EEUU y los 500 mil millones de dólares del
negocio de la droga
Caracas, 19 sep. TP/ABN.- Opio, cocaína,
marihuana y anfetaminas movilizan mundialmente cada año un
presupuesto que puede doblar el de un país petrolero como
Venezuela. Debidamente ¿lavadas? y llevadas a honorables bolsas
de comercio, las ganancias anuales del narcotráfico llegan a
representar ¿en acciones perfectamente legales? más de 300
billones de dólares: una cifra que torna ridícula la pretendida
especie de que es este un negocio manejado por capos
tercermundistas que se esconden en algún búnker de Colombia o
Afganistán.
Un campesino boliviano –Julio Quispe,
pongamos, por inventar un nombre– que evada el monopolio estatal
de la coca, recibirá 1.375 dólares por los 275 kilos de hojas
que hacen falta para producir un kilo de pasta o base de cocaína.
Un narco colombiano –Alvaro Jaramillo, digamos– podrá
procesar ese kilo de pasta y vendérsela a cualquier congénere
por unos $ 5.000, o transformarla en clorhidrato y revenderla en
Cartagena o Bogotá por $ 15.000. En Harlem, o en Broadway, o en
Harvard, un Tom Smith o Jimmy Johnson cualquiera podrá optar
entre ofrecer el polvo puro, a unos $ 30.000 el kilo, o
adulterarlo hasta obtener por cada gramo de piedra o crack entre
40 y 80 dólares. Los 1.375 dólares de Julio Quispe son ahora, en
promedio, 60.000.
La base mayor de distribución al mundo de
Cocaína viene de Colombia, que es el mayor productor
Un negocio sencillo, se dirá: no requiere más
que unas hojas que crecen casi silvestres, algo de kerosén, un
poco de ácido sulfúrico y acetona, una narco-mula o una pista o
un peñero siquiera. Y, claro, un tanto de mala conciencia y otro
de osadía para mover de un sitio a otro esos mil gramos.
Pero no es un kilo: son 992.000, que eso fue,
según la Oficina de las Naciones Unidas para las Drogas y el
Crimen (Unodc, por sus siglas en inglés), la producción mundial
de cocaína en un año tan cualquiera como 2007. Y no es sólo
coca: también hay, igual de lucrativos o más, 8.870.000 kilos de
opio. Y 41.400.000 kilos de marihuana. Y 494.000 de anfetaminas
varias. Y pare usted de contar alucinógenos y otras especies.
Hablamos, entonces, de movilizar por todo el
mundo, desde las selvas más apartadas hasta los colegios y
universidades y bares y oficinas de cualquier pueblito
primermundista, algo más de 50 millones de kilos de sustancias ilícitas,
que son objeto de persecución feroz y de guerra a muerte.
Hablamos, además, de mover también por el mundo entero otra cosa
aún mucho más difícil de hacer pasar inadvertida: los 500.000
millones de dólares que como mínimo, al decir de los expertos
(de la ONU, del Fondo Monetario Internacional, de la Drug
Enforcement Administration o DEA), reportan en ganancia anual esas
sustancias. A precios de 2006.
Eso es el narcotráfico. Y es apenas el
comienzo.
COSAS QUE PUEDES SABER CON SÓLO MIRARLAS
Al comienzo de la larga cadena del narcotráfico
no todo son eslabones perdidos: se conocen perfectamente los
grandes centros de producción. Y las grandes rutas de distribución
también.
Con 193.000 hectáreas sembradas de
adormidera, Afganistán concentra 92% de la producción mundial de
opio. Pura, o transformada en morfina o heroína, la droga afgana
fluye hacia Europa a través de Pakistán, de las ex repúblicas
soviéticas de Turkmenistán y Uzbekistán, del largo corredor
kurdo, de Georgia, de Chechenia, los Balcanes. De lejos, Myanmar
compite con sus 27.000 hectáreas de amapola.
Colombia es dueña de 55% del cultivo mundial
de hojas de coca: 99.000 hectáreas. Le siguen Perú, con cerca de
la mitad de eso, y Bolivia, con 28.900 hectáreas casi enteramente
dedicadas al procesamiento y comercio legal. El clorhidrato de
cocaína tiene por destino principal los Estados Unidos. Sube por
el Pacífico, vía Panamá, o por el Caribe colombiano, o
atraviesa Venezuela para hacer escala en las antillas. Otra parte,
más pequeña, cruza el Atlántico y toca Africa antes de entrar a
Europa.
