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No
fue nunca el tirano Batista un hombre de escrúpulos que vacilara
antes de decir al pueblo la más fantástica mentira. Cuando quiso
justificar el traidor cuartelazo del 10 de marzo, inventó un
supuesto golpe militar que habría de ocurrir en el mes de abril y
que "él quiso evitar para que no fuera sumida en sangre la
república", historieta ridícula que no creyó nadie; y cuando quiso
sumir en sangre la república y ahogar en el terror, la tortura y el
crimen la justa rebeldía de una juventud que no quiso ser esclava
suya, inventó entonces mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco
respeto se le tiene a un pueblo, cuando se le trata de engañar tan
miserablemente! El mismo día que fui detenido, yo asumí públicamente
la responsabilidad del movimiento armado del 26 de julio, y si una
sola de las cosas que dijo el dictador contra nuestros combatientes
en su discurso del 27 de julio hubiese sido cierta, bastaría para
haberme quitado la fuerza moral en el proceso. Sin embargo, ¿por qué
no se me llevó al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados
médicos? ¿Por qué se violaron todas las leyes del procedimiento y se
descartaron escandalosamente todas las órdenes del tribunal? ¿Por
qué se hicieron cosas nunca vistas en ningún proceso público a fin
de evitar a toda costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo
indecible por estar presente, reclamando del tribunal que se me
llevase al juicio en cumplimiento estricto de las leyes, denunciando
las maniobras estricto de las leyes, denunciando para impedirlo;
quería discutir con ellos frente a frente y cara a cara. Ellos no
quisieron: ¿Quién temía la verdad y quién no la temía?
Las cosas que afirmó el dictador desde
el polígono del campamento de Columbia, serían dignas de risa si no
estuviesen tan empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran un
grupo de mercenarios entre los cuales había numerosos extranjeros;
dijo que la parte principal del plan era un atentado contra él —él,
siempre él—, como si los hombres que atacaron el baluarte del
Moncada no hubieran podido matarlo a él y a veinte como él, de haber
estado conformes con semejantes métodos; dijo que el ataque había
sido fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo, y se ha
comprobado ya hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda
relación entre este movimiento y el régimen pasado; dijo que
estábamos armados de ametralladoras y granadas de mano, y aquí los
técnicos del Ejército han declarado que sólo teníamos una
ametralladora degollado a la posta, y ahí han aparecido en el
sumario los certificados de defunción y los certificados médicos
correspondientes a todos los soldados muertos o heridos, de donde
resulta que ninguno presentaba lesiones de arma blanca. Pero sobre
todo, lo más importante, dijo que habíamos acuchillado a los
enfermos del Hospital Militar, y los médicos de ese mismo hospital,
¡nada menos que los médicos del Ejército!, han declarado en el
juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros, que
ningún enfermo fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja,
correspondiente a un empleado sanitario que se asomó imprudentemente
por una ventana.
Cuando un jefe de Estado o quien
pretende serlo hace declaraciones al país, no habla por hablar:
alberga siempre algún propósito, persigue siempre un efecto, lo
anima siempre una intención. Si ya nosotros habíamos sido
militarmente vencidos, si ya no significábamos un peligro real para
la dictadura, ¿por qué se nos calumniaba de ese modo? Si no está
claro que era un discurso sangriento, si no es evidente que se
pretendía justificar los crímenes que se estaban cometiendo desde la
noche anterior y que se irían a cometer después, que hablen por mí
los números: el 27 de julio, en su discurso desde el polígono
militar, Batista dijo que los atacantes habíamos tenido treinta y
dos muertos; al finalizar la semana los muertos ascendían a más de
ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en qué combates murieron
esos jóvenes? Antes de hablar Batista se habían asesinado más de
veinticinco prisioneros; después que habló Batista se asesinaron
cincuenta.
¡Qué sentido del honor tan grande el
de esos militares modestos, técnicos y profesionales del Ejército,
que al comparecer ante el tribunal no desfiguraron los hechos y
emitieron sus informes ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí
son militares que honran el uniforme, ésos sí son hombres! Ni el
militar verdadero ni el verdadero hombre es capaz fe manchar su vida
con la mentira o el crimen. Yo sé que están terriblemente indignados
con los bárbaros asesinatos que se cometieron, yo sé que sienten con
repugnancia y vergüenza el olor a sangre homicida que impregna hasta
la última piedra del cuartel Moncada.
