CAPITULO 9
LÍMITES DE LA TÁCTICA INSURRECCIONAL YRIGOYENISTA
El radicalismo argentino nació de la Revolución del 90, como expresión
política de la democracia burguesa en una sociedad dominada por una
oligarquía terrateniente-mercantil asociada al capital extranjero, que
tuvo las debilidades y vacilaciones de la burguesía de un país oprimido
por el imperialismo y mostró desde el gobierno su contenido de clase al
reprimir con puño de hierro las luchas del proletariado.
En el radicalismo confluyeron y se superaron dentro de una nueva unidad
las tendencias políticas democráticoburguesas anteriores al 90, mientras
la oligarquía se enquistaba en el Estado y sus adeptos recibían el nombre
de conservadores.
Al iniciar la Unión Cívica Radical en febrero de 1904 una nueva etapa, con
la reunión de su Comité Nacional y la ya notable influencia orientadora de
Hipólito Yrigoyen, concretó sus objetivos tácticos en la conquista del
poder mediante la intransigencia frente a la oligarquía y la abstención en
las contiendas electorales. La abstención era la aplicación práctica de la
intransigencia, pues concurrir a comicios fraudulentos y decididos de
antemano equivalía a legalizar la autoridad ilegal de la oligarquía o
claudicar ante las maniobras tan comunes del oficialismo de abrir sus
listas de candidatos a los radicales para dividirlos y separarlos de su
tronco fundamental. Pero esa táctica (o programa negativo, según la
definición de Ferri) suponía, anunciaba y preparaba la insurrección armada
(o programa positivo, en los términos del socialista italiano), y el
levantamiento del 4 de febrero de 1905 la sometió a la prueba de los
hechos.
Quedaba en pie otro hecho real ineludible: el fracaso de las
conspiraciones radicales. El radicalismo no triunfó por acción violenta,
pero sin largos años de intransigencia y sin el empleo de una táctica
insurreccional que desbarataba los planes de evolución pacifica de la
oligarquía, tampoco hubiera triunfado por el comicio. El país habría
tenido en tal caso un radicalismo tan minoritario como el socialismo,
compeliendo a las masas populares a buscar otros conductores.
La insurrección obedecía a una necesidad real y legitima de los sectores
sociales que aspiraban a la democratización del Estado, sin postergarla
para las calendas griegas a la espera de la madurez de la conciencia
política de las masas populares.
De no ser así, ni la oligarquía la hubiese temido ni Yrigoyen la hubiese
instrumentado. Derechos que se niegan son derechos que se reclaman. La
represión nunca se aplica a un pueblo inerte. Pero la oposición dinámica
al Estado oligárquico no se manifestaba espontáneamente por sí misma o de
una manera arbitraria. Requería una dirección encauzadora y orientadora.
Si el país estaba colocado en los cauces de la democracia burguesa (y lo
estaba verdaderamente, a pesar de la sobrevivencia de algunas formas
socioeconómicas precapitalistas), la antítesis radicalismo-oligarquía
(causa-régimen) no planteaba la ruptura revolucionaria entre dos etapas
históricas, sino simplemente la eliminación de los obstáculos que impedían
el avance dentro de la etapa democraticoburguesa.
Yrigoyen llamó el régimen al complejo de intereses económico-políticos y
le opuso la causa. Señaló así la contradicción entre la minoría gobernante
y la mayoría popular, contradicción que no afectaba los principios de la
democracia burguesa, sino su aplicación efectiva y su expansión, y, por lo
tanto, podía superarse dentro del orden establecido, al ampliarse la base
popular del Estado y ocupar el gobierno el radicalismo. Su actividad
insurreccional se encaminaba a modificar la relación entre la oligarquía y
el pueblo en función del poder político; nada se descubre en ella que
autorice a suponer la intención de reformar la estructura socioeconómica
existente.
La intranquilidad social, unida a las simpatías que ganaba la causa en los
medios militares y en las esferas de la administración pública, aislaba a
los círculos oligárquicos. Estos y el capital extranjero deseaban la
continuidad de la legalidad iniciada en 1862. Su lema seguía siendo Paz y
Administración en su propio beneficio. El radicalismo no les amenazaba sus
intereses fundamentales. Al contrario: la participación se tornaba
indispensable para asegurar la paz y la administración. Tan maduras
estaban las condiciones objetivas y subjetivas para ese cambio en las
bases políticas del Estado, que un movimiento vencido tantas veces cuantas
empuñó las armas obtuvo de su enemigo tradicional las garantías legales
para suplantarlo en el poder.
CAPÍTULO 10
LA DECADENCIA DEL LIBERALISMO OLIGÁRQUICO
El cónclave intelectual que gobernó a partir de la federalización de la
ciudad de Buenos Aires, sin duda la elite del pensamiento de la República,
se inspiró en la variante utilitaria del liberalismo.
No hubo dos oligarquías: una sola minoría poseía la tierra, administraba
el Estado y dictaba, la cultura.
Pero si la oligarquía profesaba el liberalismo, no todo el liberalismo se
depositaba en la oligarquía. No era la ideología de ella exclusivamente;
la sobrepasaba y le otorgaba una gran fuerza inhibitoria en la lucha
contra sus adversarios políticos y contra las nuevas clases sociales,
también liberales y, por lo tanto, coincidentes en lo sustancial de la
concepción del Estado y de la sociedad.
El liberalismo siempre pretendió ser sinónimo de democracia
Benedetto Croce lo llamó la religión de la libertad, pero reconoce (aunque
no delimita el alcance de la libertad liberal y la postula absoluta,
perfecta o, al menos, el ideal de la humanidad) su antítesis con la
democracia.
Del análisis histórico del autor italiano se infiere (implícito entre sus
reticencias) que el liberalismo nació para reprimir, aplacar y encauzar la
ola plebeya que se levantó furiosa y ciegamente con las revoluciones
antifeudales de la burguesía, y luego, para subsistir en el siglo XX
enfrenta a la nueva ola, ya no ciega, del proletariado en lucha por la
democracia integral.
La antítesis liberalismo-democracia resulta palpable del análisis del
proceso social argentino, pues si el liberalismo fue el triunfo de la
civilización sobre la barbarie y dio las formas estructurales, las normas
jurídicas y la filosofía política de la organización nacional, también
cavó trincheras y construyó murallas para obstruir el avance de la
libertad y de la democracia de las clases sociales explotadas que se
desarrollaban con la expansión capitalista.
Pero, se argüirá, esa doble tarea (civilizadora y represiva) del
liberalismo fue cumplida en la Argentina posterior a Caseros por la
oligarquía (minoría gobernante, terrateniente, cipaya y culta) y solamente
en escala secundaria por la débil burguesía nacional: por lo tanto, si el
liberalismo es la religión de la libertad de la burguesía, la oligarquía
era una burguesía y cualquier discriminación entre ellas resulta
artificial o formal. A la objeción respondemos:
la unidad ideológica (el liberalismo) contenía en sí, sin superarla, la
contradicción oligarquía-burguesía, y ni aun cuando ésta se agravó en la
lucha del régimen con la causa aquélla se quebró, lo que explica, si
tenemos en cuenta el contenido de clase del liberalismo, los éxitos de la
política del acuerdo y el ascenso del radicalismo al poder por vía
pacifica y legal, así como sus vacilaciones y claudicaciones una vez en el
gobierno hasta ser derrocado por una conspiración oligárquica;
la oligarquía argentina, cuyo acmé fijamos en el 80 y cuya decadencia se
prolonga hasta hoy, nunca fue feudal, falsa adjetivación que durante
muchos años oscureció la interpretación de nuestra historia y contribuyó a
desorientar a los movimientos de liberación nacional y a las luchas de la
clase obrera; y
si la oligarquía argentina se componía de terratenientes capitalistas y
agentes del capital extranjero estrechamente entrelazados en la aplicación
de una política de desarrollo capitalista del país como apéndice del
imperialismo en general, y del Imperio Británico en particular, es
evidente que debía ser necesariamente liberal (entre otras razones, porque
la expansión imperialista anglosajona y francesa se hizo bajo el signo del
liberalismo) y, al mismo tiempo, entrar en contradicción con la burguesía
nacional (industrialista, proteccionista, interesada principalmente en la
expansión del mercado interno), no en la esfera ideológica, sino en la
lucha por el poder y por la conducción económica de la República.
Los oligarcas se recriminaban entre sí el haber hecho de la doctrina de
Alberdi su programa de enriquecimiento personal.
Pellegrini estaba en el apogeo de su influencia política, cuando Roca
(1901), que le debía el segundo ascenso a la presidencia (1898), le
encomendó gestionar en Europa la unificación a largo plazo de la deuda
pública argentina. La operación fue el mayor triunfo y la mayor derrota de
la gran muñeca.
Triunfó al conseguir la aceptación de la propuesta por la banca europea,
pero sufrió un tremendo descalabro politico al desencadenar una violenta
oposición popular a una medida cuyo resultado seria la entrega de las
aduanas y de las rentas a los capitalistas europeos.
Si en el 90 el presidente Juárez Celman vio sumarse a la oposición a Roca,
Pellegrini, Mitre y a otros personajes de su misma política entreguista,
en 1901 Pellegrini pagó las culpas de la oligarquía, y sus amigos lo
abandonaban, mientras una multitud enfurecida apedreaba su casa.
Mitre repudió la unificación de la deuda y el presidente Roca retiró del
Congreso su malhadado proyecto.
El partido oficialista se dividió: una parte siguió a Roca (en buenas
relaciones con Mitre) y el resto acompañó a Pellegrini, quien, en busca de
las aguas del Jordán, tendió un puente a sus máximos acusadores, los
radicales.
La táctica del acuerdo obedecía a algo más que la intención de la
oligarquía de quebrar al radicalismo; respondía también a su tendencia a
integrar en una gran fuerza política, bajo su comando, a los grandes
terratenientes, la burguesía intermediaria, la burguesía agropecuaria y la
burguesía industrial. Esta táctica había sido conducida hasta sus últimas
derivaciones prácticas por el presidente Luis Sáenz Peña, quien, en 1894,
encargó al radical Aristóbulo Del Valle la formación de su gabinete, por
consejo de Pellegrini. Pero la experiencia no dejaba dudas acerca de lo
inestable de tal unidad, incapaz de anular sus contradicciones internas y,
por consiguiente, de vencer a la renovada intransigencia. Al amanecer del
siglo XX, Pellegrini decidió abandonar el acuerdismo, que no evitaba a su
clase ser llevada a un callejón sin salida, ni neutralizaba a la Unión
Cívica Radical. Ideó una nueva táctica, cuya aplicación por el presidente
Roque Sáenz Peña más tarde crearía los prerrequisitos del ascenso del
radicalismo al poder. Consistía, traducida a una fórmula militar, en
retirarse con el máximo de fuerzas intactas y dejar campo libre al
adversario para que se desgastara.
De hecho intentaba el paso al sistema clásico del liberalismo burgués, el
sistema de los dos grandes partidos, empleado en las naciones capitalistas
occidentales para canalizar los movimientos de masas y desviarlos de
objetivos revolucionarios. La creciente combatividad de la clase obrera,
aunada a la influencia de las ideas avanzadas, fue el agente externo a la
antítesis régimen-causa que más contribuyó á reducirla a los términos de
una convivencia legal y pacifica.
Las huelgas se sucedían, pese a las represiones policiales y al estado de
sitio.
Dos leyes represivas (la 4144 o de residencia, sancionada en 1902 para
expulsar del país a esos agitadores, y la 7029 o de defensa social,
aprobada en 1910) agravaron la situación.
La presión de las corrientes democráticas emergentes de las masas
populares descomponían por dentro al gobierno oligárquico.
Yrigoyen contemplaba con hierática inmutabilidad las querellas orejudas.
Ya no conspiraba. ¿Para qué? El enemigo se desbandaba y no retrocedía en
orden como quería Pellegrini.
Pellegrini murió en 1906, pero sus ideas triunfaron en los medios
oficiales. Su fracción impuso en 1910 la candidatura presidencial de Roque
Sáenz Peña, el progresista neutralizado por Roca en 1892 y el
hombre-puente indicado para practicar la incruenta operación de ofrecer a
los radicales garantías de respeto a la voluntad de la mayoría.
Roque Sáenz Peña confiaba que los radicales detuvieran el avance del
sindicalismo y del anarquismo o cargaran con las responsabilidades del
fracaso. La idea de los dos partidos, turnándose en el gobierno, había
ganado a los inversores extranjeros y al sector más lúcido de la
oligarquía.
Tras veinte años de intransigencia radical, la oligarquía quebrada dio a
la República la ley general de elecciones o ley Sáenz Peña
CAPITULO 11
EL YRIGOYENISMO EN EL ESTADO LIBERAL
El 12 de octubre de 1916 una exaltada muchedumbre acompaño a Hipólito
Yrigoyen desde el Palacio Legislativo hasta la Casa Rosada. La victoria
electoral del 2 de abril significaba menos que esa explosión pública del
sentimiento de las masas populares. Había en la consagración espontánea
una promesa de lucha por objetivos colocados más allá de los límites del
Estado liberal, que faltaba en la disciplina racional de los comicios y en
el tibio programa abstracto del radicalismo
El sabotaje a Yrigoyen se extendió por los tres poderes del Estado y por
la administración pública. Ondas de difamación y de burla se difundían
desde los clubes aristocráticos a las columnas de la prensa, a los
escenarios teatrales, a las tertulias caseras, a la calle. Sus censores le
culpaban de una corrupción que ellos eran los más interesados en estimular
y los más ávidos en aprovechar. No le perdonaban que se rodeara de gentes
de humilde extracción. Su autoridad sufrió, sin duda, irremediable
deterioro al no destruir de entrada las bases políticas de la oligarquía.
Yrigoyen fue colocado entre dos fuegos. Descargaban sus baterías contra
él, por el flanco derecho las fracciones de la oligarquía más los
desprendimientos del tronco radical que formaron el antipersonalismo, y
por el flanco izquierdo los socialistas, anarquistas y comunistas.
Todos veían en Yrigoyen su antítesis. El Partido Socialista Internacional
lo llamó conservador clerical, sectaria definición que mantuvo al
separarse del Partido Socialista y trasmitió al Partido Comunista que
originó.
