: porque
los demócratas iraquíes piensan por sí
mismos; están de acuerdo con los
presupuestos del movimiento pacifista
internacional, y ello les coloca en
fuera de juego.
Veamos ahora las
razones que justificaban la guerra. Los
agresores no podían ser recompensados
por su acción, sino que había que
detener la agresión mediante el recurso
inmediato a la violencia: esto lo
explicaba todo. En esencia, no se expuso
ningún otro motivo. Pero, ¿es posible
que sea esta una explicación admisible?
¿Defienden en verdad los Estados Unidos
estos principios: que los agresores no
pueden obtener ningún premio por su
agresión y que esta debe ser abortada
mediante el uso de la violencia?
No quiero poner a
prueba la inteligencia de quien me lea
al repasar los hechos, pero el caso es
que un adolescente que simplemente
supiera leer y escribir podría rebatir
estos argumentos en dos minutos. Pero
nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los
medios de comunicación, en los
comentaristas y críticos liberales, en
aquellos que declaraban ante el
Congreso, y veamos si había alguien que
pusiera en entredicho la suposición de
que los Estados Unidos era fiel de
verdad a esos principios. ¿Se han
opuesto los Estados Unidos a su propia
agresión a Panamá, y se ha insistido,
por ello, en bombardear Washington?
Cuando se declaró ilegal la invasión de
Namibia por parte de Sudáfrica,
¿impusieron los Estados Unidos sanciones
y embargos de alimentos y medicinas?
¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon
Ciudad del Cabo? No.
Transcurrió un
período de veinte años de diplomacia
discreta. Y la verdad es que no fue muy
divertido lo que ocurrió durante estos
años, dominados por las administraciones
de Reagan y Bush, en los que
aproximadamente un millón y medio de
personas fueron muertas a manos de
Sudáfrica en los países limítrofes. Pero
olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y
Namibia: aquello fue algo que no lastimó
nuestros espíritus sensibles.
Proseguimos con nuestra diplomacia
discreta para acabar concediendo una
generosa recompensa a los agresores. Se
les concedió el puerto más importante de
Namibia y numerosas ventajas que tenían
que ver con su propia seguridad
nacional. ¿Dónde está ese famoso
principio que defendemos? De nuevo: es
un juego de niños demostrar que aquellas
no podían ser de ningún modo las razones
para ir a la guerra, precisamente porque
nosotros mismos no somos fieles a estos
principios.
Pero nadie lo hizo;
esto es lo importante. Del mismo modo,
nadie se molestó en señalar la
conclusión emergente de todo ello: que
no había razón alguna para la guerra.
Ninguna, al menos, que un adolescente no
analfabeto no pudiera refutar en dos
minutos. Y de nuevo estamos ante el
sello característico de una cultura
totalitaria. Algo sobre lo que
deberíamos reflexionar ya que es
alarmante que nuestro país sea tan
dictatorial que nos pueda llevar a una
guerra sin dar ninguna razón de ello y
sin que nadie se entere de los
llamamientos del Líbano. Es realmente
chocante.
Justo antes de que
empezara el bombardeo, a mediados de
enero, un sondeo llevado a cabo por el
Washington Post y la cadena ABC revelaba
un dato interesante. La pregunta
formulada era: si Iraq aceptara
retirarse de Kuwait a cambio de que el
Consejo de Seguridad estudiara la
resolución del conflicto árabe-israelí,
¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos
decía que, en una proporción de dos a
uno, la población estaba a favor. Lo
mismo sucedía en el mundo entero,
incluyendo a la oposición iraquí, de
forma que en el informe final se
reflejaba el dato de que dos tercios de
los americanos daban un sí como
respuesta a la pregunta referida. Cabe
presumir que cada uno de estos
individuos pensaba que era el único en
el mundo en pensar así, ya que, desde
luego, en la prensa nadie había dicho en
ningún momento que aquello pudiera ser
una buena idea. Las órdenes de
Washington habían sido muy claras: hemos
de estar en contra de cualquier
conexión, es decir, de cualquier
relación diplomática, por lo que todo el
mundo debía marcar el paso y oponerse a
las soluciones pacíficas que pudieran
evitar la guerra. Si intentamos
encontrar en la prensa comentarios o
reportajes al respecto, solo
descubriremos una columna de Alex
Cockbum en Los Angeles Times, en la que
éste se mostraba favorable a la
respuesta mayoritaria de la encuesta.
Seguramente, los que
contestaron la pregunta pensaban estoy
solo, pero esto es lo que pienso. De
todos modos, supongamos que hubieran
sabido que no estaban solos, que había
otros, como la oposición democrática
iraquí, que pensaban igual. Y supongamos
también que sabían que la pregunta no
era una mera hipótesis, sino que, de
hecho, Iraq había hecho precisamente la
oferta señalada, y que ésta había sido
dada a conocer por el alto mando del
ejército americano justo ocho días
antes: el día 2 de enero se había
difundido la oferta iraquí de retirada
total de Kuwait a cambio de que el
Consejo de Seguridad discutiera y
resolviera el conflicto árabe-israelí y
el de las armas de destrucción masiva.
