CAPÍTULO 1
DE LA SOBERANÍA
POLÍTICA SIN ORGANIZACIÓN NACIONAL
La España que
conquistó el Nuevo Mundo no estaba en condiciones de crear una comunidad en
desarrollo entre ella y sus colonias, ni entre sus colonias mismas. Para
conservar sus dominios transoceánicos empleó desde el principio, a falta de
intereses económicos profundos y sólidos, la violencia de su aparato
burocraticomilitar, cuya invalidez se probó cuando al iniciarse el siglo
pasado las colonias, aisladas entre sí, se esforzaron en establecer por
separado distintas comunidades de intereses con los grandes centros de
maduración de la revolución tecnicoindustrial capitalista. Después de su
nacimiento como partes del imperio español, las colonias no volvieron a
encontrarse y coincidir hasta el estallido de su lucha por independizarse de
la estancada metrópoli. Pero si de allí no pasó la coincidencia externa
mientras fueron colonias y, ya naciones, prosiguieron actuando durante
decenas de años como si poco o nada tuviesen de común, no puede decirse lo
mismo de sus cambios internos, a pesar de las diferencias de desarrollo
entre ellas, notables en muchos casos: una ley general proveniente de su
propio origen las mantuvo a la zaga de la humanidad, a nivel de los países
dependientes de las más avanzadas potencias capitalistas, y una ley general
las une por primera vez y las impele a quebrar esta dependencia, a superar
las deficiencias originarias y a ir más allá del sistema social al que están
actualmente subordinadas.
La primera contradicción global (la contradicción entre la dependencia
administrativa de las colonias con España y sus necesarias vinculaciones
vitales con el mercado capitalista mundial en formación fuera de España)
hizo crisis en violento antagonismo al comenzar el siglo XIX, cuando la
península fue invadida por Napoleón, se eclipsó por un tiempo la monarquía
borbónica y desaparecieron las razones histórico-jurídicas de sometimiento
de las colonias al viejo imperio desquiciado.
Ese antagonismo se resolvió, en la Argentina, en dos etapas:
a) Con la destrucción del monopolio mercantil español (Mariano Moreno dio
en la Representación de los Hacendados los fundamentos economicopolíticos
de la muerte de un monopolio que ya no podía sostenerse ante la irrupción
del comercio británico y el progreso alcanzado por las fuerzas productivas
de la ganadería en las regiones adyacentes al Río de la Plata), a la par
que con el desconocimiento de los derechos de España a gobernar al Nuevo
Mundo (Juan José Castelli dio en el Cabildo del 22 de mayo de 1810 los
fundamentos jurídicos del gobierno propio, al afirmar que, de acuerdo a la
doctrina sustentada por los revolucionarios españoles de aquella época, la
caducidad de la monarquía borbónica y la ocupación de la península por el
ejército francés, promovían de hecho el traspaso de la soberanía de las
colonias al pueblo, como origen de toda autoridad).
b) Con la guerra de la Independencia, empresa continental que decidió en
los campos de batalla el destino de América hispana. Si la mayor gloria del
General San Martín fue perfeccionar y llevar a la práctica el plan concebido
por los patriotas de 1810 hasta culminar la lucha por la independencia
política, las acciones locales de los caudillos, a la cabeza de los
levantamientos espontáneos de las masas, hicieron fracasar los intentos de
restauración monárquica y de retorno del poder español.
Bajo la influencia de las revoluciones burguesas de Inglaterra, Francia y
los Estados Unidos, y en nombre de la soberanía popular en abstracto, se
desencadenó la lucha por la independencia política hispanoamericana. Tuvo
por móvil predominante organizar naciones independientes, en las
condiciones del ascenso del capitalismo en escala mundial, para
transformarlas en un sentido capitalista. Los patriotas no buscaron modelos
en Inglaterra, los Estados Unidos y Francia por mero prurito de imitar o
por un menguado sentimiento de inferioridad, sino porque esas naciones
representaban entonces las tendencias generales y las etapas obligadas del
desarrollo histórico de la humanidad, tendencias y etapas que no podían ser
soslayadas ni combatidas sin mantener a nuestros países a la zaga del
desarrollo histórico, sin eternizar su atraso, su miseria y su ignorancia.
La expansión del mercado mundial capitalista, a través del comercio y la
navegación, destruía los añejos modos precapitalistas de producción e
intercambio de la sociedad argentina, pero su reemplazo por otros, más
avanzados, no dependía de la causa externa, sino que debía ser el resultado
del desarrollo de las causas internas.
Inglaterra tuvo una doble influencia externa en los cambios
economicosociales de la primera mitad del siglo pasado en nuestro país: por
una parte, sus mercaderías baratas, abundantes y de superior calidad
desalojaron las antiguas producciones domésticas y artesanales, y, por la
otra, su demanda de alimentos y materias primas estimuló las actividades
ganaderas en la zona bonaerense. El comercio inglés fue resistido por las
clases sociales representativas de los antiguos modos precapitalistas de
producción y apoyado por los ganaderos y comerciantes que se enriquecían
con él. Como causa externa actuó a través del sector social que se atribuía
la soberanía política y la conducción intelectual del país. El resto de la
sociedad era hostil a la causa externa (el capital inglés) y a su base
interna (los ganaderos y comerciantes bonaerenses). He ahí la razón de las
guerras civiles, del antagonismo entre las provincias y Buenos Aires, del
conflicto entre unitarios federales, de la desorganización nacional.
Durante los veinte años posteriores a la Revolución de Mayo, la
intelectualidad se esforzó inútilmente en encajar la causa externa, la
causa del capitalismo progresista, en la causa interna, el autodesarrollo
nacional. Rivadavia y los caudillos fueron los dos polos del antagonismo.
Rivadavia no consiguió con el empréstito inglés, con la ley de enfiteusis,
con sus constituciones e instituciones y con sus grandes proyectos, conectar
su política con la política de los caudillos provinciales que vivían y
representaban el grado de desarrollo socioeconómico de aquel entonces. Fue
derrotado por Juan Manuel de Rosas, expresión del autodesarrollo de la
parte del país (la provincia de Buenos Aires) directamente conectada a los
intereses económicos de Gran Bretaña: la ganadería en función del comercio
exterior.
Rosas concibió la soberanía política en la preponderancia de los intereses
de la única provincia (la de Buenos Aires) y de la única clase social (los
terratenientes bonaerenses) que podían conectarse con los intereses
expansionistas del taller del mundo y de la dueña de los mares. El resto de
las provincias y el resto de las clases sociales fueron tratadas como
menores de edad, en cuyo nombre el gobernador bonaerense ejercía la
representación de todo el país ante las naciones extranjeras y, de hecho,
el poder administrativo en el orden interno.
Rosas creó las condiciones internas de su propia negación, al promover el
desarrollo de los intereses localistas de una sola provincia y de un solo
puerto, en perjuicio de toda la nación y de la expansión del capital
extranjero por el conjunto del país. La causa externa (el capital extranjero
al iniciar su metamorfosis en imperialista) pretendía como presa una
Argentina integrada y organizada. Los conflictos con Francia e Inglaterra
(tras los cuales se dirimía también el conflicto entre los comerciantes
ingleses adictos y asociados a Rosas y los comerciantes ingleses y
franceses que exigían “libre comercio” y “libre navegabilidad de los ríos
interiores”) fueron los prolegómenos de Caseros y de la organización
nacional sobre bases de dependencia económica.
El desenlace victorioso de la guerra por la independencia política
(1810-1823) no había resuelto en la Argentina, ni en el resto de
Hispanoamérica, el problema de la organización nacional; por el contrario,
lo complicó al sacar de quicio a los elementos que componían la sociedad
colonial. La formación de Estados políticamente (o jurídicamente)
independientes, como resultado del des'membramiento del imperio español, se
verificó sin que las bases socioeconómicas internas estuviesen maduras para
consolidar la unidad nacional efectiva de una o varias comunidades. La
división social del trabajo, las comunicaciones, las acumulaciones de
capital y la técnica eran a tal grado incipientes que no lograban unir a las
diversas regiones argentinas en un todo sólido y armonioso. La separación
económica y el aislamiento político entre países que tenían origen común,
hablaban el mismo idioma, ocupaban territorios contiguos y poseían similar
psicología, obedecían al carácter precapitalista dominante de las formas de
producción e intercambio heredados del coloniaje. La falta de intereses
económicos comunes explica la división de América española en diversas
naciones y también las guerras civiles que precedieron a la organización
separada de cada nación. A diferencia de Europa Occidental, donde las
naciones se organizaron como Estados independientes al pasar del feudalismo
al capitalismo; de Europa Oriental, donde en el mismo período y con el
predominio todavía del feuda'lismo se crearon Estados multinacionales (los
imperios ruso y austro-húngaro); y de los Estados Unidos, que nacieron a la
vida independiente a la vez que se organizaban como nación en el proceso
ascencional del capitalismo, la aparición de Estados políticamente
independientes en Iberoamérica no coincidió con la organización nacional,
ni contó con bases para el autodesarrollo capitalista.
