GUEVARA
por Rodolfo Walsh
¿Por quien doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta tan imposible
pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en
Hemingway, en Camilo, en Massetti, en Fabricio Ojeda, en toda la maravillosa
gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el ´59 y el ´60. La nostalgia
se codifica en un rosario de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí
sentado frente a una máquina de escribir, aún sabiendo que eso también es un
especie de fatalidad, aún si uno pudiera consolarse con la idea de que es una
fatalidad que sirve para algo.
Lo veo a Camilo, una mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero sobre la
playa de Coney Island, asomándose muerto de risa y la muchedumbre que gozaba con
él desde abajo. Lo oigo al viejo Hemingway, en el aeropuerto de Rancho Boyeros,
decir esas palabras penúltimas: “Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a
ganar”. Y ante mi sorpresa: “I´m not yankee, you know” (“Yo no soy yankee, tu
sabes”).
Interminablemente veo a Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya
asomaba el mate y se escuchaban unos tangos, pero el asunto que volvía era el de
esa revolución tan necesaria, aunque hoy se presente tan dura, tan vestida con
la sangre de la gente que uno ha admirado o simplemente quiso.
Nunca sabíamos en Prensa Latina cuándo iba a venir el Che, simplemente caía sin
anunciarse, y la única señal de su presencia en
el edificio eran dos guajiritos con el glorioso uninada más que una ´retirada
estratégica´ a toda velocidad en aquel encuentro”. Exageraba él estas cosas,
cuando todos sabían lo que acaba de recordar Fidel, que lo más difícil era
sacarlo del lugar, donde hubiera más peligro. Dominaba su vanidad como el asma.
En esa renuncia a las últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo del
que hablaba.
Guevara no se proponía como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la
altura de todos. Pero esto, claro, no era cierto para lo demás. Su altura era
anonadante: resultaba más fácil a veces desistir que seguirlo, y lo mismo
ocurría con Fidel y la gente de la Sierra. Esta exigencia podía ponernos en
crisis, y esa crisis tiene ahora su forma definitiva, tras los episodios de
Bolivia.
Dicho más simplemente: nos cuesta mucho eludir la vergüenza, no de estar vivos
–porque no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la
revolución-, sino de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por
supuesto, no sabíamos; oficialmente no sabíamos nada, pero algunos
sospechábamos, temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa,
pero ese sentimiento que digo está, al menos para mí, y tal vez sea un nuevo
punto de partida.
El agente de la CIA que según la agencia Reuter codeó y panceó a cien
periodistas que en Valle Grande pretendían el cadáver, dijo una frase en inglés:
“Awright, get the hell out of here” (“Por fin se fue al carajo”). Esta frase con
su sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta para la historia. Y su
necesaria réplica: alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente.
No será la memoria del Che.
Que ahora está desparramado en cien ciudades
entregado al camino de quienes no lo conocieron
Rodolfo Walsh
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