Educación y lucha de clases.
Frente a estas dos concepciones de contenidos tan opuestos,
que podríamos encarnar en los nombres de Gentile y
Lunatcharsky, vimos en la clase anterior que otra corriente
de la nueva educación se esforzaba en tomar una actitud
intermediaria. Entre el fascismo de la burguesía y el
socialismo del proletariado, aspiraba a crear una educación
que no tuviera que ver ni con uno ni con otro. ¿A qué clase
social interpreta esa corriente? Es lo último que nos falta
investigar. Cuando se escucha a los teóricos de la burguesía
no puede haber muchas dudas respecto a lo que quieren; no
las hay, y mucho menos, en las francas palabras del
proletariado. Pero al ponernos en contacto con estos nuevos
teóricos, cuyo nombre representativo podría ser lo mismo
Spranger que Wyneken, todo se vuelve indeciso, confuso,
vacilante. Se tiene por momentos la impresión de que
sospechan algo de lo que en el mundo está ocurriendo, pero
que prefieren mejor no saberlo del todo. O para decirlo en
el lenguaje de un lector de la Revista de Occidente,
aquellos teóricos perescrutan el drama de parturición que
presenciamos sin haber logrado todavía su propia
Weltanschaung... Desarraigados de un sistema de
convicciones, no están todavía instalados en otro. Se
sienten por lo mismo como seres sin quicio y se forman sobre
todo lo que observan, opiniones que bizquean. Saben, por
ejemplo, que la historia cambia y que las sociedades se
transforman, pero como les asusta admitir la lucha entre las
clases se contentan a la sumo con la lucha entre las
generaciones. Saben también que las religiones son formas
subalternas hace rato superadas, pero como no se animan a
conducir hasta el fin su pensamiento, se detienen en una
religiosidad sin religión, que es como decir una humedad sin
agua. Ambigua situación que los obliga a reconocer en el
Universo la existencia de un irracional, de una finalidad o
de un elan que es a la postre otras tantas maneras de volver
aceptar un Dios de barbas blancas. Como no saben ni se
atreven a dar respuesta franca a ninguna de las grandes
cuestiones más urgentes, aseguran que la problematicidad
está en el centro de todo lo que existe, y que la filosofía,
después de haberse fatigado en los grandes sistemas, debe
abrazarse ahora a las aporías.
Si algún término de altísimo linaje puede revelar la
recóndita angustia de esos teóricos, ahí está precisamente
ese nombre que viene de Aristóteles. Aporía significa
etimológicamente, sin camino. Plantear problemas abiertos en
vez de problemas cerrados; indagar sin resolver, he ahí en
el plano filosófico la consecuencia de esa otra
incertidumbre más fundamental que reside en hallarse
precisamente sin camino. Trágica situación, que aunque lleva
nombre griego no disimula en lo más mínimo las raíces
económicas de la clase social que allí se angustia. Porque
entre la burguesía que marcha hacia la muerte y el
proletariado que sabe con igual certidumbre que los destinos
de la humanidad están entre sus manos, hay otra clase social
de caracteres híbridos, de contornos ambiguos que nunca sabe
a ciencia cierta lo que quiere. Tironea de un lado por la
burguesía, atraída del otro por el proletariado, la pequeña
burguesía constituye una clase turbia, indecisa y vacilante.
Aplastada por la gran burguesía, la pequeña no desaparece de
acuerdo a una línea gradualmente descendente. Se mueve entre
contradicciones y tiene por lo mismo una marcha en zig-zag.
La fuerza que la oprime es la producción en gran escala que
periódicamente desaloja a los pequeños capitales: malos
tiempos entonces que hacen del pequeño burgués un
proletario. La fuerza que la eleva es la desvalorización
periódica del gran capital motivada por el envejecimiento de
las máquinas y de las técnicas: excelente época para la
pequeña burguesía que levanta cabeza durante un corto tiempo
hasta que el gran capital la obliga en breve a doblegarse.