Desde la independencia política hasta la organización nacional se extendió
un agitado período de luchas civiles, dividiéndose los argentinos en
unitarios y federales. Cada uno proponía la organización del país a su
manera. Los unitarios representaban a la burguesía comercial de la ciudad de
Buenos Aires, con su red de agentes y comerciantes minoristas del interior,
y tenían el apoyo de los jefes de los ejércitos de línea que quedaron
después de la guerra de la Independencia y se deshicieron después de la
guerra con el Brasil, en lucha infructuosa contra las montoneras. Adherían a
los federales los caudillos de provincia, dueños de vidas y haciendas,
defensores de los intereses de los ganaderos, agricultores y artesanos,
jefes naturales de las masas en la guerra de montoneras contra las
pretensiones hegemónicas y monopolistas de los comerciantes de Buenos Aires
y su puerto único.
Con excepción del Paraguay (que se introvirtió y aisló en un orgulloso
intento de autodesarrollo absoluto) y de la Banda Oriental (cuya salida
propia por su amplia costa al vasto océano la independizaba del puerto
argentino), las provincias no podían subsistir abandonadas a sus propias
fuerzas y necesitaban como del oxígeno del comercio que solamente podían
realizar a través de Buenos Aires, pero a la vez la dictadura económica del
puerto único las condenaba a la deformación y a la miseria, por más que se
la sirvieran adornada de constituciones unitarias, instrumentos de una
minoría oligárquica que aspiraba a gobernar “por el pueblo, sin el pueblo y
a pesar del pueblo”, según palabras de Esteban Echeverría (Dogma Socialista,
Universidad de La Plata, 1940, pág. 94). Los caudillos, al frente de las
masas, resistieron en las provincias los planes hegemónicos de la burguesía
comercial porteña. Hasta hoy los ideólogos del liberalismo burgués no se lo
perdonan.
Por su complicidad con los intervencionistas anglo-franceses, por su
aristocrático desprecio de la “chusma”, por su desamor a lo nacional, los
unitarios de 1850 se desprestigiaron. El sistema rosista, que en nombre del
federalismo suplantó al inoperante gobierno unitario, violaba los pactos
federales y defraudaba las aspiraciones federalistas de las provincias. El
sistema rosista llegó a ser incompatible con la necesidad imperiosa de las
provincias de participar en la distribución de las rentas aduaneras, de
establecer entre sí vínculos económicos y de unirse solidariamente en una
organización nacional.
CAPÍTULO 2
DE LA ORGANIZACIÓN
NACIONAL SIN INDEPENDENCIA ECONÓMICA
Por fuertes que
fueran las resistencias de todo tipo a quebrar los moldes sociales y el
género de vida impuestos por la colonización hispánica, nada podía detener
la tendencia de los ganaderos, comerciantes e intelectuales liberales
bonaerenses a buscar en las relaciones con los ingleses la conquista de un
nivel más elevado de existencia material y cultural.
En nuestro país, la trabazón del capitalismo inglés con las fuerzas sociales
internas no se efectuó de golpe, ni por el uso de la fuerza. Recordemos que
los argentinos rechazamos, en el curso de la primera mitad del siglo
pasado, dos agresiones inglesas, una francesa y una anglofrancesa. Para que
la causa externa pudiera actuar por intermedio de la causa interna era
menester que una y otra llegaran a un punto de coincidencia. Ni el
capitalismo inglés era el mismo en 1860 que en 1810, ni la sociedad
argentina se había conservado inmóvil durante ese tiempo. A la evolución
del primero hacia nuevos métodos de penetración economicofinanciera
(sociedades anónimas, ferrocarriles, bancos, concentración del comercio
exterior) acompañó la evolución de la segunda hacia un tipo de organización
nacional que posibilitaba las inversiones inglesas.
Sin el derrumbe del sistema rosista, un año antes, hubiera sido imposible
proyectar y llevar a la práctica un ordenamiento jurídico que abriera las
puertas del país al trabajo y al capital extranjeros. La batalla de Caseros
no fue más que el hecho culminante y circunstancial de un proceso impulsado
por la presión del expansionista capitalismo europeo, por la necesidad de
ampliar el mercado exterior sentida por las fuerzas productivas litorales y
por la lucha de una intelectualidad progresista, ubicada por encima de
unitarios y federales que comprendió que sin contar con los caudillos y las
masas como auténtica realidad social no avanzaría el país.
Con la caída de Rosas quedaron restablecidos de hecho los pactos federales
entre las provincias. En Caseros triunfó el federalismo, no el unitarismo.
La Constitución de 1853 reconoció en su preámbulo que aquellos viejos pactos
eran su antecedente natural; a nadie se le hubiera ocurrido la torpeza de
invocar las desdichadas constituciones que los unitarios tradujeron del
inglés. Pero en Buenos Aires no tardaron en levantar cabeza tradicionales
intereses localistas que no aceptaban la menor renuncia a las pretensiones
hegemónicas de la oligarquía mercantil del puerto único. Los unitarios
(enemigos a ultranza de Rosas) volvieron del exilio dispuestos a defender
el monopolio oligárquico del puerto, de las rentas y del gobierno, ni más ni
menos como lo había hecho durante un cuarto de siglo el gobernante depuesto,
en su condición de terrateniente ganadero. Esos políticos minoritarios,
que llegaban con el estigma de su desprecio a las masas nativas y con la
imborrable tara de su alianza con los intervencionistas anglofranceses, de
inmediato trataron de evitar la consolidación de los pactos federales
sellados entre las provincias en largos años de lucha, pactos cuya vigencia
anulaba los privilegios de Buenos Aires. Lograron expulsar de la capital al
general Urquiza, jefe de las fuerzas federales que vencieron a Rosas, y
provocar la división de la Argentina en dos Estados (Buenos Aires y la
Confederación) para que las provincias no participaran en el manejo de las
rentas, de la moneda y de las relaciones exteriores.
A la vez que legalizaba una realidad tan genuina de la historia, de las
costumbres y de las aspiraciones de la sociedad argentina, como lo era el
federalismo -en realidad que no pudo ser destruida ni por los gobiernos
unitarios ni por el sistema rosista-, la Constitución de 1853 ofrecía un
programa de inmediata realización al asegurar las premisas jurídicas y
políticas del desarrollo capitalista del país, de su incorporación al
mercado mundial y de su elevación al grado de progreso conquistado por el
régimen de la burguesía. Alberdi comprendió que su lema gobernar es poblar
necesitaba el contrapeso del federalismo de los caudillos para no caer en un
imposible europeísmo a ultranza, o sea en las torpes imitaciones y
exclusiones practicadas por los unitarios. Defendió esa idea con energía e
inteligencia extraordinarias en sus polémicas con Sarmiento y Mitre.
Dos concepciones politicosociales se disputaban, en consecuencia, la
orientación futura del país. Una de ellas proponía el exterminio sin
contemplaciones de los caudillos. Quería una Argentina totalmente nueva,
una Argentina anglosajona. Sus sostenes se avergonzaban de su origen
español, mestizo o mulato. Se adelantaban a quienes, más tarde, oficiarían
de abogados mercenarios, políticos mercenarios y técnicos mercenarios de
Inglaterra o Estados Unidos. La otra concepción partía del reconocimiento de
la realidad social argentina, como base de cualquier cambio progresista
mediante la introducción de inmigrantes y el aporte del capital extranjero.
La Constitución de 1853 dejó sin resolver la cuestión de la capital de la
República. Fue evidente que los representantes de las provincias no se
atrevieron a designar una capital distinta de Buenos Aires ni se decidieron
a entregar de nuevo a Buenos Aires los destinos de todo el país. Durante los
ocho años siguientes, las dos partes de la Argentina (Buenos Aires y la
Confederación) no pelearon en los campos de batalla para mantenerse
separadas, sino para imponer cada una distinta fórmula de unidad nacional.
Pero causas geográficas, históricas y sociales seguían haciendo de la ex
capital del virreinato la llave económica y política del país, y el gobierno
confederal de ParanáRosario fue finalmente vencido más que por la suerte
variable de las armas (Cepeda y Pavón), por la asfixia económica y la
anarquía política.
Al desaparecer el gobierno confederal, los dirigentes bonaerenses aceptaron
y juraron la Constitución de 1853, previa reforma del pacto federal con el
objeto de preservar todavía los privilegios del puerto único.
La organización político-constitucional del país (1862 a 1880) coincidió con
el creciente interés de Inglaterra y Francia por las comarcas platenses,
interés estimulado por:
a) las garantías que la Constitución de 1853 y el gobierno nacional daban a
las inversiones del capital extranjero; y
b) los primeros pasos del capitalismo hacia su etapa imperialista con el
desarrollo del capital financiero y de los monopolips.
La causa externa comenzaba a tener bases internas para actuar sobre el
conjunto de la sociedad argentina, pero para introducirse plenamente debía
no sólo vencer la resistencia de las formas socioeconómicas
precapitalistas, sino también paralizar o desviar las tendencias hacia el
autodesarrollo capitalista que se concretaban en ferrocarriles, manufacturas
y otras empresas de origen argentino. En consecuencia, la penetración del
capital extranjero presionaba en dos sentidos: a través del exterminio (en
ocasiones fisico) de los caudillos que no se dejaban someter o corromper, y
llevando a la quiebra o adquiriendo las empresas criollas competitivas de
aquella penetración.
Dentro de la estrategia en el Plata del imperialismo naciente, elaborada en
Londres con fría premeditación, no podía escapar la necesidad de extirpar el
foco de autonomismo, enclavado entre Argentina y Brasil, incitante
permanente a la rebeldía de los caudillos contra los poderes centrales, que
había crecido en el Paraguay desde los tiempos coloniales. La guerra de la
Triple Alianza (1865-1868) fue una de las primeras manifestaciones en el
área mundial de la política agresiva del imperialismo capitalista, que puso
a prueba el sometimiento de tres gobiernos al obligarlos a aniquilar a un
cuarto rebelde John Bull abatió la Patria de los López por manos ajenas.
