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Señores magistrados:
Nunca
un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles
condiciones: nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de
abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma
persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el sumario
y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en
una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima
de todas las prescripciones humanas y legales.
Quien está hablando aborrece con toda
su alma la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento
para poses de tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he
tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos
motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo;
otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan
desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en una
ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y
entrañas de la verdad.
No faltaron compañeros generosos que
quisieran defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó
para que me representara en esta causa a un competente y valeroso
letrado: el doctor Jorge Pagliery, decano del Colegio de esta
ciudad. No lo dejaron, sin embargo, desempeñar su misión: las
puertas de la prisión estaban cerradas para él cuantas veces
intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que intervino
la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse
conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia
Militar. Se supone que un abogado deba conversar privadamente con su
defendido, salvo que se trata de un prisionero de guerra cubano en
manos de un implacable despotismo que no reconozca reglas legales ni
humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo estuvimos dispuestos a tolerar
esta sucia fiscalización de nuestras armas para el juicio oral.
¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser reducidas
a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los
hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles
verdades que deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se
decidió que, haciendo uso de mi condición de abogado, asumiese yo
mismo mi propia defensa.
Esta decisión, oída y trasmitida por
el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece que algún
duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los
planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores
magistrados, cuántas presiones se han ejercido para que se me
despojase también de este derecho consagrado en Cuba por una larga
tradición. El tribunal no pudo acceder a tales pretensiones porque
era ya dejar a un acusado en el colmo de la indefensión. Ese
acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna razón
del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar,
primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui
sometido; cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se
fraguaron planes; qué hechos gravísimos se le quieren ocultar al
pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas extrañas que han
ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo hacer con entera
claridad.
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