La primera condición para comprender al yrigoyenismo es ubicarlo en el
proceso histórico nacional, como resultado, parte inherente e impulso
trascendente de él, rechazando el punto de vista de la mentalidad colonial
que lo separa de sus causas internas concretas y le aplica la tabla
internacional de valores del liberalismo.
De la contradicción entre liberalismo y democracia se deduce la
contradicción entre Estado liberal y movimiento de masas.
La antítesis puede formularse también así: El yrigoyenismo, en la medida
que era determinado por un movimiento de masas (contenido), chocaba con un
Estado liberal (forma) que no le correspondía ni por su origen, ni por su
estructura, ni por su finalidad.
Pero el yrigoyenismo no se reducía a un movimiento de masas.
El yrigoyenismo poseía un comando político que respetaba la legalidad y al
Estado liberales en la práctica del gobierno. Por lo tanto, la
contradicción que acabamos de enunciar se daba también dentro del propio
yrigoyenismo. Al renunciar a la intransigencia revolucionaria y aceptar la
solución pacifica transaccional ofrecida por la oligarquía, al no proceder
al derrocamiento de todos los gobernadores y de todas las situaciones,
Yrigoyen entró en un camino que le haría imposible superar esa
contradicción y que iría a parar en lo que no se atrevió, no pudo o no
quiso realizar con los oligarcas y éstos ejecutaron con él sin el menor
escrúpulo legal: su derrocamiento por la violencia. Con el triunfo de la
ficción democrática del liberalismo se frustró el desarrollo de la
revolución democrática del pueblo. Poco antes de morir, el caudillo
radical resumió la amarga experiencia de sus debilidades en cinco palabras
de esperanza: "Hay que empezar de nuevo”.
Los sindicatos y las huelgas violaban la legalidad liberal; el Estado
liberal los prohibió y reprimió en nombre de una de las libertades más
pregonadas por la burguesía revolucionaria, la libertad que suprimió las
opresivas corporaciones de oficio del régimen feudal: la libertad
individual de trabajo. Decretó la inexistencia de las clases, pues
solamente reconocía una sociedad de individuos iguales ante la ley con
prescindencia de sus desigualdades sociales. Ilegalizó las libertades
colectivas para defender las libertades que le son inmanentes, las
libertades individuales abstractas.
Los cambios que la política liberal promovió en el país se volvieron
contra el liberalismo. Aquellas masas nativas que se opusieron al
liberalismo de los unitarios y se separaron de los caudillos al
convertirse éstos en liberales, encontraron nuevos motivos de lucha contra
el liberalismo cuando, confundidas con las masas de origen inmigratorio,
la expansión capitalista las dividió en clases y las enfrentó a la
oligarquía liberal de grandes terratenientes, intermediarios y agentes del
imperialismo extranjero.
La trayectoria de Yrigoyen desde el llano hasta el poder, jalonada de
compromisos que afectaron el cumplimiento de la reparación integral
enunciada como eje del programa principista del radicalismo, lo colocó en
situación de aceptar como norma de gobierno el apotegma oportunista del
general Roca: “En política se hace lo que se puede y no lo que se quiere".
Su acción reparadora se contrajo, en consecuencia, a intentar hacer del
Estado el mediador en los crecientes conflictos entre las clases y en los
problemas derivados de las contradicciones entre el autodesarrollo
nacional y las exigencias del imperialismo extranjero.
En varios documentos dejó estampada Yrigoyen su idea de la armonía entre
las clases.
Acuciado por la combatividad del movimiento obrero contribuyó a elevar las
condiciones de vida del proletariado (descanso dominical obligatorio,
jornadas de 8 horas en los ferrocarriles, escalafón de salarios y ascensos
en todas las empresas ferroviarias, proyectos de leyes de contrato
colectivo de trabajo, inembargabilidad de los sueldos, salarios,
jubilaciones y pensiones menores de cien pesos, vivienda obrera,
jubilaciones de ferroviarios, portuarios, tranviarios y bancarios, etc. ),
pero su pretendido equilibrio entre las clases, sueño de un idealista
pequeño-burgués, se quebró bajo la presión de los intereses dominantes en
la sociedad y con la incomprensión sectaria de los izquierdistas del todo
o nada, Espartacos de una revolución al margen de la historia.
La Revolución Rusa apasionó y movilizó a las masas trabajadoras y a la
intelectualidad avanzada y, por efecto contrario, espantó a las clases
dominantes y las lanzó a sangrientas cruzadas represivas. En cada huelga
por aumentos de salarios la prensa seria señalaba la mano oculta de
agitadores extranjeros, de maximalistas pagos por Moscú.
Para reprimir los movimientos de masas y evitar una revolución social como
la de Rusia se fundaron la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica
Argentina, organizaciones de provocadores y rompehuelgas que se bautizaron
durante la Semana Trágica de enero de 1919 matando rusos, los cuales eran
desprevenidos inmigrantes judíos de distintos países de Europa, tan
preocupados de hacer la América como sus congéneres cristianos y ateos.
El gobierno yrigoyenista, embarcado en esa campaña de miedo y odio,
aplastó sin contemplaciones la huelga de los obreros de los talleres de
Vasena, reprimió violentamente las luchas de los agricultores de Buenos
Aires, Santa Fe, Córdoba y La Pampa, ahogó en sangre los grandes
movimientos proletarios de los Ferrocarriles del Estado, de la Patagonia y
de La Forestal. Fue el instrumento del imperialismo, de la oligarquía y de
la burguesía (en su totalidad) para inmunizar al país, mediante el terror,
del contagio de la revolución social.
CAPÍTULO 12
YRIGOYENISMO E IZQUIERDISMO
Escolásticos y liberales gravitaron como agentes externos sobre un
desarrollo social que aún no ha encontrado su propia ideología y, por lo
tanto, no es autodesarrollo.
Los izquierdistas atacaron al yrigoyenismo por considerarlo el avatar de
la barbarie argentina, la prueba de que el caudillismo no había muerto, la
lacra de la denostada política criolla.
Quienes nunca se apartaron en su ya larga trayectoria partidaria de la
idea de la evolución pacífica hacia el socialismo a través de la
educación, de la legislación y de la cooperación y, en consecuencia, se
opusieron a los cambios sociales por la acción violenta de las masas,
solamente podían respaldar huelgas revolucionarias en la medida que
contribuyeran a deteriorar o derrocar al gobierno yrigoyenista, sin entrar
en sus cálculos que fuera de la oligarquía ningún sector político estaba
en condiciones de capitalizar el debilitamiento o la caída del presidente
radical.
Ante la situación contradictoria en que se había colocado Yrigoyen
correspondía orientar la lucha de las masas de modo de aislarlo de la
oligarquía y del imperialismo y no de arrojarlo en brazos de ellos, pero
para idear y aplicar tal táctica hubiera sido necesaria una madurez
política y teórica que no poseían los jefes izquierdistas y los dirigentes
sindicales de entonces. Su sectarismo y su incomprensión del proceso
social dieron por resultado inmediato el descenso de los movimientos
obreros y campesinos y el decrecimiento del prestigio popular de Yrigoyen,
que era lo que más deseaban los oligarcas conservadores y las empresas
extranjeras.
De lo aquí expuesto se colige que les sobraban razones doctrinarias a los
socialistas, igual que a todos los liberales, para atacar la política de
neutralidad sostenida inflexiblemente por Yrigoyen durante la Primera
Guerra Mundial (1914-1918) y exigir la entrada de la Argentina en la
contienda junto a los imperialismos aliados. Francia, Inglaterra y Estados
Unidos encarnaban el ideal liberal de continuidad del progreso en línea
recta hacia el infinito. Alemania militarista y estatista amenazaba a ese
ideal; su victoria traería la interrupción de la marcha rectilínea de la
humanidad en dirección al progreso y la libertad.
[Yrigoyen] no era aliadófilo ni germanófilo: pudo defender la neutralidad
argentina de la tremenda presión de los círculos belicistas gracias al
gran respaldo popular a favor de la paz.
Otros actos del gobierno de Yrigoyen confirman la independencia de su
política exterior:
a) El pedido a la Asamblea de la Liga de las Naciones en 1920 de admisión
de Alemania y de igualdad en la dirección del organismo de todos los
países participantes. La Argentina se retiró de la Liga al rechazarse esa
propuesta.
b) La no ratificación del tratado del ABC: (Argentina, Brasil y Chile),
mecanismo fraguado por Estados Unidos para instrumentar la política del
sur del continente, cuya verdadera finalidad se evidenció en su nefasta
intervención en el conflicto que el gobierno de Washington tuvo con México
y en la fracasada conferencia de Niagara Falls.
c) Apoyo irrestricto al Uruguay para el caso de ser invadido su territorio
por alemanes del sur de Brasil.
d) Alejamiento del panamericanismo sustentado por la Casa Blanca y
negativa a firmar en 1928 el pacto Kellogg.
El liberalismo combatió esa política. Conservadores, radicales
antiyrigoyenistas y socialistas coincidían en afirmar que Yrigoyen "en el
fondo era germanófilo y dictatorial".
Yrigoyen demostró en la política exterior la firmeza que le faltó en la
conducción interna. En aquélla contó con el apoyo de un movimiento
policlasista de oposición al imperialismo; en ésta tuvo que optar en la
lucha de clases y eligió el camino del liberalismo burgués. Los
izquierdistas no lo comprendieron, pues miraban al país con ojos
extranjeros y se lamentaban de que la Argentina no fuese igual a las
naciones democrático-burguesas más adelantadas para poder ellos ser las
réplicas de sus congéneres y maestros de fama mundial.
CAPÍTULO 13
UBICACIÓN HISTÓRICA DEL YRIGOYENISMO
Con el yrigoyenismo se inició la política popular y, en consecuencia,
auténticamente nacional, a diferencia de la política oligárquica para la
cual bastaba que el Estado, la unidad nacional y la democracia existieran
como formas jurídico-políticas instrumentadas en provecho de minorías
parasitarias de rentistas terratenientes, especuladores, intermediarios y
accionistas extranjeros.
En Yrigoyen apuntó por primera vez en la Argentina un concepto de la
libertad que se apartaba de las nociones corrientes del liberalismo, es
decir de la libertad postulada en función del individuo abstracto, al
margen de la sociedad, como ser total en una sola persona. Enseñaba que el
radicalismo, en el cual veía a la patria definitivamente encarnada al
término de largas luchas, ofrecía a los argentinos el único camino de
liberación, y lo identificaba con el Estado al inyectar a éste el
contenido moral absoluto, la realización de la moralidad misma, que le
faltaba mientras gobernó la oligarquía. Esta filosofía política no podía
tener en la práctica otra traducción que el Estado democrático popular
fuerte, el Estado más apto para la expansión de la actividad política y
sindical de la clase obrera y de las luchas por la emancipación nacional
de todo el pueblo, el Estado que al violar las reglas del liberalismo
clásico desataba el odio y la ira de los liberales, quienes se arrojaban
como fieras contra el tirano y el demagogo Yrigoyen y le obligaban a
retroceder, a hacer concesiones, a claudicar ante la anacrónica legalidad
oligárquica.
Con la herencia de Yrigoyen ha sucedido lo mismo que con la de muchos
fundadores de movimientos políticos o sociales: aquellos que se proclaman
sus más fieles depositarios no tardan en subvertirla o traicionarla, y la
continuidad aparece por caminos imprevistos y de otro origen. La historia
no se deja engañar por juramentos de amor y el pueblo sólo cree en sus
elegidos.
Yrigoyen intuyó la necesidad histórica de unir en un solo movimiento a
todo el pueblo para destruir el poder de la oligarquía y reemplazar la
unidad nacional ficticia que ella fraguó por la unidad nacional auténtica
nacida de la soberanía popular. Era, con todas sus limitaciones, una
concepción antiliberal y se echó encima la oposición agresiva del
liberalismo que impregnaba a los partidos, sin excluir al radicalismo.
Su concepción del movimiento que uniera a la nación sobre la base del
gobierno del pueblo (no de un frente o unión de partidos como más tarde lo
formularan los comunistas) dejó de alarmar a la oligarquía tan pronto como
Yrigoyen se avino a concurrir a la compulsa electoral. La soberanía
popular se diluía en el sistema de múltiples partidos que resultaba ser el
mayor obstáculo opuesto a cualquier plan de unir al pueblo en un
movimiento nacional. En la necesidad de poner ese obstáculo al avance del
yrigoyenismo estuvieron de acuerdo las derechas y las izquierdas, los
conservadores y los socialistas.
CAPITULO 14
EL PODER DE LOS GRANDES GANADEROS
En los años previos al desmoronamiento del régimen político rosista (1852
) era visible la decadencia de la ganadería de viejo tipo que había sido
su principal sostén socioeconómico (producción de tasajo, exportación a
los mercados esclavistas de Brasil y Cuba, campos sin alambrar, saladeros,
razas criollas, etc. ). Junto con la introducción del alambrado, de las
razas vacunas y ovinas inglesas y de la alfalfa, los campos bonaerenses y
entrerrianos se poblaron de criadores de ovejas (vascos, irlandeses,
escoceses), que poseían o arrendaban extensiones de 200 a 300 hectáreas.
La lana pasó a ocupar, a partir de antes de la batalla de Caseros, el
primer puesto en la producción y la exportación del país, mientras que las
de tasajo se redujeron a cifras mínimas.
La demanda creciente del mercado inglés, la construcción de ferrocarriles
de fomento de la producción de granos con destino a su exportación por el
puerto de Buenos Aires y la política colonizadora de los gobiernos
estimularon a la corriente inmigratoria a multiplicar el número de chacras
en la pampa húmeda.
Los capitales y la fuerza de trabajo inyectados en el campo argentino por
la colonización capitalista dieron origen a nuevas clases sociales
(terratenientes y arrendatarios capitalistas, obreros agrícolas, obreros
del transporte, obreros de las manufacturas que elaboraban los productos
agrícolo-ganaderos, etc.) y acrecentaron a cifras absolutas fabulosas la
renta de la tierra, cuya parte del león embolsaron los antiguos y los
nuevos grandes terratenientes por el derecho que les otorgaban los títulos
de propiedad heredados, comprados o recibidos en pago de servicios.
Para que se invirtiera el proceso de desplazamiento de la ganadería vacuna
se hacían indispensables tres requisitos: la demanda de Europa, el
mestizaje de las razas y el empleo de métodos de conservación de las
carnes. Estos tres requisitos se dieron, al cabo de varios años de
esfuerzos y ensayos, en la última década del siglo pasado.