Sería equivocado suponer que la estructura socioeconómica de la Argentina
se adaptó pasivamente a la penetración del capital imperialista extranjero.
Desde hace muchos años, el infantilismo izquierdista difunde la idea de que
nuestro país perdió entonces su personalidad y se transformó en colonia o
factoría de Gran Bretaña, y lo mismo opinan los rosistas sobre la Argentina
posterior a Caseros. Un planteamiento tan mecánico hace desaparecer la
permanente contradicción entre la causa interna y la causa externa, entre el
autodesarrollo nacional y la penetración imperialista. Oculta que siempre la
causa externa debió actuar por intermedio de la causa interna, y que al
acentuarse la penetración y la deformación de la estructura socioeconómica
por la acción del imperialismo, también se acentúa la respuesta
nacionalista, las tendencias al autodesarrollo. Oculta que la opresión
imperialista provoca, como antítesis, la lucha por la liberación nacional.
La epopeya de la Reconquista y la Defensa de Buenos Aires de 1806-1807 se
repite en el país en nuevas condiciones y a más alto nivel.
El imperialismo creó en la Argentina sus sepultureros y se niega a si mismo
cuanto más se afirma. Insistimos en señalar tal contradicción objetiva para
no incurrir en el error de la izquierda seudomarxista y de la derecha
seudonacionalista que desconocen la existencia real fuera de cualquier
secta, de una conciencia social de los intereses nacionales y de la
necesidad de luchar por emanciparlos del imperialismo. Pues si para los
seudo-marxistas lo nacional (la causa interna) no es más que el reflejo de
lo internacional (la causa externa) y esperan que los cambios dentro del
país sean las consecuencias de los cambios en el mundo, los
seudonacionalistas asimilan lo nacional a lo reaccionario y así se divorcian
del desarrollo social argentino hasta entrar en un callejón sin salida y
claudicar ante el imperialismo, como en el caso ya clásico de Chiang Kai-Shek
en China.
Solamente cuando el marxismo y el nacionalismo coinciden (cuando el primero
hace de la causa interna la base de los cambios sociales y el segundo
comprende que la causa mundial de la liberación nacional de los pueblos y de
la emancipación social del proletariado es la condición de nuestro propio
desarrollo nacional), la victoria es inevitable.
CAPÍTULO 3
DE LA INDEPENDENCIA
ECONÓMICA SIN JUSTICIA SOCIAL
Al desaparecer España
como su causa externa, el desa rrollo social argentino tendió a dar vida a
una nación soberana, independiente y democrática dentro de los marcos del
sistema capitalista, tendencia que de hecho la subordinaba a la nación
rectora, Inglaterra, convertida en nueva causa externa. Tal contradicción
entre la independencia nacional y la dependencia de Inglaterra aparece en el
pensamiento político de los hombres más representativos (Belgrano y Moreno
en la primera etapa; Echeverría, Alberdi, Sarmiento y otros posteriormente)
y se expresa también en la acción de los principales jefes militares de la
guerra de la Independencia.
El capitalismo se inició en la Argentina estrechamente condicionado por una
causa externa: el capitalismo inglés.
No es casual que mientras en Inglaterra los veinte años transcurridos entre
1846 y 1866 hayan sido los de máxima aceleración de las acumulaciones
capitalistas internas y de máximas tendencias expansivas del capital hacia
el exterior, en la Argentina se produjeran durante el mismo período la
descomposición del sistema rosista, la batalla de Caseros, la Constitución
de 1853 y los comienzos de la organización nacional. En momentos en que los
obreros ingleses se morían de hambre y frío con mujeres e hijos, según
denunciaba Gladstone en la Cámara de los Comunes, millones de libras
esterlinas, fruto del trabajo inglés, se invertían en empréstitos,
ferrocarriles y obras públicas en Rusia, España, Italia, Asia y América. Que
los obreros ingleses sufrieran privaciones para que los burgueses ingleses
pudieran exportar capitales carecía de importancia a los ojos de quienes
aspiraban a organizar a la Argentina como nación capitalista moderna. Era
menester idealizar a Inglaterra y ocultar cuidadosamente sus miserias
domésticas con el objeto de idealizar también el porvenir que se le ofrecía
a la Argentina.
El derrumbe del sistema rosista demostró que el tipo pastoril y comercial
del capitalismo naciente en la Argentina no podía avanzar más allá de
ciertos límites. El desarrollo de las fuerzas productivas se tornó
incompatible con la estructura sociopolítica existente.
El gran impulso que introdujo de lleno a la Argentina en el orden
capitalista provino de la colonización capitalista, esto es de la
introducción de brazos y capitales en vasta escala, de la apropiación del
suelo por una clase de terratenientes y de la aparición de la clase de los
capitalistas nacionales y de su opuesta, la clase de los asalariados o
proletarios.
La colonización capitalista comenzó después de 1860. El capital extranjero
(el inglés y, en menor escala, el francés y el alemán) irrumpió en el país a
tal ritmo que antes de terminar el siglo puso en movimiento poderosas
fuerzas productivas (ganadería, agricultura e industria liviana), provocó
notables desviaciones del autodesarrollo naciconal y marcó las dos líneas
del futuro argentino:
a) la línea que lo aprisiona dentro de la esfera de dependencia de causas
externas (el imperialismo) por intermedio de causas internas (las clases que
viven del imperialismo y representan modos de producción cada día más
parasitarios); y
b) la línea que lo conduce al autodesarrollo de causas internas (las clases
sociales que se afirman y progresan con la expansión del capitalismo
nacional: la burguesía y el proletariado) en oposición a los monopolios
extranjeros y sin excluir la influencia de causas externas (inversiones
del capital extranjero, intercambio comercial, etc.), condicionadas a aquel
autodesarrollo.
Durante la primera mitad del siglo pasado, mientras el capitalismo seguía en
su etapa inicial de libre concurrencia, los comerciantes e industriales
ingleses importaron por Buenos Aires millones de libras esterlinas en
tejidos y ferreterías, cuya competencia arruinó a las provincias argentinas
y quitó fuentes de recursos a los artesanos y a las unidades familiares
productoras. Después de 1860, al entrar el capitalismo en su etapa
imperialista, la penetración inglesa cambió de aspecto: sociedades
anónimas, convertidas pronto en trusts y monopolios con muchas
ramificaciones, esto es el capital financiero en marcha, construyeron en la
Argentina ferrocarriles, fábricas y talleres, fundaron centros industriales
y comerciales e implantaron la técnica más avanzada de la época,
promoviendo el fortalecimiento de los elementos antitéticos que habrían de
enfrentar y vencer a la opresión imperialista: la clase de los proletarios,
la conciencia de los intereses nacionales, el movimiento de liberación. La
causa externa modificó las bases internas, pero las fuerzas sociales que
desencadenó se volvieron contra ella y determinaron, a un nivel superior, el
surgimiento de un proceso objetivo de autodeterminación económica y
política nacional.
Los empresarios ingleses extendieron su red ferroviaria por el mundo entero
y atraparon con ella a la Argentina, adueñándose del primer, ferrocarril
construido anteriormente por un grupo de comerciantes de Buenos Aires. Los
ferrocarriles eran prolongaciones terrestres de la flota mercante inglesa,
la cual actuaba como apéndice de la gran industria mecanizada, cuyos
productos distribuía por el mundo, a la vez que como medio de transporte a
las Islas Británicas de materias primas y alimentos de los cinco
continentes.
Cuando al terminar el siglo los ingleses instalaron sus frigoríficos
(apropiándose del primer establecimiento de esta naturaleza, también de
origen argentino), se cerró el proceso que colocaba a nuestro país dentro de
la órbita imperial. A los frigoríficos precedió el mestizaje del ganado
criollo y el refinamiento de las razas bovinas, ovinas y porcinas, iniciado
con ejemplares de una larga selección y productores de la carne que exigía
el consumidor inglés.
La relación entre la causa externa representada por el imperialismo inglés y
las bases internas se afirmó con el enriquecimiento de un grupo de familias
latifundistas, poseedoras de estancias en el litoral argentino, que se
hicieron económica y políticamente poderosas gracias al ferrocarril inglés,
al frigorífico inglés y al industrial inglés, copartícipes con ellas de la
explotación del trabajo nacional. Tal grupo de familias formó la oligarquía
argentina del presente siglo. En los extensos alfalfares bonaerenses los
grandes invernadores se dedicaron a engordar novillos que compraban a los
criadores de ganado en campos más alejados y vendían a las empresas
anglo-yanquis industrializadoras.
Las bases internas sufrieron una aguda deformación y se acentuó el
desequilibrio entre las regiones y los sectores sociales, mientras dominaba
el cuadro político la combinación de intereses entre el imperialismo inglés
y la oligarquía vacuna. La burguesía importadora, dependiente de la
industria inglesa, defendía la continuidad de tal estado de cosas y hallaba
eco en el persistente librecambismo de La Prensa y La Nación, y en la
propaganda de políticos conservadores, radicales y socialistas. Una cáfila
de abogados y funcionarios mercenarios (introducidos en las esferas
oficiales, desde la Casa Rosada hasta la Suprema Corte de Justicia) siempre
tenía a mano argumentos legales para justificar el acogotamiento de la
Argentina por el imperialismo inglés.
