James Petras
Traducido para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala por Manuel Talens.
Dibujo de José Mercader.
Pedro Antonio Marín Marín, más conocido como Manuel Marulanda Vélez y
“Tirofijo”, era el líder máximo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC). Fue, sin duda alguna, el campesino revolucionario más
grande de la historia del continente americano. Durante sesenta años
organizó movimientos campesinos y comunidades rurales y, cuando todas las vías
democráticas legales se le cerraron de forma brutal, creó el ejército
guerrillero más poderoso de América Latina y las milicias clandestinas que
lo sustentaban. En su época de mayor apogeo, entre 1999 y 2005, las FARC
contaban con casi 20.000 combatientes, varios cientos de miles de campesinos
activistas y cientos de unidades de milicias comunales y urbanas. Incluso
hoy, a pesar del desplazamiento forzoso de tres millones de campesinos como
resultado de las políticas de tierra quemada y las masacres del gobierno,
las FARC tienen entre 10.000 y 15.000 guerrilleros en sus numerosos frentes
distribuidos por todo el país.
Lo que hace tan importantes los logros de Marulanda son sus habilidades
organizativas, su agudeza estratégica y sus intransigentes posiciones
programáticas, basadas en el apoyo a las exigencias populares. Más que
cualquier otro líder guerrillero, Marulanda, tenía una compenetración sin
par con los pobres de las zonas campesinas, los sin tierra, los cultivadores
indigentes y los refugiados rurales durante tres generaciones.
Tras empezar en 1964 con dos docenas de campesinos que habían huido de
pueblos devastados por una ofensiva militar dirigida por USA, Marulanda
construyó metódicamente un ejército guerrillero revolucionario sin
contribuciones económicas o materiales extranjeras. Más que cualquier otro
líder guerrillero, Marulanda fue un gran maestro político rural. Las
extraordinarias dotes organizativas de Marulanda se fueron refinando a través
de su íntima vinculación con el campesinado. Como había crecido en una
familia de campesinos pobres, vivió entre ellos cultivando y organizándolos:
hablaba su mismo lenguaje, se ocupaba de sus necesidades diarias más básicas
y de sus esperanzas de futuro. De manera conceptual, pero también a través
de la experiencia cotidiana, Marulanda realizó una serie de operaciones políticas
y militares estratégicas basadas en su brillante conocimiento del terreno
geográfico y humano. Desde 1964 hasta su muerte, Marulanda derrotó o eludió
al menos siete importantes ofensivas militares financiadas con más de siete
mil millones de dólares de ayuda militar usamericana, que incluía miles de
“boinas verdes”, cuerpos especiales, mercenarios, más de 250.000
militares colombianos y 35.000 paramilitares integrados en escuadrones de la
muerte.
A diferencia de Cuba o Nicarangua, Marulanda construyó una base masiva
organizada y entrenó una dirigencia en gran parte rural; declaró
abiertamente su programa socialista y nunca recibió apoyo político o
material de los denominados “capitalistas progresistas”. A diferencia de
los corruptos y codiciosos gánsteres de Batista y Somoza, que saqueaban y
se retiraban bajo presión, el ejército de Colombia era un formidable
aparato represor, altamente entrenado y disciplinado, reforzado además por
homicidas escuadrones de la muerte. A diferencia de otros muchos famosos
guerrilleros “de afiche”, Marulanda fue un auténtico desconocido entre
los elegantes editores izquierdistas de Londres, los nostálgicos
sesentaiochistas parisinos y los socialistas eruditos de Nueva York.
Marulanda pasó su tiempo exclusivamente en la “Colombia profunda”;
prefería conversar y enseñar a los campesinos y enterarse de sus quejas a
conceder entrevistas a periodistas occidentales ávidos de aventura. En
lugar de escribir manifiestos grandilocuentes y adoptar poses fotogénicas
prefería la pedagogía popular de los desheredados, estable y poco romántica
pero sumamente eficaz. Marulanda viajó desde valles prácticamente
inaccesibles a cordilleras, desde selvas a llanuras, siempre organizando,
luchando... reclutando y entrenando a nuevos líderes. Evitó presentarse en
los “foros de debate del mundo” o seguir la ruta de los turistas
izquierdistas internacionales. Nunca visitó una capital extranjera y
cuentan que jamás puso los pies en Bogotá, la capital de la nación. Pero
tenía un amplio y profundo conocimiento de las exigencias de los
afrocolombianos costeños; de los indiocolombianos de las montañas y la
selva; de las ansias de tierra de millones de campesinos desplazados; de los
nombres y direcciones de los terratenientes maltratadores que brutalizaban y
violaban a los campesinos y a sus familiares.
Durante las décadas de los sesenta, los setenta y los ochenta, numerosos
movimientos guerrilleros se levantaron en armas, lucharon con mayor o menor
capacidad y, luego, desaparecieron asesinados, derrotados (algunos incluso
se convirtieron en colaboradores) o se integraron en los partos y repartos
electorales. Poco numerosos, luchaban en nombre de inexistentes “ejércitos
populares”; la mayoría eran intelectuales, más familiarizados con los
discursos europeos que con la microhistoria, la cultura popular y las
leyendas de los pueblos a los que trataban de organizar. Fueron aislados,
rodeados y arrasados; dejaron quizá una herencia bien publicitada de
sacrificio ejemplar, pero no cambiaron nada sobre el terreno.