Era habitual hasta no hace muchos años, en una literatura que de marxista
sólo tenía el nombre, clasificar a la Argentina dentro de la categoría de
país feudal, semifeudal, con resabios feudales o feudalburgués. La prédica
política reformista o revolucionaria inspirada en tan notoria deformación
de la realidad no convencía ni a los obreros rurales, ni a los chacareros,
porque presión demográfica de campesinos pobres, semejantes a los de la
antigua China o de la antigua Rusia, no hubo en la pampa argentina y para
encontrar minifundios era y es menester trasladarse a las zonas
marginales. En vano se buscarán rastros de antifeudalismo en la gran
huelga agraria de 1912, el grito de Alcorta, en la zona cerealera más rica
del país, movimiento prohijado por los colonos inmigrantes con el fin de
participar en el colosal aumento de los ingresos de los grandes
terratenientes y compartir con ellos la propiedad del suelo.
La pampa argentina nunca conoció las unidades socioeconómicas de
subsistencia o autoabastecimiento. La economía agraria se orientó desde su
origen a la producción mercantil, principalmente para la exportación.
La estancia (igual que la chacra) es una unidad de producción capitalista;
el estanciero pertenece a la clase de los terratenientes capitalistas, los
arrendatarios son arrendatarios capitalistas y los obreros rurales, tanto
si descienden de los románticos gauchos como si sus abuelos vieron la luz
bajo el cielo de Génova, La Coruña o Sebastopol, forman parte del sistema
capitalista de producción agraria.
De la colonización capitalista (precedida de los repartos de la época de
Rosas y de las donaciones ocasionadas por la conquista del desierto)
arrancó la extraordinaria movilidad del régimen de la propiedad de la
tierra en la pampa argentina.
Cuando mencionamos a los grandes ganaderos no evocamos, pues, a una
aristocracia tradicional con raíces en la Colonia o más acá todavía, en
los tiempos de Juan Manuel de Rosas. Nos referimos a una clase social cuyo
poder económico y político emergió de la colonización capitalista y se
afianzó al abrirse el mercado inglés a las exportaciones de carnes.
El enriquecimiento de los grandes ganaderos comenzó al implantarse la
industria frigorífica y, ante todo, al pasar de la congelación del ovino a
la del bovino. Su impulso inicial de proporciones data de la guerra anglo-boer
(1899-1902) con las remesas de carne congelada a Africa del Sur. El
gobierno argentino dictó leyes que otorgaban privilegios a las compañías
frigoríficas: exención de impuestos, subsidios, garantías al capital
invertido, etc.
El trust organizado por las empresas frigoríficas inglesas y
norteamericanas, poco tiempo después de instaladas estas últimas, abarcaba
desde las compras de ganado en la Argentina hasta las ventas de carne al
consumidor británico y se ensambló con el pequeño grupo de ganaderos del
chilled (enfriado) para ejercer una influencia económica, financiera y
política poderosa. Las empresas norteamericanas, sometidas en los Estados
Unidos a la ley anti-trust Shermann, contaron en la Argentina con la ayuda
de los grandes ganaderos para monopolizar, de acuerdo con las inglesas, la
industria y el comercio de la carne.
Al comenzar la década de l920 Gran Bretaña era prácticamente el mercado
único de las exportaciones argentinas de carnes (el 90 por ciento del
chilled que compraba procedía del Plata), pero los frigoríficos
norteamericanos dominaban al pool que abarcaba todo el proceso.
Pero en 1921 los precios de la carne cayeron de golpe (la libra de carne
limpia enfriada bajó en el mercado de Liniers de 0,312 pesos en 1920, a
0,269 pesos en 1921, a 0,127 pesos en 1922 y a 0,182 pesos en 1923),
mientras mejoraban las cotizaciones de los cereales.
La crisis agitó a los ganaderos. Los criadores acusaron a los invernadores
y grandes criadores invernadores de complotarse con las empresas
frigoríficas en perjuicio de la economía general del país. Por primera vez
se hicieron investigaciones y estudios serios sobre la producción, la
industrialización y el comercio de carnes. Quedó probada la existencia del
pool y de la sorda lucha intermonopolista.
De nuevo la diplomacia británica hizo valer sus influencias para que el
gobierno argentino interviniera en la industria de la carne. En resumen:
Gran Bretaña pretendía asegurarse, a través de la intervención del Estado
argentino, un control de la industria y del comercio de carnes que le
permitiera ajustar las clavijas a los frigoríficos norteamericanos. Era la
misma política que siguió con el petróleo, con los transportes, con los
bancos y con el comercio exterior de nuestro país tan pronto como advirtió
la infiltración de los intereses de Estados Unidos. Los criadores de
ganado la aplaudieron, puesto que para ellos la causa de la crisis residía
en la extorsión a que los sometían los frigoríficos.
CAPÍTULO 15
LOS CHACAREROS Y LOS PARTIDOS POLITICOS
Dentro de la línea de fortines, las tierras se vendieron o regalaron con
una insistencia que se explica por el afán de los gobernantes de crear
propietarios que promovieran el desarrollo social estimulados por el
acicate de valorizarlas y obtener renta.
En la Argentina, la tierra fue propiedad del Estado antes de ser propiedad
privada, pues ésta última tenía por base jurídica su origen en la primera,
o sea el haber sido cedida o vendida a particulares o compañías flor el
Estado. Las consecuencias eran las mismas si el Estado-propietario
invocaba el titulo de heredero de la corona española o el texto de la ley
enfitéutica.
La abundancia de tierras sin propietarios retardó en las colonias
norteamericanas de las siglos XVII y XVIII el desarrollo manufacturero y
la formación de la clase obrera, ya que nadie aceptaba conchabarse por un
salario, mientras se le ofreciera la oportunidad de convertirse en
agricultor-propietario independiente. Ese retardo tuvo efectos en alto
grado favorables al futuro del capitalismo en los Estados Unidos. El
trabajo de los colonos concentrado en el campo dio vida a un tipo de
economía doméstico-rural: los inmigrantes labraban la tierra por sí
mismos, construían sus casas, hilaban y tejían, elaboraban jabón y bujías,
confeccionaban calzado y ropa, vendían los excedentes en el mercado. Al
incluirse la manufactura en las tareas agrícolas se frenaba la expansión
del capitalismo, pero al diversificarse la producción e incrementarse la
acumulación y la inversión de los campesinos se pusieron los cimientos del
desarrollo industrial del futuro. Cuando por apropiación directa de los
particulares o la intervención del Estado (regalos de inmensas extensiones
a compañías de especuladores, fijación de precios de compra-venta de los
terrenos, etc.) no quedó más tierra libre, los inmigrantes que no podían
convertirse en agricultores independientes se hicieron obreros (además del
desplazamiento de los excedentes de mano de obra agrícola a la
industrial), los empresarios centralizaron los medios de producción y
compraron la fuerza de trabajo disponible, se formó un ejército de
trabajadores de reserva que contuvo el alza de los salarios, la industria
se separó de la agricultura, funcionó un gran mercado interno y el
capitalismo maduró con una potencialidad no igualada en otro país.
La falta de tierras sin propietarios o tierras libres hizo que la
colonización capitalista en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX
se proyectara sobre un fondo de parasitismo especulador. A la ocupación de
los campos por los agricultores inmigrantes, a la demanda de cereales y
carnes por los mercados exteriores, a la construcción de ferrocarriles y,
en fin, a la incorporación del trabajo y del capital a la tierra, se
adelantó el reparto de ésta entre gentes que se enriquecieron con su
valorización y al venderla o al arrendarla sustraían sumas enormes a la
acumulación capitalista en el agro. Las leyes de favor dieron lugar al
siguiente reparto: "Ciento cincuenta y cuatro personas, que nunca
colonizaron, recibieron porque sí, sin el menor justificativo, 2.828.317
hectáreas. De estas 154 personas, 70 eran militares de alta graduación (20
generales, 38 coroneles, 10 tenientes coroneles, 2 mayores) que obtuvieron
hasta el año 1896 trescientas once leguas o sea ochocientas cuarenta mil
hectáreas. Todo ello, aparte de las donaciones que les fueron hechas por
la ley de premios militares del año 1885. La colonización argentina se
orientó desde su origen hacia el mercado. Fue una colonización dirigida.
El inmigrante no vino a realizar el sueño alberdiano de crear una economía
diversificada de autoabastecimiento en granjas que le aseguraran, ante
todo, el propio sustento; no vino a completar la siembra y la cosecha o la
cría del ganado con la elaboración de sus productos en la misma tierra. Lo
trajo la empresa colonizadora que le pagó el pasaje y le adelantó dinero
para sus inversiones iniciales en casa, herramientas, semillas, etc., o
viajó por su cuenta y el gobierno o los parientes le ayudaron en los
primeros pasos, pero para convertirse de inmediato en productor de
cereales y carnes destinadas a lejanos mercados.
Así se explica el papel protagónico que ha tenido en la organización de la
economía agraria argentina la burguesía intermediaria. Tiene vieja
historia. Data de los albores de la Colonia. Pero con la colonización
capitalista su poder se multiplicó y se extendió. La colonización misma
fue en gran parte su obra. Financió el traslado y la radicación de los
inmigrantes e instaló los primeros almacenes de ramos generales,
institución típica del campo argentino que oficia de compradora de las
cosechas, acopiadora, depositaria, prestamista, vendedora de toda clase de
artículos y termina por adueñarse de las tierras.
Forman la burguesía intermediaria exportadores, importadores, mayoristas,
minoristas, consignatarios, comisionistas, cerealistas, rematadores, etc.,
que tienen por común denominador la oposición a ultranza al
intervencionismo del Estado, el anti-industrialismo y la defensa de la
política de las inversiones extranjeras.
Sobre el destino de la masa de plusvalía creada por el trabajo incorporado
a la tierra argentina en el curso de la colonización capitalista
gravitaron tres factores que entorpecieron el proceso acumulativo y
expansivo de la economía agraria:
1) La preexistencia de un régimen de propiedad privada.
2) El gigantismo del capital comercial de la burguesía intermediaria,
cuyas cuotas de ganancias aumentaban a costa de las ganancias
agropecuarias por quedarse con diferencias considerables entre los precios
de compra al productor directo y los de venta a los mercados, y entre los
de importación y los de consumo, por especular con los altibajos de las
cotizaciones debido al mejor conocimiento del mercado, por las compras a
término y las ventas a plazo, por los préstamos hipotecarios y usurarios,
por las comisiones y, en resumen, por sus relaciones con el capital
extranjero y los grandes terratenientes y su participación privilegiada
junto a ellos en el reparto de la renta nacional.
3) La orientación dominante de la economía agropecuaria hacia el mercado
exterior, su amoldamiento a las demandas del consumidor extranjero,
característica que le imprimió su peculiar sentido exógeno y su
dependencia de los oligopolios comerciales, industriales y financieros
internacionales.
Una parte de los inmigrantes había logrado incorporarse a la clase de los
grandes y medianos terratenientes o enriquecerse en el comercio y la
usura, mientras las ambiciones de la mayoría se veían frustradas por el
monopolio de la tierra y el saqueo del capital comercial y las empresas
extranjeras.
Ya en la década del 1880-1890 se registraron movimientos de agricultores
inmigrantes que reclamaban la rebaja de los arrendamientos, el acceso a la
propiedad privada de la tierra y el pago de sus cosechas en oro (no en el
peso desvalorizado por la maniobra inflacionista clásica de los
exportadores), es decir que enderezaban su ofensiva contra los
terratenientes y la burguesía intermediaria.
No cuestionaban esos movimientos al régimen de propiedad y no cabe suponer
que en un país con superabundancia de tierra virgen o inculta, escasa
densidad demográfica y economía de mercado (no de subsistencia) fuera
razonable pedir la limitación de la cantidad de hectáreas poseídas
individualmente.
Es a todas luces claro que el chacarero no vivía al nivel del campesino
pobre de las sociedades con superpoblación rural o economía estrangulada
por relaciones de clase precapitalistas, sin otra salida a su permanente
pauperización que el reparto de las tierras expropiadas a sus antiguos
dueños y el salto a un nuevo régimen agrario. No atacaba a la propiedad,
sino a los obstáculos que le impedían enriquecerse. La índole débil y
provisional de su oposición a los terratenientes y a la burguesía
intermediaria se reflejó en las líneas zigzagueantes de las organizaciones
que fundaron y de los partidos políticos que contaron con su aporte.
El contenido de clase y los objetivos de las luchas campesinas en la pampa
húmeda se desprenden con claridad del análisis del grito de Alcorta, la
gran huelga agraria de 1912 que se extendió por el sur de Santa Fe, el
norte de Buenos Aíres, el sureste de Córdoba, Entre Ríos y La Pampa. Allí
en la amplia zona de los cereales, las contradicciones generadas por la
colonización capitalista adquirieron la mayor intensidad. El monopolio del
suelo (con arrendamientos variables entre el 38 y el 54 por ciento) y el
pillaje del comercio estrangulaban las economías de los chacareros que no
cesaban de inmigrar de Europa en busca de la tierra prometida. La colosal
succión de la plusvalía del trabajo agrícola por la renta y la ganancia
enriquecían a terratenientes, mayoristas y empresas extranjeras que poco
les interesaba reinvertir en la zona sus ingresos.
En 1912 la cosecha fue espléndida. Los terratenientes, las firmas
cerealistas exportadoras y el gobierno hicieron su agosto, mientras los
chacareros, con la baja provocada en las precios de los cereales, no
tenían motivos de regocijo.
Los escasos ingresos de los chacareros afectaron al comercio local, los
artesanos, médicos, farmacéuticos y, en general, a toda la actividad de
una región cuya vitalidad económica dependía de la capacidad adquisitiva
de bienes y servicios de los productores agrarios. Esta relación de
intereses explica la rapidez con que se propagó el grito de Alcorta y la
espontánea solidaridad de todos los sectores populares con los
huelguistas. La influencia de las ideas socialistas y anarquistas, por
conducto de algunos inmigrantes que las asimilaron en Europa o del Partido
Socialista y de la Federación Obrera Regional Argentina, no suscitaron
movilización muy amplia en un medio social compuesto de una inmensa
mayoría de católicos de mentalidad conservadora. El aporte de los
militantes y simpatizantes de esas corrientes ideológicas fue más de
experiencia organizativa que de educación en doctrinas muy diluidas.
