"En la España de hoy el comunismo no amenaza a nadie. Nuestro partido no pretende establecer un gobierno comunista". Santiago Carrillo, II Conferencia Nacional del PCE, 1975
"Ya es hora de que los comunistas expongan al mundo entero sus ideas, sus fines, sus tendencias; que opongan a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del propio partido". C. Marx y F. Engels, El Manifiesto Comunista, 1848,
Cuando se cumple el 30º aniversario de la Constitución española, el Partido Comunista de España, que con tanta vehemencia defendió su ratificación, atraviesa uno de los momentos políticos más bajos de su historia. Atenazado por una profunda crisis de militancia, con una escasa implantación en los sindicatos y una pérdida formidable de influencia en el movimiento juvenil y vecinal, y afectada por unos resultados electorales mediocres, que amenazan a su marca electoral (IU) con convertirla en una fuerza extraparlamentaria, el PCE se encuentra en una encrucijada histórica.
Esta pérdida de influencia política contrasta vivamente con la situación del Partido en el período de ascenso revolucionario de los años setenta, conocido en la jerga oficial como la Transición. En esos años, el partido gozaban de una abrumadora presencia en el movimiento obrero, auténtica columna vertebral de la organización. La mayoría de los fundadores y cuadros que dirigían CCOO eran militantes comunistas. Sectores de la pequeña burguesía y las capas medias, profesionales, intelectuales de todo tipo, hacían pública su pertenencia al PCE de forma entusiasta. Las Asociaciones de Vecinos, protagonistas de luchas masivas por la vivienda y contra la carestía de la vida, también estaban encabezadas por cuadros del Partido. ¿Cómo es posible que treinta años después todo este capital político y humano, toda esta influencia poderosa, haya sido liquidada y el PCE se mueva en la frontera de la marginalidad política? Intentar responder a esta cuestión, al mismo tiempo que trazar una alternativa a esta crisis, es el motivo de este artículo.
Una época de ascenso revolucionario
Tras un largo período de estabilización política, especialmente los países capitalistas avanzados, la revolución volvió a ocupar la escena política europea. Democracias burguesas aparentemente muy sólidas eran sacudidas hasta los cimientos: en Francia diez millones de obreros ocuparon las fábricas en 1968 abriendo una profunda crisis de poder. En Italia las luchas de 1968/69 empujaban al PCI al gobierno a un ritmo imparable. En pocos años más, las dictaduras griega y portuguesa se resquebrajaban por la acción revolucionaria de los trabajadores, los campesinos y los soldados. En toda Europa se vivía una crisis revolucionaria que ponía la cuestión del poder y del socialismo en el orden del día.
Los ecos de este ascenso revolucionario empezaron a retumbar con fuerza en el Estado español. La agonía física de Franco se convirtió en una expresión plástica de los estertores de una dictadura que duraba ya 40 años. El dictador moría el 20 de noviembre de 1975 y, dos días después, Juan Carlos de Borbón era proclamado su sucesor como Jefe del Estado y Rey de España. Fue en esos meses cuando las luchas obreras, presentes por toda la geografía del país desde hacía más de una década, se generalizaron y radicalizaron1. La irrupción audaz y decidida de la clase trabajadora en el escenario político se convirtió en la piedra angular de todas las decisiones que se adoptaron en la Transición. El ascenso de la lucha de clases, el crecimiento de la conciencia socialista de millones de trabajadores y jóvenes, la voluntad de combatir hasta el final, abría la misma perspectiva que en Francia o en Portugal: la conquista del poder político por parte de la clase obrera. Éste fue, en esencia, el asunto sobre el que pivotaron todas las maniobras que se sucedieron a lo largo de los años setenta: o la reconversión de la dictadura franquista en un régimen de democracia burguesa o la ruptura política y la lucha revolucionaria por el socialismo.