El Asia oriental y tecnologizado representa el
55% del mercado mundial de anfetaminas (éxtasis y otros
estimulantes), y se encarga por sí misma de producir y consumir
sus tabletas. Lo mismo hacen sus otros dos grandes competidores:
la culta Europa y el Estados Unidos de la implacable DEA.
De esos mismos supervigilados predios de la
DEA –el territorio estadounidense– se sabe con certeza que
acaparan la mayor porción de la torta en el mercado mundial de
producción y consumo de marihuana, gracias a las técnicas del
cultivo hidropónico en interiores e incluso en subsuelos. Aunque
más democrático en su irrigación por el globo –el cannabis se
siembra en 172 países–, América concentra 55% de la producción
y tiene en su lado Norte una de las más altas tasas de
prevalencia mundial: 10,5% de los norteamericanos entre 15 y 64 años
son consumidores. En Europa, con tres millones de adictos (consumo
diario), encabeza esta hierba las estadísticas del Observatorio
Europeo de las Drogas y Toxicomanías.
Con apenas estos pocos datos, algunas cosas
comienzan ya a llamar la atención en el oscuro mundo del narcotráfico.
Cosas, digamos, que no terminan de parecer casuales.
Por ejemplo, que Afganistán, el cuasi monopólico
centro mundial de producción de opiáceos, esté literalmente
cruzado de tropas invasoras y misiles y tanques y muertos, y sin
embargo.
Que de Pakistán y las ex repúblicas soviéticas
del sur, amistosamente occidentales, no se hable. Que Georgia y
Chechenia, y el corredor kurdo (Irán, Irak, Turquía), y la
puerta trasera de Europa (Albania, los Balcanes), sean tan
crudamente escenario de guerras, de intervenciones, de vigilancia
extrema por la mal llamada “comunidad internacional”, y sin
embargo.
Que Myanmar esté en la lista de “Estados
fallidos”, y sin embargo.
Que Colombia acumule nueve años de Plan
Colombia, y de balas, y desplazados y muertes otra vez, y sin
embargo.
Que el Caribe sea tan decididamente mare
nostrum de los gringos, tan erizado de patrullas, y de satélites,
y sin embargo.
O, por ejemplo, que la marihuana, por largo
rato el rubro de mayor peso en el narcotráfico mundial –80%, en
términos de tonelaje–, y el que más alarmas de consumo
enciende en los países altamente desarrollados, y el que allí
mismo se produce –igual que las anfetaminas–, sea justamente
la droga menos perseguida.
Pero claro: no se imagina uno un “Plan
Holanda”, un bombardeo incendiario de laboratorios sembrados en
Borgoña, una invasión aliada contra Londres, unas autodefensas
que desplacen y aniquilen a los pobladores de Harlem o de Queens.
Aunque sean negros, aunque sean boricuas. Allí el narcotráfico
sirve para otra cosa.
PEONES, CAPATACES, BUHONEROS
Un simple cálculo matemático establece que
si las 50.000 toneladas de producción mundial de drogas se
transportaran en contenedores de uso corriente, se necesitarían
1.250 gandolas para cargarlos. Otros, más ociosamente, han
calculado que las ganancias respectivas, apiladas en billetes de
cien dólares uno sobre otro, formarían una torre de mil metros
de altura: cuatro torres del Parque Central de Caracas, una encima
de la otra.
No es fácil esconder un alijo así. Según
diversos informes internacionales que ratifica el ex presidente
brasileño Fernando Henrique Cardoso, los presupuestos del combate
mundial contra el narcotráfico equivalen “casi al mismo valor
generado por el comercio de drogas” (http://colombiadrogas.wordpress.com/).
Tan solo el Plan Colombia, para el momento de su aprobación por
Bill Clinton, contempló para ese fin un monto de 1,3 billones de
dólares. Un total de 87 oficinas de la DEA se reparten en 63 países
–aparte de las 227 existentes en territorio estadounidense–
para recordarle al mundo que esa lucha es exigencia de la mayor de
las potencias económicas, militares y policiales.
Y sin embargo: en todo 2007, esa misma DEA
tuvo que jactarse como logro mayor de una incautación de 19.434
kilos de cocaína en un barco de bandera panameña: 1,9% de la
producción mundial.