El ferrocarril y la mecanización estimularon el rápido progreso de dos
industrias regionales: la azucarera en Tucumán y la vitivinícola en Mendoza
y San Juan.
No tardaron en formarse oligarquías regionales que monopolizaron la
producción y el comercio de azúcar y del vino, asociadas al capital
imperialista a través de inversiones financieras y préstamos bancarios.
Tales oligarquías subvencionaban a los partidos locales y, junto con la
oligarquía vacuna, dependían de la banca y de las empresas británicas. El
federalismo (latente en las tradiciones, en las costumbres y en los
particularismos socioeconómicos provinciales) no era más que letra muerta de
la Constitución de 1853; los presidentes y los partidos oficiales impusieron
de hecho el unitarismo. Los ideólogos y políticos liberales solamente
concebían una Argentina agropecuaria, subordinada a los monopolios
extranjeros en mateyia de transportes, comercio exterior, empréstitos,
bancos, energía y gran industria.
La segunda política surgió como reacción de las causas internas, en busca de
caminos independientes, frente a la influencia deformadora del imperialismo.
Al construir ferrocarriles, instalar frigoríficos, introducir máquinas,
trasplantar la técnica europea y financiar empresas, el capital extranjero
tenía que movilizar fuerzas productivas nacionales, es decir poner en
marcha una contradicción irreductible que con el tiempo se haría antagónica
y crearía condiciones objetivas revolucionarias. El aspecto fundamental de
tal contradicción se dio en la medida que el capital extranjero para obtener
superganancias de la explotación del trabajo nacional arrancó de la vida
pastoril o de la pequeña producción artesanal y casera a los hijos del país
para metamorfosearlos en proletarios, o empleó directamente la fuerza de
trabajo del obrero inmigrante.
Pues la gran corriente inmigratoria que afluyó al país a fines del siglo
pasado y comienzos del presente no vio cumplirse en todos los casos la
ambición de bienestar y riqueza que la animó a dejar el Viejo Mundo. Unos
inmigrantes colonizaron la zona agrícola, radicándose como arrendatarios o
pequeños y medianos propietarios, de los cuales no faltaron los que
escalaron posiciones hasta integrar las filas de la oligarquía
terrateniente. Otros inmigrantes se quedaron en las principales ciudades,
como obreros o artesanos, pero solamente una minoría se aburguesó al
dedicarse al comercio o participar en la creación de la industria nacional.
No está de más insistir en la existencia de una contradicción entre el
capital nacional y el capital extranjero. Entre el capital nacional y el
capital extranjero siempre hubo relaciones mutuas de acción y reacción,
coincidencia y oposición, cuyas alternativas se reflejan en la política.
Por ignorarlas o negarlas, los izquierdistas y seudo-marxistas son incapaces
de orientarse en el maremágnum de los acontecimientos y manifiestan una
consecuencia ya crónica en viejos errores.
Dentro de los marcos del sistema capitalista en su etapa imperialista de
descomposición, tanto la conquista de la independencia económica cuanto el
autodesarrollo de las naciones dependientes y coloniales son absolutamente
imposibles. El análisis de las contradicciones del proceso social argentino
lo demuestra. Completaremos la independencia económica nacional y
desencadenaremos un autodesarrollo sin frenos ni deformaciones al avanzar
más allá del capitalismo, con la clase obrera en el poder; pero la línea que
conduce a esa meta no es la de una política exclusivamente obrera u
obrerista, aunque la clase obrera sea la dirigente. Es una línea que
compromete a todos los sectores sociales (clase obrera, pequeña burguesía,
burguesía nacional) para los cuales emancipar al país del imperialismo se
convierte en cuestión de vida o muerte. Es una línea que combina la lucha
antimperialista concreta (o sea la construcción de una economía nacional
independiente) con la lucha por el socialismo. No es un postulado teórico ni
un recurso político, sino que obedece a las ineludibles causas objetivas
internas del desarrollo histórico argentino.
CAPÍTULO 4
DEL ESTADO EN LA
ORGANIZACIÓN NACIONAL
El Estado aparece en
la historia al alcanzar la sociedad determinado grado de desarrollo y ser
insolubles, por si mismas, sus contradicciones internas. Es, por lo tanto,
un producto de la sociedad que se vuelve hacia ella, como aparente mediador
entre las clases antagónicas, pero que en los hechos sirve a los poseedores
de los medios de producción para conservar y aumentar su poder sobre las
masas trabajadoras. Esta teoría del Estado, descubierta por el marxismo y
expuesta principalmente por Engels y Lenin, destruyó las teorías idealistas,
destinadas a ocultar el carácter coercitivo de la organizadón estatal y a
presentar solamente una abstracción jurídica o ente extraño a las
contradicciones internas de la sociedad.
La contradicción entre las formas del poder estatal civilizador
(introducidas con el propósito de transformar a nuestros países dentro de
los módulos capitalistas) y las sociedades latinoamericanas que las
padecieron (por no haberlas engendrado, sino recibido de fuera), se prolonga
hasta hoy como una de las causas de las crisis políticas crónicas.
La Carta de 1853 era, por consiguiente, la meta que los legisladores y
estadistas de la organización nacional señalaron que en 1862 se consolidaba
al término de medio siglo de guerras civiles.
¿Tenía el Estado de 1862 el carácter representativo que le asignaba la Carta
de 1853?
El Estado argentino de 1862 era representativo, aunque su
representatividad genuina se redujera a los círculos oligárquicos que
dominaban la República en nombre de una abstracta soberanía popular.
¿Tenía el Estado de 1862 el carácter federal que también le asignaba la
Carta de 1853?
El Estado de 1962 trató de imponer el unitarismo, mediante la persuasión, la
corrupción y la violencia. Para civilizar al país ahogó a los bárbaros
caudillos provinciales o los conquistó con prebendas burocráticas y
negociados. Como no podía destruir al federalismo, lo sumergió bajo la ola
de riquezas que derramaba desde Buenos Aires el cuerno de la abundancia o lo
postergó al someter a las provincias a su control financiero e impositivo.
El Estado de 1862 se dio por norma ofrecer las mayores facilidades a las
inversiones del capital extranjero, aun sacrificando el progreso de la
industria nacional, cuyo fomento consideraba superfluo.
Tanto el capital extranjero como la desvalida industria nacional promovieron
el crecimiento cuantitaIivo de la clase obrera. Desde el comienzo esos
obreros sintieron la necesidad de organizarse para enfrentar a una
explotación absolutamente libre de trabas legales. Aparecieron las primeras
sociedades de resistencia y estallaron las primeras huelgas. Las rebeldías
de los obreros no se inmortalizaron en poemas como las de los viejos
gauchos; buscaron en la vida el camino de la liberación.
La caudalosa corriente inmigratoria trajo a la Argentina las ideas
marxistas. Fueron sus portadores los militantes de la Asociación de
Trabajadores que entre 1876 y 1872 fundaron una sesión en nuestro país, de
acuerdo a las directivas del Consejo de Londres presidido por Carlos Marx.
La sección se dividió en tres sectores (francés, italiano y español), bajo
la dirección de un Comité Federal de dos delegados por sector. Tres años más
tarde, coincidiendo con la constitución del Club Industrial (convertido
posteriormente en la Unión Industrial Argentina) como órgano patronal, el
gobierno detenía y acusaba de asociación ilícita a los dirigentes de la
Sección Argentina de la Asociación Internacional de Trabajadores. Presidía
los destinos de la República el doctor Nicolás Avellaneda.
No obstante sus limitaciones teóricas, los anarquistas y marxistas de los
albores del movimiento obrero argentino pusieron los cimientos de la
organización y dirigieron los primeros combates. Su influenciá no trascendía
de los círculos de inmigrantes a las masas de sufridos proletarios y
empobrecidos campesinos criollos.
En los años de la organización nacional aparecen dos problemas que se han
agravado con el tiempo. Uno es el divorcio entre la política estatal y las
necesidades reales de la sociedad, pues hasta hoy predominan en el gobierno
las ideas de ese liberalismo finisecular que se da por meta la más absoluta
libre concurrencia empresaria y la inversión anárquica de las acumulaciones
de capital en busca de la mayor ganancia individual. Otro es el divorcio
entre la intelectualidad (incluidos los dirigentes políticos) y las masas
trabajadoras.
CAPÍTULO 5
DE LAS CAUSAS INTERNAS
DE LA REVOLUCIÓN DEL 90
Una avasalladora
prosperidad (promovida durante treinta años por la incorporación de
centenares de miles de inmgrantes al trabajo nacional, las inversicnes del
capital extranjero, la valorización de las tierras y la vinculación del
país al mercado mundial) dominaba el panorama argentino en 1890.
El ingreso de la Argentina al sistema capitalista mundial, por los caminos
confluentes de las inversiones extranjeras y de las rápidas
transformaciones internas, fue favorecido por la inexistencia en las
llanuras del litoral de estructuras socioeconómicas precapitalistas
importantes que le opusieran sólida resistencia. Mientras la colonización
capitalista se dilataba en la Argentina, igual que en los Estados Unidos,
desde el litoral hacia el interior sin tropezar con mayores obstáculos
sociales, en México y en otras partes de América Latina la frenaban las
culturas antiquísimas y las formaciones socioeconómicas de
autoabastecimiento cristalizadas durante el coloniaje.
