10
Conozco
muchos detalles de la forma en que se realizaron esos crímenes por
boca de algunos militares que,. llenos de vergüenza, me refirieron
las escenas de que habían sido testigos.
Terminado el combate se lanzaron como
fieras enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la
población indefensa saciaron las primeras iras. En plena calle y muy
lejos del lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho de un
balazo a un niño inocente que jugaba junto a la puerta de su casa, y
cuando el padre se acercó para recogerlo, le atravesaron la frente
con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su casa con un cartucho
de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra. Sería
interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron
contra la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que
no habían participado en la acción, ya puede suponerse la horrible
suerte que corrieron los prisioneros participantes o que ellos
creían que habían participado: porque así como en esta causa
involucraron a muchas personas ajenas por completo a los hechos, así
también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían
nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras
de víctimas que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a
los hombres nuestros. Algún día se sabrá el número total de
inmolados.
El primer prisionero asesinado fue
nuestro médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba armas ni
uniforme y vestía su bata de galeno, un hombre generoso y competente
que hubiera atendido con la misma devoción tanto al adversario como
al amigo herido. En el camino del Hospital Civil al cuartel le
dieron un tiro por la espalda y allí lo dejaron tendido boca abajo
en un charco de sangre. Pero la matanza en masa de prisioneros no
comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde. Hasta esa hora esperaron
órdenes. Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo,
quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se
encontraban Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el
propio Díaz Tamayo y oros. Dijo que "era una vergüenza y un deshonor
para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que
los atacantes y que había que matar diez prisioneros por cada
soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!.
En todo grupo humano hay hombres que
bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de todos los
atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos
refrenados por la disciplina y el hábito social, pero que si se les
da a beber sangre en un río no cesarán hasta que los haya secado. Lo
que estos hombres necesitan precisamente era esa orden. En sus manos
precio lo mejor de Cuba: lo más valiente, lo más honrado, lo más
idealista. El tirano los llamó mercenarios, y allí estaban ellos
muriendo como héroes en manos de hombres que cobran un sueldo de la
República y que con las armas que ella les entregó para que la
defendieran sirven los intereses de una pandilla y asesinan a los
mejores ciudadanos.
En medio de las torturas les ofrecían
la vida si traicionando su posición ideológica se prestaban a
declarar falsamente que Prío les había dado el dinero, y como ellos
rechazaban indignados la proposición, continuaban torturándolos
horriblemente. Les trituraron los testículos y les arrancaron los
ojos, pero ninguno claudicó, ni se oyó un lamento ni una súplica:
aun cuando los habían privado de sus órganos viriles, seguían siendo
mil veces más hombres que todos sus verdugos juntos. Las fotografías
no mientan y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron otros
medios; no podían con el valor de los hombres y probaron el valor de
las mujeres. Con un ojo humano ensangrentado en las manos se
presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se
encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, y
dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le dijeron: "Este es de
tu hermano, si tú no dices lo que no quiso decir, le arrancaremos el
otro." Ella, que quería a su valiente hermano por encima de todas
las cosas, les contestó llena de dignidad: "Si ustedes le arrancaron
un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más tarde volvieron
y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que por
último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée
Santamaría: "Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también."
Y ella les contestó imperturbable otra vez: "Él no está muerto,
porque morir por la patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar
tan alto de heroísmo y dignidad el nombre de la mujer cubana.
No respetaron ni siquiera a los
heridos en el combate que estaban recluidos en distintos hospitales
de la ciudad, adonde los fueron a buscar como buitres que siguen la
presa. En el Centro Gallego penetraron hasta el salón de operaciones
en el instante mismo que recibían transfusión de sangre dos heridos
graves; los arrancaron de las mesas y como no podían estar en pie,
los llevaron arrastrando hasta la planta baja donde llegaron
cadáveres.
No pudieron hacer lo mismo en la
Colonia Española, donde estaban recluidos los compañeros Gustavo
Arcos y José Ponce, porque se los impidió valientemente el doctor
Posada diciéndoles que tendrían que pasar sobre su cadáver.
A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel
Labrador les inyectaron aire y alcanfor en las venas para matarlos
en el Hospital Militar. Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico
del Ejército y verdadero militar de honor, que a punta de pistola se
los arrebató a los verdugos y los trasladó al Hospital Civil. Estos
cinco jóvenes fueron los únicos heridos que pudieron sobrevivir.
Por las madrugadas eran sacados del
campamento grupos de hombres y trasladados en automóviles a Siboney,
La Maya, Songo y otros lugares, donde se les bajaba atados y
amordazados, ya deformados por las torturas, para matarlos en
parajes solitarios. Después los hacían constar como muertos en
combate con el Ejército. Esto lo hicieron durante varios días y muy
pocos prisioneros de los que iban siendo detenidos sobrevivieron. A
muchos los obligaron antes a cavar su propia sepultura. Uno de los
jóvenes, cuando realizaba aquella operación, se volvió y marcó en el
rostro con la pica a uno de los asesinos. A otros, inclusive, los
enterraron vivos con las manos atadas a la espalda. Muchos lugares
solitarios sirven de cementerio a los valientes. Solamente en el
campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados. Algún día serán
desenterrados y llevados en hombros del pueblo hasta el monumento
que, junto a la tumba de Martí, la patria libre habrá de levantarles
a los "Mártires del Centenario".
