“Sentía que había otra verdad”, relató el joven y contó cómo fue el camino
que le permitió recuperar su identidad. Dijo también que “sin las Abuelas
sería imposible” y remarcó: “Faltan más de trescientos pibes. Hay que
crearles la duda y decirles que se puede”.
Por Diego Martínez
Durante treinta y dos años vivió con identidad falsa, apropiado por Víctor
Alejandro Gallo, capitán del Batallón de Inteligencia 601, carapintada,
delincuente de fuste, que llegó a gatillarle en la cabeza. “Era su juguete
de guerra”, resume. La duda comenzó a los veinte pero hizo falta una década
y la presión de los amigos para acercarse a Abuelas. En dos semanas quebró a
la apropiadora, supo que nació en cautiverio en Campo de Mayo, que se llama
Francisco Madariaga Quintela, que su mamá Silvia ejerció como médica hasta
que el Ejército la borró de la tierra, y conoció a su padre, Abel,
secretario de Abuelas desde 1983. “Es un regalo de la vida que alguien te
cuente tu historia. Hay que pelear por la verdad. Quien busca, encuentra”,
enseña.
“El tipo era nazi”, recuerda, y enumera enemigos: zurdos, judíos y negros.
La infancia, en San Miguel, fue “con violencia física y psicológica: en
lugar de Los Parchís nos hacía escuchar marchas patrias”. El plural incluye
a Guadalupe, un año mayor, y Martín, dos menos, hijos biológicos de los
apropiadores. Los compañeros de colegio lo señalaban y dudaban: “¿Son
hermanos?”. Debieron pasar años para que Francisco, entonces Alejandro
Ramiro, pensara en la pregunta.
A sus catorce años los apropiadores se divorciaron. La violencia siguió. “Un
día entró con una pistola, le rompió el tabique a ella y me gatilló en la
cabeza.” La música y el secundario lo acercaron al tema dictadura. “Era
punk, iba a recitales, estaba bien informado, incluso fui a alguna marcha”,
recuerda.
La separación y las detenciones de Gallo jugaron a favor: “Tuve la libertad
de formarme solo. A los dieciséis empecé a trabajar de cadete: fue mi
independencia. Es que te crían con miedo, para que no cruces de vereda. La
ignorancia es lo que te impide llegar a la verdad. Más abajo te tienen,
mejor te controlan”, afirma.
“A los veinte empiezo a hacer malabares, a viajar como artista callejero, y
a formarme, a ser yo como persona. Entonces empiezan las dudas, un gran
vacío, cada vez más angustia. Sentía que había otra verdad.”
La relación con las novias fue un indicio. “Las trataba como a una madre.
Les hacía una escena cuando se iban. Me faltaba algo, la mujer que me habían
sacado, todo lo natural que puede tener un hombre”, dice.
“Malabareando” recorrió el país y el sur de España. Luego la apropiadora lo
echó. “Se lo agradezco, me generó dudas enormes. Al estar solo te planteás
un montón de cosas.” Gallo le dio trabajo en Lince, una de las tantas
agencias de seguridad al servicio de represores. Un día llamó para
agradecerle un destino. Al siguiente lo cambió. “Era un juguete de guerra”,
explica. Las discusiones incluían amenazas de muerte e invitaciones a
pelear.
“La duda era tan grande que decidí enfrentarlo. Sabía que no se iba a
quebrar pero confiaba en que alguien del entorno contara la verdad, porque
es una asociación ilícita”, propone el tipo penal para los cómplices: “Toda
la familia sabía, no fue una mentira de dos personas”.
–¿Por qué el entorno protege al apropiador?
–No lo sé. Es un tipo muy violento. Le falta violar y tiene todo. En la
familia decían estar amenazados. Puede ser, pero me secuestraron durante 32
años y nadie me lo comentó. Todos son responsables.
La decisión surgió de una charla en plena borrachera, con Juan y Cristian,
“amigos de la vida”, el último sábado de enero.