Burgués unas veces, proletario otras, el pequeño burgués
vive perpetuamente sentado entre dos sillas: rechazado por
la burguesía en la cual desearía entrar, atraído por el
proletariado en el cual teme caer. Abierto a las
innovaciones, pero deseoso de implantarlas dentro de la
ponderación, el pequeño burgués no alcanza a comprender que
la educación no es un fenómeno accidental dentro de una
sociedad de clases, y que para renovarla de verdad se
necesita nada menos que transformar desde la base el sistema
económico que la sustenta. Tal perspectiva lo horroriza y no
puede entrar en sus planes para nada, pero como no es sordo
a las voces de su tiempo prefiere creer que dentro del
capitalismo se llegará mediante retoques paulatinos a
transformar la sociedad. Algunas conquistas aparentes le dan
a veces una sombra de razón: en determinadas circunstancias,
cierto es, la burguesía puede verse obligada a oportunas
concesiones con el objeto de desarmar algunas amenazas. Pero
esas retiradas prudentes que no comprometen jamás sus
intereses vitales se transforman en instantáneas ofensivas
cuantas veces se siente peligrar. Creer, por lo tanto, que
con pequeños retoques en la educación se podría cambiar la
sociedad es no sólo una esperanza absurda, sino socialmente
mucho peor: una utopía que resulta a la postre reaccionaria
porque encalma o entibia las inquietudes y las rebeldías con
la ilusión de que el día en que el Estado se autolimite, el
día en que el Estado se desprenda graciosamente de la
educación, ese día será el de la natividad del hombre nuevo.
Al pretender para la escuela una región imposible por encima
de las clases, la pequeña burguesía la entrega de hecho
maniatada a las más oscuras fuerzas del pasado.
Signos bien elocuentes están mostrando ya la tendencia que
la empuja a la derecha. El discurso en que Kerschensteiner
anunció la escuela del porvenir, ¿no fue pronunciado en la
iglesia de San Pedro, en Zurich? La escuela activa de que
tanto habla el bueno de Alfredo Ferrière, ¿no enseña también
a ver en la gendarmería y el ejército los protectores y
guardianes de la sociedad y la familia? Gaudig, el autor de
La escuela al servicio de la personalidad en desarrollo, ¿no
afirma que para que esa personalidad se realice es menester
que la escuela esté de acuerdo con el Estado unificador y
con la iglesia moralizadora? La patética señora Montessori,
después de arrojar de su ciudad educativa a los gnomos y a
las hadas porque las cosas de la fantasía ayudaban en muy
poco a la mentalidad de sus discípulos, ¿no nos ha venido
después con que lo fantástico de la religión, lejos de
extraviar al niño le es más bien beneficioso? William Boyd,
para quien los programas escolares deben plantearse siempre
en términos del universo, ¿no nos había dicho siempre en la
Quinta Conferencia de Eltimore, que ese universo dentro del
cual puede el niño realizarse supone vivir en la cooperación
como miembro del reino de Dios, en vivir para realidades
invisibles?
Sería un crimen contra el sagrado misterio del alma infantil
-se dice- llevar hasta ella nuestras preocupaciones y
nuestros odios. Y mientras hasta en el más escondido rincón
de la sociedad capitalista todo está construido y calculado
para servir a los intereses de la burguesía, el pedagogo
pequeño burgués cree que pone a salvo el alma de los niños
porque en las horas que pasa por la escuela se esfuerza en
ocultarle ese mundo tras de una espesa cortina de humo. ¿No
están sin embargo, los intereses de la burguesía en los
textos que el niño estudia, en la moral que se le inculca,
en la historia que se le enseña?
La llamada neutralidad escolar sólo tiene por objeto
substraer al niño de la verdadera realidad social: la
realidad de las luchas de clases y de la explotación
capitalista; capciosa neutralidad escolar que durante mucho
tiempo sirvió a la burguesía para disimular mejor sus
fundamentos y defender así sus intereses. Para un niño que
asiste a cualquiera de nuestras escuelas ¿cuál es, por
ejemplo, la causa de la desocupación? Si reúne las mil
explicaciones que ha recibido través de las fábulas lecturas
libres, conversaciones de moral, etc., llegará a estas
conclusiones. No tienen trabajo: 1º) los obreros que no
quieren trabajar; 2°) los malos obreros; 3°) los que no
conocen bien su oficio; 4°) los que están siempre
descontentos con el patrón; 5º) los que se dan al
alcoholismo...
