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Vosotros
habéis calificado este
juicio públicamente como el más trascendental de la historia
republicana, y así lo habéis creído sinceramente, no debisteis
permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas a vuestra
autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre.
Entre un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían
escandalosamente la sala de justicia, más de cien personas se
sentaron en el banquillo de los acusados. Una gran mayoría era ajena
a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía muchos días,
después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los
calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados,
que era el menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a
confirmar con orgullo su participación en la batalla por la
libertad, dar un ejemplo de abnegación sin precedentes y librar de
las garras de la cárcel a aquel grupo de personas que con toda mala
fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían combatido una
vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado nuestro;
iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad.
¡Y ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se
avecinaba!
¿Cómo mantener todas su falsas
acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad había
ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando tal
número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos:
cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el
tribunal?
En aquella primera sesión se me llamó
a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos horas,
contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de
la defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las
cantidades de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y
las armas que logramos reunir. No tenía nada que ocultar, porque en
realidad todo había sido logrado con sacrificios sin precedentes en
nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que nos
inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en
todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi
cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta,
de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo
debo a la total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues
dije que ellos no se avergonzarían ni se arrepentirían de su
condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de tener
que sufrir las consecuencias. No se me permitió nunca hablar con
ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer exactamente lo
mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal,
nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la
tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma,
una misma idea, una misma conciencia y dignidad los alienta a todos.
Desde aquel momento comenzó a
desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras infames
que había levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de
ello que el señor fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en
prisión intelectuales, solicitando de inmediato para ellas la
libertas provisional.
Terminadas mis declaraciones en
aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del tribunal
para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los
abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba
para mí entonces la misión que consideraba más importante en este
juicio: destruir totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron
contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los
crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los
prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la
infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión
más cruel e inhumana de toda su historia.
La segunda sesión fue el martes 22 de
septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y
ya había logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona
de Manzanillo, estableciendo específicamente y haciéndola constar en
acta, la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto
militar. Faltaban por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué
sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas
reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los
propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir
el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público
numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa,
letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición
a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados
para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se
ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus
magistrados, que permitirlo!
Idearon sustraerme del juicio y
procedieron a ellos manu militari. El viernes 25 de septiembre por
la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi celda
dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del
penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un
reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi
salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los ví había comprendido
el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron
la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel
Chaviano y les dijo que yo "le estaba haciendo en el juicio un daño
terrible al gobierno", que tenían que firmar un certificado donde se
hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir
asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que
ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y
exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos
para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres
que se inmolaran sin consideraciones, pero tampoco podía consentir,
por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales propósitos. Para
dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles:
"Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío."
Ellos, después que se retiraron,
firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena
fe que era el único modo de salvarme al vida, que veían en sumo
peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo;
sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso
pudieran lesionar el interés material de esos buenos profesionales,
dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma
noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el plan que
se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que
certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si,
para salvar mi vida, tenían que permitir semejante artimaña,
prefería perderla mil veces. Para dar a entender que estaba resuelto
a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel
pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el fondo de una
cueva puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el
tribunal, presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera
del juicio oral del 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a
pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de
dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias:
incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me
confinaron al más apartado lugar de la cárcel. A partir de entonces,
todos los acusados eran registrados minuciosamente, de pies a
cabeza, antes de salir para el juicio.
Vinieron los médicos forenses el día
27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de
salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no
se me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto
que todos los días eran distribuidos, por personas desconocidas,
cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la
prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con pretexto
de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de
amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, n
les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el
desacato abierto y descarado...
Caso insólito el que se estaba
produciendo, señores magistrados: un régimen que tenía miedo de
presentar a un acusado ante los tribunales; un régimen de terror y
de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre
indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de
haberme privado de todo, me privaban por último del juicio donde era
el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en
plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo
rigor la Ley de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué
crímenes tan horrendos habrá cometido este régimen que tanto temía
la voz de un acusado!
