Seminario por el reagrupamiento de la izquierda y los luchadores |
Documentos presentados por la Corriente Praxis |
I- Nuevos desafíos para la izquierda latinoamericana II- Apuntes sobre la coyuntura nacional y las tareas de la izquierda III- Aportes para la refundación y el reagrupamiento de la izquierda I- Nuevos desafíos para la izquierda latinoamericana Crisis y recomposición Un diagnóstico del estado actual puede trazarse a condición de entender los distintos planos que constituye su análisis. Desde una perspectiva histórica asistimos desde hace tres décadas a una ininterrumpida ofensiva del capital. Una ofensiva de largo plazo, que es imposible de soslayar y que se ha caracterizado por una redefinición general de las formas en que se estructuran las relaciones del capital y el trabajo, los estados y las clases, la expansión nunca antes vista de la mercantilización de la vida social, extendiendo la lógica de la acumulación de capital a esferas cada vez más amplias, la privatización de los espacios públicos conquistados por las luchas sociales, y la derrota de los proyectos emancipadores y revolucionarios que habían marcado la historia desde 1917. Nunca como antes las tradiciones socialistas y proyectos de emancipación social han sido eliminados del horizonte de los explotados. Sin comprender estas nuevas condiciones del estado actual de la sociedad es imposible recrear un proyecto auténticamente comunista, y es imposible acertar en las tareas que tenemos por delante. Es en este cuadro general que deben inscribirse las nuevas tendencias mundiales de resistencias, rebeliones y renacimiento de las luchas populares caracterizadas por una recomposición de las capacidades de respuesta a las políticas neoliberales y guerreristas del imperialismo y las clases dominantes. Ofensiva que está marcada por contradicciones inherentes al propio desarrollo de las fuerzas productivas mundiales que ha devastado zonas enteras, ha creado una crisis ecológica de envergadura y agudiza los procesos expropiatorios de las capacidades autónomas de los explotados. Son respuestas a la crisis de civilización que el capitalismo mundializado con sus avances tecnológicos ha extendido por todo el globo. Las movilizaciones de cientos de miles de jóvenes contra la globalización capitalista y la guerra permanente, las luchas del proletariado europeo contra el recorte de conquistas, la respuesta de la juventud contra las nuevas formas de precarización laboral, así como la emergencia de los movimientos de lucha de los inmigrantes, entre tantos otros movimientos de lucha democráticas y radicales; la resistencia del pueblo irakí a la invasión imperialista y las rebeliones populares en América latina son sólo algunas de las expresiones más visibles de este proceso de recomposición y de resistencias. Las contradicciones del proceso latinoamericano En este arco iris América Latina se ha revelado como la región más avanzada políticamente y donde la correlación de fuerzas en algunos países es más favorable a los explotados. Presenciamos un giro político anti-neoliberal en la opinión pública mayoritaria en diversos países, donde los viejos partidos nacionalistas o populares que se reciclaron como instrumentos dóciles de la políticas neoliberales se han visto desacreditados, y los regímenes en los que se sostenían, muy deslegitimados. En países como en Bolivia y Venezuela, las luchas de masas tienen el potencial de plantearse objetivos ofensivos. Las crisis y derrumbes presidenciales, en muchos casos pudieron ser canalizadas institucionalmente sin que las clases dominantes se vean obligadas a realizar grandes concesiones, lo que nos remite al cuadro general de retroceso de las alternativas revolucionarias, que le permitió a los partidos capitalistas conservar el poder político, mientras que en el sentido común de los explotados ni siquiera estuvo como posibilidad. Las corrientes autonomistas que florecieron durante estos años constituyeron una especie de racionalización de esas debilidades intrínsecas del movimiento popular, y establecieron como ideario la “no toma del poder”. Procesos desiguales Mientras que países como Argentina y Ecuador, así como Bolivia, vivieron levantamientos y derrumbes gubernamentales que dejaron situaciones más inestables, en otros como Brasil y Uruguay, los partidos populares como el PT y el FA (Frente Amplio) lograron encauzar en forma institucional y electoral el descontento popular con el régimen. Ellos han constituido gobiernos neoliberales que, más allá del peso específico de Brasil como potencia regional y una clase industrial nativa que confronta con el ALCA, en lo esencial son sumamente confiables para el imperialismo. Por otra parte, los gobiernos nacionalistas de izquierda como el de Chávez y en ese camino parecería ser el de Evo Morales, responden a los fenómenos más avanzados de la lucha de clases continental. Estos gobiernos aunque se mantienen en el marco del capitalismo, otorgan concesiones populares, y para lograrlo se apoyan en el movimiento de masas para confrontar con el imperialismo y presionar a la derecha y las clases dominantes locales. Existen otro grupo de países que se mantienen incondicionales al imperialismo norteamericano, quienes frente al fracaso del ALCA como proyecto regional han firmado Tratados de Libre Comercio bilaterales, y acuerdos de cooperación militar, incluso de instalación de bases militares. Entre los más significativos se encuentran los gobiernos de Uribe en Colombia y Duarte Frutos en Paraguay, así como también Fox en México y Toledo en Perú, sin olvidar a Bachelet en Chile. De conjunto, este nuevo mapa político parece inaugurar una nueva relación de fuerzas con el imperialismo, que no controla totalmente la región a través de gobiernos “títeres” como sucedía en los 90. Existen, como vimos, desigualdades regionales y el imperialismo sigue manteniendo una presencia importante en la región, pero de conjunto ha retrocedido con relación a la década pasada. Esta situación es la que impide a Estados Unidos avanzar con el ALCA, al cual se oponen gobiernos centroizquierdistas como el de Kirchner y Lula, aunque al mismo tiempo han colaborado con tropas en la invasión estadounidense de Haití y son aliados del imperialismo en su política de “estabilidad” regional, como se ha demostrado reiteradamente en las crisis bolivianas. Por su parte, el peso significativo que fue adquiriendo Chávez como líder regional, que mantiene una política exterior independiente del imperialismo, es algo que incomoda seriamente a los Estados Unidos, así como su acuerdo defensivo con Cuba, que luego de la más absoluta soledad durante todos los noventa y las dificultades del período especial, vuelve a establecer alianzas defensivas frente a la agresión constante del imperialismo. En el caso de la integración regional, la discusión sobre el ALBA (Alternativa Bolivariana para la América) lanzada por el gobierno venezolano, más allá de sus limitaciones estratégicas, tiene el mérito de confrontar con el ALCA imperialista (lo que se demuestra en que el gobierno dio por muerta a la CAN luego de que Colombia y Perú firmaran los TLC con EEUU), y es distinto al MERCOSUR que ha sido un instrumento al servicio de las transnacionales y que ha terminado casi en un colapso por la propia competencia entre las burguesías nacionales, donde algunas parecerían actuar como sub-imperialismos, como puede observarse en la presión y el rol reaccionario ejercido por Brasil frente a la nacionalización hidrocarburífera boliviana. Puede resultar interesante para la izquierda revolucionaria abordar el debate sobre el ALBA, que es la propuesta regional más avanzada, en el sentido de que una verdadera integración latinoamericana debe hacerse como parte de un proyecto anticapitalista de los explotados, que resulta incompatible con una alianza con las clases dominantes y los gobiernos capitalistas de la región. Nacionalismo de izquierda y socialismo revolucionario El surgimiento de gobiernos nacionalistas de izquierda en la región, expresa un cambio político fundamental en América Latina. Las dinámicas que se dieron en Bolivia y Venezuela son muy distintas. En el primero han tenido un protagonismo fundamental los movimientos campesinos y populares de masas mientras que en Venezuela el proceso revolucionario se da más “por arriba”, dependiendo en un mayor grado de la iniciativa estatal, y donde las masas han aparecido sólo en momentos de crisis excepcional, como en 1989 en el Caracazo, frente al golpe militar fallido en el 2002 y un sector de los trabajadores frente al paro petrolero del 2002-2003. Pero ambos