1931- 1936 |
A 75 años de la Revolución española (I) |
Carlos Ramírez |
De la proclamación de la República a la victoria de la derecha |
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La proclamación de la Segunda República, fue un acontecimiento que supuso un salto cualitativo en un proceso que venía desarrollándose desde hacia largo tiempo; el grado de putrefacción del régimen había llegado a tal punto, que un nuevo golpe fue suficiente para que la monarquía cayese.
La historia de España, hasta ese momento, había estado caracterizada por siglos de continua, lenta e inexorable decadencia, marcados por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las esferas de poder por parte de la monarquía y los terratenientes, que habían llevado al país a ocupar el vagón de cola del desarrollo capitalista en Europa. La burguesía española, a diferencia de la francesa o inglesa, entró tarde en la escena de la historia; débil e incapaz de poner su sello dirigente en el desarrollo de la sociedad, desde el principio unió sus intereses con los viejos poderes establecidos. El período de florecimiento burgués en el Estado español se localiza de 1898 a 1914. En zonas como Catalunya, Madrid, Euskadi y Asturias, se produjo un desarrollo industrial importante, pero lejos de enfrentarse al dominio de la monarquía y la nobleza terrateniente, heredado del pasado feudal, la burguesía fortaleció sus lazos de unión con ellos. Este desarrollo industrial provocó el fortalecimiento de un proletariado joven y combativo que pronto empezó a jugar un papel importante. El principio de siglo fue muy conflictivo. A la problemática situación social de la clase obrera y el campesinado hay que sumar, los efectos de las aventuras coloniales en Marruecos. En Catalunya se produjo la primera acción de envergadura del proletariado: la huelga general de 1909, llamada la Semana Trágica de Barcelona, que fue derrotada y reprimida salvajemente. En este período, los beneficios empresariales conocieron un alza espectacular, mientras las mejoras en el salario y las condiciones de vida de los obreros avanzaban a paso de tortuga; la tensión social aumentó, y finalmente estalló en la huelga general revolucionaria del verano de 1917 que, a pesar de ser derrotada, puso de manifiesto el potencial revolucionario de la clase trabajadora. Al remitir el efecto de la revolución rusa, la burguesía, para domar al movimiento obrero, financia la dictadura de Primo de Rivera en 1923. La monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, estaba herida de muerte; a pesar de ello, la burguesía siguió aferrada a ella (el 28 de septiembre de 1930, Alcalá Zamora, republicano burgués y futuro presidente de la República, acabó un mitin con alabanzas a la corona). El aumento de las contradicciones sociales y la constatación de que las masas estaban con la República, convenció a la burguesía de la inevitabilidad de la caída de Alfonso XIII, aceptando la República como el mal menor. Comienza la revolución española La monarquía cayó, más por la putrefacción del régimen, que por la acción de las masas. Este hecho provocó que décadas (incluso siglos), de opresión y miseria salieran a la superficie. Las masas rompieron el dique de la costumbre, la rutina, el fatalismo cotidiano, entrando en escena para convertirse en protagonistas del futuro, adueñándose de su propio destino. Estas son las características fundamentales de un período revolucionario. Con la proclamación de la República, las masas esperaban derechos democráticos reales, no como un fin en sí mismos, sino como instrumentos para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. La República debía dar solución a los problemas básicos, que venían arrastrándose históricamente, para cumplir las expectativas de las masas. En primer lugar se encontraba la cuestión agraria, en un país en el que el 70% de la población se encontraba en el medio rural, la mayoría en unas condiciones penosas, con hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. La situación del campo tenía mucho que ver con el feudalismo. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios (en la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%). Los que las explotaban (el 38% de la tierra cultivable permanecía ociosa), lo hacían con mano de obra jornalera, con jornales de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos un jornalero estaba en paro de 90 a 150 días al año. Un tercio de la tierra estaba en manos de pequeños propietarios que sin recursos propios, se veían obligados a recurrir a los bancos. Estos campesinos estaban sometidos a una doble explotación, la del usurero que financiaba la cosecha y la del comerciante que la compraba. Muchos "propietarios" se veían obligados a trabajar como jornaleros para poder alimentar a sus familias. La situación exigía una auténtica reforma agraria que repartiera la tierra entre los campesinos y, a través de créditos baratos e importantes ayudas estatales, darles la posibilidad de acceder a aparejos modernos, fertilizantes, etc. El