Jenny de Westfalia, el gran amor de Marx (y viceversa)


El asunto pasaba por demostrar que Marx fue un mal marido de Jenny de Westfalia, sin la cual su destino se habría modificado sensiblemente ya que como reconoció el propio Marx en una carta a Engel: Jenny fue “indispensable en su vida”. “Entre nosotros, tú sabes que pocas personas detestan como yo lo patético demostrativo; sin embargo sería mentir y no confesar que mi espíritu está en gran parte absorbido por el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”.
Pero el caso dio lugar a una verdadera montaña de artículos y de libros que tendían a sepultar su obra teórica, y el caso es que esta guerra fue triunfal, la izquierda institucionalista se estaba adaptando al sistema (el modelo podía ser la Unión de Izquierdas en Francia que entró a gobernar con proclamas de izquierdas, y no digamos el PSOE aquí), en tanto que len la izquierda revolucionaria no faltaron voces indinadas a las que le costaba diferenciar entre el Marx casero y el Marx público. En la LCR hubo un enconado debate, en parte provocado por algunos artículos como éste, y con otro sobre Nadia Krupskaya.
Retomo la frase: “Entre nosotros, tú sabes que pocas personas detestan como yo lo patético demostrativo; sin embargo sería mentir y no confesar que mi espíritu está en gran parte absorbido por el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”. Así hablaba Marx de su compañera. Lo dicho: marxista en la lucha, en casa no dejó de ser un hombre de su tiempo, menos avanzado que engels y que otros socialistas de su tiempo. Además, Marx no era lo que se dice “un hombre de provecho” y tampoco era “un hombre de su casa”. Su mente y su esfuerzo se concentraban en el desarrollo de sus actividades e ideas y, en consecuencia, los problemas caseros empezaron a hacerse cada vez más acuciantes.
En palabras de su biógrafo Frank Merhing, “no le gustaba hablar de estas cosas”. Pero siempre, por encima de las necesidades, por apremiantes que estas fueran, los grandes problemas de la humanidad”. Era por lo tanto, “poco práctico para las cosas pequeñas y genialmente práctico para las grandes; incapaz de llevar el presupuesto familiar, pero de una capacidad incomparable para levantar un ejército que había de hacer cambiar la faz del mundo”.
Tanto él como ella eran planamente conscientes de la trascendencia de sus aportaciones y establecieron tácitamente una división del trabajo. Es por ello que en las biografías de Marx, Jenny sólo suele aparecer en los momentos de las batallas cotidianas, cuando la miseria se hace insoportable. No obstante, en los momentos de las grandes batallas, ella también redoblaba los esfuerzos. En una de sus cartas afirma que su días más felices eran cuando contemplaba a su marido trabajar con plenitud y sin contratiempos.
La familia de Marx fue con todo, un ejemplo y su hogar, un lugar recordado con cariño y admiración por los distintos revolucionarios que pasaron por su lado. Todos los testimonios escritos por éstos –fueran en París, Bruselas o Londres-, coinciden plenamente en realzar la figura inteligente y alegre de Jenny. Este es el caso, por citar un ejemplo, de Friedrich Lessner:
“La casa de Marx permanecía abierta a cualquier camarada de confianza. Me resultan inolvidables las agradables horas que, como otros muchos, he pasado en el círculo de su familia. Destacaba aquí sobre todo su excelente esposa, mujer de buena estatura y de rara belleza, noble en el porte, pero de extraordinaria bondad, amabilidad y agudeza, y desprovista por entero de todo orgullo y altivez, de forma que a su lado uno se sentía tan cómodo como al lado de su propia madre o hermana. Su personalidad entera recordaba las palabras del poeta popular escocés, Robert Burns: “Mujer, adorable mujer, el cielo te ha destinado para atemperar al hombre”. Mostraba un enorme entusiasmo por la causa obrera y cualquier éxito, incluso el más ínfimo, en la lucha contra la burguesía, le causaba la máxima satisfacción y alegría…”.
Los más cercanos sabían no obstante que, junto con estos momentos de equilibrio económico y tranquilidad –facilitados por las oportunas ayudas de Engels o por algún raro ingreso, como lo fue la herencia del viejo comunista Lopus—, habían otros en los que el drama les asolaba. Este drama ara los Marx no fue el destierro, ni persecución, ni la cárcel, ni siquiera la calumnia, aunque todas estas cosas contribuyeron a amargar sus días. Fue un drama menos espectacular pero mucho más trágico. Se trata simplemente de la miseria más extensa y cuyo centro que el hogar. Jenny nos da cumplía cuenta de ello en esta larga cita:
“Sólo describiré un único día de esa vida tal como sucedió, y así podrá ver que quizás muy pocas familias de emigrantes han tenido que sufrir semejantes privaciones. Dado que aquí las nodrizas resultan inasequibles, decidí alimentar personalmente a mi hijo, a pesar de los constantes y penetrantes dolores en los pechos y en la espalda. Sin embargo, el pobre angelito debió ingerir todas mis preocupaciones y callados lamentos, por lo que nació completamente enfermizo. Desde que está en este mundo, todavía no ha conseguido dormir una sola noche más de dos o tres horas seguidas. En los últimos tiempos se han añadido a ello fuertes calambres, de forma que el crío ha estado constantemente entre la muerte y la más mísera vida. Y sumido en tales do/ores, mamó con tal fuerza que mis pechos se agrietaron y sangraron, de forma que en más de una ocasión la sangré corría por su trémula boquita. Cierto día, encontrándome en tales condiciones, entró en casa de la patrona a la cual habíamos pagado en el curso del invierno 250 táleros y con la cual habíamos acordado contractualmente pagar las sumas futuras a su amo y señor, que la habla embargado—, negando la existencia del contrato y exigiendo las 5 fibras que todavía le adeudábamos. Y cuando no pudimos pagárselas al instante (la carta de Naut llegó demasiado tarde), penetraron en la casa dos embargadores, que se hicieron cargo de todos mis pequeños bienes: camas, ropa, vestidos, todo, incluso la cuna de mi pobre hijito, y los juguetes de mis hijas, que prorrumpieron en llantos. Yo estaba echada al suelo desnuda, con mis hijos temblando del frío y con el pecho dolorido. Schramm, nuestro amigo, corrió a la ciudad en busca de ayuda. Durante el trayecto, los caballos se desbocaron, Schramm saltó del cabriole, y nos lo trajeron completamente ensangrentado a casa, donde me encontraba llorando y rodeada por mis pobres y trémulos hijos.
Como consecuencia de situaciones como ésta, murieron varios de sus hijos. De uno de estos casos, existe el siguiente testimonio de Wilhem Liebknecht:
“Muchos de los niños murieron. También los dos varones de Marx; el nacido en Londres falleció muy pronto, mientras que el nacido en París, murió después de una larga dolencia. La muerte de este último conmovió profundamente a Marx. Todavía recuerdo aquellas tristes semanas de la enfermedad sin esperanzas de salvación. El muchacho —llamado Edgar, como su tío, pero al que todos llamaban Musch— era muy dotado, pero era enfermizo de nacimiento; un verdadero hijo de dolor, de hermosísimos ojos y prometedora cabeza, que sin embargo era demasiado pesada para su débil cuerpo. Si al pobre Musch se le hubiera aplicado unos cuidados tranqulos y duraderos, así como una estancia en el campo o junto al mar, quizás hubiera sido posible mantenerlo con vida. Sin embargo, la vida de refugiados, los continuos traslados de un domicilio a otro, la miseria londinense no permitieron —a pesar del más delicado amor de los padres y de los cuidados de la madre— fortalecer al débil brote para la lucha por la existencia. Musch murió. No olvidaré la escena: la madre inclinada sobre la criatura muerta y llorando en silencio. Lenchen sollozando al lado de ella, Marx terriblemente excitado, rechazando con fuerza, casi con ira, toda palabra de consuelo, las dos muchachas llorando y agarrándose a la madre, la cual las abrazaba convulsivamente en su dolor, como si quisiera agarrarse a ellas y defenderlas de la muerte que le había arrebatado al hijo varón”.
Los amoríos entre Jenny y Karl no conocieron ningún paréntesis. No se han publicado las cartas de ella a él, pero sí las de Marx. En una de ellas, concluye así una larga declaración de amor:
“Desde luego en el mundo hay muchas mujeres, algunas muy hermosas. Pero ¿dónde voy a encontrar en otra cara, cada rasgo, cada arruguilla que despierte en mí los más intensos y bellos recuerdos de mi vida? Hasta mis inmensos sufrimientos los leo en tu amada fisonomía, y son dolores que mitigo cuando cubro de besos tu rostro, querida. “Enterrado en tus brazos.., resucitado por tus besos”, diría yo. Sí. En tus brazos y por tus besos...”
Sin embargo hay una sombra en su fidelidad. Marx tuvo un hijo con Helene Demuth, la criada de la familia de Jenny que tenía casi la misma edad qué ella y que la había seguido al exilio, a través del calvario doméstico convirtiéndose en una pieza insustituible de la familia. Helene era bastante hermosa y el cayó en la tentación. El niño se llamó Frederic y fue adoptado por Engels. Esto ocurrió en 1851 y sin embargo siguió durante algunos años más con los Marx. No hay duda de que Jenny estaba al corriente, pero no hay huella de una desavenencia con su marido. El caso es que Helene terminó marchándose y esto fue fatal para los nuevos hijos que los Marx trajeron al mundo.
En el trato con sus hijas, Jenny se mostró mucho más liberal que Marx que llegó a exigir formalidad y garantías económicas a Lafargue cuando éste era candidato a ser su yerno. Muy avanzado teóricamente ante la cuestión moral y de la mujer —ver simplemente El Manifiesto Comunista—, Marx no lo fue tanto a nivel práctico. Un ejemplo de ello lo tenemos en su actitud inadmisible, cuando ni siquiera se dignó dar condolencias a Engels tras la muerte de Mary Burns, con la cual éste mantenía “relaciones irregulares”. Fue el momento más difícil en la historia de una gran amistad.
Jenny murió en 1881, después de una larga y penosa enfermedad. Ante su tumba dijo Engels: “...De sus cualidades personales no tengo nada que hablar, sus amigos que la conocen no la olvidarán jamás. Si ha habido en el mundo alguna mujer que pusiese su mayor dicha en hacer dichosos a otros, era ésta a quien hoy enterramos”.

Pepe Gutiérrez-Álvarez en Kaos en la Red

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