Vanos resultaron los esfuerzos de los dirigentes socialistas y anarquistas
por obtener que los sindicatos obreros declararan un paro en solidaridad
con los chacareros y nada autoriza a afirmar que existiera conexión entre
el movimiento iniciado en Alcorta y la huelga ferroviaria de enero de
1912, salvo sus causas objetivas comunes en la crisis económica de 1911.
Fuera de los obreros rurales y braceros de las máquinas desgranadoras, que
por sus tareas estaban vinculados a la actividad de la chacra y
respondieron al llamado de los dirigentes de la Federación Obrera Regional
Argentina, el proletariado permaneció en actitud contemplativa sin entrar
en la lucha. El gobierno, entonces en manos de la oligarquía conservadora
liberal, atribuyó el conflicto a la infiltración de los agitadores
profesionales para difundir el engaño de que los agricultores estaban
absolutamente satisfechos con las condiciones de sus contratos respectivos
y justificar los encarcelamientos, persecuciones y condenas de los
dirigentes agrarios.
Los terratenientes tuvieron que ceder ante lo imponente de la fuerza
movilizada por los chacareros y comprendieron que para no verse obligados
a hacer nuevas concesiones y recuperar las posiciones perdidas debían
desconocer los comités de huelga y demás organizaciones campesinas y
tratar individualmente con los chacareros. La Sociedad Rural de Rosario
resolvió, al mismo tiempo que llegar a acuerdos con los huelguistas, "que
se aconseje a los propietarios o arrendatarios de campos que se entiendan
directamente con los colonos de sus campos, sin que tomen participación
alguna elementos extraños". Los chacareros respondieron con la fundación
de la Federación Agraria Argentina, en el Congreso Constituyente de
Rosario del 15 de agosto de 1912, por iniciativa del doctor Francisco
Netri.
En una economía agraria extensiva, mercantil y especuladora en alto grado,
en la que los chacareros no buscaban la satisfacción directa de sus
necesidades (como podía serlo en una economía natural o de
autoabastecimiento), sino la ganancia con la venta de los productos
agrícolas al transformarlos en mercaderías, la lucha entre arrendatarios y
terratenientes giraba alrededor de la apropiación de la renta por los
terratenientes que en la zona cerealera absorbía las ganancias de los
chacareros y los descapitalizaba o no les permitía capitalizarse. El
acceso a la propiedad de la tierra se concebía como resultado de la compra
o de la herencia y de ninguna manera de una operación revolucionaria o
reformista que pusiera en tela de juicio el derecho de propiedad.
El doctor Juan B. Justo tuvo gran ascendiente intelectual sobre el doctor
Netri y otros dirigentes y militantes agrarios, y hubo afiliados
socialistas en puestos de responsabilidad de la Federación. Y, sin
embargo, la influencia del Partido Socialista en el movimiento generado
por el grito de Alcorta decayó hasta desaparecer.
En el campo argentino no existe presión demográfica sobre la gran
propiedad territorial desocupada o semiocupada, como en otras partes del
continente.
Expropiemos primero los latifundios para entregar las tierras a quienes
dentro y fuera de nuestras fronteras no las tienen y las reciban con la
obligación de trabajarlas bajo un sistema de cooperativas cuya
superioridad sobre el individualismo económico se pruebe en la práctica
(mayor productividad, progreso técnico, bienestar general, desaparición de
los desniveles sociales, etc. ). Si deseamos llevar adelante esta política
debemos luchar por el poder revolucionario de la clase obrera y no esperar
de los chacareros (campesinos medios y ricos) que renuncien de antemano a
la posibilidad de poseer más y más tierras. Porque, a diferencia de los
países en los cuales un numeroso campesinado pobre carece de otro
horizonte que el que le ofrecen la expropiación y el reparto de las
propiedades de los terratenientes, en la Argentina el campesino que se
empobrece se proletariza y cambia de clase al vender su fuerza de trabajo
en la chacra, la estancia o la fábrica. Hay desocupación obrera, pero no
campesinos condenados a morirse de hambre en su pedazo de tierra, y hasta
en aquellas zonas donde por el minifundio o distintas causas la
explotación del propio campo no le da para mantener a su familia, el éxodo
durante una parte del año lo semiproletariza en ingenios, minas y obrajes.
Este es un índice del grado de funcionamiento de una economía capitalista.
La Federación Obrera Regional Argentina (FORA) comprendía con exactitud
las diferencias de clase y la oposición de intereses entre los chacareros
(arrendatarios capitalistas) y los obreros rurales, aunque subestimaba la
existencia de estos últimos y los hechos la obligaron a admitirla al
estallar en 1919-1920 movimientos proletarios en las chacras por aumento
de salarios, disminución de las horas de trabajo, mejor trato y otras
reivindicaciones. Para los obreros rurales, los chacareros resultaban ser
sus explotadores, y eran en realidad los que les imponían duras
condiciones con el objeto de asegurarse la mayor ganancia posible, pero
una parte de esa ganancia salía de la casa del chacarero en forma de renta
e iba a enriquecer al ocioso terrateniente. El contacto establecido en
Adolfo Alsina, zona del conflicto obrero y de altos arrendamientos, entre
la Federación Agraria Argentina y la Sociedad de Oficios Varios, adherida
a la FORA, se inició en el terreno de la lucha de los obreros rurales
contra los chacareros y evolucionó hasta el acuerdo de ambas
organizaciones en el común propósito de reducir, y para los anarquistas,
eliminar el pago de los arrendamientos.
La crisis de 1921 agitó las contradicciones entre las clases sociales del
campo. De nuevo el precio de los arrendamientos fue el eje de los
conflictos. Los agrarios, movilizados por la FAA, demandaron a los poderes
públicos la sanción de una ley que ajustara el nivel y las condiciones de
los contratos. Su petitorio tuvo amplia e inmediata acogida en la
oposición, entonces embarcada en una campaña política de denuncias y
criticas contra el gobierno de Yrigoyen. Éste puso por encima de las
demandas de mayores ingresos por los productores agrarios, con sus
consecuencias positivas para la economía general del país, el acatamiento
a su persona y a su política por virtud de representar la soberanía
popular en el Estado nacional, pero esta representatividad se tornaba
abstracta y dejaba avanzar los planes de la minoría oligárquica si no se
renovaba en la práctica de soluciones favorables a todo el pueblo.
El pacto de apoyo recíproco de la Federación Agraria Argentina con la
Federación Obrera Argentina tuvo vida efímera y las nuevas relaciones de
los agrarios con los socialistas se rompieron después de la sanción de la
Ley Contractual Agraria. Las simpatías de la FAA rumbearon por el lado del
gobierno del doctor Marcelo T. de Alvear (1922-28), que se distanció
progresivamente del yrigoyenismo y se acercó a las posiciones
conservadoras para realizar, bajo formas legales, la política de la
oligarquía anglófila. La FAA olvidó pronto sus galanteos con socialistas y
anarquistas. No ocultó su regocijo por la caída de Yrigoyen el 6 de
setiembre de 1930. Confió en el general Uriburu.
Tan contradictoria actuación política delinea los avatares del alma del
chacarero. No basta estar descontento para ser revolucionario, aunque el
descontento induzca a admitir los cambios más radicales del orden
establecido. Un año de buena cosecha despertó en muchos encrespados
enemigos de la propiedad privada el dormido terrateniente conservador que
llevaban adentro. La abundancia de tierra fue en esa época freno y
esperanza cumplida de enriquecimiento. Sigue siendo freno y esperanza a
realizar de la emancipación del pueblo argentino.
CAPITULO 16:
EL DIFICIL AVANCE DE LA INDUSTRIA
La rápida apropiación de la tierra durante el proceso de la colonización
capitalista se reflejó de la misma manera en el futuro ordenamiento social
al realizarla particulares argentinos o de otras nacionalidades, empresas
del país o extranjeras, o el Estado. En todos los casos se instituyó el
monopolio del suelo, sin el cual hubiera sido imposible la existencia del
capitalismo. Acabamos de comprobar que la falta de tierra libre obligó a
los inmigrantes a pagar un precio o un arrendamiento, o a vender su fuerza
de trabajo. Los gobiernos se vieron presionados por los importadores e
inversores extranjeros para que cuanto antes se constituyera una clase de
terratenientes que orientara la economía argentina hacia la producción de
alimentos como base del intercambio exportador-importador. Gobernar es
poblar se contrajo en la práctica a traer de Europa inmigrantes, capitales
y técnicas en función de una economía proveedora de Gran Bretaña.
Si nos atenemos a los hechos históricos, el monopolio de la tierra y las
inversiones de capital extranjero (ferrocarriles, bancos, frigoríficos,
usinas, etc.) deben considerarse en su doble función dialéctica de
impulsos iniciales y de frenos al desarrollo económico nacional, tanto en
la agricultura como en la industria.
En la Argentina se hizo en unas cuantas décadas lo que en América del
Norte tardó dos siglos: repartir todas las tierras y crear, al impedir la
formación de nuevos propietarios, mano de obra disponible para la
industria. Pero en esos dos siglos, correspondientes a los comienzos del
capitalismo de libre concurrencia, las colonias norteamericanas
organizaron una economía endógena con una producción muy diversificada y
un vasto mercado interno, de tal modo que, al desaparecer la tierra libre,
la industria (en sus orígenes desprendida de la agricultura debido a la
destrucción de la economía doméstico-rural) encontró a su disposición los
elementos que hicieron posible su extraordinario progreso posterior. Las
cosas ocurrieron de otra manera en la Argentina de los comienzos del
capitalismo monopolista en Gran Bretaña. Al completarse la apropiación de
la tierra, sin la existencia de una economía agraria diversificada que
tendiera al autodesarrollo nacional, el sistema productivo del capitalismo
agropecuario de la pampa húmeda pasó a depender del mercado exterior, y la
presión a favor de la industria de la mano de obra excedente y de los
capitales disponibles tropezó con las resistencias de una estructura
socioeconómica construida para producir exportaciones de alimentos a
cambio de importaciones de artículos manufacturados.
La industria argentina tuvo doble origen. Avanzó por el camino clásico de
la ampliación del taller del artesano o de la transformación del
comerciante en empresario fabril, y también partió del proceso productivo
agricologanadero ampliado a manufacturas complementarias.
Aunque no se registraba como regla general el traslado de talleres y
fábricas de Europa a la Argentina, los empresarios eran, en su mayoría,
inmigrantes que en sus países natales habían sido obreros, artesanos o
capitalistas.
La industria argentina dio sus primeros pasos, cualquiera fuese su origen,
con el aporte del trabajo nacional, en base a las acumulaciones
capitalistas internas. El capital extranjero se interesó, en un principio,
por las grandes ganancias que prometía y pronto obtuvo de la venta de los
productos agropecuarios al mercado exterior. Sus primeras inversiones
importantes fueron en los ferrocarriles, trazados de acuerdo al plan
inglés de hacer de la pampa argentina el granero y la despensa de Gran
Bretaña.
Con las carnes congeladas, enfriadas y en conserva se iniciaron las
inversiones extranjeras en una de las industrias más importantes
instaladas en el país, la de los frigoríficos. El capital extranjero vino
en busca de ganancias de una Argentina agropecuaria y
exportadora-importadora, y la industria nacional nació y se desarrolló no
sólo al margen de él, sino en abierta oposición.
En la Argentina de aquella época, ningún gobernante y ningún político, sin
exceptuar a los socialistas, dudaba de la omnipotencia del imperialismo
inglés. La manía de nuestro destino agropecuario poco menos que eterno,
con exclusión del desarrollo industrial por irrealizable, irracional o
antieconómico, no fue sólo la proyección en la mente de los intereses de
los terratenientes y de la burguesía intermediada, sino también el
complejo generado por una conciencia colonial que negaba la posibilidad
cercana o remota de igualar a la primera potencia de la época, es decir,
la secuela de una colonización capitalista concentrada en el
abastecimiento del mercado inglés.
Eran obstáculos al adelanto de la industria:
1) La falta de capitales. Por las características peculiares de la
colonización que hemos analizado en páginas anteriores, las más
importantes acumulaciones de capital comenzaron en la esfera agropecuaria.
El crédito bancario, la hipoteca y la política de los gobiernos favorecían
este retorno del capital a la fuente agropecuaria de donde había brotado.
2) La falta de medios de transporte.
El trazado de las líneas férreas con centro en el puerto de Buenos Aires y
desplegándose en abanico sobre la pampa húmeda respondía a la idea de
organizar una economía agropecuaria de exportación. El ferrocarril inglés
acompañó o se anticipó en la Argentina a la colonización capitalista. La
orientó. Distribuyó el capital y el trabajo de manera de valorizar las
mejores tierras por la explotación extensiva en vasta escala. Pobló el
desierto no arbitrariamente, no para levantar una economía integral de
autoabastecimiento, sino para llenarlo de productores de carne y cereales,
a la vez que compradores de manufacturas, alienados al mercado inglés.
En todos los países precapitalistas donde se tendieron, las vías férreas
trastornaron las antiguas formas de producción y pusieron premisas
materiales del capitalismo.
El sistema ferroviario inglés no fue en la Argentina ni el precursor, ni
el estímulo, ni el aliado de la industria. Esta última tropezó con
obstáculos prácticamente insalvables en el trazado de las líneas, el
régimen de tarifas y los privilegios acordados a los importadores.
Contaba la Argentina al empezar este siglo con el sistema ferroviario de
mayor kilometraje de América Latina, pero que ahogaba a las fuerzas
productivas de la industria.
3) La falta de mercado interno. Con escasa demanda por insuficiente
población y bajos ingresos no podía formar un mercado interno para la
industria nacional. La Argentina estaba condenada a abastecerse de
manufacturas importadas en tanto no se multiplicara el número de sus
habitantes y se elevara el nivel general de vida. A superar esa
contradicción de la vieja sociedad tendía la política aconsejada por
Alberdi.
Pero el sesgo que tomó la colonización capitalista, la influencia
modeladora de los ferrocarriles sobre la estructura socioeconómica y la
concentración del proceso acumulativo e inversor del capital en un agro
cuya creciente opulencia dependía de las exportaciones, relegaron a la
industria a la categoría de Cenicienta de la economía nacional. Las
importaciones de manufacturas precedieron a la fundación de las primeras
fábricas nacionales y arruinaron a la economía doméstica y al artesanado
remanentes de la Colonia. De ahí que la industria argentina no tuviera
necesidad de destruir relaciones precapitalistas para crear un mercado
interno a sus productos, como sucedió en los países europeos; pero, en
cambio, encontró un mercado interno dependiente del comercio exterior,
encadenado a la producción de excedentes agrícologanaderos exportables. Su
problema consistía en sustituir a las importaciones y ampliar el mercado
interno existente, y para lograrlo debía cambiar la orientación general de
la economía del país de exógena en endógena.