representan el resurgir de un nuevo movimiento de carácter antiimperialista como fenómeno político verdaderamente nacional. Estamos en presencia de un proceso democrático, nacionalista y antiimperialista. Y lo que no es poca cosa, presenciamos un amplio espectro de sectores anticapitalistas avanzados. Las medidas de defensa nacional elementales (y por supuesto insuficientes) que han tomado los gobiernos de ambos países no tiene tanta importancia económica cuanto política, y todo esta dinámica ha favorecido la emergencia a la vida política nacional de masas campesinas, obreras y populares de extraordinaria amplitud. En Bolivia el movimiento popular, donde los campesinos e indígenas juegan sin lugar a dudas un papel central, ha logrado poner a un “indígena presidente”, aumentar la renta petrolera, y ahora una Constituyente y el reparto de tierras. En Venezuela, aunque existe un menor nivel de auto-actividad de masas, han aparecido las organizaciones democráticas en los barrios populares, se viene dando un proceso de reorganización del movimiento obrero en el seno de la nueva central, la UNT y los campesinos tienden a elevar su nivel de organización. La idea de que el proceso venezolano con la asunción al poder de Chávez y el liderazgo de masas que ejerce es una ‘distorción’ o un ‘desvío’ de un genuino contenido socialista implícito, no toma en cuenta la dinámica real del proceso, que de manera dogmática se pretende encajar en el lecho de Procusto de una ‘lógica’ política en la cual la realidad tiene que coincidir. La idea de que masas revolucionarias dispuestas a la toma del poder son desviadas de su camino por una suerte de conspiración de la burguesía encarnada en Chávez, presupone la existencia de esas masas revolucionarias tal como era el proletariado ruso de 1917 o el español de los años 30. Nada de eso se ajusta a la situación actual. Lo mismo puede decirse de la identificación mayoritaria de la clase obrera con Chávez. La construcción a priori de una identidad de clase ideal que surgiría de una localización estructural, impide frecuentemente comprender la formación histórico-concreta de esa identidad. Si las identidades actuales son consideradas en un todo como falsas, necesariamente debemos sustituirlas por una verdadera, incapacitándonos para encontrar en el mismo movimiento de la historia los nudos por los cuales los hombres pueden avanzar en su liberación. La externalidad de un pensamiento así salta a la vista. Su correlato analítico es deducir de ellas un cúmulo de pura irracionalidad (frente populismo, colaboración de clases, falsa conciencia) que exige una intervención pedagógica (hacerles hacer la experiencia) para abrirle a los ojos a las masas y que rompan con Chávez. Entre la conciencia revolucionaria ideal y su correspondiente ubicación de clase, la conciencia actual sólo sería una pura experiencia equivocada. En verdad lo que se observa son todo tipo de conciencias imperfectas que desde el punto de vista de intereses históricos socialistas pueden ser equivocadas o unilaterales, pero que en el momento histórico preciso parecen ser las más adecuadas dadas las opciones existentes. Las idea de “opciones bajo presión” a la que hacía referencia el marxista inglés Raymond Williams, invita a no denunciar y cancelar las inconsecuencias o imperfecciones que nacen de las clases subalternas, sino a entenderlas y encontrar en ellas las raíces de su desenvolvimiento histórico. Comprender esta dinámica más compleja que una fórmula para todo momento y lugar, no implica abandonar ninguna bandera anti-capitalista o clasista, y mucho menos la independencia política respecto a los gobiernos nacionalistas de izquierda. Al revés, facilita la participación de un ala revolucionaria en el movimiento real de las masas y por este medio, la capacita para desplegar su propia lógica de ruptura y superación de la propiedad privada y el capital en el seno de las masas. Sin comprender los verdaderos alcances de esta dinámica la izquierda revolucionaria está condenada de antemano a la esterilidad. Si se mira con mayor detenimiento, muchas de las medidas que han adoptado estos gobiernos han constituido una nueva arena política que facilita, y no dificulta, las perspectivas de una lucha socialista. Si se compara el nacionalismo de Chávez con el de Perón las diferencias saltan a la vista. Mientras el primero inauguró en todo el continente el debate sobre el “socialismo del siglo XXI’, el segundo fue ideólogo del anti-comunismo. Mientras el primero establece una alianza defensiva con Cuba, el segundo sostenía la ‘tercera posición’. Mientras el aparato de Perón trituró a la oposición de izquierda en los sindicatos, en la UNT florecen e incluso pelean por la mayoría los sectores más consecuentes y clasistas del movimiento obrero. Analizando los gobiernos nacionalistas latinoamericanos de los años 30, en una verdadera ‘herejía’ Trotsky saludaba la valentía de las medidas del gobierno mexicano de Cárdenas y decía que “Para los marxistas no se trata de construir el socialismo con las manos de la burguesía, sino de utilizar las situaciones que se presentan dentro del capitalismo de estado y hacer avanzar el movimiento revolucionario de los trabajadores”, y recomendaba participar de las administraciones obreras de la industria nacionalizada dictadas por el gobierno. El socialismo progresará sobre la base de las conquistas políticas, ideológicas y sociales alcanzadas, nunca contra ellas. La recomendación de Trotsky parece más pertinente en la actualidad, cuando la izquierda revolucionaria tiene una escasísima influencia en el movimiento de masas. Compañeros como Orlando Chirino y Stalin Pérez Borges del PRS, están haciendo esfuerzos loables para trabajar de esta manera dentro de la Unión Nacional de Trabajadores de la cual son destacados dirigentes. La posibilidad de un desarrollo revolucionario y anticapitalista del proceso es improbable que se desencadene externamente al “bolivarianismo” como movimiento e identidad de masas. Al contrario, en realidad sólo puede ser producto de un proceso de radicalización política del mismo movimiento. Un error simétrico cometen aquellos que creen favorecer la radicalización del proceso revolucionario participando en el gobierno y en instancias del estado, perdiendo la autonomía y la independencia de clase. El gobierno de Evo Morales acaba de establecer los nuevos contratos petroleros que constituyen, más allá de sus limitaciones (está claro que no son una nacionalización sino una recuperación estatal parcial que mejora los ingresos por renta frente al capital privado) una conquista material, pero sobre todo política para las masas. No obstante su génesis es distinta que en el caso anterior, puesto que la radicalización de la lucha tanto en el octubre boliviano como en la caída de Mesa, dejó a Morales en una situación de contención del momento semi-insurreccional, pactando y siendo sostén de Mesa, o en el segundo caso, reorientando el movimiento en las calles hacia la contienda electoral. Presionado por las organizaciones de lucha, la nacionalización de los hidrocarburos lo lleva hacia planteos nacionalistas de izquierda, aunque la situación boliviana parece aún bastante abierta. Evo Morales estaría lanzando también la iniciativa de una reforma agraria, lo que ya ha desencadenado una reacción de la oligarquía oriental. Como sea, la situación parecería encaminarse hacia mayores niveles de confrontación y lucha de clases en el campo y de polarización en toda la política nacional. Profundización anticapitalista del proceso revolucionario La constitución de una fuerte izquierda clasista y anticapitalista inserta en las masas es lo que en definitiva puede evitar que los procesos políticos se detengan y sean derrotados. Los límites insalvables del nacionalismo latinoamericano para defenderse de la reacción y el imperialismo se han mostrado en todos los procesos más agudos de la lucha de clases. Ellos han demostrado el fracaso estrepitoso de su timidez e inconsecuencia en todo el siglo XX. La revolución cubana demostró en un sentido opuesto que las medidas de tipo democrático y antiimperialista pueden desarrollarse consecuentemente en la medida en que se transformen cada vez más profundamente un revolución socialista. Esto implica colocar una agenda de demandas sociales y políticas que confronten con los grandes capitalistas, sus medios, y sus agentes. Se trata de la profundización de la revolución, entendida en primer lugar como una lucha sin cuartel contra la corrupción y la burocracia sindical y de los partidos oficialistas, y en segundo lugar para tomar las medidas de expropiación