Era un hecho que el movimiento se sentía fuerte y desafiaba abiertamente al régimen. Así lo demostró la gran huelga de Vitoria en febrero y marzo de 1976. Por primera vez desde los años treinta, la lucha de los trabajadores de Vitoria cristalizó en la formación de organismos de poder obrero, las Comisiones Representativas que, establecidas inicialmente por los trabajadores en sus fábricas para organizar la huelga, se acabaron fusionando en un Comité Central de Huelga que incorporó a sus filas a representantes de las mujeres, los estudiantes y los pequeños comerciantes. Las luchas de Vitoria en 1976 marcaron el inicio de un movimiento que podía acabar en un claro desafío a la autoridad del Estado burgués. Supusieron una tremenda escuela para miles de trabajadores que tomaron conciencia del extraordinario poder que concentraban en sus manos y de su capacidad para dirigir la sociedad sin necesidad de capitalistas. Fue esta realidad, y el temor a que la audacia de estos obreros se contagiara al conjunto del movimiento, lo que llevó a la burguesía a responder brutalmente: en la asamblea general del 3 de marzo, que reunió a 5.000 trabajadores en al Iglesia de San Antonio, la salvaje intervención armada de la policía se saldó con cinco muertos y más de cien heridos2.
Democracia burguesa o lucha por el socialismo
En la llamada transición estaba en juego la continuidad del propio sistema capitalista. Las reivindicaciones democráticas (elecciones libres, legalización de los partidos y sindicatos obreros, libertad de expresión, de reunión y de manifestación, derecho de autodeterminación para las nacionalidades oprimidas...), que apoyaban entusiastamente millones de trabajadores, campesinos y sectores de la pequeña burguesía, podían haberse vinculado con facilidad a la conquista del poder político, en un movimiento revolucionario por la nacionalización de la banca, los monopolios y los latifundios, por la expropiación completa y sin indemnización de la burguesía que había sostenido los crímenes del franquismo. La correlación de fuerzas en aquellos momentos era completamente favorable para una estrategia socialista de este tipo.
Sólo la miopía y el conservadurismo burocrático de los dirigentes de la clase trabajadora frenó esta perspectiva. La burguesía, igual que en 1931, sabía muy bien qué baza jugar: reformar el andamiaje político del régimen capitalista para mantener firmemente bajo su control las palancas de la economía y, en consecuencia, del poder político. La estrategia debía de pasar, como en tantas ocasiones, por persuadir a los trabajadores de que la democracia sólo sería posible si todos los sectores supuestamente progresistas de la sociedad luchaban juntos dejando de lado sus diferencias de clase y renunciando, obviamente, al socialismo. En definitiva, era necesaria una nueva reedición de la política de colaboración de clases que atara de pies y manos al movimiento revolucionario de los trabajadores.
La experiencia histórica de la clase dominante era amplia al respecto y sabían que podrían contar con los servicios del estalinismo, como había podido comprobar en la década de los cuarenta y setenta en Francia, Italia, Grecia y en la propia revolución española de 1931/39. Pero, para llevar este plan a buen puerto se hacía necesario salvar una dificultad no pequeña: ante los miles de trabajadores en lucha, ante los miles de militantes y cuadros clandestinos del PCE y de CCOO, los demócratas de nuevo cuño como Adolfo Suárez, José Mª Areilza o Juan Carlos I3, carecían de cualquier influencia y simpatía.
La colaboración de clases: una vieja estrategia al servicio de la burguesía
Los sectores más consecuentes y decisivos de la burguesía española, y también del capital internacional, se apoyaron tenazmente en los dirigentes obreros para conseguir sus objetivos y asegurar la continuidad del sistema capitalista. En este sentido, la dirección del PSOE era muy débil y sus fuerzas organizadas eran incomparablemente menores a las del Partido Comunista, que agrupaba a la vanguardia de la clase trabajadora y cuyos cuadros y dirigentes disponían de una autoridad engrandecida por décadas de lucha clandestina contra la dictadura, detenciones, cárcel y exilio.