Las inversiones extranjeras (de 2500 millones de dólares actuales en 1900
y de 10500 millones de dólares también actuales en 1913) se orientaron a
los ferrocarriles (el 36 por ciento en 1913), frigoríficos, servicios
públicos, bancos, comercio, ganadería y agricultura. Reforzaron la
subordinación del mercado interno al mercado exterior, además de extraer
del país plusvalía que oscilaba entre el 30 y el 50 por ciento del valor
total de las exportaciones.
Pero la industria del país en su conjunto sólo podía ensanchar su mercado
interno si renunciaba a aumentos de la cuota de ganancia para competir con
la extranjera y sustituir importaciones. Con el derrumbe de los precios
internacionales de los productos agropecuarios y el estancamiento de las
exportaciones argentinas (a partir de 1929-1930), llegó la hora de la
industria, lo que no significó, ni mucho menos, que desaparecieran los
factores de estrangulamiento originados por la colonización capitalista.
El problema del mercado interno se presenta desde entonces con otras
características.
4) La falta de mano de obra calificada y técnicos.
Para Alberdi gobernar es poblar debía ser el trasplante a la Argentina de
pedazos de civilización de los países más adelantados de Europa
Occidental. Propiciaba la selección de los inmigrantes entre los
campesinos y obreros de las regiones con agricultura moderna y gran
industria.
Su vaticinio no se cumplió, pues no se desvió hacia la Argentina el
movimiento emigratorio que a mediados del siglo XIX partía principalmente
de Gran Bretaña con rumbo a las colonias inglesas y los Estados Unidos.
A la Argentina vinieron campesinos, artesanos y obreros de las zonas más
atrasadas del sur (y luego del noreste) de Europa, con excepción de
reducidos grupos de suizos, alemanes y otras nacionalidades que no
modificaron la idiosincrasia social del conjunto. Alrededor del 75 por
ciento de esa masa inmigratoria se quedó en los centros urbanos a trabajar
en servicios públicos, comercios, actividades domésticas, talleres y
fábricas. Una parte mínima cambió de calidad de clase, al pasar con el
tiempo, gracias a los ahorros y a la mayor capacidad o suerte en los
negocios, a las filas de la burguesía intermediaria y de la burguesía
industrial.
La enseñanza que se impartía en los establecimientos oficiales revelaba
despreocupación por formar obreros especializados, técnicos y
profesionales de la industria.
En realidad, la primera escuela práctica de mano de obra calificada en
masa fue la empresa imperialista (ferrocarriles, frigoríficos), pero por
una línea que deformaba y debilitaba el desarrollo de las fuerzas
productivas del País.
5) La falta de materias primas y combustible.
Para ese tipo de capitalismo agropecuario, la producción de materias
primas para la industria resultaba antieconómica. El mercado exterior no
las solicitaba y las fábricas nacionales eran tan insignificantes que no
valía h pena hacer un mal negocio suministrándoselas en el país. Por lo
demás, el subsuelo de la pampa húmeda estaba desprovisto de carbón,
petróleo, hierro y demás minerales indispensables al desarrollo
industrial, y como la pampa húmeda representaba para la conciencia
colonial la Argentina por antonomasia, a toda la Argentina se le atribuían
tamañas deficiencias. Tal fue el origen del paradójico calificativo de
provincias pobres aplicado a las provincias de subsuelo con mayor riqueza
potencial. El opulento litoral se avergonzaba del atraso y la miseria en
que yacían sus hermanas del lejano interior, cuando en verdad debía
avergonzarse de alentar una frágil concepción unilateral del progreso que
desnivelaba a la familia.
La ilusión que hacía de la ganadería y la agricultura, por ser primarias e
indispensables puntos de partida del proceso económico, el destino eterno
de la Argentina, se desvaneció con la decadencia de Gran Bretaña, pero la
crisis que ésta ocasionó se prolonga desde hace varias décadas y no admite
otra solución que la ruptura de los diques de contención de la fuerza de
trabajo levantados en el siglo pasado por el régimen de la propiedad
territorial y el reordenamiento planificado de la totalidad de la
economía, con los bienes y riquezas usurpados por los monopolios
extranjeros rescatados por el pueblo argentino.
Tal tipo de estructura socioeconómica pudo conservarse en equilibrio con
las fuerzas productivas y confinarlas al sector agropecuario, en tanto
funcionó el factor externo a que estaba sujeta. Cuándo este factor externo
comenzó a deteriorarse, a la vez qué el despliegue de las fuerzas
productivas rebasó los moldes rígidos de la producción agrícologanadera,
toda la estructura entró en crisis.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) impuso de hecho barreras protectoras
de los artículos manufacturados en el país y favoreció el establecimiento
de nuevas fábricas. Hubo un descenso general de las importaciones.
Hipólito Yrigoyen encontró a la República, al asumir el poder en 1916,
desprovista de combustibles, maquinarias y materias primas industriales,
pero en los comercios se ofrecían artículos de manufactura nacional en
cantidad y calidad antes desconocidas, por lo común bajo falsas marcas
inglesas o francesas para calmar los prejuicios del consumidor que creía
en la superioridad de la producción extranjera.
El presidente radical comprendió que la oportunidad era propicia para que
el Estado asumiera la defensa del interés nacional interviniendo en el
transporte marítimo y en el comercio exterior. Pocos días después de
hacerse cargo del gobierno envió al Congreso un proyecto de creación de la
Marina Mercante Nacional. No fue aprobado.
En su mensaje del 14 de enero de 1918 informó al Congreso que desde el año
anterior el gobierno había resuelto intervenir en las ventas de cereales
al extranjero y le solicitaba la aprobación de un convenio comercial con
Gran Bretaña, Francia e Italia que fijaba precios mínimos al trigo y otros
cereales, en base a los cuales aquellos países se comprometían a adquirir
2.500.000 toneladas para exportar antes del 1.° de noviembre de 1918. Era
el primer paso hacia la nacionalización del comercio exterior. Las firmas
exportadoras se alarmaron. La iniciativa privada movió poderosas
influencias. Los exégetas de La Prensa y La Nación acusaron al presidente
de violar las libertades constitucionales. Y el Congreso encarpetó el
mensaje. Insistió Yrigoyen el 31 de marzo de 1919 y el convenio fue
rechazado. Insistió por tercera vez y lo aprobó la Cámara de Diputados,
pero el Senado se negó a firmar la ley.
La Argentina, indefensa, no pudo sacar ventajas para el futuro de la
situación privilegiada que le creaba la guerra mundial, porque los
sicofantes del coloniaje median la riqueza y el bienestar inmediatos nada
más que por los ingresos del sector agropecuario y de los intermediarios.
Las consecuencias de la imprevisión no se hicieron esperar en la
Argentina. Bastó que se iniciara el restablecimiento de la industria
europea en 1920 para que la industria nacional sintiera el impacto y
muchas de sus ramas desaparecieran. Industrias artificiales que no merecen
vivir, decían los agropecuaristas, considerando axiomático que es
artificial toda industria que compita con las importaciones.
Dé esa época data el contraste público de dos líneas de política de
desarrollo económico nacional. Las analizaremos en el pensamiento de los
dos expositores extremos: el Partido Socialista y la Unión Industrial
Argentina.
¿Qué proponían los socialistas?. El doctor Justo era librecambista por la
misma razón que Gran Bretaña era proteccionista: la defensa de la
industria inglesa. ¿No pedía el diputado laborista inglés Víctor Fisher,
fundador y secretario general de la British Workers League (Liga de
Trabajadores Británicos), la protección de las mercaderías inglesas frente
a la importación de mercaderías extranjeras producidas por el sweated
system (bajos salarios y largas jornadas) o por industrias
subvencionadas?.
La tesis Justo-Fisher apuntaba a destruir la industrialización de los
países poco desarrollados. El proteccionismo inglés se complementaba con
el librecambismo argentino. Esta unidad de contrarios explica que Gran
Bretaña (y Francia, Alemania y los Estados Unidos) practique
tradicionalmente el proteccionismo de fronteras para adentro y el
librecambismo de fronteras para afuera.
Lo que quiere decir que al negar protección a la industria nacional no
solamente se conspiraba contra el desarrollo capitalista de la Argentina,
sino también se impedía la creación de los requisitos materiales del
socialismo.
Justo y sus discípulos empleaban en sus campañas políticas un argumento
más efectista y directo a favor del librecambio: la defensa del nivel de
vida del consumidor argentino. ¿Cómo conciliaban esta defensa con la
preferencia a los productos del trabajo extranjero de más alto nivel de
vida? ¿Luchaban por mantener altos niveles de vida de los obreros ingleses
o de los consumidores argentinos? Puesto que del mismo cuero salen todos
los tientos debía haber algún sector sacrificado en la redistribución de
la masa de plusvalía en beneficio del ama de casa argentina y del
proletariado inglés. Y ese mártir o héroe inmolado no sería el industrial
extranjero, sino el fabricante nacional. Lisandro de la Torre puntualizó
con absoluta claridad esta falla del librecambio de los socialistas. Decía
en su polémica con Justo: "Así, por ejemplo, el móvil real que persigue el
doctor Justo con las exoneraciones de derechos aduaneros, no es tanto que
el obrero pague unos centavos menos por el par de medias de algodón,
cuanto arruinar a todos los tejedores nacionales. Sin embargo, muertas las
industrias mal podrían haber altos salarios. La contradicción salta a la
vista".
¿Qué proponían los industriales ? Lo expresa su vocero más caracterizado,
el ingeniero Alejandro E. Bunge:
“Ha llegado para la República Argentina la hora de su nacionalismo
económico. La política y las normas de acción de tal nacionalismo nos
habrán de conducir a la autonomía económica. Habrán de hacer posible y
real que el país oriente su producción y su comercio interno y externo de
acuerdo con sus intereses y con los destinos que le están deparados.
“Nuestros diez millones de habitantes no quieren ya recibir innecesarias
fruslerías en cambio de cueros y lana, quieren producir inteligentemente
todo lo que necesitan, quieren dictar su comercio, quieren explotar con
sabiduría y coraje las inmensas riquezas de cada una de las regiones de
esta heredad argentina. No quieren que su patria siga siendo un país
jornalero al servicio de otras naciones; el pueblo de esta joven República
ha aprendido y trabajado ya lo bastante para establecerse por cuenta
propia en su heredad nacional".
El cotejo de las actitudes antitéticas de socialistas e industriales
revela una contradicción interna de la sociedad argentina: los defensores
del desarrollo independiente de la economía nacional eran reaccionarios en
los problemas sociales y los partidarios de la libre introducción de
mercaderías y capitales extranjeros se erigían en portaestandartes de las
reivindicaciones obreras.
Unos y otros podían ser instrumentos inconscientes de la historia hasta
cierto limite. Tarde o temprano de la contradicción agravada al máximo
surgiría la conciencia superadora que con visión del conjunto combinara el
avance sin pausa de la industria por caminos propios con la conquista del
poder por la clase obrera.
CAPÍTULO 17:
LA CLASE OBRERA ARGENTINA BUSCA SU UNIDAD
La desigualdad de desarrollo entre el litoral -o con mayor exactitud, la
provincia de Buenos Aires- y el interior (norte y centro del país) explica
las guerras civiles y el largo señorío del bonaerense Rosas sobre las
provincias. Juan Manuel de Rosas mejoró y multiplicó las estancias, como
fuentes de producción ganadera destinada al mercado, y disciplinó a las
masas rurales al convertir a los gauchos en peones asalariados, entretanto
el interior no salía del circulo vicioso de la reproducción de sus propias
condiciones de existencia, con su estructura socioeconómica deteriorada
por las importaciones que recibía por conducto del puerto de Buenos Aires.
La desigualdad de desarrollo entre las dos partes de la Argentina generó
un movimiento de ósmosis en la población: el éxodo de mano de obra del
interior hacia el litoral es un fenómeno que se prolonga, con mayor o
menor frecuencia e intensidad, desde principios del siglo pasado hasta
hoy.
La reserva de fuerza de trabajo (la desocupación invisible) que existía en
el interior debido a su estancamiento excedía la demanda de fuerza de
trabajo en la provincia de Buenos Aires; pero con la colonización
capitalista la pampa húmeda necesitó mano de obra proletaria en cantidades
crecientes y con aptitudes e inclinaciones que, en ciertos sectores, no
les ofrecían los inmigrantes. El progreso de la producción ganadera
(nuevas estancias y mayor productividad de las existentes, arreos, etc.) y
la instalación de los frigoríficos hicieron indispensables obreros
especializados en las tareas rurales, hijos del país; que la región
pampeana no alcanzaba a proporcionar en la magnitud requerida. Asimismo en
la agricultura, a la inmigración golondrina, que permanecía nada más que
para levantar la cosecha y luego regresaba a sus lugares de origen, se
agregó la migración golondrina de correntinos, norsantafesinos, chaqueños,
santiagueños, salteños y jujeños que acudían a las chacras del sur
solamente para conchabarse durante los meses de cosecha.
De lo antedicho se infiere que el gran desarrollo del capitalismo en la
pampa húmeda, a partir del último cuarto del siglo pasado (la superficie
sembrada de forrajes y granos subió de 340000 hectáreas en 1875 a 20
millones en 1913 y a 25 millones en 1929), originó una demanda cada año
mayor de fuerza de trabajo y que para satisfacer esa demanda no alcanzaba
el mero crecimiento vegetativo del proletariado rural, sino que se
incorporaron a este último contingentes de mano de obra que provenían en
parte del interior del país y en parte de la inmigración.
El numeroso proletariado rural así formado en la región pampeana no contó
con organizaciones gremiales propias durante el periodo que estamos
estudiando.
Los vínculos de los estratos de ese proletariado emergente en lo
fundamental de los antiguos pobladores y distribuido en las actividades
agropecuarias e industriales auxiliares o conexas de ellas con la sociedad
en su conjunto y con el Estado se establecieron por medio de los caudillos
políticos y de los partidos orientados a la conquista y a la conservación
del poder. Hipólito Yrigoyen fue el primer caudillo que movilizó como
electores a los obreros rurales y los ayudó a superar las limitaciones,
corruptelas, violencias y fraudes de la época.