y autodefensa necesarias para orientar la revolución bolivariana hacia un curso socialista y anticapitalista. En este sentido se debe confrontar contra las limitaciones estatales al pleno ejercicio del control obrero, como ha sucedido en la industrial del petróleo y electricidad, así como desarrollar la plena autonomía organizativa y de ejercicio del poder y contralor de masas frente a las jerarquías clasistas del estado. En Bolivia sucede algo similar, aunque con las diferencias obvias del caso. Significa marcar claramente las limitaciones de las medidas del gobierno y exigir el cumplimiento de la “agenda de octubre”, en primer lugar la nacionalización total de los hidrocarburos y la participación popular en una Asamblea Constituyente soberana. Se trata también de desarrollar la autodefensa de masas tanto para defender a los movimientos populares, como al gobierno mismo de eventuales intentos golpistas de la derecha y el imperialismo. Una verdadera política revolucionaria debe entonces plantear reclamos y exigencias al gobierno de Evo Morales, pero apuntando sobre todo a desarrollar demandas que ataquen en cuestiones concretas al imperialismo y la burguesía local, y colaboren al desarrollo de una conciencia anticapitalista y socialista. Son dos casos testigo y fundamentales, los nuevos test ácidos que cualquier reagrupamiento de la izquierda debe afrontar y resolver positivamente como condición de cualquier empresa mayor. II- Apuntes sobre la coyuntura nacional y las tareas de la izquierda Las condiciones económicas, sociales y políticas en las cuales se tendrá que desenvolver la actividad militante de un reagrupamiento de la izquierda están dadas fundamentalmente por la convergencia de tres fenómenos: las transformaciones estructurales consolidadas en la llamada década neoliberal, es decir entre 1991 y 1999/01; los cambios políticos y en la subjetividad del movimiento de masas operados por la rebelión popular de diciembre del 2001 y los procesos conexos de organización del activismo político y social; y las nuevas condiciones creadas a partir de la consolidación del gobierno Kirchner. Sobre las transformaciones de la década neoliberal ya se ha escrito mucho. Nos limitaremos aquí a enumerarlas, sin desarrollo alguno, simplemente para dejarlas asentadas como premisas a tomar en cuenta en nuestra actividad militante: a) Achicamiento del Estado. Es decir reducción de las capacidades de regulación y gestión económicas, así como de redistribución del ingreso nacional; b) Abandono de los rasgos de ‘estado benefactor’, es decir reducción de gastos sociales, privatización de los sistemas jubilatorios, achicamiento del empleo público; c) Extranjerización creciente el aparato productivo, de la propiedad de la tierra y los recursos del subsuelo; d) Reprimarización relativa del conjunto de la economía; e) Apertura comercial indiscriminada siguiendo los criterios que la OMC impone a los países semi-coloniales o dependientes; f) Crecimiento exponencial de los servicios bancarios y financieros dirigidos por el capital monopólico imperialista; g) Profundización de la desigualdad y la desintegración al interior del aparato productivo; h) Carga inusitada del endeudamiento externo en relación al PBI; i) Altas tasas de desocupación aún en momentos de fuerte crecimiento del PBI; j) Flexibilización laboral, trabajo en negro y reducción de la participación de los asalariados en el ingreso nacional. El Argentinazo como apertura de una nueva situación El Argentinazo ha
sido una coyuntura de fuerte crisis de este patrón de acumulación y fue
también considerado como la apertura de una nueva situación política, e
incluso de una nueva relación de fuerzas entre las clases. Siendo así
quisiéramos reiterar, en forma breve y esquemática, algunas
consideraciones: El gobierno de Kirchner. Una caracterización. El objetivo prioritario del gobierno de Kirchner era encauzar o esterilizar la rebelión popular y reestablecer la normalidad estatal, permitiendo de esta manera parámetros adecuados para el reinicio del ciclo de negocios capitalistas. Este primer objetivo ha sido innegablemente conquistado. El gobierno K no es la continuidad del Argentinazo sino su sepulturero. Sin embargo ha tenido que expropiar ciertas reivindicaciones populares para bloquear su desarrollo. Parte de esto es su retórica contra la década del 90, algunas medidas en el campo de los DDHH., su pretendida defensa de la soberanía “negociando pero con dignidad” y pagando la deuda para tener mayor libertad, etc. El gobierno K, es un gobierno netamente capitalista, de transición, que sin hacer grandes concesiones al movimiento de masas debe sin embargo cuidar las formas. Kirchner no ha producido cambios de importancia en problemas estructurales como salarios, distribución del ingreso, modificación del patrón primario exportador dependiente, recuperación de los recursos naturales, empresas privatizadas o deuda externa. Pero al mismo tiempo, debe articular sus alianzas políticas y sociales asumiendo que ha concluido la ofensiva permanente del capital y, en ese sentido, se ve obligado a realizar concesiones menores y a una utilización novedosa de elementos simbólicos y retóricos anti-neoliberales. La coyuntura actual Montado en un fuerte crecimiento económico el gobierno ha logrado asentarse, lo que abre una coyuntura donde la clave no está dada por enfrentamiento decisivos como los que vivimos en el 2001. Este crecimiento está impulsado por el lógico repunte económico posterior a un largo período recesivo y el auge exportador, fundamentalmente de la soja. La devaluación le ha dado mayor competitividad a los productos argentinos, cuestión que está indefectiblemente atada hoy por hoy a los bajos salarios relativos. La coyuntura internacional es por ahora también favorable gracias a los altos precios de los productos exportables. El gobierno se ve favorecido por un importante grado de unidad burguesa en la coyuntura, ya que, más allá de las pujas sectoriales inevitables, todos los sectores, aún los perdedores relativos, se están beneficiando del ciclo de negocios. Aprovechando esto, mediante las retenciones y el aumento de la recaudación fiscal, el Estado cuenta con una situación robusta en las cuentas públicas que le permite ciertos márgenes de maniobra. Esto no quiere decir que el gobierno no enfrente problemas y crisis políticas persistentes. El control de la inflación, el desempleo de dos dígitos, las relaciones conflictivas con parte de los productores agropecuarios y ciertos repuntes de puja redistributiva son nubarrones que Kirchner no logra despejar. Lo mismo con la crisis del MERCOSUR y el conflicto con Uruguay a propósito de las papeleras. Estos problemas parecen controlables en la medida que el crecimiento económico le permita mantener las arcas públicas llenas y un respaldo popular razonable. Tres desafíos para de la izquierda socialista 1) Fortalecer la organización de la vanguardia y tender un puente hacia las masas Como dijimos, las expectativas en el gobierno que tienen sectores de masas no parecen haber sufrido aún una degradación apreciable. De hecho es probable que Kirchner alcance un nuevo mandato presidencial en el 2007. Sin embargo, el giro a izquierda que se ha producido en sectores de masas no se ha revertido decisivamente, como podría ocurrir con una derrota contundente o la imposición de una fuerte hegemonía burguesa. El gobierno de transición actual ha logrado contener episódicamente ese proceso y en cierta medida capitalizarlo en su provecho. Sin embargo hay otro dato de gran importancia en la coyuntura: no han logrado desarticular a los distintos sectores emergentes del 2001 que siguen activando social y políticamente con orientaciones claramente opositoras al kirchnerismo. La reapertura de la crisis orgánica en los próximos años es una posibilidad real. Nada indica que las debilidades endémicas de una clase capitalista dependiente, con crisis cíclicas, endeudamiento e inestabilidad política recurrente, se hayan resuelto por una modificación de la paridad cambiaria y sin modificar ninguno de esos rasgos estructurales y los elementos de descomposición estatal que han llevado una y otra vez a la reemergencia de las masas explotadas. En esta perspectiva este activismo político y social es un punto de partida inestimable. Nuestra intervención debe apuntar en primer lugar al fortalecimiento y la unificación de estos sectores. Las tentativas de unidad y articulación del nuevo activismo político y social, en todos los planos de militancia, tienen que ser impulsadas con decisión y paciencia. Es tarea prioritaria el apoyo