Los supuestos “grandes capos” de la droga
que terminan apresados o muertos guardan proporción con estas últimas
cifras. Carlos Lehder, cofundador del Cartel de Medellín, era al
ser capturado “dueño de dos hoteles, dos aviones, siete fincas
en Quindío y otros departamentos, lanchas y al menos 1,8 millones
dólares en efectivo” (www.pabloescobargaviria.info/index). Al
ultra-famoso y finado Pablo Escobar Gaviria se le atribuyó una
fortuna (nunca auditada, jamás comprobada) de entre 5.000 y
10.000 millones de dólares: 1% o 2% de lo que produce “el
negocio” en 12 meses apenas.
Esos “grandes zares” nunca fueron más que
pequeños intermediarios. Hoy, cuando ya no están, cuando ya no
es posible ser a un mismo tiempo capataz de finca productora y
presidente de un banco o una universidad, sus sucesores son miles
y miles de peones que sólo se alzan un escalón o dos por sobre
esa buhonería del narcotráfico del tal Jaramillo o el Tom Smith
o Jimmy Johnson.
Dijo una vez el ex presidente venezolano
Carlos Andrés Pérez, conocedor de oficio: “Hay dos cosas
imposibles de ocultar: la tos y la riqueza”.
LA GRAN LAVADORA
¿Cómo se hace para esconder cuatro torres de
Parque Central hechas de billetes de cien dólares? ¿Cómo se
borra un presupuesto que duplica casi el de un país
petroleramente boyante como Venezuela? ¿Cómo pueden pasar
desapercibidos 500.000 millones de dólares por año?
Porque, obviamente, la finalidad del narcotráfico
no estriba en enterrar morocotas bajo el piso.
Antes de llegar al extremo superior de la
cadena, el negocio de las drogas tiene –como es sabido– un
eslabón fundamental en el lavado de dinero. De cumplir esa función
en los niveles de la buhonería e intermedios se encargan sistemas
artesanales: desde el individuo que abre 10 o 20 cuentas en otros
tantos bancos hasta esos centros vacacionales que repentinamente,
sin motivo aparente, se ponen de moda y se llenan de lujosos
edificios y centros comerciales que luego quedan abandonados o
nunca se concluyen.
No obstante, como toda gran industria en un
mundo de acérrimo capitalismo y libre mercado, también ésta es
altamente concentracionaria y monopólica. Quien tenga, pues, un
modesto 10% de esa torta, deberá lavar cada año 50.000 millones
de dólares. Vale decir, la misma cifra que desde el año 2000 e
inútilmente viene pidiendo reunir la ONU para poder cumplir su
gran Objetivo del Milenio: la reducción de la pobreza.
Para solventar problemas de este tipo –el
blanqueamiento de dinero sucio de cualquier especie–, el sistema
financiero internacional permite –y apadrina– un no-sistema:
un espacio de extraterritorialidad, ajeno del todo a leyes
nacionales, a superintendencias bancarias, a regulaciones, a
convenios internacionales: ajeno a todo cuanto no sea el dinero y
su intrínseca tendencia a la ganancia y la acumulación.
Ese espacio es el de los así llamados paraísos
fiscales y la banca offshore, cuyas interioridades han sido
exhaustivamente develadas por el periodista y escritor argentino
Julio Sevares en estudio titulado “El dinero sucio, sangre del
sistema económico y el poder” (disponible en
www.argentina.attac.org/).
Para el año 2004 existían en el mundo 72 de
esos paraísos, en los que funcionaban por entonces un millón de
sociedades amparadas por el anonimato: empresas –virtuales o
reales– a las que nada ni nadie obliga a presentar balances,
establecer su composición accionaria o, incluso, tener capital
alguno. No obstante, a ellas se sumaban más de 4.000 bancos
offshore con depósitos conjuntos que superaban los cinco billones
de dólares.
Paraísos fiscales célebres son los de Las
Bahamas y las Islas Caimán, en el Caribe, pero los hay por todo
el mundo: funcionan profusamente en el centro de Londres, en Mónaco,
en Tokio, en el diminuto estado de Delaware, a pocos minutos de
Nueva York y de Wall Street. Y los hay incluso tan curiosos como
el Principado de Sealand, que funciona en una antigua plataforma
petrolera del Mar del Norte, o el Dominio de Melchizedek, situado
sobre un desértico atolón vecino a las Islas Marshal, que a través
de la página web www.Melchizedek.com ofrece ciudadanía y
pasaporte y facilidades para toda clase de negocios. Sin un solo
edificio a la vista, tiene en sus bancos 25.000 millones de dólares.
