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Os
voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su
Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso,
tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y
escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo,
pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para
hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los
problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había
partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos
de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el
entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz,
deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas
veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que
éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y
vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía
una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a
cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas.
Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su
esperanza estaba en el futuro.
¡Pobre pueblo! Una mañana la
ciudadanía se despertó estremecida; a las sombras de la noche los
espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y
ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies y por el
cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces, aquellas
guadañas de muerte, aquellas botas... No; no era una pesadilla; se
trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado
Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie
esperaba.
Ocurrió entonces que un humilde
ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en las leyes de la
República y en la integridad de sus magistrados a quienes había
visto ensañarse muchas veces contra los infelices, buscó un Código
de Defensa Social para ver qué castigos prescribía la sociedad para
el autor de semejante hecho, y encontró lo siguiente:
"Incurrirá en una sanción de privación
de libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho
encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de
la violencia, la Constitución del Estado o la forma de gobierno
establecida."
"Se impondrá una sanción de privación
de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a
promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes
Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de
libertad de cinco a veinte años si se llevare a efecto la
insurrección".
"El que ejecutare un hecho con el fin
determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere
temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, al
Representantes, al Presidente de la República o al Tribunal Supremo
de Justicia, el ejercicio de sus funciones constitucionales,
incurrirá en un sanción de privación de libertad de seis a diez
años.
"El que tratare de impedir o estorbar
la celebración de elecciones generales; [...] incurrirá en una
sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años.
"El que introdujere, publicare,
propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o
decreto que tienda [...] a provocar la inobservancia de las leyes
vigentes, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos
años a seis años."
"El que sin facultad legar para ello
ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas,
fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves de
guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a
diez años.
"Igual sanción se impondrá al que
usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución
como propia de alguno de los Poderes del Estado."
Sin decir una palabra a nadie, con el
Código en una mano y los papeles en otra, el mencionado ciudadano se
presentó en el viejo caserón de la capital donde funcionaba el
tribunal competente, que estaba en la obligación de promover causa y
castigar a los responsables de aquel hecho, y presentó un escrito
denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y sus
diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como
ordenaba imponerle el Código de Defensa Social con todas las
agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad.
Pasaron los días y pasaron los meses.
¡Qué decepción! El acusado no era molestado, se paseaba por la
República como un amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó
y puso magistrados, y nada menos que el día de la apertura de los
tribunales se vio al reo sentado en el lugar de honor, entre los
augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia.
Pasaron otra vez los días y los meses.
El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se cansan!
Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de la ley,
que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del
pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y
acusó ante los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y
devolverle al pueblo su libertad.
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