Por el contrario, Marulanda encajó los mejores golpes de los presidentes
contrainsurgentes de Washington y Bogotá y se los devolvió al cien por
cien. Por cada pueblo arrasado, Marulanda reclutó a docenas de campesinos
luchadores, enfurecidos y desamparados, y los entrenó con suma paciencia
para que fuesen cuadros y comandantes. Más que cualquier ejército
guerrillero, las FARC llegaron a ser un ejército de todo el pueblo: un
tercio de los comandantes eran mujeres, más del setenta por ciento eran
campesinos, si bien se les asociaron intelectuales y profesionales, que
fueron entrenados por cuadros del movimiento. Marulanda fue un hombre
venerado por su estilo de vida excepcionalmente sencillo: compartió la
lluvia torrencial bajo cubiertas de plástico. Millones de campesinos lo
respetaban profundamente, pero nunca practicó el culto a la personalidad:
era demasiado irreverente y modesto, prefería delegar las tareas
importantes a una dirigencia colectiva, con mucha autonomía regional y
flexibilidad táctica. Aceptó un amplio abanico de opiniones sobre tácticas,
incluso si discrepaba profundamente de ellas. A principios de los ochenta,
muchos cuadros y líderes decidieron probar la vía electoral, firmaron un
“acuerdo de paz” con el presidente colombiano, crearon un partido –la
Unión Patriótica– e hicieron elegir a numerosos alcaldes y diputados.
Incluso obtuvieron cuantiosos votos en las elecciones presidenciales.
Marulanda no se opuso públicamente al acuerdo, pero no abandonó las armas
ni “bajó desde las montañas a la ciudad”. Mucho más lúcido que los
profesionales y los sindicalistas que se postulaban en las elecciones,
Marulanda comprendía al carácter extremadamente autoritario y brutal de la
oligarquía y sus políticos. Sabía que los gobernantes de Colombia no
aceptarían nunca una reforma agraria justa sólo porque unos “pocos
campesinos analfabetos los derrotasen en las urnas”. En 1987, más de
5.000 miembros de la Unión Patriótica habían sido asesinados por los
escuadrones de la muerte de la oligarquía, entre ellos tres candidatos a la
presidencia, una docena de congresistas y mujeres y alcaldes y concejales.
Los supervivientes huyeron a la selva y se reincorporaron a la lucha armada
o se marcharon al exilio.
Marulanda era un maestro a la hora de romper los cercos y evitar las campañas
de aniquilación, sobre todo las que diseñaron los mejores y más
brillantes estrategas del centro de contrainsurgencia de los Cuerpos
Especiales del US Fort Bragg y de la Escuela de las Américas. A finales de
los noventa, las FARC habían ampliado su control a más de la mitad del país
y bloqueaban autopistas y atacaban bases militares situadas a sólo 65 kilómetros
de la capital. Muy debilitado, el entonces presidente Pastrana terminó por
aceptar negociaciones serias de paz, en las que las FARC exigieron una zona
desmilitarizada y un programa que incluía cambios estructurales básicos en
el Estado, la economía y la sociedad.
A diferencia de las guerrillas centroamericanas, que cambiaron las armas por
cargos electorales, antes de deponer las suyas Marulanda insistió en la
redistribución de la tierra, en el desmantelamiento de los escuadrones de
la muerte y en la destitución de los generales colombianos implicados en
las masacres, en una economía mixta basada en buena medida en la
nacionalización de los sectores económicos estratégicos y en la
financiación a gran escala de los campesinos para el desarrollo de cosechas
alternativas a la coca.
En Washington, el presidente Clinton asistía histérico a aquel espectáculo
y se opuso a las negociaciones de paz, en especial al programa de reformas,
así como a los debates públicos abiertos y a los foros de debate
organizados por las FARC en la zona desmilitarizada, a los que asistía
numerosa la sociedad civil colombiana. La aceptación por parte de Marulanda
del debate democrático, la desmilitarización y los cambios estructurales
desenmascara la mentira de los socialdemócratas occidentales y
latinoamericanos y de los universitarios de centroizquierda, que lo acusaron
de “militarista”. Washington trató de repetir el proceso de paz
centroamericano engatusando a los jefes de FARC con la promesa de cargos
electorales y privilegios a cambio de que vendiesen a los campesinos y a los
colombianos pobres. Al mismo tiempo Clinton, con el apoyo de los dos
partidos del Congreso, hizo aprobar un proyecto de ley de apropiación de
dos mil millones de dólares para financiar el mayor y más sangriento
programa de contrainsurgencia desde la guerra de Indochina, denominado
“Plan Colombia”. El presidente Pastrana dio por terminado de forma
abrupta el proceso de paz y envió soldados a la zona desmilitarizada para
que capturasen a la cúpula de las FARC, pero cuando éstos llegaron,
Marulanda y sus compañeros ya se habían ido de allí.