(Recordemos que los Estados Unidos
habían estado rechazando esta
negociación desde mucho antes de la
invasión de Kuwait). Supongamos,
asimismo, que la gente sabía que la
propuesta estaba realmente encima de la
mesa, que recibía un apoyo generalizado,
y que, de hecho, era algo que cualquier
persona racional haría si quisiera la
paz, al igual que hacemos en otros
casos, más esporádicos, en que
precisamos de verdad repeler la
agresión. Si suponemos que se sabía todo
esto, cada uno puede hacer sus propias
conjeturas. Personalmente doy por
sentado que los dos tercios mencionados
se habrían convertido, casi con toda
probabilidad, en el 98% de la población.
Y aquí tenemos otro éxito de la
propaganda. Es casi seguro que no había
ni una sola persona, de las que
contestaron la pregunta, que supiera
algo de lo referido en este párrafo
porque seguramente pensaba que estaba
sola. Por ello, fue posible seguir
adelante con la política belicista sin
ninguna oposición.
Hubo mucha
discusión, protagonizada por el director
de la CIA, entre otros, acerca de si las
sanciones serían eficaces o no. Sin
embargo no se discutía la cuestión más
simple: ¿habían funcionado las sanciones
hasta aquel momento? Y la respuesta era
que sí, que por lo visto habían dado
resultados, seguramente hacia finales de
agosto, y con más probabilidad hacia
finales de diciembre. Es muy difícil
pensar en otras razones que justifiquen
las propuestas iraquíes de retirada,
autentificadas o, en algunos casos,
difundidas por el Estado Mayor
estadounidense, que las consideraba
serias y negociables. Así la pregunta
que hay que hacer es: ¿Habían sido
eficaces las sanciones? ¿Suponían una
salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una
solución aceptable para la población en
general, la oposición democrática iraquí
y el mundo en su conjunto? Estos temas
no se analizaron ya que para un sistema
de propaganda eficaz era decisivo que no
aparecieran como elementos de discusión,
lo cual permitió al presidente del
Comité Nacional Republicano decir que si
hubiera habido un demócrata en el poder,
Kuwait todavía no habría sido liberado.
Puede decir esto y ningún demócrata se
levantará y dirá que si hubiera sido
presidente habría liberado Kuwait seis
meses antes. Hubo entonces oportunidades
que se podían haber aprovechado para
hacer que la liberación se produjera sin
que fuera necesaria la muerte de decenas
de miles de personas ni ninguna
catástrofe ecológica. Ningún demócrata
dirá esto porque no hubo ningún
demócrata que adoptara esta postura, si
acaso con la excepción de Henry González
y Barbara Boxer, es decir, algo tan
marginal que se puede considerar
prácticamente inexistente.
Cuando los misiles
Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún
editorial de prensa que mostrara su
satisfacción por ello. Y otra vez
estamos ante un hecho interesante que
nos indica cómo funciona un buen sistema
de propaganda, ya que podríamos
preguntar ¿y por qué no? Después de
todo, los argumentos de Sadam Husein
eran tan válidos como los de George
Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo?
Tomemos el ejemplo
del Líbano. Sadam Husein dice que
rechaza que Israel se anexione el sur
del país, de la misma forma que reprueba
la ocupación israelí de los Altos del
Golán sirios y de Jerusalén Este, tal
como ha declarado repetidamente por
unanimidad el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas. Pero para el
dirigente iraquí son inadmisibles la
anexión y la agresión. Israel ha ocupado
el sur del Líbano desde 1978 en clara
violación de las resoluciones del
Consejo de Seguridad, que se niega a
aceptar, y desde entonces hasta el día
de hoy ha invadido todo el país y
todavía lo bombardea a voluntad. Es
inaceptable. Es posible que Sadam Husein
haya leído los informes de Amnistía
Internacional sobre las atrocidades
cometidas por el ejército israelí en la
Cisjordania ocupada y en la franja de
Gaza. Por ello, su corazón sufre. No
puede soportarlo. Por otro lado, las
sanciones no pueden mostrar su eficacia
en Israel porque los Estados Unidos
vetan su aplicación, y las negociaciones
siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de
la fuerza? Ha estado esperando durante
años: trece en el caso del Líbano;
veinte en el de los territorios
ocupados.
Este argumento nos
suena. La única diferencia entre este y
el que hemos oído en alguna otra ocasión
está en que Sadam Husein podía decir,
sin temor a equivocarse, que las
sanciones y las negociaciones no se
pueden poner en práctica porque los
Estados Unidos lo impiden. George Bush
no podía decir lo mismo, dado que, en su
caso, las sanciones parece que sí
funcionaron, por lo que cabía pensar que
las negociaciones también darían
resultado. En vez de ello, el presidente
americano las rechazó de plano, diciendo
de manera explícita que en ningún
momento iba a haber negociación alguna.