En el libro Capitalismo criminal: ensayos críticos
(Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008), Tom Blickman
precisa la magnitud y el modus operandi de estas eficientes
lavadoras: “La Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE), que agrupa a los 30 países más
ricos del mundo, estima que el volumen del comercio mundial que
pasa por los paraísos fiscales de manera documentada creció
durante este período [desde comienzos de los 70 hasta 2004] en
cerca de un 50%, pese a que estos lugares representan apenas un 3%
del producto bruto mundial. Esta extraordinaria discrepancia es
una indicación del grado en que la mayoría de las principales
corporaciones aprovechan la movilidad transnacional de sus
capitales para lavar sus ganancias a través de paraísos fiscales
y regímenes de impuestos bajos”.
Y añade de seguidas: “Dichas corporaciones
utilizan una variedad de mecanismos, como la refacturación y los
precios de transferencia –bienes comerciados entre compañías
con un dueño común a precios arbitrarios, independientes del
mercado, y que permiten bajar impuestos declarando costos altos y
precios de venta bajos en los lugares de mayor tributación de las
ganancias–, o como las transacciones realizadas hacia compañías
de papel y hacia fondos fiduciarios secretos extraterritoriales.
Medios tales como las ‘cuentas fiduciarias móviles’, que se
trasladan automáticamente a otra jurisdicción en cuanto se
realizan averiguaciones, o solicitudes de asistencia mutua
judicial, facilitan claramente el delito”.
Informe de consumo por capitales en el mundo
Como la inmensa mayoría de las empresas
asentadas en tales “territorios”, buena parte de los bancos
offshore no mostrarán nunca al cliente ni oficinas ni empleados:
son, en realidad, instituciones virtuales, conocidas en el argot
como “corresponsales”, que para funcionar sólo requieren de
una cuenta abierta en una institución bancaria físicamente
establecida en ese u otro “paraíso”. Si se quiere o necesita
aún mayor seguridad en el borramiento de toda pista que vincule a
depositario y depósito, se recurre al nesting o ennidado: una
cuenta en un banco que a su vez tenga cuenta en otro banco que
tenga cuenta en un offshore.
Quien tenga dudas –inmerecidas, hay que
decirlo– sobre la seriedad de esa banca virtual, puede así
perfectamente depositar su confianza en el respaldo que le
proporcionan principalísimos bancos de Suiza, Inglaterra,
Alemania, Japón, Estados Unidos y muchos más.
Julio Sevares recoge información de la
revista The Economist, en su edición del 14 de abril de 2001, que
permite en tal sentido disipar las aprehensiones del más
desconfiado de los narcotraficantes: “Tres cuartos de los
grandes bancos investigados por el Senado estadounidense tienen,
cada uno, más de 1.000 cuentas de bancos corresponsales. Los dos
bancos más grandes de la lista, que no son estadounidenses,
tienen 12.000 y 7.500 cuentas cada uno. A mediados de 1999 los
cinco principales bancos estadounidenses con cuentas de
corresponsales tenían 17.000 millones de dólares en esas
cuentas. Los 75 mayores bancos tenían depositados en ellas 35.000
millones de dólares”.
Ese es el no-sistema. En un informe de 1999
(“Mercados internacionales de capital”), el Fondo Monetario
Internacional (FMI) citaba a Alan Greenspan, por entonces
presidente de la Reserva Federal en Estados Unidos: “Nosotros no
entendemos completamente la dinámica del nuevo sistema”.
Pero no interesa entenderlo. Funciona. Y cómo
lava.
EL ÚLTIMO ESLABÓN DE LA CADENA
Si nunca ha habido ni habrá un “Plan
Holanda”, tampoco se ha pensado jamás en una mera “Operación
Melchizedek”. Al final de la larga cadena del narcotráfico no
hay razzias, ni allanamientos, ni alcabalas, ni fotos de frente y
perfil con número abajo. Obvio.