En el caso de la Argentina, la libertad con que en ella se aplicó la
colonización capitalista hizo ocioso el enfoque de una reforma agraria
burguesa y creó las premisas de la socialización de la tierra.
Nadie que conozca algo de nuestra historia se atrevería a negar que en 1890
existía ya en lo fundamental del litoral argentuno (estancias y chacras) el
régimen capitalista: tierra producía renta (absolut a y relativa) y había
adquirido valor mercantil especulativo y gran movilidad, al traspasarse
corrientememente de mano en mano. La precocidad que su desarrollo en
función del mercado exterior comprador dio a la economía agropecuaria marcó
con su sello al conjnto de la economía nacional. Exportar los productos y
adquirir en el extranjero todo lo demás, sacrificar las posibilidades de
industrialización (siempre calificada de improvisada, prematura e
irrealizable) para mantener los elevados rendimientos de la agricultura y de
la ganadería y gastarlos improductivamente o reinvertirlos en el ciclo
agropecuario, indentificar el bienestar y el progreso del país con la
creciente demanda y los altos precios de carnes y granos, han sido desde
entonces el norte sagrado de la política de los economistas utilitaristas,
de los sociólogos positivistas y de los estadistas presentistas. Una
Argentina especializada en alimentar al mundo, opulenta y pródiga cliente de
las fábricas europeas, era el ideal de los grandes estancieros asociados de
antiguo a los importadores e inversores británicos.
La relación dialéctica (identidad y oposición) de la burguesía nacional con
el imperialismo extranjero explica los altibajos más destacados de nuestra
historia política del presente siglo y corresponde a un proceso real tan
oscurecido por el izquierdismo que no ve más que identidad entre ambos
opuestos como por el oportunismo que no ve más que oposición entre ambos
idénticos.
A las contradicciones inherentes al sistema capitalista que trajo éste al
florecer en la Argentina (entre la producción social y la apropiación
individual, entre la burguesía y el protetariado, entre los industriales y
los terratenientes, entre los terratenientes y los arrendatarios, entre los
explotadores agropecuarios [estancieros y chacareros] y los peones
asalariados) se agregaba, pues, la contradicción principal, desde el punto
de vista de la nación y la dependencia creada por las inversiones
imperialistas en empréstitos, transportes, bancos, comercio exterior y obras
públicas.
Con la crisis económica de 1890 salieron a luz esas contradicciones de la
sociedad argentina e imprimieron a aquélla el carácter peculiar que tuvo
dentro de la crisis cíclica que ese mismo año sacudió a todo el sistema
capitalista.
Como en todas las crisis del capitalismo también en ésa el Estado y las
clases dominantes se empeñaron, al presentarse los primeros síntomas, en
cargar sus consecuencias sobre las masas trabajadoras, traspasándoles la
totalidad de los sacrificios. Pronto, continuas emisiones de papel moneda
provocaron la desvalorización del dinero circulante y la caída del poder
adquisitivo de los salarios y sueldos. En 1888, los ferroviarios de los
talleres de Sola, en las inmediaciones de la Estación Constitución (Buenos
Aires), se declararon en huelga para obtener el pago de los salarios en oro,
y aunque el movimiento fracasó, después de disolver los bomberos a balazos
un mitin de la Plaza Herrera (con el saldo de decenas de heridos y ciento
sesenta presos), al año siguiente volvieron a la carga y la empresa del
Ferrocarril del Sud accedió a la mencionada reivindicación.
Algo nuevo nacía en la Argentina como resultado de los cambios en sus bases
internas. Los movimientos reivindicatorios de la clase obrera se sucedieron
y ampliaron. El chovinismo fariseo del patriciado, tan unido a los
inversores extranjeros, culpaba al alud inmigratorio de los conflictos
sociales y de la difusión de ideas extremistas, vieja triquiñuela destinada
a ocultar la explotación del obrero y transferiri al ámbito platónico de
las ideas el origen, por cierto bien material, del descontento de las masas
trabajadoras.
Al mismo tiempo que las huelgas obreras, aunque desconectados de ellas, se
iniciaron los movimientos de los colonos de la zona agrícola desde Esperanza
(Santa Fe), llamada madre de colonias. Los agricultores reclamaban el pago
de los cereales con oro y querían estar representados en la administración
de los municipios y en la justicia de paz comunal. Eran extranjeros y se
organizaron en clubes por nacionalidad de origen, pero aspiraban a
integrarse en la sociedad argentina, como lo prueba la naturaleza de sus
reivindicaciones. Debían defenderse de los antiguos terratenientes, cuyas
propiedades adquirían de golpe precios fabulosos gracias a la colonización y
al ferrocarril, de la voracidad de las empresas colonizadoras y de los
especuladores que en Buenos Aires se enriqeucían a su costa con la
compraventa de millares de hectáreas.
El colono se sentía identificado para siempre con la tierra de adopción.
Había quemado sus naves después de cruzar el océano. Había desbrozado la
tierra y sembrado alfalfa y cereales. Había malvendido su cosecha al
especulador. Había sufrido los años de sequías y vacas flacas. Había
enriquecido al almacenero de ramos generales, gringo como él, pero más vivo
que él. Había engendrado hijos argentinos. Razón tenía en reclamar la parte
en la vida política que al otro gringo, al que traía capital y no trabajo,
se le concedía generosamente.
Las distintas causas mencionadas de descontento encontraron su denominador
común cuando el vertiginoso encarecimiento de la vida desembocó en una
crisis económica que afectó al conjunto de la sociedad.
La incipiente burguesía .manufacturera, los colonos, la clase obrera, la
pequeña burguesía urbana, la peonada que comenzaba a emanciparse de la
fascinación de_los caudillos-terratenientes e incluso sectores de
terratenientes no comprometidos con los círculos oligárquico-imperialistas,
se vieron representados por el movimiento revolucionario de 1890, al que
azuzaron el clera y los dirigentes católicos (tanto ultramontanos como
liberales) por enemistad con el gobierno del ateo y masón Juárez Celman,
responsable de la ley del matrimonio civil (12 de noviembre de 1889) que
siguió a la de la enseñanza laica (18 de julio de 1883) dictada por el
gobierno de su pariente y antecesor, el general Julio A. Roca.
CAPÍTULO 6
TAMBIÉN LOS PARTIDOS
NACEN, VIVEN Y MUEREN
Todavía se divulgan
desde la cátedra, la prensa y el libro distintos mitos acerca del origen de
los partidos políticos, y aunque nadie se atrevería a atribuirlo a los
dioses, se suele sustituir a éstos por personalidades idealizadas con poder
tan sobrenatural como el que los antiguos descubrían en Teseo, Rómulo y
demás fundadores de ciudades. De esta manera se oculta el proceso social
previo que produjo al partido y se niega la constante interacción
objetiva-subjetiva del partido con la sociedad.
Así como Hegel veía en el Estado la realización final de la idea absoluta en
la historia, los pensadores políticos de las diversas corrientes liberales
solamente conciben a la democracia absoluta (en su encuentro final consigo
misma y en su plena realización) dentro de un régimen multipartidario, y el
desarrollo lógico de ese razonamiento abstracto concluye y se enquista al
arribar a la última e insuperahle meta: la representación proporcional que
atomiza el poder y da libre acceso a él a un número ilimitado de
agrupaciones formalmente representativas o simplemente autorrepresentativas.
Los partidos característicos del orden capitalista aparecieron en la
Argentina después de la Revolución del 90. En su creación intervino el
complejo de causas internas y externas a que ya nos hemos referido. Nacieron
unos bajo la presión de las nuevas clases sociales que querían incorporarse
a la vida política y conquistar el poder (o, por lo menos, participar del
poder); nacieron otros como autodefensa de las viejas clases sociales para
reprimir o canalizar las luchas de las, masas populares y conservar un
dominio que no podían más sostener por los antiguos métodos de sujeción
directa. Pero unos y otros buscaron modelos y antecedentes en las
democracias burguesas occidentales o en el movimiento socialista
internacional" para darse una ideología, un programa y un tipo de
orgnización. Esta combinación de tendencias propias al autodesarrollo
nacional con la autoridad del pensamiento y de las formas políticas
extranjeras correspondía a la condicion semicolonial del país, a cuya
influencia no se sustrajo ninguno de los partidos políticos.
No faltaban antecedentes de agrupamientos políticos en el pasado argentino,
pero esos antecedentes se diluyeron con los grandes cambios sociles que en
el 90, con prescindencia del resultado inmediato de la revolución,
promovieron un salto cualitativo en la política nacional. Sin embargo; el
análisis de tales antecedentes se hace necesario para explicar el origen
histórico de las fuerzas que intervinieron en el conflicto de aquel año.
1. Las dos concepciones de la organización nacional que dividieron a los
miembros del primer gobierno patrio entre saavedristas y morenistas
reflejaban antiguas tendencias latentes en la Colonia que al manifestarse y
generalizarse, después de 1810, adquirieron las formas del conflicto entre
dos campos antagónicos: unitarios y federales.
