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Dije
que las segundas razones en que se basaba nuestra posibilidad de
éxito eran de orden social. ¿Por qué teníamos la seguridad de contar
con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no entendemos por tal a los
sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene
bien cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier
despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta romperse la
frente contra el suelo. Entendemos por pueblo, cuando hablamos de
lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que
todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más
digna y más justa; la que está movida por ansias digna y más justa;
la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber
padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que
ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está
dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien,
sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última
gota de sangre. La primera condición de la sinceridad y de la buena
fe en un propósito, es hacer precisamente lo que nadie hace, es
decir, hablar con entera claridad y sin miedo. Los demagogos y los
políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en
todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los
revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir
sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe,
ni amigos ni enemigos.
Nosotros llamamos pueblo si de lucha
se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo
deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su
patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo
que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al
año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria,
que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia
debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de
piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros
cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están
arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las
cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del
garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el
trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil
agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que
no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la
tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que
pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus
productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla,
planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un
alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los
treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y
necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan
mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños
comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y
rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a
los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,
veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas,
pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus
títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en
un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor
y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están
empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: "Te
vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes, lucha ahora con toda tus fuerzas
para que sean tuyas la libertad y la felicidad!"
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