Emplazo al dictador a que repita
ahora, si puede, sus ruines calumnias por encima del testimonio de
esos honorables militares, lo emplazo a que justifique ante el
pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio, ¡que no se calle, que
hable!, que digan quiénes son los asesinos, los despiadados, los
inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a ponerles en el
pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes
repugnantes que se cometieron; que asuma desde ahora la
responsabilidad ante la historia y no pretenda decir después que
fueron los soldados sin órdenes suyas, que explique a la nación los
setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La nación necesita una
explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige.
Se sabía que en 1933, al finalizar el
combate del hotel Nacional, algunos oficiales fueron asesinados
después de rendirse, lo cual motivó una enérgica protesta de la
revista Bohemia; se sabía también que después de capitulado el
fuerte de Atarés las ametralladoras de los sitiadores barrieron una
fila de prisioneros y que un soldado, preguntando quién era Blas
Hernández, lo asesinó disparándole un tiro en pleno rostro, soldado
que en premio de su cobarde acción fue ascendido a oficial. Era
conocido que el asesinato de prisioneros está fatalmente unido en la
historia de Cuba al nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que
no lo comprendimos claramente! Sin embargo, en aquellas ocasiones
los hechos ocurrieron en cuestión de minutos, no más que lo de una
ráfaga de ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía
exaltados, aunque nunca tendrá justificación semejante proceder.
No fue así en Santiago de Cuba. Aquí
todas las formas de crueldad, ensañamiento y barbarie fueron
sobrepasadas. No se mató durante un minuto, una hora o un día
entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas,
los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante
como instrumentos de exterminio manejados por artesanos perfectos
del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura
y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme
militar en delantales de carniceros. Los muros se salpicaron de
sangre; en las paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos
de piel, sesos y cabellos humanos, chamusqueados por los disparos a
boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura y pegajosa sangre.
Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían escrito
para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la
inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza."
No cubrieron ni siquiera las
apariencias, no se preocuparon lo más mínimo por disimular lo que
estaban haciendo: creían haber engañado al pueblo con sus mentiras y
ellos mismos terminaron engañándose. Se sintieron amos y señores del
universo, dueños absolutos de la vida y la muerte humana. Así, el
susto de la madrugada lo disiparon en un festín de cadáveres, en una
verdadera borrachera de sangre.
Las crónicas de nuestra historia, que
arrancan cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan muchos hechos de
crueldad, desde las matanzas de indios indefensos, las atrocidades
de los piratas que asolaban las costas, las barbaridades de los
guerrilleros en la lucha de la independencia, los fusilamientos de
prisioneros cubanos por el ejército de Weyler, los horrores del
machadato, hasta los crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se
escribió una página sangrienta tan triste y sombría, por el número
de víctimas y por la crueldad de sus victimarios, como en Santiago
de Cuba. Sólo un hombre en todos esos siglos ha manchado de sangre
dos épocas distintas de nuestra existencia histórica y ha clavado
sus garras en la carne de dos generaciones de cubanos. Y para
derramar este río de sangre sin precedentes esperó que estuviésemos
en el Centenario del Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años la
república que tantas vidas costó para la libertad, porque pesa sobre
un hombre que había gobernado ya como amo durante once largos años
este pueblo que por tradición y sentimiento ama la libertad y
repudie el crimen con toda su alma, un hombre que no ha sido,
además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni caballero un solo minuto
de su vida pública.
No fue suficiente la traición de enero
de 1934, los crímenes de marzo de 1935, y los cuarenta millones de
fortuna que coronaron la primera etapa; era necesaria la traición de
marzo de 1952, los crímenes de julio de 1953 y los millones que sólo
el tiempo dirá. Dante dividió su infierno en nueve círculos: puso en
el séptimo a los criminales, puso en el octavo a los ladrones y puso
en el noveno a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los
demonios para buscar un sitio adecuado al alma de este hombre... si
este hombre tuviera alma! Quien alentó los hechos atroces de
Santiago de Cuba, no tiene entrañas siquiera.
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