incondicional y el desarrollo de las luchas en curso y la unidad para recuperar las organizaciones sindicales y comisiones internas, que serán un punto de apoyo para la constitución de un movimiento obrero clasista. La unificación a escala nacional de los movimientos piqueteros, sindicatos combativos, comisiones internas, etc., en una perspectiva clasista es un desafío fundamental más allá de las dificultades para su concreción. La constitución del Movimiento Intersindical Clasista ha sido un gran paso adelante que hay que fortalecer. Pero si nuestra tarea es “construir” una mejor “relación de fuerzas” para encarar las futuras emergencias de la crisis capitalista, el segundo gran desafío es buscar tender puentes desde esta vanguardia hacia el movimiento de masas. La relación entre la vanguardia y las masas no es lógicamente la misma que en el 2001-02. Hoy es más problemática. Sin embargo la situación política hace posible que un sector avanzado del movimiento popular, con un programa y un diálogo político adecuado, logre receptividad para sus planteos en sectores muy amplios de la sociedad. Nuestra intervención debe estar dirigida entonces, a favorecer, apuntalar y desarrollar la experiencia de las masas con el gobierno, desarrollando de manera consecuente todas y cada una de las reivindicaciones populares y demostrando pacientemente la imposibilidad real de que los actuales padecimientos sociales tengan una resolución efectiva bajo el actual régimen político y social. Hay una serie de reivindicaciones programáticas que pueden cumplir un gran rol en esta tarea. En primer lugar la denuncia del techo salarial que pactaron el gobierno y la burocracia sindical de la CGT y el crecimiento económico basado en el salario deprimido, y la demanda de un ingreso acorde a la canasta familiar. Pero también el mantenimiento del esquema privatizador de las empresas y servicios públicos, así como los recursos del subsuelo, debe ser denunciado, dándole un cariz a un programa de re-nacionalización de tipo socializante y no meramente estatista burgués, mediante propuestas como el control y gestión de trabajadores y usuarios de las empresas públicas re-estatizadas. O comparando por ejemplo la actitud de Kirchner ante la Repsol con el mínimo gesto de soberanía que ha tenido el estado boliviano. Sin embargo el programa que se levante no garantiza por sí mismo la conexión con el movimiento de masas. El principal peligro de la coyuntura es justamente que las valiosas fuerzas de la vanguardia política y social tiendan a romper sus lazos con el movimiento de masas, que viene evolucionando hacia izquierda pero mantiene expectativas en la democracia burguesa en general y en el gobierno en particular. Aquí debemos evitar falsas polémicas. Está claro que toda organización de izquierda hoy debe constituirse con toda independencia y en franca oposición al gobierno de Kirchner. Esto no supone, sin embargo, que en cada intervención concreta el eje articulador sea la denuncia “con nombre y apellido” del gobierno. Por ejemplo, hemos vivido esta polémica recurrente en cada conflicto sindical. Nosotros pensamos que ese tipo de decisiones tácticas deben estar guiadas por consideraciones concretas del conflicto o la intervención política en cuestión. La premisa central debe ser orientar al movimiento de lucha, en los hechos, contra la política gubernamental y empresaria favoreciendo una experiencia de los compañeros que tienen aún expectativas. Concretamente debemos comprender que muchas veces un programa relativamente limitado, pero que sea capaz de orientar a sectores de masas contra las intenciones gubernamentales, vale mucho más que un programa revolucionario consecuente destinado a ser firmado por los ya convencidos. En algunas situaciones, como en esta, un paso adelante puede tener más valor que mil programas. 2)Un proyecto político En segundo lugar, es vital que adaptemos nuestra concepción de la lucha de clases a los cambios producidos por la avanzada del capital. La idea de que objetivamente, a partir del desarrollo de las luchas en curso y de su coordinación, se irá constituyendo una alternativa revolucionaria tiene hoy menos razón de ser que nunca. Esta idea siempre ha sido perniciosa pues degrada la necesaria intervención revolucionaria para intentar elevar la lucha inmediata en una perspectiva de conjunto anticapitalista. Degrada también el rol que históricamente las propias ideologías socialistas han tenido en la constitución de la identidad de clase, apostando todo a la conjunción de la crisis catastrófica del capital y las consignas oportunas que permitan a las masas realizar sus objetivos instintivamente revolucionarios. Esto resulta en una parodia de la actividad revolucionaria. Hoy más que nunca, frente a la enorme fragmentación social del movimiento de masas, esta perspectiva nos sume en la impotencia. Precarizada y dispersa, con sus organizaciones vaciadas y con la perspectiva de transformación social borrada del horizonte, a la clase trabajadora se le hace más difícil que antes transformar espontáneamente su lucha corporativa en cuestionamiento revolucionario. La nueva clase trabajadora sólo podrá amalgamar fuertemente su accionar alrededor de un proyecto político. Es cierto que el enemigo con su ataque muchas veces unifica, pero sólo episódicamente, ya que la diversidad de situaciones y de problemáticas produce prácticas fuertemente heterogéneas. Y esa heterogeneidad es irreductible, a menos que caigamos en un obrerismo delirante que impugna grandes experiencias creativas como las asambleas populares o los movimientos piqueteros. De no ser así, una relativa homogeneidad sólo puede darse a partir de la asunción de un proyecto político que unifique. Y en esto no hay ningún paternalismo. No negamos las tendencias anticapitalistas que surgen del devenir de las luchas sectoriales. Ni tampoco decimos que haya un grupo selecto, predeterminado, de cuadros destinados a realizar esta tarea de politización iluminadora. Pero estas tendencias deben potenciarse alrededor de un proyecto político, de una obra colectiva que avanzará mediante el ensayo y el error, producto del intercambio, la lucha y la síntesis de las distintas organizaciones políticas y sociales que se embarquen en esa tarea, junto con los nuevos sectores que despiertan a la actividad política, sindical o cultural. Hay otros compañeros que no sostienen la inmediatez revolucionaria de las luchas sectoriales pero señalan que, en la relación de fuerzas actual, hay que limitarse a objetivos reivindicativos. En este caso nos parece que no se termina de ver las escasas posibilidades de alcanzar un éxito duradero y más o menos generalizado que tienen hoy por hoy las luchas corporativas. Esto no significa que haya que abandonar la lucha en los sindicatos. Lo que ocurre es que la posibilidad de una acción corporativa y de presión de la clase obrera ha quedado limitada a una pequeña minoría de la misma. Así, una estrategia sindicalista y corporativa se convierte inmediatamente en una política que divide el frente de clase. La organización de los desocupados en forma independiente de los sindicatos, en la cual la izquierda cumplió un rol excepcional, es una de las muestras del fracaso de las viejas organizaciones sindicales dirigidas por la burocracia pro patronal. Una conducción sindical clasista tiene que articular una estrategia expansiva, que busque integrar política e incluso orgánicamente a los sectores no sindicalizados. Hemos visto algunos ejemplos de esto en telefónicos, Metrovías, ferroviarios, etc. En el transcurso de cada conflicto los sindicatos combativos deben levantar un programa políticamente “hegemónico”, es decir orientado a aglutinar detrás de sus reclamos una amplia alianza social. Así, por ejemplo, una huelga telefónica no puede dejar de establecer un diálogo con los usuarios a partir del planteo de las tarifas y la re-estatización. Más aún, las nuevas direcciones sindicales deben intervenir en conflictos políticos o sociales protagonizados por sectores no obreros que pueden adquirir gran relevancia. Es por ejemplo el caso de la enorme movilización popular concitada por el rechazo a las pasteras en Entre Ríos o la crisis política de amplias repercusiones que se viene desarrollando en la UBA ante la imposibilidad de elegir nuevo rector. Un reagrupamiento de la izquierda podría ser un gran factor de acumulación política, que interviniendo en cada movimiento, sindicato o centro de estudiantes, intente elevar las luchas inmediatas, superando lo fragmentario y corporativo, para colocarlas en una perspectiva anti-capitalista. 