Quien quiera, pues, nombres y rostros, deberá
atender al buen olfato o la mala lengua de los periodistas. O
confiar en su propia suspicacia.
Recordar, por ejemplo, que Lucio Gelli, gran
capo de la Logia P-2, tuvo por socio principal en el Banco
Ambrosiano al Vaticano, allá por los 70.
Que en el escándalo del Bank of Credit and
Commerce International (BBCI), séptima institución bancaria en
el ranking mundial, salieron a relucir en 1991 asuntos tales como
financiamiento del terrorismo y lavado de dinero, y las cuentas
personales de Manuel Noriega, Saddam Hussein, Ferdinando Marcos, y
depósitos de la Organización para la Liberación de Palestina
(OLP) y el servicio secreto israelí (Mossad) y la contra nicaragüense.
Y que con el banco se vino abajo la gigantesca transnacional de
auditorías (¡auditorías!) Price Waterhouse. Y que en los
juicios subsiguientes, del lado de la defensa de uno de los
grandes socios del BBCI, intervino cierto bufete entre cuyos
abogados estaba cierta Hillary Rodham, más tarde conocida –a
pesar de lo Lewinsky– como Hillary Clinton.
Que el serísimo Citibank dejó de serlo por
las continuas investigaciones y denuncias que lo han vinculado a
la práctica del lavado, con directas referencias a regímenes
altamente corruptos como el del mexicano Carlos Salinas de
Gortari, el peruano Alberto Fujimori y el filipino Joseph Estrada.
No casualmente, jefes de Estado en países productores de drogas.
Que al primer ministro italiano Silvio
Berlusconi se le descubrió en su vasto conglomerado mediático
una contabilidad paralela para 64 empresas fantasmas: suerte de súper
lavadora para uso personal.
Que, en fin, la KBR, gigantesca transnacional
de la ingeniería y la construcción, se ha hecho en estos últimos
años de milmillonarios contratos en todos esos grandes centros de
producción de drogas aquí citados, y en los corredores que van
de Pakistán a Bosnia y de Colombia a México. Y que socios claves
de esa empresa son la familia Bush y su segundo al mando, el
vicepresidente Dick Cheney.
¿POR QUÉ O PARA QUÉ?
No tiene entonces mucho sentido preguntarse
por qué, si los gobiernos que rigen el destino del planeta
dedican tanta energía al tema del narcotráfico, no apuntan sus
armas contra los cuarteles generales de esa industria. Cabría más
preguntarse el porqué han puesto tan aparentemente al mundo en
pie de guerra contra ella.
Catherine Austin Fitts, una ex funcionaria del
gobierno de Bush padre y actualmente directora de un fondo de
inversiones en Wall Street, apunta un motivo que ayuda a
comprender las razones de esa supuesta contradicción: cada dólar
que se apunta en el renglón ganancias de una transnacional
–General Motors, Toyota, British Petroleum, pongamos por
caso–, representa automáticamente, por esa extraña lógica del
libremercadismo, un incremento de seis dólares en el valor de sus
acciones.
No es poca cosa, si se multiplican por seis
los 500.000 millones del narcotráfico. Cedidos en préstamo a
bajo interés, o incluso en canje simple por acciones, son 300
billones de dólares. Perfectamente legales, cambiables, usables.
A mutuo beneficio. Un monto que no conviene dejar al alcance de
potenciales competidores.
Ha dicho el renombrado periodista francés
Christian de Brie: “El abandono de las soberanías nacionales y
la mundialización liberal –que permite a los capitales circular
sin control de un lado al otro del planeta– han posibilitado el
crecimiento explosivo de un mercado financiero fuera de la ley,
motor de la expansión capitalista lubrificado por las ganancias
del gran crimen” (“Crimen, la mayor empresa libre del
mundo”, en http://mondediplo.com/2000/04/05debrie).
Así, mientras las ganancias del narcotráfico
hacen de motor del selecto grupo de empresas que realmente domina
el planeta, y mientras las guerras les permiten apoderarse –para
ese u otros negocios– de países enteros, el menudeo de la droga
sirve de carne de cañón.
Allá lejos, Julio Quispe, Alvaro Jaramillo,
los Tom Smith o Jimmy Johnson cuentan felices su pírrica ganancia
sin saber que son a la vez víctimas y propulsores necesarísimos
del neoliberalismo salvaje. Una droga como cualquier otra.