La hegemonía comercial de Buenos Aires se elevó a monopolio
político-económico con la fundación en 1776 del virreinato del Río de la
Plata. Desde entonces las regiones del interior se vieron obligadas a asumir
una actitud defensiva frente a la absorbente política de la ciudad capital,
actitud que se extendió y fortaleció cuando la libertad de comercio
(Representación de los Hacendados, decreto de Cisneros, leyes de los
gobiernos patrios) y el centralismo político (proyecto de coronación de
Saavedra, planes monárquicos, presidencialismo de Rivadavia) las co1ocaron
en situación de inferioridad, de dependencia y de anarquía económica. La
oposición de las provincias del extinguido virreinato al despotismo
ilustrado y mercantil de Buenos Aires (iniciada por el Paraguay y la Banda
Oriental y extendida a todo el interior) resulta desfigurada si se la
examina a través de las tesis superficiales e interesadas de los ideólogos
liberal-burgueses que la reducen a la mera resistencia de las muchedumbres
bárbaras a ser civilizadas por las minorías selectas. Esas tesis son
utilizadas hasta hoy por los políticos de izquierda, centro y derecha
agrupados, por encima de sus discrepancias circunstanciales, en la
imposición del estilo y de las formas de las democracias burguesas
anglosajonas. Los análisis históricos de los codovillistas se inspiran en la
tesis de Tocqueville y no en el marxismo al tomar partido del lado de los
unitarios y en contra de los montoneros.
El centralismo de los unitarios concluía en una fórmula abstracta, sin
contenido social. El particularismo de los federales se traducía en una
fórmula concreta, con contenido social. Pero ni los primeros ni los
segundos abrían, por separado, una perspectiva de desarrollo acorde al
desarrollo mundial. La nación debía superar la contradicción para no quedar
atascada.
2. Los unitarios fueron política y militarmente vencidos por los caudillos
federales, pero el unitarismo resucitó bajo nuevas formas con la política
del federal Juan Manuel de Rosas. Este no superó la contradicción principal
de nuestra historia: la prolongó sobre otras bases.
Rosas conquistó el gobierno y lo conservó durante un cuarto de siglo porque
combinó: a) el poder central unificado con la posición dominante del sector
de las fuerzas productivas internas orientado al abastecimiento del mercado
internacional (la ganadería bonaerense) y en condiciones de sustentar un
orden socioeconómico (la estancia); y b) la apariencia de un Estado nacional
con una política de activa y práctica intervención en los conflictos entre
los caudillos provinciales, azuzando a unos contra otros y evitando que el
proyecto de una organización federal cristalizara a través de un Congreso
General Constituyente.
Pero ni aún así superó una contradicción que estaba en la objetividad del
proceso social y en la desigualdad de desarrollo entre la Argentina y los
países capitalistas avanzados. Por el contrario, la contradicción se agudizó
al extremo, se hizo antagónica: los caudillos volvieron sus tacuaras contra
Rosas y una nueva generación de intelectuales abandonó las ilusiones de los
próceres unitarios y se asoció a las masas y las lanzas.
3. Después de la batalla de Caseros, el sistema rosista fue reemplazado
provisoriamente por la confederación de gobernadores, y los representantes
de éstos, respaldados por el caudillo entrerriano Urquiza, elaboraron y
sancionaron la Carta de 1853 con la abstención de Buenos Aires que no envió
delegados al Congreso Constituyente de Santa Fe. Una antigua aspiración de
los caudillos (estampada en el Pacto Litoral, el Tratado Cuadrilátero y
otros convenios interprovinciales) quedaba consagrada con la aprobación del
nuevo orden constitucional.
Esta ruptura tajante de la unidad, este planteo de la división sin velos ni
contemplaciones, esta máxima separación de las dos partes de la totalidad,
creó las condiciones del establecimiento de una unidad más alta y sólida, de
una unidad permanente en base a la aplicación de una política de acelerados
cambios socioeconómicos.
4. Los liberales no podían avanzar hacia la unidad nacional sin abandonar
la gastada bandera intransigente de los unitarios. Su ala moderada, con
Bartolomé Mitre a la cabeza, se rebautizó con el nombre de nacionalista (los
cocidos) y se esforzó en hallar fórmulas de transacción con los gobernadores
provinciales, al cabo de años de guerra infructuosa entre Buenos Aires y la
Confederación; pero el ala extremista, acaudillada por Adolfo Alsina,
predicaba el exterminio de los caudillos federales y se encastillaba en
una posición de intransigencia absoluta frente a las provincias,
rebautizándose con el nombre de autonomista (los crudos). Esta división de
los liberales tuvo por causa la nueva situación creada en 1862, al unirse
los dos Estados y ceder provisoriamente la provincia de Buenos Aires a la
nación la ciudad de Buenos Aires como capital federal.
La dialéctica interna del proceso social, tal como venimos siguiéndolo,
hizo que las líneas políticas de nacionalistas y autonomistas se cruzaran y
se dirigiera finalmente cada una hacia el objetivo que en un comienzo se
había asignado la otra. Mitre, el antes enemigo de la Constituyente
santafesina, se convirtió en abanderado de la Carta de 1853 con las reformas
de 1860; su presidencia tuvo por norte unir al país de acuerdo al ideal
rivadaviano: conservar los privilegios de la burguesía comercial porteña y
abrir las puertas de la República al capital extranjero. Alsina, el que
pidiera la horca para los caudillos, se alió a los caudillos para impedir
la federalización de la ciudad de Buenos Aires.
5. Las presidencias de Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880) fueron
el resultado de la conciliación de nacionalistas y autonomistas,
conciliación basada en acuerdos de emergencia del gobierno nacional con el
gobierno bonaerense acerca del puerto único y de la sede del gobierno
central.
Pronto se diseñaron en sus filas dos tendencias marcadas: la de Alsina, a
volver a su origen, esto es a la conciliación y al gobierno en común con los
nacionalistas (Club Libertad); la intransigente, a no transar con los
nacionalistas y reclamar la pureza del sufragio, la autonomía de los
munnipios, la abolición del servicio de frontera y el reparto de tierras
entre los pobres para evitar su acaparamiento por los latifundistas (Club 25
de Mayo). Una parte de los afiliados a la segunda tendencia fundaron en 1872
el Club Electoral con el programa que acabamos de enunciar, y en las
elecciones de marzo y diciembre de 1877 se presentaron con el rótulo de
Partido Republicano; Sarmiento los apoyó por preferir a Del Valle que es
libro y no a Cambaceres que es saladero. Ganaron las de marzo a senadores
provinciales, pero los conciliadores les birlaron las de diciembre a la
gobernación bonaerense. Entre una y otra fecha, la conciliación se había
adueñado de la política de la República. Alsina quería ser presidente.
El 7 de octubre, autonomistas y nacionalistas manifestaron juntos por las
calles de Buenos Aires, y, como prenda de amistad, Alsina felicitó a Mitre
por el éxito de su política y le devolvió, frente a la estatua de Belgrano,
los despachos de general que le quitaran en 1875, después de ser vencido en
La Verde, desterrado (el tribunal militar pidió la pena de muerte) e
indultado por el presidente Avellaneda.
6. Leandro Alem repudió la conciliación y se separó de Alsina. La muerte de
éste, el 29 de diciembre, modificó de inmediato el panorama político y
extinguió el acuerdo entre los dos partidos. Quedaba abierto el camino para
un nuevo tipo de intransigencia de la que Alem sería su abanderado.
Sarmiento no era conciliador ni por convicción ni por temperamento. Con Del
Valle y Alem intentó organizar una fuerza nacional que lo ungiera por
segunda vez presidente de la República. Su llamado no tuvo eco en los
caudillos que tan duramente castigara con la palabra, la pluma y la acción.
En vano el presidente Avellaneda le entregó la gran palanca del ministerio
del Interior. En vano Del Valle lo propuso como candidato de transacción.
En vano Alem fundó el Club de la Paz. Había pasado la época de Sarmiento.
Era la hora de la Liga de Gobernadores que el autor de Facundo denunciaría
acremente en el Senado, la Liga de Gobernadores que liquidó los restos de
los viejos partidos, niveló la política nacional y dio libertad al general
Roca para aplicar sin compromisos el programa de los grandes terratenientes
y del capital extranjero.
7. Descartado Sarmiento y asegurado el apoyo de la Liga de Gobernadores, a
Roca solamente le restaba dar el golpe de gracia tanto a los nacionalistas
mitristas como a los autonomistas bonaerenses regrupados por el gobernador
Carlos Tejedor. En la lucha entre estas dos fuerzas se prolongaba el antiguo
conflicto de la Nación (encaranada, a la manera unitaria, en la ciudad
capital) y la provincia de Bs. As., en torno de la poseción de la Gran
Aldea. Pero cuando en 1880 el presidente Avellaneda, de acuerdo con Roca,
federalizó la capital, dicha lucha perdió sentido. La ciudad de Bs. As.
dejaba de ser de la provincia del mismo nombre y de sí misma, y se
traspasaba a todas las provincias erigidas por primera vez en pilares de la
Nación.
Quedaba resuelta la contradicción principal que la sociedad argentina venía
arrastrando desde antes de 1810, y al separarla, al dejarla atrás en
lahistoria, se elevaron al primer plano otras contradicciones que Leandro
Alem percibió.
Roca triunfó y con la capital en su poder, concilió y se unió en un haz a
los grandes terratenientes bonaerenses y a los caudillos del interior. La
liga (oligárquica, liberal, formalmente legalista) amplió y consolidó la
alianza con el capital extranjero, iniciada durante la presidencia de Mitre.
Sus dirigentes creían, como Nicolás Avellaneda, que “el capital extranjero,
y no el trabajo nacional, es el propulsor de nuestro progreso”.