3) Reformular un proyecto socialista. Como militantes revolucionarios un elemento central de nuestro análisis lo deben constituir las posibilidades de articular un proyecto socialista. En este terreno debatimos muchas veces con compañeros que hacen hincapié en la crisis de los partidos y del régimen político. Así remarcan le inexistencia de grandes mediaciones y aparatos contrarrevolucionarios como los existentes durante la segunda posguerra, que sumada a las recurrentes crisis económicas del capital favorecería la emergencia de las masas y su espontaneidad revolucionaria. Es cierto que las “democracias” actuales no sólo están vaciadas de todo contenido social, sino también de la propia representación meramente formal y delegativa que los socialistas siempre hemos criticado. Los márgenes de acción de “lo político” quedaron postrados ante las leyes reguladoras del mercado y el poder omnímodo de las finanzas. Claro está que el estado, con sus fuerzas de represión, siguió siendo el gran recurso político que sustentó la dominación de clase y la reproducción del capital. Sin embargo los cambios formales que esta dominación sufrió no dejaron de tener efectos importantes. Detrás de la formulación acética de la “crisis de la política” se encuentra en realidad este vaciamiento de la política como posibilidad de intervención en los asuntos públicos promovida por el gran capital y sus corporaciones políticas sirvientes. En la nueva situación de creciente resistencia de las masas, este mecanismo tiende a convertirse en una debilidad de los explotadores. El “que se vayan todos” es la muestra más acabada del hastió popular, del “la política no sirve para nada”. Muchas rebeliones latinoamericanas demostraron, que lo que el neoliberalismo había considerado un gran triunfo, la eliminación permanentemente de las presiones populares en las decisiones de gobierno mediante el vaciamiento absoluto de sus organizaciones, podía ser un peligroso contrasentido. A la par de un debilitamiento de la “hegemonía neoliberal”, la ausencia de organizaciones prestigiosas capaces de contener las acciones de resistencia espontáneas denota una novedosa debilidad del capitalismo a escala global y un campo fértil para el desarrollo de futuras organizaciones realmente anticapitalistas y revolucionarias. Cuando hay compañeros que aquí ven una oportunidad no se equivocan. Por ejemplo, ante el surgimiento de las nuevas luchas del movimiento obrero argentino la perspectiva de construir en su seno corrientes clasistas y anticapitalistas no deberá enfrentarse como en el pasado con la fortaleza del nacionalismo peronista. Pero al mismo tiempo las ideas socialistas son más débiles que antes y el movimiento obrero parte de niveles de combatividad y conciencia notoriamente bajos. Ahí esta el problema, hay que saber ver no sólo la debilidad ajena, sino la falta de fortaleza propia. El problema es que la “crisis de la política” no nos ha pasado por al lado sino que nos pegó de lleno. El descrédito de los partidos capitalistas o de las burocracias colaboracionistas ha sido acompañado en general por un escepticismo de toda intervención política, de toda posibilidad de cambio y aún de la viabilidad y deseabilidad de cualquier organización. Por ejemplo en Argentina, es cierto que de los viejos partidos del régimen uno está destrozado y el otro no es ni sombra de lo que era y que la política electoral está basada en coaliciones inestables y evanescentes, sin capacidad de movilización y que acuden al método de la video - política. Pero es verdad también que la fuerza de las masas ha sido insuficiente para “sacarlos del medio” o incluso imponer una reformulación de esos partidos Del mismo modo, la inexistencia de grandes organizaciones obreras burocratizadas es un fenómeno contradictorio. Muestra por un lado una potencia: la posibilidad de constituir conducciones clasistas en los sindicatos tiene en frente a burocracias mucho más débiles. Pero muestra también una realidad: el movimiento obrero está menos sindicalizado que antes, se encuentra fragmentado social y políticamente, y una conciencia de clase sindical o reformista ha sido reemplazada muchas veces por la disgregación, el individualismo y la carencia absoluta de toda conciencia colectiva. Esto de ninguna manera implica negar las oportunidades reales que se han abierto en los últimos años. Pero esas oportunidades solo serán aprovechadas en la medida que seamos capaces de inspirar en amplias capas de la población el espíritu y el deseo del cambio social, de contribuir a que millones emprendan acciones colectivas por una causa social justa y sean capaces de expresar su odio a la explotación cotidiana en conciencia y organización política. De lo que se trata, en definitiva, es de recuperar la lucha estratégica por el socialismo y la revolución. Esta debe ser una tarea fundamental de un reagrupamiento de izquierda. El gobierno de Kirchner no ha clausurado la posibilidad de fortalecer una nueva izquierda socialista. Por un lado hay una cantidad de demandas inconclusas del argentinazo que deben ser usadas para propagandizar una salida socialista. Todas las demandas ligadas a la independencia nacional, como el no pago de la deuda externa, la reestatización de las empresas privatizadas y aún la de una diplomacia soberana deben ser utilizadas para demostrar la incapacidad absoluta de una burguesía parasitaria y socia menor del imperialismo en este terreno. Como hasta el propio Chávez se ve obligado a reconocer en sus discursos más izquierdistas no hay hoy un antiimperialismo consecuente sino es anticapitalista. Los problemas acuciantes como el precio de la carne y otros alimentos deben ligarse permanentemente a la necesidad de que el estado asuma el control del comercio exterior y al control de los trabajadores y la población sobre consignatarios y frigoríficos. Lo mismo alrededor de la imposibilidad de producir algún proceso de industrialización en profundidad sin atacar a los grandes propietarios agrarios e industriales, etc. La crisis de las instituciones del bipartidismo plantea la necesidad de levantar reivindicaciones de democracia radical, contra la casta política y sus podridas instituciones, que favorezcan la experiencia popular con la democracia representativa. Se trata de confrontar los límites de esas instituciones vaciadas con el deseo de la inmensa mayoría de lograr más democracia. Al mismo tiempo, en su lucha cotidiana las masas han ejercitado nuevas y creativas formas de democracia directa y experiencias autogestivas que expresan embrionariamente los contornos de una nueva sociedad. El ideario socialista de siglo XXI deberá reivindicar y desarrollar estas experiencias como el sustento constitutivo de un nuevo tipo de Estado para superar la nefasta experiencia estalinista y sus influencias posteriores. El debate sobre la democracia revolucionaria no puede ser soslayado. Finamente no debería menospreciarse de ningún modo la necesidad de articular una política cultural activa. Un proyecto de izquierda que pretenda una construcción orgánica en el movimiento de masas no puede dejar de tomar como desafío la constitución de una nueva cultura de izquierda. Nos referimos a la constitución de un pensamiento, una ideología, un arte y modos de vida ligados al “ser de izquierda” que son un canal de expresión fundamental de una izquierda que se pretenda de masas. Es necesario en ese sentido tomar el ejemplo reivindicable de socialistas y anarquistas, que comprendieron que la constitución de la identidad de clase no se daba sólo a partir de la fábrica y el lugar de trabajo. El monumental desafío que significa encarar la reconstrucción de un proyecto político - ideológico socialista y revolucionario le debe imprimir ciertas características al reagrupamiento que estamos encarando. Es indispensable la delimitación crítica de los espacios centroizquierdistas como el Encuentro de Rosario impulsado por el gobernador Binner, y sus colaterales, como así también de cualquier proyecto de colaboración de clases o de implicancias nacional populistas. Bueno sería, que sumidos como están en su actual bancarrota, sea la izquierda clasista la que vaya a tenderles la mano. Por las consideraciones precedentes, es vital una definición clara y abiertamente socialista, justamente porque de lo que se trata es de recuperar su estrategia, renovarla en todo lo que hagan falta y luchar incansablemente por encarnarla en una corriente de masas. Reagrupamiento La unificación de la
izquierda anticapitalista es urgente e imprescindible para encarar estas
tareas. Un proyecto político común, aún con sus divergencias y sus lógicas