Aunque la militancia comunista había dado sobradas pruebas de su arrojo y voluntad revolucionaria, las bases para la política de colaboración de clases de la transición coincidían plenamente con la estrategia de la dirección del PCE. Unas bases que habían sido definidas en la declaración del Comité Central del partido redactada en 1956: Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español. Unos de sus inspiradores fue Fernando Claudín, que evocaría más tarde dicha declaración en los siguientes términos: "...El título explica bien el contenido... propugnábamos el entendimiento entre las fuerzas de la izquierda y la derecha para que los cambios hacia la democracia se produzcan pacíficamente; una democracia parlamentaria en la que la norma de conducta sea el respeto a la legalidad democrática..."4.
Santiago Carrillo, convertido ya en incuestionable secretario general del partido, no escatimó energías para llevar a la práctica este plan, aunque sus esfuerzos fueron infructuosos durante muchos años por la simple razón de que los capitalistas españoles seguían considerando la dictadura como el régimen que mejor aseguraba su tasa de ganancias. La llamada política de reconciliación nacional provocó, ya entonces, una crítica sorda en la base del partido, hecho que fue reconocido por Ignacio Gallego, uno de los máximos dirigentes comunistas del momento: "...Recordamos la conmoción que provocó tal planteamiento en amplias zonas del Partido. ¿Reconciliación con los que hemos tenido en las trincheras de enfrente? Reconciliación de todos los españoles para poner fin a la dictadura franquista, respondía el Partido... Cerrar las heridas de la guerra civil y lanzarse por el camino de la reconciliación nacional obligaba a nadar contra la corriente. El Partido Comunista lo hizo"5.
Finalmente a partir de 1974, y al calor del ascenso de la lucha de clases, los dirigentes del PCE pudieron llevar a la práctica esta política. Liderando la Junta Democrática, que actuó como el organismo fundamental de la colaboración de clases y de puente político entre los dirigentes del principal partido de la clase obrera y los estrategas del capital, se diseñó una reforma política que mantendría intactos los fundamentos del capitalismo español, sancionaría la propiedad privada de los medios de producción, y aseguraría una total impunidad a los responsables de los crímenes de la dictadura6.
NOTAS
1. En la curva ascendente de la lucha huelguística podemos ver el proceso de la toma de conciencia de los trabajadores: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Posteriormente a la muerte de Franco, la ofensiva adquirió unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales. Los primeros meses de 1976 estuvieron marcados por huelgas en Euskadi y Madrid que se extendieron por todo el Estado. Empresas como ENSIDESA, HUNOSA, Standard Eléctrica, Metro y Correos, protagonizan duras luchas que duraron meses. Inevitablemente, a las reivindicaciones de tipo económico se sumaron rápidamente demandas netamente políticas.
2. Las respuestas de solidaridad en el conjunto del Estado fueron numerosas: huelgas generales en numerosas localidades de Euskadi y en otras zonas del Estado; asambleas masivas en centenares de fábricas, indignación y furia. Pero como ocurriría meses más tarde con el brutal asesinato de los abogados laboralistas de Atocha, ninguno de los máximos dirigentes políticos del movimiento obrero, especialmente del PCE, llamó a responder el brutal ataque a través de la huelga general y a la formación y coordinación estatal de organismos obreros como el Comité Central de huelga de Vitoria.
3. En aquellos momento Juan Carlos I era apodado por las masas como Juan Carlos el breve.
4. Fernado Claudín, Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general, p. 118, Ed. Planeta, Barcelona 1983.
5. Ignacio Gallego, Desarrollo del Partido Comunista, páginas 224 y 225, Colección Ebro, París 1976
6. La Junta Democrática integró, entre otros, a destacados monárquicos. El PSOE, por su parte, fundó en 1975 la Plataforma de Convergencia Democrática, que agrupó a franquistas reconvertidos como Ruíz-Giménez y que servía como contrapunto al protagonismo del PCE. Ambas plataformas interclasistas se fusionaron en 1976 en lo que popularmente se bautizó como Platajunta, un auténtico organismo de coordinación política entre capitalistas y dirigentes obreros.