Las dos fuerzas que polarizaban la superada contradicción (nacionalistas de
Mitre y autonomistas de Tejedor) se descompusieron ante el empuje del
partido único dirigido por Roca desde la Casa de Gobierno. Era el partido de
los gobernadores hábilmente manejados como piezas de ajedrez por el jefe de
Estado.
8. Alberdi, el más agudo investigador de la sociedad en que nació, tuvo ante
el capitalismo una actitud apologética, apenas nublada por algunas dudas en
sus últimos años. Descubrió las contradicciones internas de su país y, al
idealizar a Estados Unidos, Inglaterra y Francia, no podía descubrir las
contradicciones internas de las naciones capitalistas que propuso de
modelos. Creyó que la República Argentina consolidada en 1880 entraba
definitivamente por los caminos generales de desarrollo de las sociedades
que estaban entonces a la vanguardia de la humanidad. Con el arco de triunfo
de 1880 se agotó su extraordinaria capacidad creadora, pues le fue vedado
prever que la expansión capitalista, al pasar de la libre concurrencia a los
monopolios, adquiría en las zonas atrasadas del planeta formas imperialistas
y fijaría límites a las infinitas posibilidades de progreso que en sus
hipótesis liberalburguesas deseaba con tanta pasión para la Argentina. Vio
el estímulo, no el freno. Vio en el capitalismo la realización final y los
únicos cauces de avance de la humanidad civilizada, no los antagonismos
insuperables, que socavaban el sistema.
La nueva situación estaba en efecto, cabalmente representada por Roca, cuyo
ascenso a la presidencia era el resultado de la república consolidada con la
federalización de la ciudad de Buenos Aires, pero la nueva situación no
cancelaba las contradicciones internas de la sociedad argentina: originaba
otras en reemplazo de las desaparecidas. Al escapársele el contenido
contradictorio de la nueva situación, el Alberdi reformista de 1853 se
convirtió en el Alberdi conservador de 1880.
9. La absorción del poder por la oligarqula que vendrá a dirigirlo todo,
prevista por Alem, satisfacía la exigencia de paz y administración de los
comerciantes extranjeros. Por primera vez gobernaba al país una oligarquía
no meramente porteña (como la unitaria), ni meramente bonaerense (como la
rosista), sino nacional (en el sentido geográfico de la palabra).
Tal concentración del poder en manos de una nueva oligarquía creó un tipo de
Estado centralizado con aspectos generales semejantes al mexicano de los
tiempos del porfirato (1876 a 1911). A través del uno y del otro gobernaban
los grandes terratenientes (estancieros argentinos, hacendados mexicanos),
aliados a los inversores extranjeros, si bien el argentino poseía una base
de sustentación más amplia (más democrática) pues dependía también de
sectores no terratenientes que habían madurado políticamente en las luchas
de años anteriores.
10. Para detener los avances del poder ejecutivo nacional hacia el
absolutismo (unicato) y alentados por la proximidad de la renovación
presidencial aparecieron en las postrimerías del gobierno de Roca los
primeros brotes opositores. En el Frente de Partidos Unidos se agruparon el
antiguo Partido Nacionalista de Mitre, la Asociación Católica y las dos
fracciones desprendidas del Partido Autonomista Nacional, la de Dardo Rocha
y la de Bernardo de Irigoyen, descontentas por la digitación oficial de la
candidatura de Juárez Celman. La presencia de Alem, Hipólito Yrigoyen y
Aristóbulo Del Valle daba a ese frente la base popular de que carecían el
gobierno y los otros dirigentes políticos.
Es inexacto que el liberalismo haya sido la característica diferencial de la
oligarquía roqui-juarista. De la sanción de las leyes de enseñanza laica y
matrimonio civil, de su conflicto con la Iglesia y de la preponderancia
entre sus dirigentes de elementos masones se infiere con evidencia su
liberalismo, pero no que tuviese la exclusividad de él o que le diese una
fisonomía distinta a la de sus también liberales opositores. No la separaban
de éstos sus ideas liberales en religión, filosofía, política y economía,
pues dichas ideas dominaban en todas las mentes, con raras excepciones. Los
católicos más destacados profesaban el liberalismo; uno de ellos, José
Manuel Estrada, bisnieto de virreyes y campeón de rancias tradiciones
argentinas, declaraba ser demócrata liberal.
11. El aparato montado por Roca impuso a Juárez Celman por medio de comicios
en los que no se ahorraron ninguna de las formas del fraude y de la
violencia.
El nuevo presidente tuvo el mérito histórico de llevar hasta las últimas
consecuencias la política iniciada por su concuñado.
El unicato juarista (el uñicato lo llamaba el pueblo) resolvió en perjuicio
del autodesarrollo nacional el dilema que se perfilaba en el proceso social
argentino.
Los funcionarios, abogados y estancieros del círculo áulico se enriquecían
con los millones de pesos que los ingeleses entregaban a cambio de los
transportes y servicios públicos.
El proceso interno que conducía al juarismo al unicato, como último refugio
de su impopular política, carecía de ambiente y respaldo para culminar en
una dictadura abierta. Era inevitable, por consiguiente, que de los círculos
opositores que se ensanchaban por momentos surgieran partidos y dirigentes
orientados a canalizar el general descontento.
CAPÍTULO 7
DE COMO LA OLIGARQUÍA
SE ADAPTA A LAS CIRCUNSTANCIAS
Entre 1860 y 1890 se
constituyó en la Argentina una oligarquía que hemos calificado
geográficamente de nacional para dejar establecido que la componían no
solamente los terratenientes ganaderos de la provincia de Buenos Aires, sino
también los grupos clasistas dominantes en las demás provincias.
Una de las características sobresalientes de la oligarquía argentina ha
sido su flexibilidad política, su capacidad para adaptarse a las
circunstancias adversas a la espera de mejores oportunidades. Prefirió
siempre la legalidad formal y la democracia artificial a la dictadura
abierta, lo mismo que sus amigos y socios, los inversionistas ingleses.
En las filas raleadas del viejo Partido Nacionalista, en los sectores
políticos del catolicismo y dentro del partido único que regenteaba Juárez
Celman tomó cuerpo una oposición agresiva que interpretaba el descontento
general del pueblo por el desbarajuste administrativo, los grandes
negociados y la venta de los ferrocarriles y obras públicas. En el llano,
interpretando la indign la indignación en ascenso de las masas, se irguió
la figura romántica de Leandro N. Alem para reunir, en un solo haz, a las
gentes que se mantenían fieles a la enseña no arriada del autonomismo
popular con las nuevas fuerzas que surgían del desarrollo capitalista.
G. A. Lallemant es quien, desde El Obrero difundió política marxista. En su
primer número, el notable documento, con que nació el marxismo en la
Argentina, reconocía:
a) el materialismo histórico, como filosofía del marxismo;
b) la plusvalía o supervalía, como eje y explicación del régimen capitalista
y de la explotación del proletariado por la burguesía; y
c) el desarrollo del capitalismo en la Argentina a través de una etapa
democráticoburguesa, como paso histórico necesario al desenvolvimiento del
proletariado en sus luchas por el socialismo.
El editorialista consideraba :
“El capital (extranjero) se ha sabido valer de la oligarquía del caudillaje
para sentar sus reales en el país, e inter este último bien remunerado se
portó obediente y dócilmente, ambos marcharon de acuerdo. Pero resultó que
la oligarquía caudillera, abusando más y más del poder del Estado para
garantir a sus propios miembros de las consecuencias de la ley sobre libre
concurrencia que determina las relaciones de los capitales individuales
entre sí, infringió arbitrariamente las leyes capitalistas, o sea, de la
sociedad democrático-burguesa, convirtiéndose el unicato incondicional en un
absolutismo insufrible y absurdo. Entonces el capital internacional le echó
el guante al caudillaje y estalló la guerra”.
El capital
extranj~ro~hóel ~nte}desafió, atacó) al unicato juarista y no a la o~a~
·qu~a q~siguió siendo su aijada y su base intern~d~ penetración, y la
oligarquía también echó el guante al gobiernq que ella misma había
engendrado.
Después de traspasar al capital extranjero los ferrocarriles, los puertos y
casi todos los servicios públicos, Juá rez Celman se disponía a entregarle
24000 leguas de tierra en la Patagonia y las obras de salubridad, cuando se
desencadenó la tormenta revolucionaria. He aquí sus
~ palabras justificativas:
"La Patagonia es la
gran reserva argentina. ¡Hay que poblaría! ¡Hay que argéntinizarla! El
poderío de la Argentina hay que fundarlo en la Patagonia. Dicen que dilapido
la tierra pública, que la doy al dominio de capitalistas extranjeros: sirvo
al país en la medida de mis capacidades [...] A mi me disputayi en la prensa
las concesiones de tierras que autorizo. Pellegrini n~isr~o acaba de
escribirme desde París que la venta de 24000 leguas sería instaurar una
nueva Irlanda en la Argentina. Pero ¿no es mejor que esas tierras las
explote el enérgico
I~' sajón y no sigan bajo la incuria del tehuelche?"
Su intención era,
pues, desargentinizar la Patagonia de tehuelches para argentznzzarla con
irlandeses.
No solamente el vicepresidente Pellegrini, sino hasta el padrino político de
Juárez Celman, el general Roca, se alarmó del giro que tomaban las
concesiones al capital ~xtrantero apoyadas por él mismo hasta la víspera.