segundo aspecto era la necesidad de un desarrollo industrial que sacara al país del atraso histórico. El capitalismo mundial a principios de los años treinta estaba sumido en una profunda crisis. La lucha entre las diferentes potencias por un mercado en continuo retroceso caracterizaba la política internacional. En este contexto la débil y atrasada industria española sólo podía desarrollarse sobre la base del monopolio estatal del comercio exterior y garantizando inversiones dirigidas a la satisfacción de las necesidades de la sociedad. Otro de los grandes retos para la República era el poder que detentaba la Iglesia. La Iglesia, con sus bancos de crédito agrícola, eran los auténticos usureros del campo, y sus bancos urbanos eran los socios de los industriales, compitiendo con gran ventaja con la industria al contar con mano de obra gratuita (huérfanos, etc.). En 1931, los jesuitas, por ejemplo, controlaban un tercio de la riqueza nacional. La Iglesia controlaba la educación y, al ser la religión oficial, recibía decenas de millones por parte del Estado. Impidió durante siglos cualquier tipo de avance o reforma progresista; existía un auténtico ejército de sotanas (de 80.000 a 90.000 religiosos pertenecientes a distintas órdenes y 25.000 curas párrocos), distribuido por todo el país, profundamente hostiles a la República. Era una cuestión vital acabar con su poder. Había que acabar con las subvenciones estatales directas e indirectas. Separar la Iglesia del Estado. Que este último se hiciera cargo de la educación, y confiscar sus tierras para repartirlas entre los campesinos. Por otro lado, el Ejército, íntimamente relacionado e implicado en todos los crímenes de la monarquía, estaba formado por una casta muy numerosa de oficiales, que, reclutados de las clases altas, disfrutaban de multitud de privilegios y suponía una sangría constante para las arcas del Estado. Democratizar el Ejército y depurarlo de elementos reaccionarios era decisivo para evitar el regreso de la reacción. La única forma era destituir a toda la casta de oficiales y sustituirlos por otros reclutados entre la tropa y elegidos por los soldados, asegurando un control por parte de los sindicatos obreros de las academias militares para garantizar una formación democrática a los futuros oficiales. Finalmente, estaba el problema de las colonias y la cuestión nacional. Las colonias españolas en Marruecos habían sido gobernadas con métodos salvajes, explotando y asesinando a los campesinos y tribus marroquíes, en beneficio de un puñado de capitalistas. Las diferentes campañas militares tuvieron un coste social muy importante, decenas de miles de obreros y campesinos españoles perdieron la vida (sólo en el desastre de Annual en 1921 murieron 10.000 soldados). El control de las colonias se ejercía a través de la legión extranjera y mercenarios nativos, que en un golpe de la reacción serían los primeros en ser utilizados. La República debía dar la libertad a Marruecos, ya que la propia libertad de las masas españolas estaría en peligro mientras las colonias no estuvieran liberadas. Por otro lado, en Catalunya y en el País Vasco existía un sentimiento nacional que la monarquía había reprimido constantemente; para las masas de estas nacionalidades era necesario dar una solución a sus malas condiciones de vida y sus aspiraciones democrático-nacionales. La única forma de hacer esto último era reconociendo el derecho de autodeterminación. El papel reaccionario de la burguesía Muchas de estas medidas eran las tareas históricas que la burguesía tenía que haber llevado a cabo tiempo atrás. Sin embargo, su debilidad y los múltiples lazos que le unían a los terratenientes, a los mandos militares y a la jerarquía eclesiástica, habían determinado su carácter contrarrevolucionario desde el principio. Por lo tanto, la burguesía española no sólo no apoyaría la puesta en marcha de una sola de sus tareas históricas, sino que sería, junto con los terratenientes y la Iglesia, su más encarnizado enemigo. Los capitalistas sacrificaron la monarquía, ante el peligro de provocar una explosión social, que amenazara su posición dominante en la sociedad. Sin embargo, la solución a los problemas de las masas chocaba directamente con los intereses de la oligarquía financiera y terrateniente. Los partidos republicanos eran la sombra de la burguesía. Esta estaba claramente alineada con la reacción esperando su momento. El papel de los Azaña, Zamora, etc., era impedir que las organizaciones obreras se salieran del marco de la democracia burguesa. Sólo la clase obrera, al frente de los sectores desfavorecidos, sería capaz de llevar a cabo las medidas necesarias para acabar con la miseria y la explotación. En el momento de la proclamación de la República, la disyuntiva estaba entre la transformación socialista de la sociedad o el fascismo. Para llevar a cabo esta tarea, la clase obrera necesitaba de un partido que dirigiera a las masas a la toma del poder. Organizaciones de la clase obrera En las