A pocos días de un nuevo aniversario, la trama secreta del golpe de 1976. Y el “monje negro” de Videla.
Cuando en agosto de 1975 Isabelita nombró a Jorge Rafael Videla como nuevo Comandante en Jefe del Ejército, quedó abierto el camino para el golpe de estado.
Videla y Roberto Viola (jefe del Estado Mayor del Ejército), dueños de toda la estructura del ejército, esperaron la oportunidad para derrocar a Isabel. Por el momento, decidieron acercarse a la Marina, presionar al gobierno con el argumento de “la inquietud en los cuarteles”, y comenzar a elaborar los planes a ejecutar a la caída del gobierno constitucional. El poder iba a caer como fruta madura. En esos momentos, el Ejército se encontraba unido detrás de las banderas de la lucha antisubversiva, y los decretos de Isabel e Ítalo Luder (Presidente del Senado) daban a los militares la responsabilidad del aniquilamiento de los guerrilleros, primero en Tucumán, después en todo el país. Con estos instrumentos, los comandantes de zona eran los gobernadores virtuales de las provincias.
A finales de 1975, los comandantes en jefe habían destinado en todos los puestos a oficiales, en general, anticomunistas y antiperonistas. Era “el espíritu colorado” que renacía ante un país exhausto e inerme. Era lógico que en ese escenario, estos militares llamaran a grupos liberales, que podían dar al país la receta o la reforma estructural que alejara para siempre al populismo.
Estos liberales se habían instalado sobre el viejo club Azcuénaga (llamado así porque funcionaba en esa calle porteña) y eran conducidos por Jaime Perriaux. Entre sus asiduos visitantes estaba —como miembro activo— José Alfredo Martínez de Hoz.
Videla se puso en contacto con ellos dadas las buenas relaciones que tenían con su amigo el general Hugo Miatello, un hombre de inteligencia, que en el pasado había sido jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE).
Jaime “Jacques” Perriaux tenía cincuenta y cinco años, era hijo de franceses (de ahí su apodo), esa ascendencia era notoria en el pronunciamiento de la letra r. Se había graduado en derecho, con medalla de oro en Argentina, había estudiado en la Sorbona y Michigan. Había sido discípulo de José Ortega y Gasset y de Hans Kelsen. En síntesis, era un argentino con una formación superior al resto y con un gran conocimiento de la cultura europea. Era liberal, en 1970 había sido nombrado Ministro de Justicia por el general Roberto Levingston. En esa instancia, conoció al general Miatello.
En dicho cargo, fue el encargado de elaborar un plan político para reformar la estructura del sistema de partidos. Entre sus propuestas figuraba la cláusula de proscripción de Perón (que después utilizaría Lanusse, no permitiendo candidaturas de personas que no vivieran en el país). El problema era que el tiempo político no le había permitido la continuidad necesaria, y el general Alejandro Agustín Lanusse tenía planes inmediatos distintos a los suyos. De todas maneras, como él mismo decía, no se conformaba con un trabajo profesional: deseaba ser la eminencia gris del cambio. Era un intelectual. Con Videla se le abría la posibilidad de impulsar sus ideas.
Como había ocurrido en el pasado, ésta vez en condiciones inmejorables, el propósito del grupo era realizar la reforma estructural de la economía, la cual pudiera corresponder a la formación de un futuro escenario político sin las rémoras del populismo, fundamentalmente el peronismo. Si esto último no se podía lograr, por lo menos el plan era transformarlo en un partido más del sistema. En otras palabras, que los peronistas —si quedaban— dejaran de ser “el hecho maldito del país burgués”.
José Alfredo Martínez de Hoz, nieto de uno de los fundadores de la Sociedad Rural, era el encargado de llevar adelante la etapa económica. El futuro Ministro de Economía era abogado de grandes empresas y había participado en distintos puestos directivos y de asesoramiento en Acindar, Mercedes Benz y la compañía Italo-Argentina de Electricidad. Su militancia era empresarial, donde tenía importantes contactos con la banca internacional y sus representantes. También había tenido un paso por el partido Democracia Cristiana (dentro del sector más antiperonista).
Con el anticuado argumento de la productividad, la eficiencia y la modernización, el país quedaba a merced de un grupo de hombres de negocios —nacionales y extranjeros— que harían de Argentina un país nuevo. A Martínez de Hoz y su gente, no se les escapaba que al ahogar la producción local con la apertura y las altas tasas de interés, transformarían a los empresarios nacionales en rentistas o financistas, los obreros pasarían a ser proletarios, y los pobres sumarían en una nueva categoría —desconocida en ese momento—: los indigentes. La clase media, todavía con pleno empleo, aprovecharía para colocar sus ahorros en los bancos, viajar y comprar cuanto artículo importado se pusiera delante de sus ojos. En pocas palabras, una política económica que incrementaría los instintos de codicia individual de la clase alta y media, y de ruptura de la cohesión de las organizaciones de trabajadores, tradicionalmente peronistas. Si con ello no alcanzaba, la represión —a través del terrorismo de estado—, sería el remedio eficaz.
En este escenario, se disminuiría la autoridad del estado, privatizando empresas públicas, recursos naturales, todo lo que se pudiera. En dicho ítem, el futuro Ministro de Economía se encontraría con la resistencia activa de algunos sectores militares, que se oponían a tal política. De todas maneras, la idea siguió su curso, y años más tarde pudo ser instrumentada en el gobierno de Menem.