Bárbara Areal
lunes, 08 de diciembre de 2008
El PCE y la Transición. Balance de una derrota política (II Parte)
Para dar una cobertura ideológica a la estrategia de colaboración de clases con la burguesía, en septiembre de 1975 se celebraría la II Conferencia Nacional del Partido Comunista que aprobó por unanimidad su Manifiesto Programa. Por si hubiera alguna duda de las intenciones de la dirección, Santiago Carrillo lo aclaró en su informe político: "En la España de hoy el comunismo no amenaza a nadie. Nuestro Partido no pretende establecer un Gobierno comunista. Estamos convencidos de que un día, en el futuro, el pueblo español votará para que los comunistas encabecen la formación de un Gobierno. Pero pretender tal cosa hoy sería totalmente irreal."1
Esta obstinación por parte de los dirigentes del PCE en disipar cualquier esperanza revolucionaria entre la militancia no dejaba de ser un reflejo, aunque invertido, del enorme apoyo que existía en el movimiento para la transformación socialista de la sociedad. Los redactores del propio Manifiesto tuvieron que justificarse haciendo auténticas piruetas teóricas. Por una parte, se reconocía la situación de ascenso revolucionario en Europa: "Los regímenes fascistas de Portugal y Grecia han sido derribados. Esto ha abierto en Portugal un proceso de transformaciones revolucionarias. En Italia el Partido Comunista ha alcanzado una victoria sin precedentes en ningún país capitalista, que desborda el estricto marco electoral"2.
Pero cuando se descendía a la situación concreta en el Estado español, es decir, a las tareas políticas de los comunistas, empezaban las excepciones: "en el camino hacia la revolución socialista existe, objetivamente, una etapa intermedia que permite a la clase obrera ponerse al frente de las amplias masas populares y establecer una alianza con los amplios sectores sociales antimonopolistas (...) Esta etapa es la de la democracia política y social o democracia antimonopolista y antilatifundista".
La vieja teoría kautskista y menchevique de la revolución por etapas y la colaboración de clases, combatida por Lenin y los bolcheviques en 1917 y que a su vez fue rescatada por el estalinismo en los años treinta para traicionar la revolución, volvía a convertirse en la guía del PCE en un momento de crisis revolucionaria: "En esta democracia no se trata de abolir la propiedad privada burguesa y de implantar el socialismo", señala el Manifiesto, "subsistirán como tales la inmensa mayoría de los actuales propietarios burgueses...". En definitiva, democracia burguesa sí, por supuesto, socialismo no, nunca, jamás.
Los ecos políticos de los años treinta
No era la primera vez que los dirigentes del PCE se encontraban ante una tesitura revolucionaria semejante y explicaban a las masas que era demasiado pronto, y la situación estaba demasiado inmadura, para afrontar la tarea de transformar la sociedad. Uno de los discursos más esperados de la Conferencia fue el de Dolores Ibárruri que señaló: "Y esta posibilidad del paso de la democracia burguesa hacia el socialismo, no significa que nos la planteemos hoy como una tarea inmediata, sino como una lógica evolución en nuestro país (...) Ya en nuestra guerra, cuando teníamos los fusiles en la mano, que tomamos para defendernos de la agresión fascista, nuestro Partido luchaba por la República Democrática y Parlamentaria"3.
Aún más contundente y evocador es Ignacio Gallego: "Esos que saltándose alegremente las etapas de la revolución, plantean como objetivo inmediato el socialismo nos recuerdan a aquellos otros que durante los años 1936-39 sostenían con pasión digna de mejor causa que lo primero era hacer la revolución dejando a un lado los problemas de la guerra"4.
Parece necesario concretar quiénes eran aquellos otros que querían hacer la revolución. Aquellos otros eran las masas obreras y jornaleras que llevaron a la práctica acciones propias de una revolución. Cientos de miles de trabajadores y campesinos sin tierra que protagonizaron huelgas masivas, liberaron presos políticos, ocuparon fábricas y tierras y las pusieron a producir bajo su control. Incautaron armas, derrotaron a los militares facciosos insurrectos y formaron milicias. Fue precisamente el imparable ascenso revolucionario lo que provocó el conflicto militar abierto entre las clases y la guerra civil. Igual que en el Octubre ruso, la burguesía usó la armas, no para defender la democracia capitalista, sino para aplastar a las masas revolucionarias. La enorme diferencia fue que la dirección bolchevique se apoyó en las conquistas revolucionarias para levantar el poderoso Ejército Rojo que detuvo el ataque combinado de la contrarrevolución rusa e internacional. La concepción etapista de la revolución fue el elemento político común del programa del PCE en los años treinta y setenta, y sus resultados fueron trágicos para la causa del socialismo.5
La temperatura política en aumento
A pesar de los planes trazados sobre el papel, la lucha de clases tiene su propia dinámica. El Primero de Mayo de 1976 transcurrió con manifestaciones y saltos en todas las ciudades que desafiaron la prohibición gubernamental y la brutal represión policial. Las huelgas se sucedían afectando a todos los sectores: metal, construcción, transporte, enseñanza, sanidad, pesca... Ese año, las huelgas supusieron la pérdida de 110.000 jornadas de trabajo.