Por intermedio de Roca y Pellegrini la oligarquía repudiaba al hijo pródigo
que no había sabido conservar el j'u sto medio y nada lo detenía ya en su
insensata carrera al precipicio; ~n Juárez Celman la oligarquía encontró la
víctima propiciatoria que la salyó de la ir~ de todQ el~aís.
los conductores de la oligarqula comprendieron que más les convenía tratar
de <~!!aLizar y.~n(~a.be~ar la creciente oposición que jugarse por !a~£ausa
pe;rdida del unicato.
Si tenemos presente la amplitud adquirida por el descontento y la
naturaleza de la maniobra táctica de la oligarquía que aislaba al único y a
sus más íntimos amigos, no resultará extraño que al revisar la nómina de los
concurrentes al miti;Q de lajuventud opos~t9ya_del 1.0 de de 18 8 9 en ej
jardín Florida~ veamos_confundidos a grandes terra,teni~s con indu~~le~ y
pegueño-bu~ueses, a ex unitarios con ex federales, a alsinistas con
mitristas e irigoyenistas (de d9n Bernardo).
El proletariado era el convidado de piedra en las contiendas políticas: se
aislaba en sus sociedades de resisteñcia y clubes de extranjeros con su
infantil desconfianza para quienes no pertenecieran a su clase, desconfianzá
que los conductores del movimiento le devolvían al cónsi~i~~solamente uná
p~osible fuerza dé reserva en la lucha contra el gobierno, peró sin dejarlo
exceder los límites de la posición que ocupaba en la sociedad.
El programa de la Unión Cívica estaba destinado a satisfacer a todos los
sectores comprometidos: moral administrativa, sufragio libre, autonomía
provincial, régimen municipal, defensa nacional. Pronto, sin embargo, se
perfilaron dos tendencias en el interior de la amplia unidad: la de
Bartolomé Mitre (garantía de orden para la oligarquía y los inversionistas
extranjeros> y la de Leandro N. Alem (esperanza de la juventud burguesa y
pequeño burguesa en una transformación demócrática que le diera acceso a
las funciones públicas). Como no se le escapaba que el sufragio libre abría
las puertas de los municipios1 4e los gQbier.nos proyinciales y hasta del
gobierno nacional a la segu¡~da tendencia, la oligarquía c~mpletó su
maniobra táctica al reunir sus cuadrosdispers95 por ambiciones personales y
formar un frente al margen de la Unión Cívica. Mitre, Campos y 9tros
dirigentes del ala oligárquica de la Unión Cívica dispuestos a
impedir la victoria de Alem, se entendieron con Roca y Péllegrini
interesados en lo mis mo, pues aspiraban a sacar (1ergobierno a lá oveja
descarriada y retener ellos el poder.
La renuncia de Juárez Celman pudo haber sido el triunfo del pueblo, pero fue
el triunfo de la oligarqula. Hubo solución constitucional y no
revolucionaria.
Era la lucha de clases entre la vieja oligarquía y la nueva burguesía en
términos de dominio del Estado. El acuerdo Roca-Mitre tenía por objeto
conservar el poder para la oligarqula e impedir que cQnqulstaran. e~l
gobierno las fuerzas polít~cas nacientes.
CAPITULO 8
LAS DOS TACTICAS DE LA
POLíTICA NACIONAL
El a~uerdo o
compromiso fuela táctica elegida por la oligarqula al comprobar que nuevas
fuerzas sociales emergían y aspiraban a la conquista del poder. No las atacó
de fren~ ~alvo cuando se vio obligada a responder a la violeucia con la
violencia. Prefirió emplear maniobras de env()lvim~nt(). desgastar y
descomponer al ene-migo, sedicir coii ilonores y prebendas a los opositores
inteligentes, desacreditar a los i~¿orantes que se le resistían.
Esa oposición, promotora del levantamiento de 1890, respondió a la táctica
del acuerdo o compromiso (y a la política de la seducción, de !a captación y
de la fagocitación) con la táctica de la intransigencia. Aspectos
esenciales de las ¿áusas de las divisiones y uniones de partidos de los
últimos setenta_años se hacen, comprensibles si. penetramos en'la intención
psicológica de esta táctica de ongen aut9defensivo frente a la de la
oligarquía.
Ya no era la Unión Cívica la que se dirigía al pueblo. Era la Unión Cívica
Radical, cuyo nuevo atributo la diferenciaba de la Unión Cívica Nacional,
integrada por los partidarios del acuerdo con la oligarqula. Sin tal
deslinde de posiciones principistas y tácticas, el movimiento popular
orientado por Alem no podía darse por objetivo cambiar el régimen
imperante. Las experiencias de la Revolución del 90 y de la tortuosa
maniobra del general Mitre destinada a llevar agua al molino del enemigo, no
dejaban la menor duda acerca de la necesidad de adoptar una táctica
intransigente.
La oligarqula se encontró ante el siguiente dilema:
intentar un nuevo acuerdo a través de otros hombres o imponer su continuismo
mediante el fraudc electoral. El modernista Roque Sáenz Peña llenaba las
condiciones para
atraer por lo menos al sector culto de los radicales; su personalidad
'independiente se destacaba por su pensamiento favorable al sufragio
efectivo. El presidente Pellegrini, los alsinistas o autonomistas y los
juaristas levantaron su nombre para la primera magistratura.
Roca comprendió que el triunfo de Roque Sáenz Peña traería su desplazamiento
de la política nacional, y con su astucia de zorro convenció a Pellegrini y
a Mitre que 'p?opiciaran, como candidato de transacción para evitar la
división del oficialismo, a una persona ante la cual, aquél se vería
obligado a renun,dar a la lucha: su padre, el doctor Luis Sáenz Peña. En el
mismo sentido, no sabemos si alentado por Roca o' coincidiendo con él, los
dirigentes de la Unión Católica se entrevistaron con algunos promlnentes
católicos de la Unión Cívica Radical y del autonomismo para oponer a la
candidatura brillante y peligrosa del hijo la,candidalura medi,¿cr'e,
tranquiÍa~y conservado-ya del p~d,,re.
Comenzaban a despuntar los primeros brotes de un nacionalismo popular,
antioligárquico, incompatible con el liberalismo positivistay, por lo
tanto, con las caducas formas de un nacionalismo verbal y congruente con la
penetración del ca, pital imperiaíista extranjero. Ese nacionalismo popular
era 'intransigente y al cerrársele los caminos legales, no encontraba otra
~uta a la conquista del poder que la revolu~~naria.
Las tendencias al acuerdo reaparecían en ambos contrincantes antes de cada
elección y después de cada frau~e, pero se malograban por la presión
creciente de las masas pop'ulá'r' 'es.
El 1.0' de julio de ~1896.. ~sin fuerzas para vencer- a la m"o~t'aÁL'il y
perdida la fe en el porvenir de la causa, Alem se'~' suicidaba. S,iguió a su
,mu,erte una nueva división del radicalismo debida a las mismas causas que
motivaron las anteriores y motivarían las posteriores. Los ac~erdistas o
bernard, istas (de Bernardo ~e Irig9yen) se separaron 4e los
intransigentes.
"Ese mal gusto, tantas veces imputado a Yrigoyen en las tribunas y tertulias
del esnobismo político, es el modo de ser de las muchedumbres argentinas
contempládas desde el pináculo de las soberbias metrópolis imperiales. Es
su expresión en el arte y la política espontáneos del pueblo. Es el genio
nacional que despierta en la plebe. Es una nueva cultura en germen comparada
con culturas en decadencia. Es el yrigoyenismo, el peronismo y otros brotes
transitorios de la. conciencia política de las masas en permanen~te
autodesarrollo. Los supercivilizados izqu'ierdistas, derechistas o
centristas (supercivilizados no por profundidad de cultura, sino por
naturaleza refleja formada mediante el roce con la mediocridad de los
medios imperialistas) piensan y se emocionan como.metecos, y sienten repulsa
por el poder popular auténtico. Por eso no acertaron a comprender el
contenido histórico y las raíces populares de la causa yrigoyenista y se
unieron para defenderse de ella como de una calamidad nacional. Carecían de
la educación imprescindible (pues se educaron en el desprecio de la
barbarie nativa y en la enajenación a la civilización importada) pard'
interpretar con un mínimo de objetividad la tendencia innata de las
multitudes argentinas a integrarse en formas políticas que las
4irepresent~~ tál como son y a erigirse en fundamentos de ~y> Estado
nacional y popular.
En torno de Yrigoyen se congregó, a partir del tránsito de un siglo a otro,
la juventud burguesa y pequeño burguesa que aspiraba a ocupar un lugar en
la política y en la función publica, y agitaba el programa de la Unión
Cívica Radical: moral administrativa, sufragio libre, autonomía provincial,
régimen municipal, defensa nacional. Ese contenido de clase, que orientó la
política radical en su marcha hacia el poder, tenía el respaldo de una ancha
base de niasas en el proletariado urbano y rural, que prefería seguir al
caudillo con sus promesas de reivindicaciones sociales abstractas y no
aceptaba la disciplina de partidos inspirados en una concepción racionalista
y liberal de la política, cuya misión pedagógica tropezaba con obstáculos
similares, si bien en otro nivel, a los que inhi~ bieron tres cuartos de
siglo antes a los unitarios para
cumplir su programa de incorporar in globo la población ~gentina a la
cultura europea.
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