A doña Domi, como la llamaban cariñosamente los vecinos, la conocía desde
siempre, desde cuando vivía en el distrito minero de Siglo XX y vendía
salteñas en una canasta de mimbre, a poco de elaborarlas con la ayuda de sus
pequeñas hijas, quienes mondaban las papas y arvejas antes de marcharse a la
escuela. Por entonces no era ya palliri*, sino dirigente del Comité de Amas
de Casa. Corrían los años 70 y el país atravesaba por una de las etapas más
sombrías de su historia.
En algunas ocasiones coincidimos en las manifestaciones de protesta contra
la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez y en las apoteósicas
concentraciones en la Plaza del Minero, donde está el monumento de Federico
Escóbar Zapata, el busto de César Lora y el edificio del Sindicato Mixto de
Trabajadores Mineros de Siglo XX, desde cuyo balcón pronunciábamos discursos
antiimperialistas; ella en representación de las amas de casa y el que firma
esta crónica en representación de los estudiantes de secundaria de la
provincia Bustillos y como presidente del Colegio 1ro. de Mayo.
También recuerdo a su anciano padre, benemérito de la Guerra del Chaco y
progenitor de seis hijas en su primer matrimonio. Don Ezequiel, jubilado de
la empresa minera y preocupado siempre por la manutención del hogar, se
dedicaba a recorrer por las calles de Llallagua, ofreciendo ropas de casa en
casa. Lo interesante del caso es que, además de vender prendas de vestir,
llevaba la palabra evangelizadora de Cristo hasta los hogares más humildes.
Lo conocí un día que vino a ofrecernos pantalones guararapes. Mi madre lo
hizo pasar al living y, luego de probarme algunos, compramos uno al contado
y otro al fiado. Cuando le dije que el botapié de uno de los pantalones me
quedaba demasiado largo, él se brindó a subirlo en un santiamén con sus
divinas manos de sastre. Ese mismo día, ni bien se hubo marchado, con la
amabilidad y el respecto que lo caracterizaban, le comenté a mi madre que
don Ezequiel tenía la misma barbita que el viejo Trotsky. Mi madre esbozó
una sonrisa y asintió con la cabeza.
En 1975, cuando doña Domi viajó invitada a la Tribuna del Año Internacional
de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, se
supo la noticia de que su voz
y figura destacaron en el magno evento, donde, en franca oposición a las
reivindicaciones de las lesbianas, prostitutas y feministas de Occidente,
explicó que la lucha de la mujer no era contra el hombre y que su liberación
no sería posible al margen de la liberación socioeconómica, política y
cultural de un pueblo. Doña Domi estaba convencida de que la lucha por la
liberación consistía en cambiar el sistema capitalista por otro, donde los
hombres y las mujeres tengan los mismos derechos a la vida, la educación y
el trabajo. Dejó claro que la lucha por conquistar la libertad y la justicia
social no era una lucha entre sexos, entre el macho y la hembra, sino una
lucha de la pareja contra un sistema socioeconómico que oprime
indistintamente al hombre y a la mujer.
Por otro lado, disputándose los micrófonos con sus adversarias, dijo que en
una sociedad dividida en clases no sólo había una diferencia entre la
burguesía y el proletariado, sino también una diferencia entre las mismas
mujeres; entre una académica y una empleada doméstica, entre la mujer de un
magnate y la mujer de un minero, entre una que tiene todo y otra que no
tiene nada. Así fue como las sonadas intervenciones de doña Domi, en su
condición de esposa de trabajador minero, madre de siete hijos y dirigente
del Comité de Amas de Casa, produjeron un fuerte impacto entre las
feministas más recalcitrantes, debido a que sus palabras transmitían la
sabiduría popular y todo lo que aprendió tanto en los sindicatos mineros
como en las escuelas de la vida. No en vano la educadora y periodista
brasileña Noema Viezzer, deslumbrada por el poder de la palabra oral de una
mujer simple, que sabía simplificar las teorías más complejas en torno a la
lucha de clases y la emancipación femenina, decidió seguirla hasta el
campamento minero de Siglo XX, con el firme propósito de continuar
escribiendo el libro “Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, una
mujer de las minas de Bolivia”, que, a poco de ser publicado en México y
traducido a varios idiomas, se convirtió en la obra más leída entre las
feministas del más diverso pelaje.