irresoluciones, sería la forma de hacer visible nuestras ideas
fundamentales para un movimiento de masas que tiene una disposición
creciente a escucharlas. Incluso en el terreno electoral, como demuestran
elecciones como la de Tucumán o Salta, y un extendido auditorio en la
Capital y el Gran Buenos Aires hay importantes posibilidades de
intervención. Avanzar en el reagrupamiento debe implicar justamente la
unificación de una serie de planteos centrales que nos permitan
progresivamente una cada vez mayor articulación actuando en la lucha de
clases y debatiendo nuestras diferencias con amplitud un método realmente
democrático. Aportamos una sería de cuestiones que consideramos deben
integrar una agenda de discusión del reagrupamiento aunque por cuestiones
de espacio no vamos a abordar directamente. III- Aportes para la refundación y el reagrupamiento de la izquierda Tendencias y reagrupamientos Hace más de un año una serie de organizaciones estamos realizando esfuerzos por confluir en algún tipo de plataforma y organización común a nivel internacional. Hasta ahora logramos un modesto progreso al reunirnos tanto en el foro de Porto Alegre en enero del 2005, en el Seminario internacional del PSOL a mediados del mismo año, así como en el Foro Social Mundial realizando en Caracas, Venezuela, en enero del 2006. Aunque en este seminario no está en discusión esta experiencia, nos pareció que debíamos mencionar estos intentos porque son parte de un torrente mucho más amplio aún que busca establecer en el terreno internacional los proyectos de emancipación frente a globalización del capital. Este intento de la izquierda revolucionaria parece estar motorizado por dos cuestiones fundamentales. En primer lugar el cambio del clima político que se viene operando desde hace algunos años, que revitaliza en la agenda de la política internacional las opciones de izquierda. El nuevo clima político-ideológico le dio impulso a los foros sociales, que puso en discusión la exigencia de un nuevo internacionalismo para responder a la ofensiva imperialista y militarista. La cuestión de anudar la resistencia a los males de este mundo con la transformación revolucionaria de la sociedad queda por cuenta de los sectores anticapitalistas y socialistas más consecuentes, que son aún una franca minoría en estos foros, pero que se han vuelto en algunos países de Europa y América Latina polos de referencia visibles para la nueva generación de militantes sociales y un sector del electorado. En segundo lugar una posible confluencia internacional surge del contraste entre este renacimiento de las luchas populares y la izquierda por un lado, y el fracaso rotundo y definitivo de los intentos de constituir “internacionales” de bolsillo, cenáculos propios en torno a algún partido nacional, por el otro. Esta caricatura de internacionalismo no sólo aisló a la militancia revolucionaria de las experiencias de otras tendencias y corrientes de las que se podía aprender y trabajar en común en un período de retroceso, sino que alimentó un método auto-referencial que exigía potenciar las diferencias y remarcar las fronteras como forma de justificar y promover la existencia de una organización propia, incluso con “centralismo democrático” entre algunos círculos internacionales completamente aislados del movimiento de masas. El retroceso de la lucha de clases, las derrotas, la desesperanza, el abandono del ideario socialista, la abdicación de los intelectuales tránsfugas que se volvieron al neoliberalismo, todo esto contribuyó al aislamiento de los revolucionarios por más de dos décadas. Ese período de postración está siendo lentamente superado y una serie de organizaciones comprenden que la idea de mini-internacionales es equivocado. Son dos buenas noticias que abren nuevas perspectivas. Nuevo internacionalismo y nuevo proletariado Las consecuencias profundamente perturbadoras de la reestructuración capitalista, con su persistente relocalización de empresas, la libre circulación de capital y mercancías favorecida por los bloques comerciales, al mismo tiempo que los estados rechazan o fijan controles estrictos del flujo inmigratorio de la masa obrera sobrante, esta contradicción, ha sido utilizada de manera sistemática por las mega-corporaciones buscando mejores condiciones para la valorización del capital. Mediante todos estos mecanismos la clase trabajadora de los distintos países ha sido puesta en competencia entre sí para escapar en sus respectivos países a su condición de desempleada estructural. Esto llevó a una profunda crisis de los sindicatos y ha dejado completamente perimida las viejas estrategias nacionales de negociación laboral que las burocracias sindicales han tenazmente defendido. Con ellas caducaron las premisas organizativas e institucionales mediante las cuales se reguló corporativamente la relación entre los salarios y la productividad. Este ‘pacto social’ implicaba una cierta homogeneidad de los asalariados, su integración ‘transformista’ al sistema de consumo y un desplazamiento desde el antagonismo contra las relaciones asalariadas hacia un antagonismo en esas mismas relaciones. Esa homogeneidad sostenida por la predominancia del obrero social fordista, jamás dejó de multiplicar, quizá porque alentó luchas democráticas sobre la base de una conciencia igualitarista, una diversidad de nuevos actores sociales heterogéneos. El proceso que ya mencionamos de re-mercantilización de las relaciones sociales operado bajo el neoliberalismo, vino a desestructurar esa homogeneidad relativa y a expandir una multiplicidad de sectores y fracciones de clases que hizo imposible seguir hablando de ‘la clase obrera’, de manera unitaria, con sus instituciones y partidos. Estas condiciones favorecieron la emergencia de los llamados nuevos movimientos sociales, que expresaron luchas democráticas indígenas, campesinas, de mujeres, inmigrantes, de derechos culturales y humanos, etc. Pero mientras la identidad puramente clasista ya no expresaba esa pluralidad de conflictos, ellos mismos estaban más que nunca atravesados por el antagonismo básico entre el capital y el trabajo, sumergidos en las relaciones sociales capitalistas de producción. Así hemos visto la emergencia del movimiento campesino como respuesta a los nuevos impulsos modernizadores de la burguesía agraria en los países de América latina, o el movimiento feminista cada vez más pendiente, para su masificación, de las desigualdades de género que potencian las desigualdades en las relaciones de explotación. El movimiento de los inmigrantes, nacido como conflicto por derechos democráticos y civil-constitucionales, está emergido como actor fundamental en la recomposición de clase en Norteamérica, redimensionando la identidad obrera de manera externa al propio proceso de producción. Mientras asistimos a una pluralización de conflictos sociales, políticos y culturales frente al poder del capital y las clases dominantes, estamos viviendo una extensión del mundo del trabajo. Este desplazamiento puede tener implicancias estratégicas fundamentales: ahora la exigencia de una política de clase hegemónica se da cada vez más al interior de las propias fuerzas del mundo del trabajo, que incluye a los asalariados de la industria y los servicios, los precarizados, informales y desempleados, y subcategorías específicas como las mujeres y jóvenes, inmigrantes, indígenas, entre otras, que poseen sus propias identidades, y que en su subordinación al capital, vehiculizan la valorización del mismo. Esta “totalización heterogénea”, en la época de la mundialización capitalista sólo puede adquirir conciencia plena como unidad en el campo internacional, que es donde ella misma se constituye. La emergencia de ‘cuestión inmigratoria’ en EEUU condujo a los osificados líderes de la AFL-CIO a reconocer, después de más de diez años de darles la espalda, el derecho de los inmigrantes a la sindicalización y la amnistía, inclusive de los indocumentados, única manera de frenar la presión a la baja del salario. Un chantaje similar sufren los trabajadores de la Europa occidental amenazados por empresas como Siemens, Volkswagen, u otras, con el traslado de plantas a los países del este. No es sólo una amenaza, de la misma manera que los trabajadores del MERCOSUR son puestos en competencia por automotrices a cada lado de la frontera. Las condiciones globales en las que se desenvuelve el proceso económico y social, por supuesto, no supera el marco nacional como territorio natural de la acumulación de capital y la lucha de clases, pero impone nuevos métodos de organización de la fuerza proletaria a escala mundial, lo que