Cada lección de literatura, o de derecho, de sociología o de
economía ¿no concurre a demostrar con insistencia
infatigable que es necesario, absolutamente necesario, que
subsista y se afiance la sociedad capitalista? Las horas que
el niño pasa en la escuela significan, además un momento de
su vida, y sería ridículo creer que ni en el mejor de los
casos podrían contrarrestar la enseñanza infinitamente más
tenaz y organizada de la calle, del hogar, del cine, de la
radio, del teatro, de la prensa.
Al plantear el problema de por qué los movimientos obreros,
cuando no están nítidamente conducidos, se impregnan con la
ideología de la burguesía, Lenin contestaba: Por la sencilla
razón de que la ideología burguesa, por su origen, es mucho
más antigua que la proletaria, porque está estructurada por
múltiples costados, porque dispone de medios de difusión
incomparablemente más numerosos. Lo que Lenin decía del
movimiento obrero se puede superponer punto por punto al
movimiento pedagógico. Respetar la libertad del niño dentro
de la sociedad burguesa equivale ni más ni menos que a
decir: renuncio a oponer la más mínima resistencia a las
influencias sociales formidables y difusas con que la
burguesía lo impregna en su provecho. Y no se venga después
con que es posible luchar contra esas fuerzas quitando a los
chicos los juguetes guerreros, corrigiendo este o aquel
libro de historia, enviando cartitas amistosas a los niños
del Japón o celebrando el día de la buena voluntad.
Cuenta Frolich en sus Recuerdos que Pestalozzi se opuso
durante muchos años a que su propio hijo ingresara en una
escuela porque la naturaleza -decía- es la que todo lo hace.
Un día, con gran asombro suyo, se encontró con que el chico
sabía leer y escribir. Aunque su candor llegaba a lo
fantástico, no se atrevió a acatar este milagro. Cuando pudo
averiguar, descubrió que a escondidas suyas, su propia
esposa lo había enseñado a leer... No de otro modo la
burguesía gusta comportarse también con los maestros:
mientras éstos creen que reciben en sus manos el alma virgen
de los niños, la burguesía ya ha enseñado a escondidas a
esos mismos niños, lo que ella quiere que sientan y que
crean.
A la burguesía le conviene fomentar en los maestros la
ilusión desdichada de que son apóstoles o misioneros a
quienes entrega sin condición la enseñanza de sus hijos.
Todo educador puede considerarse como sacerdote, escribe
Jorge Kerschensteiner y luego de analizar sus rasgos
psicológicos más típicos, añade que es la candorosa
infantilidad la virtud fundamental del educador. El
verdadero educador -continúa después- debe tener además una
fe viva en lo divino de los principios fundamentales de la
conciencia. El sol de su fe en los valores eternos no le
permite nunca desalentarse, sino esperar siempre. ¡Qué
sentimiento, aparte del religioso, podrá ser más conveniente
que éste para el educador que tantos contratiempos tiene que
arrostrar! Conducir al hombre, como portador consciente de
los valores eternos, a un sentido de la vida, equivale a
erigirse en instrumento del Eterno para la realización de
dichos valores. Un apóstol sufrido y candoroso que soporte
tranquilo la miseria y el hambre, porque cuanto más hambre y
miseria más diáfano será el apóstol, he ahí un ideal que la
burguesía tiene particular interés en difundir. En directo
contacto con las masas populares sería peligroso que el
maestro llegara a comprender que también es un obrero como
los otros, y como los otros, explotado y humillado. ¡Qué
procedimiento más refinado, en cambio convertir su propia
miserable situación en la virtud más excelsa de este
venerable instrumento del Eterno! Pero que no se le ocurra
al instrumento venerable del Eterno pronunciar la más mínima
palabra que contraríe los intereses de los amos. La reacción
más brutal caerá de inmediato sobre su cabeza, y si el
candor que es su virtud no ha hecho de él irremediablemente
un pobre diablo, comprenderá recién todo lo que había de
falso y miserable en las adulaciones intencionadas de que
había sido objeto.