Los trabajadores mineros, en sus triunfos y en sus derrotas, contaban
siempre con el apoyo incondicional de sus mujeres e hijos, quienes actuaron
como sus aliados naturales de clase desde los albores del sindicalismo
boliviano. Por eso mismo, volví a coincidir con doña Domi en el Congreso
Nacional Minero de Corocoro, inaugurado el 1 de mayo de 1976; ocasión en la
que planteó la necesidad de organizar una Federación Nacional de Amas de
Casa, afiliada a la Central Obrera Boliviana (COB), mientras los
trabajadores clamaban por sus justas demandas, exigiendo al gobierno el
respeto del fuero sindical y la amnistía general.
Semanas más tarde, derrotada la huelga minera en junio de 1976, y ocupada
militarmente la población de Llallagua y Siglo XX, la encontré en el
interior de la mina, donde los dirigentes nos refugiamos de la sañuda
persecución que desató el gobierno. Doña Domi estaba en el último mes de
embarazo y su vientre parecía un enorme puño de coraje. Sin embargo, por
razones de salud, se decidió sacarla a un lugar seguro para que diera a luz
en mejores condiciones. Después se supo que tuvo dos mellizos; una nació
viva y el otro nació muerto, probablemente, afectado por los gases malignos
de la mina, pues cuando lo sacaron de su vientre, el niño estaba casi en
estado de descomposición.
A principios de enero de 1978, cuando ya me encontraba exiliado en Suecia,
su nombre volvió a saltar a prensa una vez que se incorporó a la huelga de
hambre iniciada por cuatro mujeres mineras y sus catorce hijos en el
Arzobispado de la ciudad de La Paz. La huelga, que estalló el 28 de
diciembre de 1977, tenía el objetivo de exigir al gobierno la
democratización del país, la reposición en sus trabajos de los obreros
despedidos, el retiro de las tropas del ejército de los centros mineros y la
amnistía irrestricta para los dirigentes políticos y sindicales. Se trataba
de una lucha heroica y sin precedentes, ya que nadie se imaginaba que una
huelga emprendida por Aurora de Lora, Nelly de Paniagua, Angélica de Flores
y Luzmila de Pimentel pudiese tumbar a una dictadura militar, que estaba
decidida a mantenerse en el poder por mucho tiempo. Pasaron los días y los
acontecimientos históricos cambiaron de rumbo: las cuatro mujeres
-respaldadas por los curas, obreros, estudiantes y campesinos que fueron
sumándose a la huelga de hambre en diferentes puntos de la sede de gobierno,
más las olas de protesta que crecieron como la espuma en el territorio
nacional- doblaron la mano dura del general Hugo Banzer Suárez, quien cedió
en sus posiciones y decidió convocar a elecciones generales para el 9 de
julio de 1978. De este modo, una vez más, doña Domi y las valerosas mujeres
mineras demostraron al mundo que una chispa en el polvorín puede provocar
una enorme explosión social y que no existen dictaduras que puedan contra la
voluntad popular.
Años más tarde, ya en Estocolmo, nos reencontramos y abrazamos. Todo sucedió
tras el sangriento golpe de Estado protagonizado por Luis García Meza y Luis
Arce Gómez en julio de 1980, justo cuando ella participaba en una
Conferencia de Mujeres en Copenhague. Sabíamos que el sangriento golpe, que
dejó un reguero de muertos y heridos, estaba financiado por los narco-dólares
y que en los operativos actuaron los paramilitares reclutados por el nazi y
“Carnicero de Lyón” Klaus Barbie. Se organizó un mitin en Kungsträdgården
(El Jardín del Rey), desde donde partimos juntos, entre banderas y
pancartas, en una marcha de protesta que ganó las principales calles de
Estocolmo.