supone de manera concreta la exigencia de un nuevo internacionalismo y de un nuevo proletariado, radicalmente heterogéneo, que ha emergido ante nosotros en las últimas décadas del siglo pasado. La función hegemónica de organización del campo de antagonismo mediante el cual puede estructurarse una diversidad de actores y demandas -proletarias y democráticas- de acuerdo a las exigencias socialistas, no surgen necesaria o inmediatamente de las condiciones objetivas, sino del campo político-ideológico como instancia de identidad unitaria, liquidando definitivamente las ilusiones del obrerismo ingenuo. Al mismo tiempo, supera la capacidad limitada del obrerismo para articular al conjunto de las masas explotadas y amplía definitivamente y vuelve expansiva la estrategia socialista-anti-capitalista, colocando la identidad proletaria en un plano superior. Experiencias y desafíos Una nueva internacional, desde luego, sólo es factible en consonancia con un nuevo auge revolucionario del movimiento de masas y de un renacimiento del proyecto socialista. Estas premisas, por ahora, no existen. Sin embargo hay mucho por hacer. El renacimiento del movimiento social anti-neoliberal y anti-guerra han sido un desafío para las corrientes revolucionarias, puesto que sus bases ideológicas, tanto de características más reformistas como autonomistas, niegan o rechazan bajo diversos argumentos las rupturas estatales y las luchas de poder. Uno de los síntomas más extraordinarios del retroceso que vivimos durante más de veinte años, lo experimentamos en las propias filas de la izquierda. Gran parte de ella ha negado esa dura realidad, anunciando situaciones revolucionarias, crisis sin salidas y oportunidades cada vez más generosas para hacer partidos de masas, que sólo se hallaban en el espíritu optimista de los dirigentes, pero no en la realidad. Esta negación, dificultó más aún formular las verdaderas tareas históricas que se debían encarar en un período de retroceso y desilusión. Entre ellas enfrentar las consecuencias del colapso de las formaciones burocráticas en el este, comprender las causas profundas de las derrotas, revisar los pronósticos decenales equivocados y las metodologías fallidas, y extraer de todos estos elementos las consecuencias pertinentes. Sólo de esta forma se podía reposicionar la estrategia revolucionaria de acuerdo a la nueva configuración capitalista y a las condiciones contemporáneas de la lucha de clases. Estas tareas, a 17 años de la caída del muro de Berlín, siguen, en gran medida, pendientes. Un reagrupamiento internacional facilitará enormemente este camino, poniendo en contacto a diversas tradiciones políticas y teóricas, contacto que históricamente el movimiento socialista internacional ha poseído, pero que se ha perdido hace mucho tiempo. Este solo hecho convierte a cualquier reagrupamiento en una opción progresiva, aunque todavía esto se haya revelado extremadamente difícil de resolver. Programas y proyectos Se nos plantea también problemas de proyecto y de prácticas políticas ¿Cómo reformular el proyecto de transformación socialista de acuerdo a los enormes cambios económicos, sociales y políticos en el capitalismo mundializado? ¿Cómo insertarse en las experiencias de masas en el continente latinoamericano cuando rebeliones populares barren con gobiernos enteros pero carecen todavía de alguna perspectiva de transformación revolucionaria? Quedan todavía muchas preguntas por formularnos y las respuestas las tendremos que ir buscando no sólo en la capacidad y creatividad teórica sino en estrecha conexión con la práctica efectiva y la experiencia de la lucha. Esta lucha teórico-práctica deberá estar en el centro de cualquier iniciativa de reagrupamiento. La posibilidad de cruzar experiencias, poner nuestras respectivas posiciones a debate y someterlas al veredicto de la lucha de clases vale mil veces más que cien programas. Por supuesto existen líneas fundamentales basadas en nuestras ideas anticapitalistas, proletarias y socialistas que delimitan organizativamente un agrupamiento, sobre todo las que hacen nuestro objetivo revolucionario de transformación socialista de la sociedad y la exigencia para ello de imponer gobiernos de los trabajadores y las masas explotadas, junto al desarrollo de la más amplia democracia y autoorganización independiente y autónoma de todo el pueblo. Un nuevo tipo de estado que es a su vez, como decía Lenin, un no-estado. Este norte estratégico exige al mismo tiempo la más intransigente independencia de clase respecto a los partidos y gobiernos capitalistas. Pero se trata también de ser lo suficientemente amplios para poder entrar en diálogo con muchas otras corrientes y nuevos activistas que protagonizaron las revueltas y luchas populares, aunque no aprueben o no comprendan todas nuestras tradiciones y programas. De esa manera podríamos mostrar que nuestro proyecto de reagrupamiento puede superar los viejos impulsos a constituir cenáculos cerrados y aspira a crear movimientos vivos y dinámicos que se inserten en la lucha de clases. Esto implica, desde luego, una definición metodológica básica: debe ser flexible, amplio, y comprometer a los integrantes a trabajar en común acuerdo, promoviendo órganos e instancias de debate sin diplomacia, pero al mismo tiempo de acción común efectiva. Cualquier ultimátum o plazo fijo para imponer algún ‘centralismo democrático’ no sólo es criminal, sino que está llamado a desenvolver un papel reaccionario y liquidador de cualquier intento de reagrupamiento, porque no existe autoridad real y efectiva para constituirlo y porque va a contramano de la experiencia efectiva de los nuevos luchadores. Una organización más centralizada a nivel internacional sólo puede surgir de la experiencia común, y de la maduración del movimiento real, no de alguna imposición o medida organizativa, lo que por otra parte sería olímpicamente desconocido por la inmensa mayoría de la militancia social. Esa ecuación nos llevaría, una vez más, a repetir ensayos inconducentes y reforzaría nuestro aislamiento, en momentos en que las nuevas condiciones internacionales, como dijimos, favorecen la confluencia con muchos otros movimientos y partidos. Tradición nacional Nuestra izquierda se debate entre contradicciones más agudas aún de las que hallamos en el plano internacional. Y tiene su particularidad. Constatar que la dispersión y fragmentación es uno de los mayores males, parece ser un común denominador no sólo entre los que estamos empeñados en concretar un reagrupamiento de la izquierda anti-capitalista, sino entre una gran mayoría de activistas y militantes y una buena parte de sus votantes y simpatizantes. Esto se debe no sólo a fuertes tendencias inscriptas en la propia realidad, fragmentación social, segmentación laboral y una nueva ideología concomitante de lo parcial y lo local, sino también de los gruesos errores y concepciones imperantes que han llevado a la izquierda a un impasse. Como en ninguna otra tradición nacional, la izquierda Argentina ha sufrido una profunda crisis. Bloqueada en su inserción de masas por el fenómeno peronista, desde la década del setenta ha sido, no obstante, un factor de peso político y tradición gravitante indiscutible. Esta contradicción se dio incluso en situaciones muy disímiles. Hegemonizada en los setenta por las organizaciones armadas. Luego de la dictadura de de los fenomenales cambios que se operaron en el país, el MAS logró un peso político decisivo durante los años ochenta. Sin embargo la misma dificultad se volvió a plantear una y otra vez, no sólo limitando su capacidad expansiva, sino reforzando las tendencias a girar sobre sí misma, recostada en un excesivo voluntarismo, con una inclinación a creer en demasía en el reforzamiento de su propio aparato, haciendo un culto de la organización y generando una cultura política en parte separada de las grandes masas. Algunas de estas tradiciones han sido catastróficas en el período de retroceso prolongado que se abrió en los años noventa, en el que la izquierda vivió un reflujo histórico, acompañando la serie de derrotas políticas que sufrió la clase trabajadora y el debilitamiento de las organizaciones sociales y sindicales. Esas tendencias más o menos presentes en un período de luchas y renovación sindical, de interés popular por la política, que alimentaron constantemente a las formaciones de izquierda, brotaron con toda su fuerza y se hicieron dominantes en el reflujo y la derrota. Las luchas de aparato, en consecuencia, se fortalecieron, las derrotas llevaron a la división de múltiples equipos dirigentes, abriendo una brecha entre la realidad