En 1857, a mitad del tiempo entre la caída de Rosas y la unidad nacional,
un sector de este proletariado, el de los tipógrafos, que por la índole de
su trabajo poseía conocimientos generales y del movimiento gremial europeo
superiores a los de la mayoría de los obreros porteños, fundó el primer
sindicato en la Argentina del que se tiene noticia, la Sociedad
Tipográfica Bonaerense.
Escasa influencia inmediata tuvieron en el conjunto del proletariado la
filial de la Asociación Internacional de Trabajo, fundada en Buenos Aires
por inmigrantes (1870 o 1872) y las polémicas de marxistas y bakuninistas.
La apropiación individual de los frutos del trabajo social encerraba a la
sociedad remodelada por la colonización en el circulo de las
contradicciones del régimen capitalista: abundaba la tierra inculta y no
había tierra libre, ríos de oro desparramaban la opulencia de las
exportaciones y los salarios no cubrían las necesidades del obrero, los
gobiernos pedían sin cesar mano de obra a Europa y existía desocupación.
Costó varios años formar, con hijos del país e inmigrantes, el heterogéneo
personal de las empresas ferroviarias. Fue el primer sector de masas de la
clase obrera argentina que, por las características dispersas a la vez que
centralizadas de su trabajo, organizó huelgas que se extendieron por el
interior, y también el primero que fundó -en 1887- La Fraternidad de
maquinistas y fogoneros de locomotoras, un sindicato que abarcaba a
obreros de toda la República.
El análisis de la década anterior a la Revolución del 90 es de gran
importancia no solamente porque entonces aparecieron los gérmenes del
movimiento obrero argentino, sino también porque en ella se manifestaron,
con sus rasgos iniciales, las contradicciones internas del desarrollo
capitalista del país. Fue la época del ajuste de los diversos elementos
(fuerza de trabajo, capital, ferrocarriles, técnica) que la colonización
iba trayendo a la Argentina, y ese ajuste se lograba mediante la
producción agropecuaria y las exportaciones a todo vapor. Parecía
realizarse el sueño que Alberdi y Sarmiento no imaginaron que pudiera
terminar en pesadilla, porque ellos creían, como liberales, en el progreso
en línea recta ascendente hasta el infinito y no cruzaba sus mentes la
posibilidad de interrupción o caída de ese proceso por la acción de las
fuerzas antagónicas generadas en su seno.
En el movimiento sindical organizado al calor de las luchas por mejoras
económicas cobró relieve desde el principio la tendencia a la unidad de la
clase obrera. A veces esa unidad se reducía a invocar los vínculos
internacionales de un gremio o el sentido y los objetivos internacionales
del movimiento obrero, pero la necesidad impulsaba al acercamiento
concreto de los obreros del mismo gremio y de todos los obreros frente a
los patrones y al Estado. De ahí que pronto se tratara de proyectar las
luchas por mejoras económicas al plano político (o apolítico, que era la
manera de hacer política de los anarquistas), o sea, de conducir a la
clase obrera al cumplimiento de su papel histórico de enterradora del
capitalismo y constructora de un nuevo orden social. Los transmisores de
las ideologías revolucionarias o reformistas europeas no encontraban en la
Argentina las bases materiales de esas ideologías, y como no podían
crearlas artificialmente, su labor tuvo que concentrarse en la educación
doctrinaria de la clase obrera. Sustituían la transformación
revolucionaria o la reforma de las condiciones reales de la sociedad
existente a su alrededor por la transformación revolucionaria o la reforma
de las conciencias. Esta contradicción fundamental, que no excluía
progresos en el orden organizativo del proletariado, deformó en sus
orígenes al movimiento sindical y los partidos obreros.
En diciembre de 1890 apareció el periódico El Obrero, órgano oficial de la
Federación. Su director, el ingeniero G. A. Lallemant, comprendió con su
gran talento la médula de la contradicción que acabamos de señalar.
Decía en el editorial que "esta era del régimen burgués puro importa un
gran progreso".
En las breves palabras transcriptas, Lallemant dejaba planteado el eje de
los problemas de la clase obrera argentina hasta la actualidad: la
combinación de sus luchas por reivindicaciones inmediatas con la
participación activa en la política del país.
Dos corrientes de ideas se enfrentaron: a) los socialistas querían
convertir la Federación en un partido político con "un programa análogo al
de los partidos obreros de Europa y demás países que van a la cabeza del
movimiento obrero, tomando en consideración el programa del Congreso
Internacional Obrero de París y el estado de desarrollo de la cuestión
social en ésta parte de América", y b) los anarquistas proponían que la
Federación se concretara "al mejoramiento económico del obrero", al margen
de "las estériles y engañadoras agitaciones políticas".
Claro está que los socialistas, al pretender que el organismo sindical
cumpliera la función del inexistente partido obrero dividían al
proletariado (en su gran mayoría anarquista, sin partido o de los partidos
del régimen imperante) y que los anarquistas, al insistir en que la clase
obrera no debía intervenir en política, la anulaban para su tarea
histórica de enterradora del capitalismo y constructora del socialismo,
pero los anarquistas se colocaban, en cuanto se referían a la cuestión
sindical, con los pies sobre la tierra.
Después de su Segundo Congreso (1.° de octubre de 1892), se disolvió la
primera Federación. Una segunda, constituida en 1894, duró hasta fines de
1895. No se superó el abismo entre los socialistas, que dominaban la
dirección de la central obrera, y los anarquistas, que tenían en sus manos
los gremios.
El 8 de junio de 1896 los socialistas intentaron por tercera vez organizar
la Federación. Fueron más cautos y aceptaron imprimirle a la central
obrera un carácter exclusivamente sindical.
Tan expresa declaración de apoliticismo no evitó que la Federación
desapareciera en las postrimerías de 1897.
La mayoría de los gremios se desafilió, después que la Sociedad
Constructora de Carruajes acusó a los dirigentes de llevar agua al molino
de los socialistas.
Había que arbitrar algún remedio a una enfermedad que se estaba
convirtiendo en crónica. Al diario La Prensa se le ocurrió proponer que a
los obreros sin trabajo se les aplicara el mismo castigo que a los
desertores del ejército: su confinamiento en el Chaco. Tuvo que pedir
auxilio a la policía para evitar el asalto de sus oficinas de la calle
Moreno por enfurecidos manifestantes.
Al cabo de varios tanteos e iniciativas fracasados, el 25 de mayo de 1901
se constituyó en el local de la Societá Ligure de Buenos Aires la
Federación Obrera Argentina (FOA). Socialistas y anarquistas llegaron al
siguiente acuerdo: "Considerando que el congreso obrero gremial reunido en
este momento se compone de sociedades de resistencia, o por mejor decir de
colectividades obreras organizadas para la lucha económica presente, y
teniendo en cuenta que en el seno de estas colectividades caben todas las
tendencias políticas y sociales, el Congreso declara que no tiene
compromisos de ninguna clase con el Partido Socialista ni con el
Anarquismo ni con partido político alguno, y que su organización,
desarrollo y esfera de acción es completamente independiente y autónoma, y
que la organización de este Congreso es pura y exclusivamente de lucha, de
resistencia".
El acuerdo anarquista-socialista, más formal que efectivo, se mantuvo
hasta el segundo Congreso de la FOA, inaugurado en el salón Vorwärts el 19
de abril de 1902.
Los anarquistas contaban con la mayoría de los delegados. La minoría
socialista aprovechó la discrepancia acerca de la validez de una
credencial para retirar del congreso a sus 34 delegados, representantes de
19 organizaciones, las cuales, en reunión del 18 de mayo, resolvieron
desafiliarse de la FOA y crear el Comité de Propaganda Gremial.
Con la sola presencia de los anarquistas, el Segundo Congreso de la FOA
aprobó un programa que ampliaba las reivindicaciones incluidas en el del
Primero y se pronunció en contra de la participación en el acto socialista
del 1º de Mayo, de las sociedades católicas de obreros, de las
cooperativas de producción (admitiendo las de consumo) y del militarismo.
Ese año 1902 las huelgas alcanzaron por el número, la amplitud y la
intensidad un nivel desconocido hasta entonces. Entre todas ellas se
destacó la huelga general iniciada por los obreros de la Refinería
Argentina de Azúcar de Rosario y extendida a los estibadores de esta
ciudad y de San Nicolás, Villa Constitución, San Pedro y Ramallo, con la
solidaridad de los gremios de la zona cerealera y de otros lugares de la
República.
El impulso que habían cobrado en el tránsito entre los dos siglos el
movimiento sindical y las luchas obreras desconcertaba a políticos, que
conservaban su fidelidad al dogma alberdiano gobernar es poblar. Carlos
Pellegrini vislumbraba en uno de los chispazos de su inteligencia
proyectada al provenir argentino: "Las huelgas y todas sus consecuencias
sólo pueden no existir allí donde no exista una gran población industrial,
un gran movimiento de capital y trabajo que provoque las profundas
divergencias que hoy buscan conmover y modificar los fundamentos mismos
del orden social y económico del mundo", pero la oligarquía liberal
gobernante, que creía en el ininterrumpido progreso agropecuario por la
virtud mágica del capital y del trabajo provenientes del extranjero, se
enredó en su concepción colonialista de los problemas argentinos y terminó
por creer también que el extranjero traía, junto con el progreso
unilateral y subordinado que ella deseaba, la negación de ese progreso.
Era inevitable que la colonización capitalista generara las
contradicciones inherentes al sistema capitalista. Para la limitada
mentalidad oligárquica estas contradicciones emanaban de la inmigración y
no de causas internas, y se suprimían mediante una política maniquea que
dividiera a los extranjeros en buenos y malos, buenos los que venían a
enriquecerse y malos los que pretendían transformar la sociedad. Tal fue
la inspiración de la Ley de Residencia o 4144, proyectada por el senador
Miguel Cané y sancionada por el Congreso el 23 de noviembre de 1902. El
Poder Ejecutivo quedaba autorizado a expulsar del territorio de la nación
en el término de tres días a "todo extranjero cuya conducta comprometa la
seguridad nacional o perturbe el orden público".
Como la huelga general puso a prueba las dos posiciones tácticas que se
agitaban en el movimiento sindical, los acontecimientos de noviembre de
1902 tuvieron por efecto inmediato acentuar las polémicas entre las
corrientes en pugna. Los socialistas recriminaban a los anarquistas el
haber conducido a la clase obrera a la derrota; los anarquistas decían que
los socialistas habían claudicado ante el gobierno y los patrones.
Los socialistas seguían los pasos del reformismo de la Segunda
Internacional y creían en la evolución pacífica hacia el socialismo
mediante la conquista de bancas parlamentarias, la legislación social y la
educación del pueblo. Les era indispensable para cumplir esas tareas
orientar al movimiento obrero de acuerdo a sus principios y métodos
tácticos. Sus reiterados intentos de valerse de la FOA habían fracasado
por la resistencia de las sociedades anarquistas, que reflejaban la
espontaneidad de las acciones de masas.
Después de la huelga general y de la sanción de la ley 4144 y el estado de
sitio necesitaban diferenciarse de los anarquistas, ante los obreros y
ante los poderes públicos, con el fin de no comprometer ni malograr una
línea política que no podía llevarse a la práctica fuera de la legalidad.
Tal fue el propósito que les inspiró la convocatoria del congreso del 7, 8
y 15 de marzo de 1903 en el salón Vorwärts, del cual nació la Unión
General de Trabajadores (UGT). El movimiento sindical quedó dividido en
dos centrales: la UGT socialista y la FOA anarquista.
¿No se contradecía el diario La Prensa al aconsejar al gobierno, en su
editorial, que continuara la política inmigratoria, y al pedir al mismo
gobierno, en la nota de policía, que remitiera al Chaco a los sin trabajo,
poco menos que como presidiarios? Esta contradicción del gobernar es
poblar era la contradicción del capitalismo que uno de los grandes
economistas de la burguesía, David Ricardo, sintetizó así: "La misma causa
que hace que aumente la renta neta de un país puede engendrar
simultáneamente, de otra parte, un exceso de población y empeorar la
situación del obrero". La inmigración crecía en la Argentina en mayor
grado que la demanda de fuerza de trabajo, pero el excedente de mano de
obra permitía mantener bajos los salarios y elevadas las rentas y
ganancias.
El editorial y la nota de política del diario La Prensa integraban la
unidad de contrarios de la política inmigratoria. Al atribuir a la
inmigración y no al capitalismo los males de la sociedad argentina, los
socialistas de la UGT recordaban a los luddistas ingleses que destruían
las máquinas porque veían en ellas las causas de la desocupación y la
miseria.
En su cuarto congreso (30 de julio a 2 de agosto de 1904), la FOA cambió
de nombre por el de FORA (Federación Obrera Regional Argentina), alegando
que la Argentina era una región de un mundo sin fronteras. Algunos
delegados propusieron un acercamiento con los radicales, que en esos días
celebraban los preparativos del estallido revolucionario del 4 de febrero
de 1905, pero la mayoría resolvió: "La Federación Obrera Argentina debe
abstenerse de intervenir hasta tanto no pueda realizar por su cuenta la
revolución".
El Sexto Congreso de la FORA (19 a 23 de diciembre de 1906 en Rosario) y
el Cuarto Congreso de la UGT (22 a 26 de diciembre de 1906 en Buenos
Aires) tuvieron lugar en un ambiente caldeado de huelgas, precursoras de
la huelga general de enero de 1907, en la cual la FORA y la UGT actuaron
de acuerdo, después de resolver ambas en los mencionados Congresos
convocar al de Unificación de las Organizaciones Obreras, que se realizó
en el teatro Verdi de Buenos Aires del 28 de marzo al 1º de abril de 1907.
El Congreso terminó sin pena ni gloria con el retiro de los socialistas y
la abstención de los sindicalistas.
Los trágicos sucesos del Primero de Mayo de 1909 sacaron a la clase obrera
de su letargo. Ese día el escuadrón policial agredió a mansalva al mitin
organizado por la FORA en la Plaza Lorea. Hubo ocho muertos y ciento cinco
heridos. Al día siguiente, la FORA, la UGT y los sindicatos autónomos, con
la adhesión del Partido Socialista, declararon la huelga general. Durante
la semana del 3 al 8 alrededor de 300.000 obreros dejaron de trabajar.