Debo hacer hincapié en actitud
insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido
en todo momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal
ordenó que cesara la inhumana incomunicación que pesaban sobre mí,
cuantas veces ordenó que se respetasen mis derechos más elementales,
cuantas veces demandó que se me presentara a juicio, jamás fue
obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes. Peor
todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda
sesión, se me puso al lado una guardia perentoria para que me
impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos de
receso, dando a entender que, no ya en la prisión, sino hasta en la
misma Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el menor caso de
vuestras disposiciones. Pensaba plantear este problema en la sesión
siguiente como cuestión de elemental honor para el tribunal, pero...
ya no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos traen
aquí para que vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una
legalidad que únicamente ellos y exclusivamente ellos están violando
desde el 10 de marzo, harto triste es el papel que os quieren
imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso ni una sola vez
la máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta
esta circunstancia.
Más, todas las medidas resultaron
completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo
sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber.
"Sí, vinimos a combatir por la
libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían uno
por uno cuando eran llamados a declarar, e inmediatamente, con
impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal, denunciaban los
crímenes horribles que se habían cometido en los cuerpos de nuestros
hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en
todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de
Boniato que, pese a todas las amenazas de severos castigos, se
valieron de ingeniosos medios para poner en mis manos recortes de
periódicos e informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e
inmoralidades del director Taboada y del teniente supervisor Rosabal,
que los hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes
privados, y encima los matan de hambre malversando los fondos de
subsistencia.
A medida que se desarrolló el juicio,
los papeles se invirtieron: los que iban a acusar salieron acusados,
y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los
revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama
Batista... ¡Monstrum horrendum!... No importa que los valientes y
dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana el pueblo condenará
al dictador y a sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les envió,
en cuyas circulares mora todavía el espectro de Castells y no se ha
apagado aún el grito de tantos y tantos asesinados; allí han ido a
purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad, secuestrados de
la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la patria.
¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y
difícil a este abogado cumplir su misión?
Como resultado de tantas maquinaciones
turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de
los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil,
adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se
me oiga, que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy
a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio de Justicia,
donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más
cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia
desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas
calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia
está enferma... y está presa.
Os recuerdo que vuestras leyes de
procedimiento establecen que el juicio será "oral y público"; sin
embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en esta
sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en
cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo
que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de
cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención
que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el
Ejército! Yo sé que algún día arderá en deseos de lavar la mancha
terrible de vergüenza y de sangre que han lanzado sobre el uniforme
militar las ambiciones de un grupito desalmado. Entonces ¡ay de los
que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras... si es que
el pueblo no los ha desmontado mucho antes!
Por último, debo decir que no se dejó
pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de derecho penal. Sólo
puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de prestar un
letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio
Castellanos. De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los
libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró
demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor
intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este
juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No
importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro
y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han
defendido la libertad de los pueblos.
Sólo una cosa voy a pedirle al
tribunal; espero que me la conceda en compensación de tanto exceso y
desafuero como ha tenido que sufrir este acusado sin amparo alguno
de las leyes: que se respete mi derecho a expresarme con entera
libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las meras apariencias de
justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro, de
ignominia y cobardía.
Confieso que algo me ha decepcionado.
Pensé que el señor fiscal vendría con una acusación terrible,
dispuesto a justificar hasta la saciedad la pretensión y los motivos
por los cuales en nombre del derecho y de la justicia —y ¿de qué
derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a veintiséis años de
prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el artículo
148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias
agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis
años de prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y
justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de
siglo. ¿Está por ventura el señor fiscal disgustado con el tribunal?
Porque, según observo, su laconismo en este caso se da de narices
con aquella solemnidad con que los señores magistrados declararon,
un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma importancia, y
yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un
simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea
condenado a seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado
una sola palabra para respaldar su petición. Soy justo..., comprendo
que es difícil, para un fiscal que juró ser fiel a la Constitución
de la República, venir aquí en nombre de un gobierno
inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna legalidad y menos
moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él, quizás...
tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel.
Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas
con menos talento que él escribir largos mamotretos en defensa de
esta situación. ¿Cómo, pues, creer que carezca de razones para
defenderlo, aunque sea durante quince minutos, por mucha repugnancia
que esto le inspire a cualquier persona decente? Es indudable que en
el fondo de esto hay una gran conjura.
Señores magistrados: ¿Por qué tanto
interés en que me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende todo
género de razonamientos para no presentar ningún blanco contra el
cual pueda yo dirigir el ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece
por completo de base jurídica, moral y política para hacer un
planteamiento serio de la cuestión? ¿Es que se teme tanto a la
verdad? ¿Es que se quiere que yo hable también dos minutos y no
toque aquí los puntos que tienen a ciertas gentes sin dormir desde
el 26 de julio’ Al circunscribirse la petición fiscal a la simple
lectura de cinco líneas de un artículo del Código de Defensa Social,
pudiera pensarse que yo me circunscriba a lo mismo y dé vueltas y
más vueltas alrededor de ellas, como un esclavo en torno a una
piedra de molino. Pero no aceptaré de ningún modo esa mordaza,
porque en este juicio se está debatiendo algo más que la simple
libertad de un individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales
de principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser
libres, se debate sobre las bases mismas de nuestra existencia como
nación civilizada y democrática. Cuando concluya, no quiero tener
que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por defender,
verdad es decir, ni crimen sin denunciar.
El famoso articulejo del señor fiscal
no merece ni un minuto de réplica. Me limitaré, por el momento, a
librar contra él una breve escaramuza jurídica, porque quiero tener
limpio de minucias el campo para cuando llegue la hora de tocar el
degüello contra toda la mentira, falsedad, hipocresía,
convencionalismos y cobardía moral sin límites en que se basa esa
burda comedia que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de marzo,
se llama en Cuba Justicia.
Es un principio elemental de derecho
penal que el hecho imputado tiene que ajustarse exactamente al tipo
de delito prescrito por la ley. Si no hay ley exactamente aplicable
al punto controvertido, no hay delito.
El artículo en cuestión dice
textualmente: "Se impondrá una sanción de privación de libertad de
tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un
alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del
Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte
años si se llevase a efecto la insurrección."
¿En qué país está viviendo el señor
fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento
contra los Poderes Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a
la vista. En primer lugar, la dictadura que oprime a la nación no es
un poder constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra
la Constitución, por encima de la Constitución, violando la
Constitución legítima de la República. Constitución legítima es
aquella que emana directamente del pueblo soberano. Este punto lo
demostraré plenamente más adelante, frente a todas las gazmoñerías
que han inventado los cobardes y traidores para justificar lo
injustificable. En segundo lugar, el artículo habla de Poderes, es
decir, plural, no singular, porque está considerado el caso de una
república regida por un Poder Legislativo, un Poder Ejecutivo y un
Poder Judicial que se equilibran y contrapesan unos a otros.
Nosotros hemos promovido rebelión contra un poder único, ilegítimo,
que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes Legislativos y
Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que precisamente
trataba de proteger el artículo del Código que estamos analizando.
En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de
marzo, ni hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho
que se estire, se encoja o se remiende, ni una sola coma del
artículo 148 es aplicable a los hechos del 26 de Julio. Dejémoslo
tranquilo, esperando la oportunidad en que pueda aplicarse a los que
sí promovieron alzamiento contra los Poderes Constitucionales del
Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle la
memoria al señor fiscal sobre ciertas circunstancias que
lamentablemente se le han olvidado.
Os advierto que acabo de empezar. Si
en vuestras almas queda un latido de amor a la patria, de amor a la
humanidad, de amor a la justicia, escucharme con atención. Sé que me
obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de
ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se
alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso:
cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle
en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes.
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