efectiva de la clase trabajadora y la lente deformada de grupos aislados y divididos, que justamente por ello, se consideraron, con un toque de megalomanía, los herederos auténticos y genuinos constructores del verdadero partido revolucionario. Con esta perspectiva, era lógico que emprendieran una lucha fraticida contra cualquier otra formación política de izquierda que compitiera por un mismo espacio, por otra parte, cada vez más escaso. Sustitucionismo y objetivismo Hay un ‘hilo de Ariadna’ entre una visión sustitucionista de la política y las tendencias al voluntarismo y el objetivismo combinados. Mientras la crisis capitalista es permanente, objetiva, sin salida, revoluciona permanentemente a las masas, que están siempre dispuestas a la lucha revolucionaria. De este dualismo nace la visión un tanto paranoica de la historia, con masas siempre revolucionarias y siempre traicionadas por sus direcciones. Así, el objetivismo de las crisis se vuelve en el hiper-subjetivismo de la dirección. Los motivos por los cuales en períodos normales, es decir, en el 95 por ciento de las veces, las masas aceptan los liderazgos políticos parece un secreto guardado bajo siete llaves. Esta teoría política conspirativa ha depositado en las espaldas de pequeños grupos la tarea de ‘salvar a la humanidad’. De la misma manera, mientras las catástrofes sin salida del capitalismo alimentan siempre a un movimiento obrero revolucionario, consignas de acción bien pensadas que puedan servir para la movilización parecen suficientes para desarrollar movimientos ‘objetivamente revolucionarios’, más allá de la conciencia de las masas y de sus propósitos. Este tipo de teorías que debemos someter a una crítica sustantiva, se ha hundido en las aguas procelosas de los países del este desde el año 1989. Pero más importante aún, alimentó la idea de que un grupo más o menos reducido, una vanguardia bien templada y homogénea, puede en los momentos de fragilidad del régimen, ganar y conducir a las masas mediante ese sistema de agitación de consigas. Esto podría coincidir aproximadamente (y sólo muy aproximadamente para ser concesivos) a las condiciones de la sociedad rusa bajo el zarismo, aunque difícilmente sea comparable con la existente hoy en la mayoría de los países. Se comprende en consecuencia por qué el fraccionalismo y la concepción aparatista suelen estar unidas a esta teoría política sustitucionista. Sin entender profundamente las raíces tanto teóricas como históricas de este fenómeno es imposible combatirlo consecuentemente y superarlo en nuestras propias prácticas. Autoorganización y partido Las concepciones aparatísticas llevaron a interpretar el legado leninista como una carta abierta para construir organizaciones verticalistas, sin libertad política efectiva, sin posibilidad de que convivan diversas tendencias y fracciones, y monolíticas en virtud de la “eficiencia” centralizadora. Se denunció el pluralismo político como una vanidad o una formalidad de los partidos burgueses, mientras la asfixia política y la ‘depuración’ eran consideradas, y lo son hoy con más fuerza, una virtud revolucionaria. Sin capacidad de contener a diferentes sensibilidades y opiniones, las organizaciones fueron quebrándose una a una hasta constituir una galaxia de fragmentos cada vez más difícil de clasificar. Quizá la consecuencia más nociva en el movimiento de masas haya sido el impulso a elegir opciones de táctica política en función de la guerra de pequeños aparatos más que en relación con los verdaderos intereses de las luchas populares. Una de las premisas básicas para esforzarnos por reunir a la izquierda, está dada por esta realidad. Sin embargo, una no despreciable cantidad de grupos y referentes de izquierda cree que la base de esa dispersión está en las “claudicaciones”, “diferencias estratégicas” o “proyectos incompatibles” de sus oponentes. Debemos responder, sin embargo, que sólo grandes procesos de la lucha de clases pueden resolver ese litigio, que en un período donde el horizonte de la revolución social ha desaparecido del imaginario de las masas, pierde mucha de la significación dramática y en gran medida artificial que las corrientes implicadas le asignan. Sobre todo en relación a lo que piensan los trabajadores y otros sectores populares. ¿No debería tener alguna significación política, para organizaciones que aspiran a construir partidos de masas, la opinión de esa inmensa mayoría de personas y, en particular, de aquellas que simpatizan con las ideas de la izquierda? En definitiva, para el común de la gente, las diferencias entre las decenas y decenas de corrientes de izquierda se vuelven totalmente incomprensibles. Ser sensibles a este hecho quizá sea hoy el primer rasgo de una perspectiva genuinamente revolucionaria, que debemos definir no tanto por la cantidad de proclamas revolucionarias sino por la eficacia de una estrategia para desarrollar y promover la actividad de amplias masas y expandir las fronteras político-ideológicas del socialismo entre ellas. Las divergencias políticas, por supuesto, existen. No hay que ocultarlas ni ser diplomáticos sobre ellas. Pero si se dejan de lado las tradiciones más nocivas del faccionalismo, será posible procesarlas en el seno de un reagrupamiento político común. Movimiento social y movimiento político ¿Qué relación debería establecerse entre las organizaciones políticas de la izquierda y el movimiento social? La idea de construir un partido revolucionario sigue siendo un norte fundamental, si es que la izquierda tiene vocación de poder. Pero ese partido, aunque se constituya sobre nuevas bases, no puede decretarse, nacerá del proceso orgánico de la lucha de clases. Por eso la idea de que las organizaciones que nos reunimos pudiéramos fijar por anticipado una fecha para formar ese partido, basado en algún imperativo o decreto, olvida que los partidos y sus instancias organizativas, no se hacen sólo por la voluntad de un grupo de revolucionarios. Sin ese lazo entre las masas y la militancia social y política de izquierda todo contacto circunstancial es formal o epidérmico, pero nunca orgánico y, en consecuencia no puede nacer de allí ninguna voluntad colectiva socialista, ni ningún partido. El reagrupamiento de la izquierda puede servir de arena política para constituirlo, pero deberá pasar por toda una etapa movimientista, en el que se pueda experimentar y favorecer el ingreso a la política de la izquierda anti-capitalista a un abanico muy amplio de sectores que no lo harían hoy a través de algunas de las fracciones existentes. La relación que se establezca entre la izquierda social y política todavía no está definida, iremos aprendiendo de esa experiencia, pero es seguro que hoy por hoy el imperativo de subordinar el amplio movimiento social, de características pluralistas, democráticas y mucho más libertarias que en el pasado, a un comité central omnipotente, está llamado a fracasar irremediablemente. Una nueva dirección política de un nuevo movimiento socialista deberá en primer lugar ganarse la confianza de las masas, y eso exige repensar el metabolismo entre las tendencias inherentes de los explotados en sus luchas cotidianas, y la educación política socialista que emana de ese ‘intelectual orgánico’ que constituye el partido, cuyo fundamento último brota de esas masas, que no son su instrumento sino su propio ámbito. Debemos, entonces, construir un espacio para que en él tengan un lugar destacado los dirigentes sociales y sindicales, los luchadores piqueteros y estudiantiles, los intelectuales y artistas, de modo que los lineamientos antiimperialistas, anti-capitalistas, de clase y socialistas que antes mencionamos deben estar en consonancia con ese objetivo, es decir, debemos sostener un programa transicional que facilite la acción común y la construcción de un espacio donde podamos elaborar aspectos programáticos y metodológicos de intervención en común. Este método es el opuesto a la componenda y facilita un debate a fondo con todos los sectores sociales involucrados. El seminario es una instancia fundamental, porque a partir de él debemos verificar los acuerdos y las diferencias y dotarnos de marcos políticos y organizativos más definidos, y comenzar a trabajar de cara a las masas, extendiendo la convocatoria a muchos sectores más. Una refundación de la izquierda argentina sobre nuevas bases dependerá de muchas circunstancias, pero también de los cimientos que podamos construir desde ahora. La experiencia de un reagrupamiento político de la izquierda y los luchadores será parte de ese nuevo curso.
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