En una comedia titulada Las Báquides, Plauto representa a un
joven libertino que quiere arrastrar a su maestro a casa de
una de sus amantes. El maestro resiste y moraliza, pero
cuando ha terminado de hablar, el discípulo se contenta con
decirle: ¿Quién es aquí el esclavo, yo o tú?, y el maestro,
que nada tiene que objetar, acompaña a su alumno murmurando.
Crudas palabras de una rudeza sangrienta, pero que ni los
maestros más insignes han dejado de sufrir; desde
Aristóteles, que se las escuchó a Alejandro, y desde Fenelón
que se las oyó al duque de Borgoña, hasta los maestros de
nuestros días frente a sus ministros respectivos. Ochenta
años después de que el ministro prusiano von Raurer afirmara
que la preparación del magisterio no debía sobrepasar
esencialmente el saber popular, un ministro socialista
belga, Jules Destrée, en un llamamiento fechado en febrero
de 1920, aseguraba que el interés de la escuela limita en
los maestros el ejercicio de los derechos políticos. Y como
si este texto no fuera suficientemente claro, el ministro
liberal Vauthier, con fecha 7 de febrero de 1928, no sólo
recordaba y aprobaba las anteriores palabras de su colega
socialista sino que agregaba este párrafo de lógica no muy
impecable, pero de intención transparente: La sociedad
moderna no conoce el delito de opinión y yo atentaría contra
la conciencia humana negando a los funcionarios el derecho
de adherirse en su fuero interno o de expresar en la vida
privada su adhesión intelectual a concepciones sociales o a
formas políticas que yo mismo rechazo. Pero el maestro que
públicamente, por la palabra o por la prensa... proclame sus
simpatías por doctrinas que sean la negación y la antítesis
del orden moral y social que hemos adoptado... ése no podrá
ser al mismo tiempo propagandista de sus convicciones y
servidor del Estado: ése tendrá que elegir. ¡Adiós al
sacerdote y el apóstol con su candor casi infantil! Si el
instrumento del Eterno no se conduce, dentro de la escuela y
fuera de ella, exactamente como la burguesía quiere, ya sabe
a ciencia cierta lo que tiene que elegir.
El Anti Sedition Bill, aprobado en junio de 1922 por el
gobernador del Estado de Nueva York obliga a los profesores
de cualquier categoría o escuela a obtener un certificado
del comisario de Educación declarándole leal y obediente
hacia el gobierno de aquel Estado y de los Estados Unidos,
para lo cual es preciso que el profesor no haya preconizado
en forma alguna ningún cambio en el gobierno de la nación.
Al estudiar la educación en Roma vimos que Eumenes elogiaba
el celo con el cual el emperador escogía los profesores como
si se tratase de proveer de jefe a un escuadrón de
caballería o a una cohorte pretoriana. A través de los
siglos la comparación no ha perdido nada de su terrible
exactitud. Mientras no desaparezca la sociedad dividida en
clases, la escuela seguirá siendo un simple rodaje dentro de
un sistema general de explotación, y el cuerpo de maestros y
profesores, un regimiento que defiende como el otro los
intereses del Estado.
Más franco que todos sus predecesores, el tirano argentino
Juan Manuel de Rosas dejó bien esclarecidas las relaciones
efectivas del Estado con la Escuela. Cuando en 1842 la
oposición contra la Tiranía recomenzó, el Señor Restaurador
creyó ver en las escasas escuelas que había autorizado,
focos sospechosos de agitación y rebeldía. Con un gesto
digno de él, nombró desde entonces al jefe de Policía
director de la enseñanza primaria...
El jefe de Policía, director de la enseñanza primaria. El
hecho vale la pena de que se nos quede prendido en el
recuerdo.
Anibal Ponce
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