El último joven que asesinaron en la
zona de Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían detenido en una
cueva en Siboney el jueves 30 por la mañana junto con el compañero
Ciro Redondo. Cuando los llevaban caminando por la carretera con los
brazos en alto, le dispararon al primero un tiro por la espalda y ya
en el suelo lo remataron con varias descargas más. Al segundo lo
condujeron hasta el campamento; cuando lo vio el comandante Pérez
Chaumont exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han traído!" El tribunal
pudo escuchar la narración del hecho por boca de este joven que
sobrevivió gracias a lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez de
los soldados".
La consigna era general en toda la
provincia. Diez días después del 26, un periódico de esta ciudad
publicó la noticia de que, en la carretera de Manzanillo a Bayamo,
habían aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se supo que eran
los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí también ocurrió
algo extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado del
cuartel de Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la
carretera los bajaron y después de golpearlos hasta hacerles perder
el sentido, los estrangularon con una soga. Pero cuando ya los
habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés García, recobró el
sentido, buscó refugio en casa de un campesino y gracias a ello
también el tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles el
crimen. Este joven fue el único sobreviviente de todos los
prisioneros que se hicieron en la zona de Bayamo.
Cerca del río Cauto, en un lugar
conocido por Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego los
cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y Andrés Valdés,
asesinados a medianoche en el camino de Alto Cedro a Palma Soriano
por el sargento Montes de Oca, jefe de puesto del cuartel de
Miranda, el cabo Maceo y el teniente jefe de Alto Cedro, donde
aquéllos fueron detenidos.
En los anales del crimen merece
mención de honor el sargento Eulalio González, del cuartel Moncada,
apodado "El Tigre". Este hombre no tenía después el menor empacho
para jactarse de sus tristes hazañas. Fue él quien con sus propias
manos asesinó a nuestro compañero Abel Santamaría. Pero no estaba
satisfecho. Un día en que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos
patios sostiene una cría de gallos finos, montó el mismo ómnibus
donde viajaba la madre de Abel. Cuando aquel monstruo comprendió de
quien se trataba, comenzó a referir en alta voz sus proezas y dijo
bien alto para que lo oyera la señora vestida de luto: "Pues yo sí
saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando." Los sollozos de
aquella madre ante la afrenta cobarde que le infería el propio
asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna palabra el oprobio
moral sin precedentes que está sufriendo nuestra patria. A esas
mismas madres, cuando iban al cuartel Moncada preguntando por sus
hijos, con cinismo inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!;
vaya a verlo al hotel Santa Ifigenia donde se lo hemos hospedado."
¡O Cuba no es Cuba, o los responsables de estos hechos tendrán que
sufrir un escarmiento terrible! Hombres desalmados que insultaban
groseramente al pueblo cuando se quitaban los sombreros al paso de
los cadáveres de los revolucionarios.
Tantas fueron las víctimas que todavía
el gobierno no se ha atrevido a dar las listas completas, saben que
las cifras no guardan proporción alguna. Ellos tienen los nombres de
todos los muertos porque antes de asesinar a los prisioneros les
tomaban las generales. Todo ese largo trámite de identificación a
través del Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay familias que
no saben todavía la suerte de sus hijos. Si ya han pasado casi tres
meses, ¿por qué no se dice la última palabra?
Quiero hacer
constar que a los cadáveres se les registraron los bolsillos
buscando hasta el último centavo y se les despojó de las prendas
personales, anillos y relojes, que hoy están usando descaradamente
los asesinos.
Gran parte de lo que acabo de referir ya lo
sabíais vosotros, señores magistrados, por las declaraciones de mis
compañeros. Pero véase cómo no han permitido venir a este juicio a
muchos testigos comprometedores y que en cambio asistieron a las
sesiones del otro juicio. Faltaron, por ejemplo, todas las
enfermeras del Hospital Civil, pese a que están aquí al lado
nuestro, trabajando en el mismo edificio donde se celebra esta
sesión; no las dejaron comparecer para que no pudieran afirmar ante
el tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí fueron detenidos
veinte hombres vivos, además del doctor Mario Muñoz. Ellos temían
que el interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer deducir por
escrito testimonios muy peligrosos.
Pero vino el comandante Pérez Chaumont
y no pudo escapar. Lo que ocurrió con este héroe de batallas contra
hombres sin armas y maniatados, da idea de lo que hubiera pasado en
el Palacio de Justicia si no me hubiesen secuestrado del proceso. Le
pregunté cuántos hombres nuestros habían muerto en sus célebres
combates de Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin que
veintiuno. Como yo sé que esos combates no ocurrieron nunca, le
pregunté cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que ninguno:
todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército
estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinados a boca
de jarro no hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había
tenido el Ejército. Me contestó que dos heridos. Le pregunté por
último que si alguno de esos heridos había muerto, y me dijo que no.
Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos del Ejército y
resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese mismo comandante
Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado veintiún
jóvenes indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio
que vale más de cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses de
marzato. ¡Y si eso ha ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado
los generales!.
Volver
|