¿Alguien vio que en la prensa hubiera
comentarios que señalaran la importancia
de todo esto? No. ¿Por qué? Es una
trivialidad. Es algo que, de nuevo, un
adolescente que sepa las cuatro reglas
puede resolver en un minuto. Pero nadie,
ni comentaristas ni editorialistas,
llamaron la atención sobre ello.
Nuevamente se ponen de relieve los
signos de una cultura totalitaria bien
llevada y se demuestra que la
fabricación del consenso sí funciona.
Sólo otro comentario
sobre esto último. Podríamos poner
muchos ejemplos a medida que vamos
hablando. Admitamos, de momento, que
efectivamente Sadam Husein es un
monstruo que quiere conquistar el mundo
-una creencia ampliamente generalizada
en los Estados Unidos-. No es de
extrañar, ya que la gente experimentó
cómo una y otra vez le martilleaban el
cerebro con lo mismo: está a punto de
quedarse con todo; ahora es el momento
de pararle los pies. Pero, ¿cómo pudo
Sadam Husein llegar a ser tan poderoso?
Iraq es un país del Tercer Mundo,
pequeño, sin infraestructura industrial.
Libró durante ocho años una guerra
terrible contra Irán, país que en la
fase posrevolucionaria había visto
diezmado su cuerpo de oficiales y la
mayor parte de su fuerza militar. Iraq,
por su lado, había recibido una pequeña
ayuda en esa guerra, al ser apoyado por
la Unión Soviética, los Estados Unidos,
Europa, los países árabes más
importantes y las monarquías petroleras
del Golfo. Y, aun así, no pudo derrotar
a Irán. Pero, de repente, es un país
preparado para conquistar el mundo.
¿Hubo alguien que destacara este hecho?
La clave del asunto está en que era un
país del Tercer Mundo y su ejército
estaba formado por campesinos, y en que
-como ahora se reconoce- hubo una enorme
desinformación acerca de las
fortificaciones, de las armas químicas,
etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención
de todo aquello? No, no hubo nadie.
Típico.
Fíjense que todo
ocurrió exactamente un año después de
que se hiciera lo mismo con Manuel
Noriega. Este, si vamos a eso, era un
gángster de tres al cuarto comparado con
los amigos de Bush, sean Sadam Husein o
los dirigentes chinos, o con Bush mismo.
Un desalmado de baja estofa que no
alcanzaba los estándares internacionales
que a otros colegas les daban una
aureola de atracción. Aun así, se le
convirtió en una bestia de exageradas
proporciones que en su calidad de líder
de los narcotraficantes nos iba a
destruir a todos. Había que actuar con
rapidez y aplastarle, matando a un par
de cientos, quizás a un par de miles, de
personas, devolver el poder a la
minúscula oligarquía blanca -en torno al
8% de la población- y hacer que el
ejército estadounidense controlara todos
los niveles del sistema político. Y
había que hacer todo esto porque,
después de todo, o nos protegíamos a
nosotros mismos, o el monstruo nos iba a
devorar. Pues bien, un año después se
hizo lo mismo con Sadam Husein. ¿Alguien
dijo algo? ¿Alguien escribió algo
respecto a lo que pasaba y por qué?
Habrá que buscar y mirar con mucha
atención para encontrar alguna palabra
al respecto.
Démonos cuenta de
que todo esto no es tan distinto de lo
que hacía la Comisión Creel cuando
convirtió a una población pacífica en
una masa histérica y delirante que
quería matar a todos los alemanes para
protegerse a sí misma de aquellos
bárbaros que descuartizaban a los niños
belgas. Quizás en la actualidad las
técnicas son más sofisticadas, por la
televisión y las grandes inversiones
económicas, pero en el fondo viene a ser
lo mismo de siempre.
Creo que la cuestión
central, volviendo a mi comentario
original, no es simplemente la
manipulación informativa, sino algo de
dimensiones mucho mayores. Se trata de
si queremos vivir en una sociedad libre
o bajo lo que viene a ser una forma de
totalitarismo autoimpuesto, en el que el
rebaño desconcertado se encuentra,
además, marginado, dirigido,
amedrentado, sometido a la repetición
inconsciente de eslóganes patrióticos, e
imbuido de un temor reverencial hacia el
líder que le salva de la destrucción,
mientras que las masas que han alcanzado
un nivel cultural superior marchan a
toque de corneta repitiendo aquellos
mismos eslóganes que, dentro del propio
país, acaban degradados. Parece que la
única alternativa está en servir a un
estado mercenario ejecutor, con la
esperanza añadida de que otros vayan a
pagarnos el favor de que les estemos
destrozando el mundo.
Estas son las
opciones a las que hay que hacer frente.
Y la respuesta a estas cuestiones está
en gran medida en manos de gente como
ustedes y yo.
FABRICANDO EL
CONSENSO
Noam Chomsky
(Edición original:
1993)
Editado en Elche
Junio de 2005
|