En este contexto, y para contener el ascenso de la lucha y la radicalización política de los trabajadores, la burguesía puso al frente del gobierno a los sectores más proclives a la negociación con los dirigentes obreros, nombrando a Adolfo Suárez presidente del mismo en julio de 1976. Pero dentro del aparato del Estado franquista había elementos que no estaban dispuestos a aceptar las nuevas reglas de juego. Contaban para ello con las bandas y organizaciones fascistas, que actuaban con total impunidad y el apoyo de sectores importantes del ejército. Persuadidos de que un ataque brutal propiciaría el clima de terror necesario para que las masas volvieran a sus casas, decidieron pasar a la acción. El 23 de enero de 1977, en una manifestación pro amnistía, muere asesinado por un fascista el estudiante David Ruiz. Al día siguiente, en la manifestación en protesta por el asesinato de David, muere, esta vez a manos de la policía, la estudiante Mª Jesús Nájera. Por la noche, varios pistoleros fascistas asesinan brutalmente a cinco abogados laboralistas de CCOO en su despacho de la calle Atocha.
A pesar de su frialdad y crueldad, los asesinos fascistas consiguieron, justamente, el efecto contrario al que perseguían. Los trabajadores y la juventud, lejos de amedrentarse, estaban en total ebullición. En los barrios y las fábricas todos esperaban la convocatoria de una huelga general. Sin embargo, los dirigentes pidieron calma, aconsejando no caer en provocaciones, evitando dar un cauce de expresión a la sed de justicia de la clase trabajadora y la juventud. A pesar de ello, 300.000 trabajadores se ponen en huelga el día 26 de enero en la capital coincidiendo con el entierro de las víctimas, al que acuden cientos de miles de trabajadores. En Euskadi y Barcelona también hay manifestaciones masivas. Fue, sin duda, un momento decisivo. Si los dirigentes del PCE y el PSOE, de CCOO y UGT, hubieran defendido ante la clase obrera y la juventud acabar con la pantomima del régimen de Suárez y Juan Carlos I para situar en su lugar un genuino gobierno de los trabajadores basado en una política revolucionaria y socialista, habrían sido apoyados de forma entusiasta.
La actitud de los dirigentes obreros no reflejaba el ambiente real que se vivía en el seno del movimiento. La posibilidad de que la clase obrera perdiera definitivamente la paciencia era real. Por eso, entre los sectores decisivos del capital español e internacional triunfó la postura de hacer concesiones para evitar perderlo todo. Así en febrero de 1977 eran legalizados el PSOE y los sindicatos y, el 7 de abril, el PCE. Finalmente, en junio se celebrarían las primeras elecciones al parlamento desde febrero de 1936.
Eurocomunismo: una nueva versión del viejo reformismo
En medio de toda esta vertiginosa sucesión de acontecimientos, Santiago Carrillo dio un paso más en su renuncia al marxismo con la publicación de su libro ‘Eurocomunismo' y Estado. La presentación del libro se realizó en el "prestigioso" Club Siglo XXI y corrió a cargo de Fraga Iribarne, quien se deshizo en elogios del texto del entonces secretario general del PCE: "ha tenido una resonancia ilimitada porque con más decisión intelectual que ninguno de los otros revisionistas de los dogmas marxistas ha rebasado no sólo el estalinismo, sino también el leninismo". Tampoco se cortó en alabar al propio Carrillo: "...he entrevisto en él a un español, con las virtudes y los defectos de la raza, bastante bien plantados"6.
