En las elecciones de 2007, fue elegido por la mayoría absoluta de la conservadora ciudad, que pasó por alto que Macri fue aliado del neoliberal Carlos Menem y no son pocos los que aseguran que su fortuna no la obtuvo de forma transparente.
Entre sus votantes quizá hayan pesado las promesas electorales de erradicar buena parte de las villas trasladando a su población a zonas periféricas o alejadas del centro. Los 40 mil habitantes de la Villa 31, Retiro, la más conflictiva, saben que esa zona es muy codiciada por las empresas inmobiliarias, que han hecho multimillonarias obras en la zona portuaria lindante con la villa.
Para los más pobres, sería repetir la triste historia que vivieron bajo la dictadura militar, cuando el intendente brigadier general Osvaldo Cacciatore implementó una política de erradicación violenta: las topadoras llegaban por la noche, derribaban las viviendas y los dejaban en las afueras de la ciudad, perdidos en lugares que desconocían.
La terrible frase de Cacciatore (“Debemos tener una ciudad mejor para la mejor gente”) parece haberse convertido en la consigna de la nueva derecha argentina. Pero ahora los habitantes de las villas no están dispuestos a volver a ser objeto de persecución.
Cualquier familia de las villas conoce la historia: de los 60 mil habitantes con que contaba la Villa 31 antes de la dictadura, en 1979 sólo quedaban 46 familias. Con el retorno democrático, en 1984, fueron regresando al barrio que cuenta ya con 40 mil habitantes.
Macri pretende primero que nada frenar el explosivo crecimiento: las 14 villas de Buenos Aires, nacidas en los intersticios de la ciudad opulenta, crecieron en el último año y medio en 30 por ciento hasta albergar a 235 mil personas.
Más difícil va a ser erradicar la memoria de luchas y la cultura villera, ambas tejidas en torno a las figuras de los “curas villeros”, y muy en particular la del padre Carlos Mujica, miltitante peronista que resultó el primer asesinado por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) el 11 de mayo de 1974. La Villa 31, donde predicó y vivió, fue formada por los obreros portuarios desocupados a raíz de la crisis de 1929. Son 15 hectáreas públicas entre el puerto y una de las grandes estaciones ferroviarias que conecta con el norte del país.
A fines de los años 50 había ya seis barrios y una coordinadora que agrupaba a los delegados y que daba forma a la organización social.
Las villas fueron cuna de una generación de militantes populares, por eso la dictadura y los paramilitares se ensañaron con sus pobladores.
No pudieron doblegarlos porque en cada villa existe una amplia red de base de comedores, clubes deportivos, centros sociales y culturales, y un extenso tejido de contrapoder popular manzana por manzana. Hoy la mayor parte de sus habitantes son paraguayos, bolivianos y argentinos emigrados de las provincias del norte, los “cabecitas negras” que tanto desprecia la oligarquía porteña.
Desprecio que apenas consigue encubrir un profundo temor a los pobres organizados y conscientes. Por algo Macri, fiel representante de la cultura de los de arriba, se declaró admirador de Cacciatore.
Temen, por ejemplo, a una indoblegable cultura villera que es capaz de sostener la vida de cientos de miles en base a la ayuda mutua y la reciprocidad, que son la argamasa de una riquísima vida colectiva que los de arriba se empeñan en descalificar como ilegal e imbricada con el narcotráfico.
Una buena muestra de la potencia de esa cultura es que todas las iglesias, capillas y parroquias que existen en las villas, o sea decenas de edificios, han sido construidas en minga, trabajo colectivo, luego de agotadoras jornadas de trabajo como peones de la construcción y en el empleo doméstico.
Esas iglesias son verdaderos centros de vida, espacios para el rezo pero también para la comida colectiva, el trabajo escolar o la recuperación de jóvenes adictos, donde muchos villeros colaboran sin recibir ninguna compensación material, siempre bajo la mirada serena de enormes murales del padre Mujica y de otros mártires villeros.
La fuerza de los de abajo ha sido comprendida por los curas villeros. El 11 de junio de 2007, 15 sacerdotes de siete villas emitieron un documento (Reflexiones sobre la urbanización y el respeto por la cultura villera) que es una de las piezas políticas más profundas sobre la vida de los de abajo.
Con el objetivo de frenar la ofensiva de Macri, se empeñan en mostrar los aspectos positivos de sus barrios: destacan los valores de fraternidad existentes en las villas frente a la adoración del dinero de la cultura dominante; o el uso del espacio público para tejer vínculos frente a la mercantilización de la tierra urbana.
Contra cualquier tentación vanguardista, sostienen que la villa “no es un lugar sólo para ayudar, es más bien el ámbito que nos enseña una vida más humana”. Respecto a la cultura villera, hacen un aporte que ilumina la realidad de muchas periferias urbanas del continente: “Valoramos la cultura que se da en la villa, que surge del encuentro de los valores más nobles y propios del interior del país o de los países vecinos, con la realidad urbana.
La cultura villera no es otra cosa que la rica cultura popular de nuestros pueblos latinoamericanos”.
La potencia de esta cultura forzó al gobierno de Macri a pactar una tregua para evitar los continuos cortes de autopistas que se registraron en noviembre. Tregua frágil porque el poder aspira a convertir las villas en carne de especulación inmobiliaria.
Y porque esa cultura no se deja, pacta con los de afuera, de derecha o de izquierda, para ganar tiempo mientras sigue afianzando la organización de base. En tanto, para los pobres de las periferias urbanas de América Latina pueden ser un punto de referencia.
Raúl Zibechi