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Señores
magistrados: ¿Dónde están nuestros compañeros detenidos los días 26,
27, 28 y 29 de julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona de
Santiago de Cuba? solamente tres y las dos muchachas han
comparecido, los demás sancionados fueron todos detenidos más tarde.
¿Dónde están nuestros compañeros heridos? Solamente cinco han
aparecido: al resto lo asesinaron también. Las cifras son
irrebatibles. Por aquí, en cambio, han desfilado veinte militares
que fueron prisioneros nuestros y que según sus propias palabras no
recibieron ni una ofensa. Por aquí han desfilado treinta heridos del
Ejército, muchos de ellos en combates callejeros, y ninguno fue
rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve muertos y treinta heridos,
¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido ochenta muertos y cinco
heridos? ¿Quién vio nunca combates de veintiún muertos y ningún
herido como los famosos de Pérez Chaumont?
Ahí están las cifras de bajas en los
recios combates de la Columna Invasora en la guerra del 95, tanto
aquellos en que salieron victoriosas como en los que fueron vencidas
las armas cubanas: combate de Los Indios, en Las Villas: doce
heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo: cuatro muertos,
veintitrés heridos; combate de Calimete: dieciséis muertos, sesenta
y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y nueve muertos,
ochenta y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco muertos,
trece heridos; combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y
cinco heridos; combate de San Gabriel del Lombillo: dos muertos,
dieciocho heridos... en todos absolutamente el número de heridos es
dos veces, tres veces y hasta diez veces mayor que el de muertos. No
existían entonces los modernos adelantos de la ciencia médica que
disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la
fabulosa proporción de dieciséis muertos por un herido, si no es
rematando a éstos en los mismos hospitales y asesinando después a
los indefensos prisioneros? Estos números hablan sin réplica
posible.
"Es una vergüenza y un deshonor para
el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los
atacantes; hay que matar diez prisioneros por cada soldado
muerto..." Ése es el concepto que tienen del honor los cabos
furrieles ascendidos a generales del 10 de marzo, y ése es el honor
que le quieren imponer al Ejército nacional. Honor falso, honor
fingido, honor de apariencia que se basa en la mentira, la
hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con sangre una careta de
honor. ¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor? ¿Quién les
dijo que el honor de un Ejército consiste en asesinar heridos y
prisioneros de guerra?
En las guerras los ejércitos que
asesinan a los prisioneros se han ganado siempre el desprecio y la
execración del mundo. Tamaña cobardía no tiene justificación ni aun
tratándose de enemigos de la patria invadiendo el territorio
nacional. Como escribió un libertador de la América del Sur, "ni la
más estricta obediencia militar puede cambiar la espada del soldado
en cuchilla de verdugo." El militar de honor no asesina al
prisionero indefenso después del combate, sino que lo respeta; no
remata al herido, sino que lo ayuda; impide el crimen y si no puede
impedirlo hace como aquel capitán español que al sentir los disparos
con que fusilaban a los estudiantes quebró indignado su espada y
renunció a seguir sirviendo a aquel ejército.
Los que asesinaron a los prisioneros
no se comportaron como dignos compañeros de los que murieron. Yo vi
muchos soldados combatir con magnífico valor, como aquéllos de la
patrulla que dispararon contra nosotros sus ametralladoras en un
combate casi cuerpo a cuerpo o aquel sargento que desafiando la
muerte se apoderó de la alarma para movilizar el campamento. Unos
están vivos, me alegro; otros están muertos; sólo siento que hombres
valerosos caigan defendiendo una mala causa. Cuando Cuba sea libre,
debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y los hijos de
los valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes de
las desgracias de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta
nefasta situación.
Pero el honor que ganaron los soldados
para las armas murieron en combate lo mancillaron los generales
mandando asesinar prisioneros después del combate. Hombres que se
hicieron generales de la madrugada al amanecer sin haber disparado
un tiro, que compraron sus estrellas con alta traición a la
República, que mandan asesinar los prisioneros de un combate en que
no participaron: ésos son los generales del 10 de marzo, generales
que no habrían servido ni para arrear las mulas que cargaban la
impedimenta del Ejército de Antonio Maceo.
Si el Ejército tuvo tres veces más
bajas que nosotros fue porque nuestros hombres estaban
magníficamente entrenados, como ellos mismos dijeron, y porque se
habían tomado medidas tácticas adecuadas como ellos mismos
reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel más brillante, si fue
totalmente sorprendido pese a los millones que se gasta el SIM en
espionaje, si sus granadas de mano no explotaron porque estaban
viejas, se debe a que tiene generales como Martín Díaz Tamayo y
coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto del Río Chaviano. No fueron
diecisiete traidores metidos en las filas del Ejército como el 10 de
marzo, sino ciento sesenta y cinco hombres que atravesaron la Isla
de un extrema a otro para afrontar la muerte a cara descubierta. Si
esos jefes hubieran tenido honor militar habrían renunciado a sus
cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal en la
sangre de los prisioneros.
Matar prisioneros indefensos y después
decir que fueron muertos en combate, ésa es toda la capacidad
militar de los generales del 10 de marzo. Así actuaban en los años
más crueles de nuestra guerra de independencia los peores matones de
Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra nos narran el siguiente
pasaje: "El día 23 de febrero entró en Punta Brava el oficial
Baldomero Acosta con alguna caballería, al tiempo que, por el camino
opuesto, acudía un pelotón del regimiento Pizarro al mando de un
sargento, allí conocido por Barriguilla. Los insurrectos cambiaron
algunos tiros con la gente de Pizarro, y se retiraron por el camino
que une a Punta Brava con el caserío de Guatao. A los cincuenta
hombres de Pizarro seguía una compañía de voluntarios de Marianao y
otra del cuerpo de Orden Público, al mando del capitán Calvo [...]
Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la vanguardia en el
caserío se inició la matanza contra el vecindario pacífico;
asesinaron a doce habitantes del lugar. [...] Con la mayor celeridad
la columna que mandaba el capitán Calvo, echó mano a todos os
vecinos que corrían por el pueblo, y amarrándolos fuertemente en
calidad de prisioneros de guerra, los hizo marchar para La Habana.
[...] No saciados aún con los atropellos cometidos en las afueras de
Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó la
muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El
marqués de Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la
costosísima victoria obtenida por las armas españolas; pero el
comandante Zugasti, hombre de pundonor, denunció al gobierno lo
sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos pacíficos las muertes
perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento
Barriguilla.
"La intervención de Weyler en este
horrible suceso y su alborozo al conocer los pormenores de la
matanza, se descubre de un modo palpable en el despacho oficial que
dirigió al ministro de la Guerra a raíz de la cruenta inmolación.
"Pequeña columna organizada por comandante militar Marianao con
fuerzas de la guarnición, voluntarios y bomberos a las órdenes del
capitán Calvo de Orden público, batió, destrozándolas, partidas de
Villanueva y Baldomero Acosta cerca de Punta Brava (Guatao),
causándoles veinte muertos, que entregó, para su enterramiento al
alcalde Guatao, haciéndoles quince prisioneros, entre ellos un
herido [...] y suponiendo llevan muchos heridos; nosotros tuvimos un
herido grave, varios leves y contusos. Weyler"."
¿En qué se
diferencia este parte de guerra de Weyler de los partes del coronel
Chaviano dando cuenta de las victorias del comandante Pérez Chaumont?
Sólo en que Weyler comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó
veintiuno; Weyler menciona un soldado herido en sus filas, Chaviano
menciona dos; Weyler habla de un herido y quince prisioneros en el
campo enemigo, Chaviano no habla de heridos ni prisioneros.
Igual que admiré el valor de los
soldados que supieron morir, admiro y reconozco que muchos militares
se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella orgía
de sangre. No pocos prisioneros que sobrevivieron les deben la vida
a la actitud honorable de militares como el teniente Sarría, el
teniente Camps, el capitán Tamayo y otros que custodiaron
caballerosamente a los detenidos. Si hombres como ésos no hubiesen
salvado en parte el honor de las Fuerzas Armadas, hoy sería más
honroso llevar arriba un trapo de cocina que un uniforme.
Para mis compañeros muertos no clamo
venganza. Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con
las suyas todos los criminales juntos. No es con sangre como pueden
pagarse las vidas de los jóvenes que mueren por el bien de un
pueblo; la felicidad de ese pueblo es el único precio digno que
puede pagarse por ellas.
Mis compañeros, además, no están ni
olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de
ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro
victorioso de su ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un límite
al llanto sobre las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito
a la patria y a la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que no
teme ni se abata ni se debilita jamás; porque los cuerpos de los
mártires son el altar más hermoso de la honra."
[...] Cuando se
muere
En brazos de la patria agradecida,
La muerte acaba, la prisión se rompe;
¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!
Hasta aquí me he concretado casi
exclusivamente a los hechos. Como no olvido que estoy delante de un
tribunal de justicia que me juzga, demostraré ahora que únicamente
de nuestra parte está el derecho y que la sanción impuesta a mis
compañeros y la que se pretende imponerme no tiene justificación
ante la razón, ante la sociedad y ante la verdadera justicia.
Quiero ser personalmente respetuoso
con los señores magistrados y os agradezco que no veáis en la rudeza
de mis verdades ninguna animadversión contra vosotros. Mis
razonamientos van encaminados sólo a demostrar lo falso y erróneo de
la posición adoptada en la presente situación por todo el Poder
Judicial, del cual cada tribunal no es más que una simple pieza
obligada a marchar, hasta cierto punto, por el mismo sendero que
traza la máquina, sin que ellos justifique, desde luego, a ningún
hombre a actuar contra sus principios. Sé perfectamente que la
máxima responsabilidad le cabe a la alta oligarquía que sin un gesto
digno se plegó servilmente a los dictados del usurpador traicionando
a la nación y renunciando a la independencia del Poder Judicial.
Excepciones honrosas han tratado de remendar el maltrecho honor con
votos particulares, pero el gesto de la exigua minoría apenas ha
trascendido, ahogado por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas.
Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá exponer la razón que me
asiste. Si el traerme ante este tribunal no es más que pura comedia
para darle apariencia de legalidad y justicia a lo arbitrario, estoy
dispuesto a rasgar con mano firme el velo infame que cubre tanta
desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que me traen ante
vosotros para que se me juzgue y condene no han acatado una sola
orden de este tribunal.
Si este juicio, como habéis dicho, es
el más importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se
instauró la República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la
conjura de silencio que me ha querido imponer la dictadura, pero
sobre lo que vosotros hagáis, la posteridad volverá muchas veces los
ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros,
a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el
presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro. Entonces
lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya
escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es
eterno, y por encima de las opiniones de los jurisconsultos y
teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo sentido. Los pueblos
poseen una lógica sencilla pero implacable, reñida con todo lo
absurdo y contradictorio, y si alguno, además, aborrece con toda su
alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo cubano. Sabe
que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una
espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente
el arma sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer
prostituida esgrimiendo un puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla
del pueblo.
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