Desde el 2002 hasta ahora, las FARC han alternado los ataques ofensivos y
las retiradas defensivas, en especial desde finales de 2006. Con una
financiación sin precedentes y un apoyo tecnológico ultramoderno de USA,
el nuevo presidente Álvaro Uribe –socio de narcotraficantes y organizador
de escuadrones de la muerte– adoptó una política de tierra quemada para
ensañarse con el campo colombiano. Entre su elección en 2002 y su reelección
en 2006, más de 15.000 campesinos, sindicalistas, trabajadores de derechos
humanos, periodistas y otros críticos fueron asesinados. Regiones enteras
del campo fueron vaciadas: de la misma manera que en la Operación Phoenix
usamericana en Vietnam, se contaminó la tierra de cultivo con herbicidas tóxicos.
Más de 250.000 soldados y sus compinches paramilitares de los escuadrones
de la muerte diezmaron amplias zonas del campo colombiano controladas por
las FARC. Helicópteros proporcionados por Washington bombardearon la selva
en misiones de búsqueda y destrucción (que no tenían nada que ver con la
producción de coca o con el envío de cocaína a USA). Al destruir toda la
oposición popular y las organizaciones campesinas y al desplazar a millones
de colombianos, Uribe logró empujar a las FARC hacia regiones más remotas.
Al igual que había hecho en el pasado, Marulanda asumió una estrategia de
retirada táctica defensiva, abandonando territorio para proteger la
capacidad de lucha de los guerrilleros en el futuro.
A diferencia de otros movimientos guerrilleros, las FARC no recibieron ningún
apoyo material del exterior: Fidel Castro repudió públicamente la lucha
armada y buscó lazos diplomáticos y comerciales con gobiernos de
centroizquierda e incluso mejores relaciones con el brutal Uribe. Después
de 2001, la Casa Blanca de Bush etiquetó a las FARC de “organización
terrorista”, presionando a Ecuador y Venezuela para que restringiesen los
movimientos fronterizos de las FARC en busca de abastecimientos. El
“centroderecha” de Colombia se dividió entre los que prestaban un
“apoyo crítico” a la guerra total de Uribe contra las FARC y los que
protestaban infructuosamente contra la represión.
Es difícil imaginar que un movimiento guerrillero pueda sobrevivir frente a
una financiación tan masiva de la contrainsurgencia, un cuarto de millón
de soldados armados por el imperio, millones de desplazados de sus tierras y
un presidente psicópata vinculado directamente con una cadena de 35.000
miembros de escuadrones de la muerte. Sin embargo, sereno y resuelto,
Marulanda dirigió la retirada táctica; la idea de negociar una capitulación
nunca se le pasó por la mente, ni a él ni a la cúpula de las FARC.
Las FARC no tienen frontera contigua con un país que lo apoye, como Vietnam
la tenía con China; tampoco goza, como Vietnam, del suministro de armas de
la URSS ni del apoyo masivo internacional de los grupos occidentales de
solidaridad, como los sadinistas. Vivimos en una época en la que apoyar a
los movimientos campesinos de liberación nacional no está “de moda”;
en la que reconocer que el genio de líderes campesinos revolucionarios que
construyen y mantienen la auténtica masa de los ejércitos populares es tabú
en los pretenciosos, locuaces e impotentes Foros Sociales Mundiales, cuyo
“mundo” excluye regularmente a los campesinos militantes y para los que
“social” significa el constante intercambio de mensajes electrónicos
entre fundaciones financiadas por ONG.
Es en este ambiente tan poco prometedor frente a las pírricas victorias de
los presidentes de USA y Colombia donde podemos apreciar el genio político
y la integridad personal de Manuel Marulanda, el más grande campesino
revolucionario de América Latina. Su muerte no generará afiches o
camisetas para estudiantes universitarios de clase media, pero vivirá
eternamente en los corazones y las mentes de millones de campesinos de
Colombia. Se le recordará siempre como “Tirofijo”, un ser de leyenda al
que mataron una docena de veces y, a pesar de ello, regresó a los pueblos
para compartir con los campesinos sus vidas sencillas. Tirofijo fue el único
líder que era realmente “uno de ellos”, que durante medio siglo se
enfrentó al aparato militar y mercenario yanqui y nunca fue capturado o
derrotado.
Los desafió a todos en sus mansiones, sus palacios presidenciales, sus
bases militares, sus cámaras de tortura y sus burguesas salas de redacción.
Murió de muerte natural, después de sesenta años de lucha, en los brazos
de sus queridos compañeros campesinos.
¡Tirofijo, presente!
El sociólogo James Petras nació en Boston el 17 de enero de 1937, de
padres griegos, originarios de la isla de Lesbos. Ha publicado más de
sesenta libros de economía política y, en el terreno de la ficción,
cuatro colecciones de cuentos.
El escritor y traductor español Manuel Talens es miembro de Cubadebate ,
Rebelión y Tlaxcala , la red de traductores por la diversidad lingüística.
En mayo de 2008 ha aparecido su libro de ensayos Cuba en el corazón.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su
integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente
volver