En Suecia, al margen del derecho a la reunificación familiar que le permitió
reunirse con sus hijos, constató que las mujeres latinoamericanas se
rebelaron contra su pasado de servidumbre y sumisión, amparadas por las
leyes que defendían sus derechos más elementales, en igualdad de condiciones
con el hombre. Estaba, acaso sin saberlo, en una nación que había superado
las desigualdades de género y derribado los pilares de la sociedad
patriarcal. La emancipación de la mujer pasó del sueño a la realidad y el
decantado feminismo de los años 60, a diferencia del chauvinismo machista,
se transformó en una de las fuerzas decisivas en el seno de izquierda sueca,
que combinaba la lectura de los clásicos del marxismo con las obras de
Alexandra Kollontai, Simone de Beauvoir, Alva Myrdal y otras luchadoras que
poseían una inteligencia capaz de desarmar a cualquiera.
Doña Domi comprendió rápidamente que las suecas, a pesar del consumismo y la
falta de calor humano, habían conquistado ya varios de sus derechos desde
principios del siglo XX. En 1919 se les concedió el derecho a voto y años
después el derecho al divorcio, en 1938 se legalizó el uso de los
anticonceptivos, en 1939 se promulgó una ley que prescribía que las mujeres
no podían perder su trabajo debido al embarazo, parto o matrimonio. En 1947
se tuvo a la primera mujer en el gobierno y en 1974 se estableció la
normativa de que ambos padres tenían derecho a un total de 390 días para
cuidar a sus hijos, recibiendo el 80 % del salario. Más todavía, en 1975 se
legalizó el derecho al aborto sin costo para todas las mujeres y en los años
80 entró en vigor la primera ley contra la discriminación por razones de
género en el sistema educativo y en el ámbito laboral, además de que la
mujer ya no tenía la necesidad de elegir entre su familia y la carrera
profesional, gracias a un amplio sistema de seguro social y asistencia
infantil.
Así fue como doña Domi, sin perder las perspectivas de que otro mundo era
posible, aprendió la lección de que si en este país pudieron conquistase las
reivindicaciones femeninas pasito a paso, ¿por qué no iba a ser posible
lograr lo mismo en otros países, donde las mujeres desean convertir sus
pesadillas en sueños y sus sueños en realidad?
Con esta pregunta y su nueva experiencia de vida, que le permitió vislumbrar
que tanto las mujeres como los hombres pueden gozan de los mismos los
derechos y las mismas responsabilidades, empezó a planificar su retorno a
Bolivia tras la recuperación de la democracia. Dejó a sus hijos en Suecia y
acudió al llamado de la Pachamama, para seguir luchando por un futuro más
digno que el presente. Eso sí, esta vez más convencida de que para lograr la
liberación de la mujer no sólo hacía falta cambiar las infraestructuras
socioeconómicas de un país, sino también las normativas de la convivencia
ciudadana y la mentalidad de la gente. Y, aunque en el pasado fue
perseguida, encarcelada y torturada, doña Domi se negó a callar y volvió a
pedir la palabra para seguir hablando contra las injusticias sociales, con
la misma convicción y el mismo coraje de siempre, ya que su testimonio
personal es, por antonomasia, una gran lección de vida y de lucha. Si no me
lo creen, los invito a leer: “Si me permiten hablar…”, de Moema Viezzer; y
“¡Aquí también, Domitila”, de David Acebey; dos libros que sintetizan lo
mejor de doña Domi, una indomable mujer de las minas.
* Palliri: Trabajadora que, a golpes de martillo, tritura y escoge el
mineral de las rocas.
Víctor Montoya (especial para ARGENPRESS.info)
Foto: Domitila y Montoya (der.) en una marcha de protesta en Estocolmo.