3
Escuché
al dictador el lunes 27 de julio, desde un bohío de las montañas,
cuando todavía quedábamos dieciocho hombres sobre las armas. No
sabrán de amarguras e indignaciones en la vida los que no hayan
pasado por momentos semejantes. Al par que rodaban por tierra las
esperanzas tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro pueblo,
veíamos al déspota erguirse sobre él, más ruin y soberbio que nuca.
El chorro de mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje torpe,
odioso y repugnante, sólo puede compararse con el chorro enorme de
sangre joven y limpia que desde la noche antes estaba derramando,
con su conocimiento, consentimiento, complicidad y aplauso, la más
desalmada turba de asesinos que pueda concebirse jamás. Haber creído
durante un solo minuto lo que dijo es suficiente falta para que un
hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado toda la vida. No
tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la esperanza de marcarle
sobre la frente miserable la verdad que lo estigmatice por el resto
de sus días y el resto de los tiempos, porque sobre nosotros se
cerraba ya el cerco de más de mil hombres, con armas de mayor
alcance y potencia, cuya consigna terminante era regresar con
nuestros cadáveres. Hoy, que ya la verdad empieza a conocerse y que
termino con estas palabras que estoy pronunciando la misión que me
impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo y feliz, por lo
cual no escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos
asesinos.
Es necesario que me detengan a
considerar un poco los hechos. Se dijo por el mismo gobierno que el
ataque fue realizado con tanta precisión y perfección que
evidenciaba la presencia de expertos militares en la elaboración del
plan. ¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un grupo de jóvenes
ninguno de los cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus
nombres, menos dos de ellos que no están ni muertos mi presos: Abel
Santamaría, José Luis Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret,
Jesús Montané y el que les habla. La mitad han muerto, y en justo
tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares,
pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de
condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de
marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas. Más difícil fue
organizar, entrenar y movilizar hombres y armas bajo un régimen
represivo que gasta millones de pesos en espionaje, soborno y
delación, tareas que aquellos jóvenes y otros muchos realizaron con
seriedad, discreción y constancia verdaderamente increíbles; y más
meritorio todavía será siempre darle a un ideal todo lo que se tiene
y, además, la vida.
La movilización final de hombres que
vinieron a esta provincia desde los más remotos pueblos de toda la
Isla, se llevó a cabo con admirable precisión y absoluto secreto. Es
cierto igualmente que el ataque se realizó con magnífica
coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en
Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de
minutos y segundos prevista de antemano, fueron cayendo los
edificios que rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la
estricta verdad, aun cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar
por primera vez también otro hecho que fue fatal: la mitad del
grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error
lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el
momento decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres, había
ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los
heridos un médico y dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez
hombres, ocupó el Palacio de Justicia; y a mí me correspondió atacar
el campamento con el resto, noventa y cinco hombres. Llegué con un
primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por una vanguardia de
ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se inició
el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de
recorrido exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva,
que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la
vanguardia, tomó por una calle equivocada y se desvió por completo
dentro de una ciudad que no conocían. Debo aclarar que no albergo la
menor duda sobre el valor de esos hombres, que al verse extraviados
sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de acción
que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en
ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto.
Muchos de ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con
verdadero heroísmo.
Todo el mundo tenía instrucciones muy
precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un grupo de
hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron
desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte
en firme; y hubo un instante, al principio, en que tres hombres
nuestros, de los que habían tomado la posta: Ramiro Valdés, José
Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca y
detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos
prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han
reconocido que se les trató con absoluto respeto, sin tener que
sufrir ni siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí
tengo que agradecerle algo, de corazón, al señor fiscal: que en el
juicio donde se juzgó a mis compañeros, al hacer su informe, tuvo la
justicia de reconocer como un hecho indudable el altísimo espíritu
de caballerosidad que mantuvimos en la lucha.
La disciplina por parte del Ejército
fue bastante mala. Vencieron en último término por el número, que
les daba una superioridad de quince a uno, y por la protección que
les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres tiraban
mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue
igualmente alto de parte y parte.
Considerando las causas del fracaso
táctico, aparte del lamentable error mencionado, estimo que fue una
falta nuestra dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado
cuidadosamente. De nuestros mejores hombres y más audaces jefes,
había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el Hospital Civil y diez
en el Palacio de Justicia; de haber hecho otra distribución, el
resultado pudo haber sido distinto. El choque con la patrulla
(totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos
después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se
movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en nuestras
manos sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en nuestro
poder. Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien
provistos, el parque de nuestro lado era escasísimo. De haber tenido
nosotros granadas de mano, no hubieran podido resistir quince
minutos.
Cuando me convencí de que todos los
esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza, comencé a
retirar nuestros hombres en grupos de ocho y de diez. La retirada
fue protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret
y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército.
Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el
noventa y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la
crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del
Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue copado al
situarse las tropas frente a la única salida del edificio, y sólo
depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Con ellos
estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de
nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al
historia de Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso
escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de nuestra juventud.
Nuestros planes eran proseguir la
lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude
reunir otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras fuerzas;
pero ya muchos estaban desalentados. Unos veinte decidieron
presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El resto,
dieciocho hombres, con las armas y el parque que quedaban, me
siguieron a las montañas. El terreno era totalmente desconocido para
nosotros. Durante una semana ocupamos la parte alta de la cordillera
de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos
bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas;
fueron el hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia.
Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos; algunos
consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron
presentados por monseñor Pérez Serantes. Cuando sólo quedaban
conmigo dos compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente
extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º de agosto, una fuerza
del mando del teniente Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la
matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que
provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió
que algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas.
No necesito desmentir aquí las
estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron los
Ugalde Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su
incapacidad y sus crímenes. Los hechos están sobradamente claros.
Mi propósito no es entretener al
tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario
para la comprensión más exacta de lo que diré después.
Quiero hacer constar dos cosas
importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero:
pudimos haber facilitado la toma del regimiento deteniendo
simplemente a todos los altos oficiales en sus residencias,
posibilidad que fue rechazada, por la consideración muy humana de
evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas de las familias.
Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio hasta tanto no
se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas
veces vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía
un río de sangre. Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una
estación de radio y haber lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo
no era posible dudar: tenía el último discurso de Eduardo Chibás en
la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e
himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor
razón cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise
hacer uso de ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra situación.
Volver |