Lo cierto es que tras el rebuscado nombre de Eurocomunismo no hay otra cosa más que el viejo programa reformista de siempre. De todas las viejas ideas socialdemócratas que el libro de Carrillo trata de actualizar hay que destacar, por su mezquindad intelectual, una por encima de todas: el falso argumento de que leninismo y estalinismo, en el fondo, son la misma cosa. Tras sacar de contexto diversas citas de Lenin sobre la democracia, caracterizándolas de exageradas, unilaterales, excesivas, confusas y hasta absurdas, Carrillo concluye: "No considero aventurado pensar que algunas opiniones de éstas han conducido a los discípulos de Lenin -incluidos durante un tiempo nosotros mismos- a subestimar el valor de la democracia y a pasar por alto ejemplos visibles de su vulneración, y esto sin referirme ya a las aberraciones monstruosas del estalinismo"7.
¡Cuánta manipulación! El concepto de democracia obrera leninista es claro y diáfano, y está enunciado de forma detallada en un libro genial, El Estado y la revolución: elección directa y revocabilidad de todos los representantes de los trabajadores; ningún funcionario del Estado obrero percibirá un salario superior al de un trabajador cualificado; ningún ejército permanente sino el pueblo en armas y la realización de todas las tareas de la administración del Estado de forma rotativa por parte de toda la población. ¿Qué tiene esto que ver con los regímenes estalinistas del llamado socialismo real? ¿Por qué Carrillo ocultaba en 1977 el ideario leninista mientras durante décadas justificó todos los crímenes del estalinismo?
NOTAS
1. Informe Central de Santiago Carrillo a la II Conferencia Nacional del PCE, incluido en el libro España: democracia o fascismo, página 58, editorial Democracia y socialismo, México 1976.
2. Manifiesto Programa del PCE reproducido en el libro España: democracia o fascismo, página 115, editorial Democracia y socialismo, México 1976. Las conclusiones del Manifiesto Programa contrastaban con la idea de un cambio radical de sistema que ganaba extensión entre las masas día a día y sector a sector. Unas ansias de cambio de una profundidad y potencia capaces de penetrar incluso en las filas de la Iglesia y el Ejército, durante largo tiempo instrumentos claves de dominación para la dictadura. En agosto de 1974, un grupo de oficiales y suboficiales jóvenes, influenciados por la Revolución de los Claveles, fundó en la clandestinidad la Unión Militar Democrática. En muchos barrios se hizo familiar la figura del cura obrero, que se convirtió en un activista de muchas luchas hasta el punto de ceder su parroquia para reuniones clandestinas de trabajadores y de partidos de izquierdas.
3. Discurso de Dolores Ibárruri recogido en el libro España: democracia o fascismo, página 79, editorial Democracia y socialismo, México 1976.
4. Ignacio Gallego, Desarrollo del Partido Comunista, página 238, Colección Ebro, París 1976.
5. En el esquema político de los dirigentes del PCE era imposible encontrar condiciones favorables para la revolución socialista. Cuando en mayo de 1968 diez millones de obreros franceses ocuparon las fábricas y abrieron una auténtica crisis revolucionaria, Santiago Carrillo manifestó: "En Francia no existían todavía las condiciones objetivas y subjetivas para llevar la huelga nacional a sus últimas consecuencias, es decir, al establecimiento de un poder político antimonopolista que abriera la vía al socialismo" (Santiago Carrillo, La lucha por el socialismo, hoy, recogido en el libro Hacia un socialismo en libertad, página 51, editorial CENIT, Madrid 1977). Parece lícito preguntarse: ¿cuándo existirían para estos dirigentes condiciones objetivas para la transformación socialista de la sociedad?
6. El País, 28 de noviembre de 1977.
7. Santiago Carrillo, ‘Eurocomunismo' y Estado, página 115, editorial Grijalbo, Barcelona 1977.
Bárbara Areal
miércoles, 14 de enero de 2009