–Acercate a Abuelas –ordenó Juan.
–¿Y si es mentira? Quedo como un loco.
–Nadie tiene la culpa de dudar.
“Me obligaron”, agradece. “Yo buscaba mi identidad. Mi miedo era que diera
negativo y no poder meter preso al tipo.”
El día D era el miércoles 4. Antes gastó los últimos cartuchos. “O él me
daba un tiro o me enteraba de la verdad.”
–¿Soy adoptado? –indagó a la falsa abuela paterna.
–¿Querés tomar algo? –lo eludió. “Loca como el hijo”, pensó él.
A horas de visitar Abuelas le dio la última chance a la apropiadora. “Yo era
una porquería humana, quería mostrarlo para quebrarla”, contextualiza.
–Decime la verdad. ¿Soy tu hijo? –golpeó la mesa.
Silencio.
–¡Hablá! ¿Soy tu hijo? –gritó.
La mujer negó con la cabeza.
“Ahí se me llenó el pecho de aire. Hubo un silencio terrible. Respiré hondo.
No grité. El duelo lo venía haciendo desde hacía rato.”
Gallo le habló de “un huérfano en Campo de Mayo”, le contó la mujer, y ella
le propuso criarlo, agregó. A la mañana siguiente lo acompañó a Abuelas. Los
recibió un psicólogo. “Marcos sabe preguntar”, agradece. Su DNI falso dice
que nació en Campo de Mayo el 7 de julio de 1977. “Ella me recibió con el
cordón. No podían haber pasado más de cinco días”, explica.
De inmediato la judicialización, el examen y la espera. “Veía autos por
todos lados. Pensaba que me pisaba. Pedía por favor que la cabeza no me
falle. Se me caía el pelo del cuerpo.”
Al atardecer del miércoles 17, en un bar de Costanera Sur, Marcos recibe un
llamado y propone caminar.
–¿Querés saber la verdad? –anuncia–. Tu nombre es Francisco Madariaga
Quintela. Tu papá es compañero mío, un tipazo. Te están esperando en
Abuelas.
“Yo lloraba, me reía, veí gente con perros, gritaba como loco. Es un regalo
de la vida que alguien te cuente tu historia... Además me sacaba otra
mochila del inconsciente: ¿Y si no hay nadie?”
El viaje a Abuelas fue eterno. “Abren la puerta. Veo un montonazo de gente
aplaudiendo y Abel esperando, rodeado, porque es importante acá”, aclara con
orgullo. “Nos dimos una abrazo, lloramos, fue buenísimo. Cuando nos dejaron
solos, le pedí fue una foto de mi mamá”, recuerda.
–¿Te ves parecido a Abel?
–Sí, hasta en la personalidad. Cuando me enojo tengo un carácter bien
podrido. Comentan que él también.
“Estoy súper feliz pero el duelo por mi mamá lo voy a tener que hacer. No me
la dejaron tener. Fue médica cirujana, luchó por sus ideales, eso es muy
importante para mí, porque me pude mantener al margen de esa familia, nunca
me traicioné, y saber que tu vieja fue una luchadora, tu papá también, te va
llenando todo”, contagia las lágrimas.
–¿Ya te emborrachaste con tus amigos?
–Todavía no, tenían que manejar. Ahora disfruto de Abel, estoy armando el
rompecabezas que me escondieron. Muero de ganas de festejar con los pibes.
Me hicieron ver la realidad: una duda es una duda. Soy un agradecido de que
todo se haya solucionado rápido. Me estaba volviendo loco.
“Sin las Abuelas sería imposible. Es muy pesado enfrentar a estos tipos”,
concluye. “Ahora faltan más de trescientos pibes. Hay que crearles la duda y
decirles que se puede, que no tengan miedo, que esto es súper confidencial.
Hay que pelear por la verdad, que quien busca, encuentra.”