Reanudaron sus actividades el lunes 10, después que el presidente José
Figueroa Alcorta aceptó las tres condiciones impuestas por el Comité de
Huelga: la abolición del Código Municipal de Penas, la libertad de los
huelguistas presos y la reapertura de los locales de los sindicatos.
La triunfal huelga de la semana de mayo estrechó los lazos de solidaridad
entre las distintas tendencias del movimiento obrero. Fue su efecto
inmediato el Congreso de Fusión del 25 y 26 de setiembre de 1909, del cual
surgió la nueva central que englobaba a la UGT y a la FORA: la
Confederación Obrera Regional Argentina (CORA). Faltaba la ratificación de
los gremios para que se concretara la unidad anhelada durante tantos años
por el proletariado. Los sindicatos ugetistas y la mayoría de los
autónomos la aceptaron, pero el periódico La Protesta y la asamblea de
delegados de los sindicatos foristas consideraron que la CORA estaba de
más, pues la unidad debía establecerse dentro de la FORA, una vez que
todos los gremios adhirieran a un Pacto de Solidaridad elaborado por esta
última. A fines de 1909 la UGT había desaparecido, los socialistas y
sindicalistas integraban la CORA y los anarquistas de la FORA se mantenían
en sus trece.
También se unieron anarquistas, socialistas y sindicalistas para hacer
frente a la ola de terror que desató el gobierno (clausura de La
Vanguardia y La Protesta, empastelamientos de imprentas, detenciones en
masa, deportaciones, estado de sitio) en represalia de la muerte del jefe
de policía Ramón Falcón por la bomba que arrojó el anarquista Simón
Radowitzky, en desagravio de las víctimas del primero de mayo.
En un extremo, las clases dominantes en el campo y la burguesía
intermediaria se esforzaban en acrecentar sus ingresos (rentas y
ganancias) aumentando la ya elevada cuota de plusvalía mediante maniobras
inflacionistas con la moneda; en el otro extremo, el proletariado luchaba
por conservar el valor de sus salarios; y en el medio, la burguesía
industrial quería un nuevo reparto de los ingresos que acelerara el lento
y difícil proceso de su capitalización e intensificar en su beneficio la
plusvalía producida por la fuerza de trabajo. De estas premisas se deduce:
1) Que la capitalización se concentraba en su mayor porcentaje en las
clases dominantes del campo y en la burguesía intermediaria.
2) Que las luchas económicas del proletariado tenían un carácter defensivo
de su nivel de vida, y
3) que esas luchas encerraban una contradicción que escapaba a los
dirigentes sindicales de las distintas tendencias: el enemigo de clase
directo, que en busca de la máxima ganancia trataba de obtener la mayor
plusvalía del empleo de la fuerza de trabajo, era la burguesía industrial,
pero el enemigo de clase principal, e indirecto, permanecía al margen de
los conflictos entre patronos y obreros, aunque recogía la parte del león
de la plusvalía del trabajo nacional y debilitaba la capitalización de la
industria. La contradicción estaba latente también en los menos frecuentes
conflictos del disperso y casi desorganizado proletariado rural con los
capitalistas agrarios (chacareros y propietarios productores), conflictos
que sólo rozaban tangencialmente a los terratenientes rentistas y a los
grandes comerciantes.
En la conciencia de los dirigentes anarquistas y socialistas el contenido
económico de las causas inmediatas de las huelgas se diluía en objetivos
finales de tipo revolucionario o reformista de toda la sociedad. Como
ignoraban los hechos de la historia y de la realidad del país, o los
interpretaban torcidamente y sin penetrar en sus contradicciones
especificas, esos objetivos, recogidos del movimiento anarquista y
socialista internacional, no correspondían a las posibilidades y
tendencias emancipadoras de las masas populares argentinas. No se
diferenciaban, en lo que se refiere a su raigambre en el proceso de
conjunto de la sociedad argentina, el extremismo apolítico de los
anarquistas y el oportunismo político de los socialistas. Esto explica que
ganaran huelgas parciales y conquistaran importantes reivindicaciones
obreras, que fueran los creadores del movimiento sindical de la República,
pero que las masas populares los hicieran a un lado cuando ellas lucharon
por el desarrollo de la democracia, es decir, por conquistar el poder en
el Estado, requisito indispensable al logro de todo cambio reformista o
revolucionario.
Los socialistas y anarquistas ni soñaron que oponerse entonces al avance
del capitalismo en la Argentina era oponerse a la maduración de las
premisas materiales del socialismo. Porque la práctica del gobernar es
poblar trajo la colonización capitalista y un capitalismo agropecuario
torcido y dependiente, pero también trajo clase obrera, sindicatos,
doctrinas reformistas y revolucionarias, y a ellos mismos que no supieron
combinar la combatividad que emergía de las necesidades de las masas
explotadas con el desarrollo del poder de estas masas. Cuando llegó la
hora de la definición, la mayoría de los obreros olvidó los congresos de
la UGT, de la FORA y de la CORA, y votó por Hipólito Yrigoyen.
1910 fue el año del máximo desencuentro. Desde meses antes, el gobierno
preparaba la celebración con gran pompa del centenario de la Revolución de
Mayo. La oligarquía de terratenientes y comerciantes quería presentar ante
el mundo una Argentina pacífica y progresista, enriquecida por el trabajo
del campo.
De golpe, una noticia explosiva quebró el alborozo de los círculos
oficiales en tensa espera de los altos representantes de todos los
Estados: el Consejo de Delegados de la FORA declaró la huelga general para
el 18 de mayo, una semana antes del día de la conmemoración. Exigía la
derogación de la ley 4144 y la libertad de los presos sociales.
"La única libertad que podemos hacer en las fiestas centenarias -declaraba
un manifiesto- es que ellas sean el motivo para que se consagre la
conquista de una libertad. ¡Será así que la libertad se conmemorará con la
conquista de más libertad!" Los anarquistas y la FORA se adhirieron a la
huelga general; el Partido Socialista y el periódico La Vanguardia se
opusieron.
La respuesta del gobierno y de la reacción fue inmediata. No se
conformaron con dictar el estado de sitio. Bandas armadas de niños bien,
con su acompañamiento de legisladores, militares, policías, sirvientes y
empleados, sumieron en el terror a la ciudad de Buenos Aires los días 13 a
16 de mayo. Incendiaron los locales de La Protesta y La Batalla y
destrozaron el de La Vanguardia. Asaltaron sindicatos. Saquearon comercios
judíos. Violaron mujeres. Hicieron autos de fe con los libros anarquistas
y socialistas. En más de medio millar se estimó el número de militantes
gremiales presos o deportados.
Alarmadas las autoridades por las huelgas, algunas de las cuales por
ejemplo, las de los canteristas de Balcarce adquirían gran violencia y se
generalizaban, recurrieron al homeopático remedio de inyectar al país
nuevas dosis de inmigrantes. Trajeron de Asia Menor mano de obra barata y
la distribuyeron en los lugares donde los conflictos eran más agudos.
Tres ensayos de unificación del movimiento obrero en una sola central
habían fracasado: en 1907, 1909 y 1912. Los anarquistas y su vocero, La
Protesta, impugnaron las tentativas por considerar que su doctrina era la
auténticamente revolucionaria y la unidad sindical ya existía en la madre
FORA. Por cuarta vez la CORA, muy debilitada después de los sucesos del
Centenario, propuso la integración en su Primer Congreso, efectuado los
días 27 y 28 de junio de 1914, conocido con el nombre de Congreso de
Concentración. Nombró, con tal propósito, un Comité de Relaciones que
sugirió la disolución de la CORA y el ingreso de sus sindicatos a la FORA,
de acuerdo al Pacto de Solidaridad aprobado por esta última en su IV
Congreso.
El consejo fue aceptado al reanudarse el Congreso de Concentración el 26
de setiembre del mismo año.
En el salón Vorwärts se reunió, del 1º al 4 de abril de 1915, el Noveno
Congreso de la FORA para tratar lo resuelto por la CORA.
La minoría, estimulada por la prédica de La Protesta, desconoció la
resolución de unidad y constituyó otra FORA, la que se denominaría en
adelante del Quinto Congreso por su fidelidad al comunismo anárquico, en
oposición a la del Noveno Congreso.
Durante los casi cuatro años comprendidos entre el Noveno y Décimo
congresos foristas (de abril de 1915 a diciembre de 1918),
correspondientes a la Primera Guerra Mundial y al gobierno de Hipólito
Yrigoyen, los movimientos huelguísticos por reivindicaciones inmediatas
adquirieron una nueva calidad al destacarse las luchas de grandes sectores
de masas. Hasta entonces los conflictos se habían circunscripto
principalmente a obreros de fábricas y talleres diseminados en múltiples
sindicatos. Al proceso de concentración capitalista de los transportes y
de las industrias de transformación de las materias primarias, iniciado en
el siglo anterior e impulsado por las inversiones extranjeras, aún no se
les oponían con amplitud y combatividad la organización y las huelgas de
decenas de miles de asalariados del mismo sector de trabajo. El retardo se
compensó cuando en aquel cuadrienio entraron en escena a desempeñar el
primer papel los obreros de los ferrocarriles, puertos y frigoríficos.
La oposición de los socialistas a los movimientos obreros que ellos no
controlaban o no conseguían capitalizar a su favor tenía origen en su
errónea y sectaria concepción del problema nacional, que les hacia
considerar al yrigoyenismo el enemigo principal y no los conservadores, y
a un mezquino espíritu de partido que las masas castigaban dejándolos
solos. Había un motivo táctico, con prescindencia de los aspectos sociales
del sindicalismo y de las huelgas, que por si mismo debía haber obligado a
los socialistas a apoyar decididamente el acercamiento tácito o expreso
del gobierno y los gremios: la amenaza continua de un golpe reaccionario
que pesaba sobre el presidente Yrigoyen.
Pero esa necesidad táctica no penetraba en inteligencias narcisistas que a
la postre se deslizaban hasta colaborar, objetiva o subjetivamente, en la
preparación del clima golpista
1919 registró el viraje brusco y agresivo del gobierno yrigoyenista hacia
la represión del movimiento obrero que hemos examinado en el capitulo 11.
Fueron varias sus causas. La presión de los sectores más reaccionarios de
la oligarquía y la presión de los sectores más combativos del proletariado
obligaban a definirse al presidente paternalista, que idealizaba al Estado
y lo imaginaba por encima de las clases sociales. Resistió la presión
reaccionaria durante los dos primeros años de su gobierno. Los
conservadores le hacían responsable de las huelgas obreras y de las
exigencias de los chacareros, acabamos de ver que los socialistas
repudiaban sus entendimientos con los gremios. Pero en 1918 se acumularon
elementos explosivos que estallarían al año siguiente. Aparecieron
organizaciones de provocadores, rompehuelgas y predicadores de la guerra
santa contra el proletariado (la Asociación del Trabajo y la Liga
Patriótica Argentina), instigadas por los estancieros, el alto comercio,
la industria, el capital extranjero y las jerarquías eclesiásticas, con la
misión de enfrentar a la ola popular que avanzaba impelida por el ejemplo
de la Revolución Rusa y de los movimientos emancipadores en expansión por
gran parte del mundo de postguerra, a la vez que por las luchas económicas
de los gremios. Ante el dilema, el presidente que había dejado intacto al
Estado que aceptó con todas sus limitaciones, el caudillo de una pequeña
burguesía que ambicionaba el poder, pero dentro del orden social
establecido, cedió a la presión reaccionaria y se convirtió en su
instrumento, su chivo emisario, su símbolo. La chispa encendida por los
obreros metalúrgicos en los talleres Vasena propagó el incendio de la
Semana Trágica (6 al 13 de enero de 1919) que dejó como prenda de la
reacción centenares de muertos y heridos, pero también un baldón sobre
Yrigoyen que el proletariado argentino nunca olvidó y la reacción se lo
recordó con hipócrita saña.
La huelga metalúrgica triunfó. Con intervención del ministro del Interior,
la empresa Vasena suscribió un convenio con los obreros que acordaba a
éstos la jornada de ocho horas, aumentos del 20 al 100 por ciento de los
jornales, abolición del trabajo a destajo y compromiso de no tomar
represalias con los huelguistas.
La madre FORA, la sindical del Noveno Congreso, aprendió a emplear la
huelga general con cautela y puso el acento en las luchas por
reivindicaciones inmediatas.
Pudo así penetrar en dominios cerrados hasta entonces a las organizaciones
obreras: los yerbatales de Misiones, los obrajes del Chaco, los ingenios y
minas de Salta y Jujuy, Cuyo, la Patagonia. Alarmada la reacción por el
poder que adquiría la central de los gremios hizo presentar a la Cámara de
Diputados, por intermedio de la Comisión de Legislación, un proyecto de
estatuto que el pueblo calificó de ley mordaza, el cual apuntaba a
destruir la FORA, crear un sindicalismo oficial con discriminaciones entre
argentinos y extranjeros, y malograr la solidaridad entre los gremios. El
proyecto no prosperó gracias a la gran movilización que culminó en el
mitin del 10 de agosto de 1919 en la Plaza del Congreso, al que
concurrieron 150000 personas y representantes de más de 700 sindicatos,
mitin convocado por el Congreso Extraordinario de la FORA del 28-29 de
junio del mismo año.
En octubre de 1920 se reunió un Congreso Extraordinario de la FORA con
asistencia de partidarios del Quinto y del Noveno Congresos. La presencia
de delegados de 276 sindicatos atestigua el progreso de la central si se
recuerda que al Noveno Congreso sólo se hicieron presentes 66 sindicatos.
Absorbieron el debate la unidad de los dos sectores foristas y los nuevos
planteos de los comunistas que proponían que la FORA se desafiliara de la
Internacional Sindical de Amsterdam para adherirse a la Internacional
Sindical Roja de Moscú. Estos temas se transfirieron al Undécimo y último
Congreso de la FORA, que tuvo lugar en La Plata en febrero de 1921 y
resolvió, a su vez, convocar a un Congreso de Unidad para evitar el
inminente parcelamiento de la central que conducía al choque ideológico y
político en los momentos del apogeo de medio siglo de ardua lucha gremial.