Jacques Perriaux, el ideólogo del grupo, esperaba que, una vez producidos los efectos de la reforma económica, se entrara en una nueva etapa política. Para ello, como había sostenido desde sus épocas de funcionario, se debía construir un partido de clase media, que estimulara dichos valores (el sentido burgués de la vida), junto a otras fuerzas afines.
Como las muchedumbres “son el caldo de cultivo por excelencia de la demagogia”, y “la televisión permite hablar al hombre sentado en su casa y no abigarrado en la multitud”, había que generar políticas para que la lucha dejara de tener como escenario las plazas o las calles y se trasladara al set televisivo. En esa época hablaba de reglamentar la idoneidad de los candidatos, específicamente en tres aéreas: preparación general, formación específica y condiciones éticas. Hoy estos argumentos se socializaron y los podemos escuchar en boca de cualquier ciudadano de clase media, que repite lo dicho por los comunicadores de la televisión.
(...) Progresivamente, las Fuerzas Armadas iban cumpliendo sus planes. Ya estaban de acuerdo Massera y Videla en compartir el poder (33% para cada una), en aprobar la línea económica, y en actuar juntas en la represión a la guerrilla. Para ello, los marinos se ocuparían de las organizaciones de tendencia peronista y el ejército, de las marxistas. Sólo faltaba el acuerdo de la Fuerza Aérea.
Algunos autores sostienen que, en diciembre de 1975, cuando el golpe había estado acordado, el brigadier Jesús Orlando Capellini obtuvo un guiño de Videla, para pronunciarse en contra del jefe de la fuerza, el brigadier Héctor Luis Fautario. La realidad parece ser distinta. El futuro Presidente de facto tenía planes para modificar la actitud de la Fuerza Aérea, pero no los había logrado ejecutar, porque suponía, con acierto, que la misma, en todos los golpes anteriores, se había acomodado a los resultados impulsados por las otras Armas. No había razón para que fueran distintas.
Por otra parte, él y Massera le pensaban ofrecer varios ministerios a los aviadores, una cuota de poder que nunca habían tenido en el pasado. ¿Cómo podían negarse?
Como había ocurrido en otras oportunidades, los nacionalistas católicos hicieron el trabajo sucio que Videla necesitaba. Recordemos que en la Fuerza Aérea quedaban oficiales, ex alumnos del nacionalista Jordán Bruno Genta. Así fue que sobre las navidades, como forma de apurar a Videla para que se lanzara al golpe, grupos de oficiales retirados gentistas se cruzaron en la pista de Aeroparque y tomaron de rehén al brigadier Fautario, quien estaba a punto de viajar. Poco después, el vicecomodoro Rocha tomaba la base aérea de Morón.
Los aviones rebeldes cubrían el espacio aéreo de Buenos Aires con vuelos rasantes sobre la Casa Rosada. Asimismo, tomaban emisoras y difundían una proclama por radio. La misma en sus términos era la habitual de la retórica nacionalista-católica del pasado, incluso retomaba una frase de Monseñor Antonio Bonamín, quien resaltaba en sus declaraciones la idea de que la subversión atacaba, mientras el pueblo presenciaba “el festín de los corruptos”.
Videla, quien debió volver precipitadamente de Venezuela, vio en el planteo de la Aeronáutica la oportunidad buscada para el relevo de Fautario. En ese sentido, el Vicario de las Fuerzas Armadas, Monseñor Adolfo Tórtolo, fue un aliado fundamental de Videla, que convenció a los aviadores de que el golpe podían darlo juntos más adelante. Capellini y sus hombres, viendo que no podían romper la unidad de las Fuerzas Armadas, y que debían tranquilizar a sus hombres, dadas las seguridades de que el golpe iba a darse, decidieron entregarse. El nuevo comandante de la Fuerza Aérea era, como Videla y Viola, antiperonista (había participado de la conspiración contra Perón en 1951) y partidario del golpe.
El triunfo de Videla-Viola era completo. Se dieron el gusto de testear la reacción de la sociedad civil, la cual fluctuó entre el tibio apoyo y la apatía. El mismo gobierno y sus pocos aliados demostraron no poseer ni consensos fuertes ni reacción significativa. Para citar un ejemplo, la CGT declaró un paro que, por falta de acompañamiento de los sindicatos, debió levantarse con la excusa de que el pronunciamiento de la Aeronáutica había terminado. La Plaza de Mayo, escenario de tantas jornadas históricas del peronismo, sólo mostraba la presencia de pocas personas de esa extracción, quienes repetían estribillos de defensa de Isabel, en medio de la indiferencia o la burla de la mayoría de los porteños.
Mientras tanto, la inteligencia de las Fuerzas Armadas había detectado un plan guerrillero en Monte Chingolo para robar armas. Gracias a un delator, aniquilaron a sangre y fuego a los atacantes. Ulteriormente presionaron y lograron del gobierno el control total de la SIDE y la Policía Federal. Videla y Viola colocaron allí a los generales Otto Paladino y Albano Harguindeguy. Era el último intento del gobierno, a lo que se sumó una oferta de negociar un cambio de gabinete, para evitar el inminente golpe de estado.
El resto es historia conocida. Mientras mostraban una aparente preocupación y presionaban al gobierno constitucional, negando la posibilidad de golpe de estado, organizaban el secuestro de la Presidente el 24 de marzo de 1976. Lamentablemente el país lo recibió con alivio y apoyó la llegada de los militares al poder. El golpe liberal colorado y antiperonista se había consumado y, como expresó en un discurso, el futuro Ministro de Economía de los militares, Dr. José Alfredo Martínez de Hoz, se daba una vuelta de página a un capítulo de la historia y empezaba otro.
Luis Fernando Beraza
Newsweek