cuatro décadas anteriores, el proletariado había construido organizaciones de diferentes tendencias. La organización con más implantación en todo el Estado y con más influencia era el PSOE (y su sindicato la UGT). En ese momento el Partido Socialista participaba de la política reformista se la Segunda Internacional. Argumentaban que al estar pendientes las tareas de la revolución burguesa, había que apoyar al sector progresista de la burguesía (como hemos visto, inexistente) para realizarlas, y en un futuro indeterminado, iniciar la lucha por el socialismo. Otra organización de gran influencia en el proletariado industrial era la CNT, de orientación anarquista. Tenían en sus filas al sector más combativo del proletariado y se había forjado en las condiciones más difíciles de represión. Muchos obreros habían acudido a las filas anarquistas repudiando la política colaboracionista y moderada del PSOE y la UGT. Pero el anarquismo, enfrentado a grandes acontecimientos históricos, es un instrumento poco eficaz. Al rechazar la participación en la actividad política, cuando lo que estaba en juego era la necesidad de la toma del poder por parte de la clase obrera, la revolución correría serio peligro bajo la dirección de los anarquistas. En abril de 1931, la CNT se dejó arrastrar por la ola de simpatía y esperanza y apoyó acríticamente la coalición republicano-socialista, para girar al extremo opuesto cuando el primer gobierno de la república defraudó a las masas. El PCE, en el nacimiento de la Republica, era un pequeño grupo y no jugó ningún papel en su proclamación. En 1931 participaba de la política ultraizquierdista de la Internacional Comunista dominada por el aparato burocrático del estalinismo, conocida como "tercer período", y caracterizada por considerar fascistas a todas las otras fuerzas políticas, y por una negativa permanente a llegar a ningún tipo de unidad de acción con los socialistas. Esta orientación le llevó a aislarse de las masas y de los propios acontecimientos, dando numerosos zigzags: así, de no dar ninguna importancia a los procesos en el Estado español al principio, pasó en pocos meses a pedir todo el poder para unos inexistentes soviets. A pesar de todo, debido a su identificación con la revolución rusa de 1917, el PCE atrajo a un número importante de jóvenes y obreros. Del PCE oficial surge la Federación comunista Catalano-Balear, que después se convertiría en el Bloque Obrero y Campesino. Era una organización que en la práctica hacía la misma política que el PCE oficial, pero defendía una posición independentista respecto a la cuestión nacional catalana. También del PCE oficial nace la Oposición Comunista de Izquierda, más tarde Izquierda Comunista, sección española de la Oposición de Izquierda Internacional, dirigida por León Trotsky. Este pequeño grupo (alrededor de 800 militantes en 1931) era el que mejor caracterizaba los acontecimientos que se estaban desarrollando. Tenía algunas lagunas, sobre todo en el terreno de cómo establecer alianzas (en concreto con el Bloque Obrero y Campesino), sin poner en peligro los principios. A pesar de ello era el grupo mejor situado ideológicamente para convertirse en la organización decisiva del proletariado. Al principio de la revolución española, la clase obrera todavía tenía la tarea de construir un partido auténticamente revolucionario con influencia de masas, para llevarla a la victoria. Su ausencia marcará todo el proceso de la revolución en el Estado español. El gobierno de coalición republicano-socialista Las masas, en esta primera etapa de la revolución, tenían grandes ilusiones en la república burguesa y las actividades de los principales partidos obreros las alentaba aún más. En las elecciones de 1931, el PSOE, siguiendo fielmente su estrategia de apoyo a los sectores "progresistas de la burguesía", se presentó en coalición con los republicanos. Los socialistas a pesar de ser los que realmente aportaban base social, deliberadamente fueron minoría en las listas electorales. La victoria de los republicano-socialistas fue muy importante, a pesar de las presiones de los caciques para que los campesinos votaran por los partidos reaccionarios. El nuevo gobierno de coalición republicano-socialista, enfrentado a los problemas claves de la sociedad española, pronto demostró estar preso de los grandes terratenientes y burgueses. La Constitución aprobada incluía fraseología sobre derechos sociales, como una cortina de humo, que permitiera introducir artículos que dieran un marco legal para preservar los intereses de la clase dominante. Se crearon organismos como el Tribunal de Garantías Constitucionales, la presidencia de la República, etc., con importantes competencias y difíciles de controlar. El voto se permitía a partir de los 23 años, dejando fuera a la mayor parte de la juventud; el artículo 42, la cláusula de seguridad de los propietarios, preveía la suspensión de los derechos constitucionales. Se aprobó la ley para la defensa de la República, que planteaba que difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, posesión ilícita de armas, rehusar irracionalmente a trabajar y promover huelgas eran actos de agresión contra la República. La política agraria se concretó en extensos planes de reforma agraria. Esta se basaba en la compra por parte del Estado de tierras que después eran arrendadas a los agricultores. Pero en el marco del capitalismo, las compras eran muy escasas, de hecho, desde el gobierno, se hablaba de un proceso que duraría un siglo. La mayoría del campesinado seguía sin tierra y los que la conseguían continuaban bajo la asfixia de la usura de los bancos. La política industrial se caracterizó por la confianza en que el desarrollo capitalista haría avanzar la industria y el comercio. La realidad fue más dramática que los sueños reformistas. La crisis se profundizaba y los empresarios atacaban, cada vez más, las condiciones de vida de los obreros. La política hacia la Iglesia se limitó a la separación formal de la Iglesia y el Estado. Esto acabó con las subvenciones directas, pero el mantenimiento de su control sobre la educación garantizó el mismo nivel de ingresos estatales. La "expulsión" de la Iglesia de los colegios era un "plan de larga duración", y aunque se acordó disolver en 1932 la orden de los Jesuitas, se les concedió todas las oportunidades para transferir la mayor parte de sus bienes a particulares y a otras órdenes. En cuanto al Ejército, el cuerpo de oficiales fue reducido con un sistema de retiro voluntario muy favorable, pero básicamente seguía siendo el mismo que en la monarquía. El gobierno republicano-socialista gobernó las colonias en Marruecos de la misma forma que la monarquía y argumentaba que cuando se diesen las condiciones y la República estuviera consolidada, se extendería la democracia a las colonias. Sobre el tema de las nacionalidades, se concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi no tomó ninguna medida para dar solución a la cuestión. Esta incapacidad de la república burguesa de realizar ni una sola de las reformas decisivas necesarias, chocó desde el principio con las necesidades y aspiraciones de las masas; éstas se encontraron con la auténtica cara de la política del gobierno. Las masas del campo por su situación no podían esperar la puesta en práctica de la reforma agraria gubernamental y empezaron las ocupaciones de fincas. En Castilblanco (Sevilla), los campesinos que ocuparon las tierras fueron desalojados por la guardia civil y sus dirigentes encarcelados. El hecho mas dramático ocurrió en Casas Viejas (Cádiz), donde los campesinos después de esperar dos años que el Instituto de Reforma Agraria dividiera una finca, ocuparon la tierra y comenzaron a cultivarla. La Guardia Civil, obedeciendo órdenes de Quiroga, ministro del Interior, mató a veinte campesinos e hirió a varios más. La república burguesa enfrentada a la clase obrera Para la clase obrera la situación no era mejor; las huelgas eran declaradas ilegales, mientras los patronos reducían los salarios y aumentaban los ritmos de trabajo. Las cárceles de la República se llenaban de presos políticos y la desconfianza y la frustración hacia el Gobierno crecían. En este contexto la reacción, agazapada ante los primeros empujes de las masas, empezó a levantar cabeza. El 10 de agosto de 1932, el general Sanjurjo, intentó un golpe de Estado para restaurar la monarquía, pero declarada la huelga general fue derrotado por los obreros sevillanos. Los monárquicos y católicos constatando la imposibilidad de imponerse por la fuerza, optaron por intentar vencer a los socialistas y republicanos recurriendo a la demagogia. Los diputados reaccionarios denunciaron, con lágrimas de cocodrilo, la represión contra los campesinos, el gran número de presos políticos y la persecución a la que se sometía a la prensa obrera; presentaron en las Cortes un proyecto para amnistiar a todos los presos políticos. Los socialistas tenían grandes dificultades para defenderse y los anarquistas, por su parte, en lugar de denunciar la demagogia de los reaccionarios, aplaudían sin la menor crítica las iniciativas de los monárquicos. Este contexto de confusión entre la clase obrera y de desencanto entre los campesinos, fue aprovechado por Alcalá Zamora (presidente de la República), para destituir al Gobierno y disolver las Cortes. En noviembre de 1933 se celebraron elecciones: las masas del campo estaban desencantadas con los republicanos y los socialistas; las mujeres, que votaban por primera vez, estaban muy influenciadas por la Iglesia; la CNT abogó por el boicot con cierto éxito y los comunistas se presentaron en listas separadas; este cúmulo de factores posibilitó la victoria de los reaccionarios por un amplio margen. Un nuevo período se abría en el proceso de la revolución; la reacción envalentonada se preparaba para vengarse de la clase obrera aplastando sus organizaciones bajo la bota del fascismo; los trabajadores se preparaban para defenderse, restañar las heridas y volver a la ofensiva, con nuevas energías. |