Al Congreso de Unidad de marzo de 1922 no concurrieron los quintistas,
pues se anticiparon a dar por terminados los intentos de fusión y
denunciaron como agentes de Moscú a los foristas del Noveno Congreso, que
en esa asamblea se unieron a los comunistas para fundar la Unión Sindical
Argentina (USA). La carta orgánica de la nueva central afirmaba que: "la
única vanguardia revolucionaria del proletariado argentino la constituyen
los aguerridos sindicatos que integran la USA, haciendo suya la tesis TODO
EL PODER A LOS SINDICATOS, para el caso de una efectiva revolución, como
la única ley que encuadra a la tradición revolucionaria sindical del
país".
Esta tesis contrariaba la posición de los comunistas, en cuanto para éstos
la única vanguardia revolucionaria del proletariado argentino era su
propio partido; expresaba la doctrina clásica del anarcosindicalismo.
El gobierno de Yrigoyen terminaba. Después de la Semana Trágica no
restableció sus vínculos con el movimiento obrero. Las matanzas de la
Patagonia y del Chaco santafesino consumadas por el ejército lo
enajenaron, aún más a la política de la oligarquía conservadora. También
el movimiento obrero entró en bajamar.
Entretanto, los socialistas ganaban gran influencia en el gremio
ferroviario y con su apoyo fundaban en febrero de 1926 la Confederación
Obrera Argentina (COA), que se adhirió a la Federación Internacional
Sindical de Amsterdam. La preponderancia del socialismo reformista sobre
el anarquismo y el anarcosindicalismo en la dirección del movimiento
sindical se acentuó en esos años, mientras los comunistas se esforzaban en
convocar un Congreso para formar una nueva central única.
Los comunistas crearon el Comité de Unidad Sindical Clasista, en base a
las fracciones que tenían en gremios de diversas tendencias,
particularmente en el de los madereros y el de la carne.
El golpe militar del 6 de setiembre de 1930, que derribó al segundo
gobierno de Hipólito Yrigoyen, encontró a los sindicatos divididos y
desorientados. Tanto la COA como la USA se pronunciaron por la
prescindencia frente a los acontecimientos políticos. Ambas centrales
decidieron por conducto de sus respectivas direcciones, sin la consulta de
congresos, disolverse y constituir una nueva central. Así nació el 27 de
setiembre de ese año la Confederación General del Trabajo (CGT)
"independiente de todos los partidos políticos y agrupaciones
ideológicas".
Su móvil inmediato era resguardar las organizaciones gremiales de los
zarpazos de la dictadura del general Uriburu, que había anunciado sus
propósitos de implantar un sistema corporativo.
CAPITULO 18
EL CONTUBERNIO
El yrigoyenismo apareció en el apogeo de la colonización capitalista y se
extinguió cuando el ciclo de la colonización capitalista concluía. Esta
coincidencia revela la relación de causa a efecto entre la segunda y el
primero, relación dialéctica, no mecánica, pues el yrigoyenismo tuvo
origen en los cambios sociales generados por la colonización capitalista,
pero se convirtió en movimiento de masas como afirmación política del
pueblo en busca de su destino nacional. Fue efecto y también en grado
relativo, antítesis de la colonización capitalista. Surgió de las
condiciones materiales creadas por ella y expresó las tendencias de la
sociedad remodelada a integrarse con los nuevos elementos (hombres y
capitales) que ella aportó. La vida del yrigoyenismo transcurrió en la
segunda norte del largo periodo de normalidad constitucional comprendido
entre 1862 y 1930. En la primera parte (1862-1890) se configuraron las
clases sociales peculiares del sistema capitalista, cuya evolución hemos
analizado en los cuatro capítulos precedentes: los terratenientes, los
chacareros y la burguesía intermediaria enajenados al intercambio con el
exterior, mientras que el porvenir de la burguesía industrial y del
proletariado descansaba en el desarrollo del mercado interno. De esta
contradicción objetiva, originada por el proceso colonizador capitalista,
no tenían conciencia ni los intelectuales, ni los políticos, ni los
sindicalistas. Reinaba una mentalidad de inmigrantes desdeñosa de lo que
no fuera la reproducción de las sociedades más adelantadas de la época y
ciega a las particularidades que iba adquiriendo una Argentina
transformada por la acción de factores exógenos.
Los cambios sociales operados con posterioridad a 1862 excluían la
posibilidad de una revolución, en cuanto ésta implica transformaciones de
la estructura socioeconómica. Fueron cambios cuantitativos creadores de la
estructura previamente concebida. Maduraron las clases que hemos enumerado
dentro de las condiciones objetivas imperantes, sin que, fuera de pequeños
grupos anarquistas y socialistas, emergieran tendencias ponderables a
abandonar o superar los carriles de la democracia burguesa que prometía la
Constitución de 1853.
La oligarquía terrateniente y la burguesía intermediaria no se contrajeron
en las vísperas del 90 a concentrar en sus manos la propiedad territorial
y el capital circulante, y a traspasar a empresas extranjeras los
servicios públicos y bienes del Estado; centralizaron paralelamente el
poder político al extremo de endiosar al presidente Juárez Celman. El
liberalismo se exageró hasta desembocar en el libertinaje. Al quebrarse el
equilibrio que sostuvo a los gobiernos durante tres décadas, quedó al
descubierto la insuficiencia de la base política del Estado y se impuso la
necesidad de hacer participes de la democracia burguesa a las nuevas
clases y a los sectores sociales que se emancipaban de la tutela de los
viejos caudillos. El 90 significó la ampliación (el ajuste, la mayor
realización) de la democracia burguesa argentina en su larga trayectoria
evolutiva, no la revolución democrático burguesa por antonomasia. La
causaron los cambios cuantitativos generados por la colonización
capitalista.
Yrigoyen le estampó a la política del acuerdo, política que la oligarquía
renovó con variable éxito por más de medio siglo, el mote de contubernio
(del latín contubernium alianza o liga vituperable, según el diccionario
de la Academia). Contubernio era lo contrario de intransigencia.
Los políticos quedaron divididos en intransigentes y contubernistas.
Lisandro de la Torre encabezó la primera escisión importante de la Unión
Cívica Radical provocada por el acuerdo. En la Convención del 5 de
septiembre de 1897 se separó de las filas radicales, a pesar de triunfar
su tesis por 65 votos contra 21, debido a la intransigencia de Yrigoyen y
para aceptar la gran política de coalición propuesta por el general Mitre.
En 1914 esa organización se disolvió en el Partido Demócrata Progresista,
junto con fragmentarios partidos conservadores provinciales, menos el de
Buenos Aires y el Partido Provincial de Santiago del Estero.
Hasta el derrocamiento de Yrigoyen en 1930, la oligarquía conservadora
halagó a de la Torre y estimó que era el político con mayores aptitudes
para apagar la estrella del caudillo radical, pero nunca logró enredarlo
en sus maniobras antiyrigoyenistas. Instó encumbrarlo en 1916 y 1930.
Lisandro de la Torre interpretaba una necesidad más sentida en la zona
colonizada de la pampa húmeda que en cualquier otro lugar de la República,
al dedicar su tesis doctoral de 1888 a El régimen municipal e insistir
sobre el tema con el proyecto que presentó al Congreso en 1912, como
diputado santafesino por la Liga del Sur. También a inspiración suya se lo
incluyó en la Constitución de la Provincia de Santa Fe de 1921, vetada por
el gobernador radical Mosca.
Lisandro de la Torre compartía las ilusiones de Tocqueville. Su filosofía
política del aburguesamiento democrático progresivo hasta integrarse una
sociedad nivelada económicamente explica la energía con que se opuso no
sólo en su madurez intelectual, sino también en sus años mozos, a la
concentración de la propiedad en latifundios y del comercio y la industria
en trusts. Y explica asimismo que al término de sus largas luchas fuera a
dar a un callejón sin salida, al pretender resistir o vencer al monopolio
con el inservible instrumento de aquella filosofía.
Su concepción del aburguesamiento democrático progresivo lo acercaba a y
lo diferenciaba de los socialistas, de la doctrina de la socialización
democrática predicada por Eduardo Bernstein. Coincidían en la perspectiva
de la evolución democrática pero de la Torre nunca se avino a reemplazar
su individualismo liberal burgués por el socialismo liberal de los
discípulos de Juan B. Justo. Sin embargo, demostró su superioridad sobre
éstos al comprender la esencia imperialista de los monopolios, a menudo
caracterizados por los justistas como formas previas de socialización.
Al dividir a los partidos y fracciones de partidos en dos bloques
antitéticos de acuerdistas (o contubernistas) e intransigentes, Yrigoyen
conseguía con suma astucia erigirse en árbitro de la política. Aplicaba a
todos los antiyrigoyenistas la misma marca y levantaba una barrera
defensiva de sus propios partidarios.
El desconocimiento del problema nacional hacía al Partido Socialista
proclive a concordar con los conservadores en el enfrentamiento del
yrigoyenismo. Por lo común se mostraba más cerca de aquéllos que de éste.
Aquéllos guardaban en la alta política por lo menos las formas de la
cultura democrática, mientras que las heterodoxas prácticas del Peludo
soliviantaban a los mesurados discípulos del doctor Justo.
Sin ir a los extremos, ¿no hizo profesión de fe contubernista el doctor
Nicolás Repetto, depositario de la herencia de Juan B. Justo, al proclamar
días antes de aquel golpe, en la sesión de la Cámara de Diputados del 28
de agosto, su admiración a la sensatez, la previsión y el sano patriotismo
de la política del acuerdo propiciada por el general Mitre cuarenta años
antes? El radicalismo antipersonalista o antipersonalismo fue la máxima
realización del contubernio. Su origen se remonta a la ruptura entre la
jefatura del gobierno y el liderazgo del partido, reunidos en la misma
persona mientras Yrigoyen ocupó la presidencia.
La elección de Marcelo T. de Alvear para el período presidencial 1922-1928
trajo de hecho tal separación. ¿Por qué Yrigoyen impuso de sucesor a un
oligarca de boina blanca?.
Alvear se definió al nombrar sus ministros: solamente tres radicales y de
los cinco restantes dos provenían del juarismo. Escribe del Mazo: “Poco a
poco el presidente Alvear concentró alrededor de él la esperanza de
quienes siempre se opusieron a Yrigoyen en el seno de la Unión Cívica
Radical; de los reaccionarios de los partidos conservadores, a quienes al
fin parecía abrírseles una perspectiva de retorno, y de los reaccionarios
de toda índole siempre resentidos por la creciente significación social
del radicalismo. Día a día, la casa de gobierno fue quedando más vacía,
sin obreros, ni estudiantes, ni gente llana, como había sido la
característica del periodo anterior, presentando la fría tranquilidad de
un gobierno formalista, sin calor de pueblo"
Los grandes diarios expresaron tanta complacencia como los dirigentes
conservadores, demócratas progresistas y socialistas al comprobar que el
nuevo presidente separaba el gobierno del partido.
El sexenio 1922-28 colmó las aspiraciones de los liberales de diversas
tendencias (conservadores, antipersonalistas, demócratas progresistas,
socialistas) a un régimen de legalidad constitucional y equilibrio
político, de benevolencia con el capital extranjero y mano enguantada en
los conflictos sociales, de administración ordenada.
Veían en el gobierno de áurea mediocritas del doctor Alvear la realización
de las esperanzas de los organizadores del 53 y el modelo a imitar.
Durante los años 1925-29 las exportaciones agropecuarias argentinas
marcaron las cifras máximas y el más alto poder de compra, y se
registraron las mayores inversiones en el campo.
Alvear discrepaba con Yrigoyen en política internacional desde la guerra
de 1914. Era aliadófilo, como correspondía serlo a un auténtico liberal
para quien Francia encarnaba las mejores tradiciones y la cultura de la
burguesía, y respetaba en Gran Bretaña el sostén del poder económico de
las clases dominantes de la Argentina.
Después de la paz de Versalles, y en calidad de ministro en París y
delegado ante la Liga de las Naciones, se rehusó a acatar las directivas
del presidente Yrigoyen.
El presidente Yrigoyen le opuso el principio de igualdad y
autodeterminación de los pueblos. Afirmaba que la Liga debía ser de las
Naciones y no de Naciones, y telegrafió a Alvear: "Tratándose de una Liga
que ha de establecer la paz futura de todas las naciones, no cabe
distingos entre beligerantes y neutrales".
Pero Alvear no compartía esta opinión, y debió trasladarse a Ginebra el
ministro de Relaciones Exteriores, Honorio Pueyrredón, para exponer el
pensamiento yrigoyenista y, al ser rechazado, anunciar el 4 de diciembre
de 1920 el retiro de Argentina de la Liga de las Naciones.
El presidente Alvear modificó la política exterior de su antecesor en el
gobierno. La Argentina volvió a ingresar a la entidad mundial y actuó en
las reuniones internacionales y continentales a la zaga de las potencias
anglosajonas.
De esa época data el comienzo del movimiento antiimperialista de sectores
populares del país. Lo orientaron organizaciones como la Alianza
Continental, la Liga Antiimperialista y la Unión Latinoamericana con la
adhesión de sindicatos, centros estudiantiles y, en mayor relieve, el
Partido Comunista.
El antiimperialismo tenía un carácter eminentemente antinorteamericano.
Era la respuesta nacional a la penetración financiera, política y militar
de los Estados Unidos en América Latina.
Hubo treinta intervenciones militares de los Estados Unidos en América
Latina durante el primer cuarto de siglo. Haití, la República Dominicana,
Guatemala y Cuba fueron ocupadas por tropas norteamericanas. Los marines
desembarcaron en Nicaragua en 1926 para apuntalar al gobierno reaccionario
de Chamorro; cinco años los combatió en la selva el héroe popular Cesar
Augusto Sandino hasta caer en una celada y ser asesinado por orden de los
guardianes de los inversores norteamericanos.
Gran Bretaña comprendió desde el descubrimiento del petróleo en Comodoro
Rivadavia que no podría evitar el empleo en escala creciente de ese
sustituto del carbón, lo que trastornaría la ecuación clásica de su
intercambio con la Argentina. Con tal motivo, poco tiempo después de aquel
hallazgo, accionistas y directores de los ferrocarriles británicos
fundaron la Argentina Gulf Oíl Sindícate Co., que llegó a disponer de
81000 hectáreas de campos petrolíferos, mientras el gobierno argentino
creaba el 24 de diciembre de 1910, la Dirección General de Explotación del
Petróleo de Comodoro Rivadavia, cuyo primer presidente, el ingeniero Luis
A. Huergo, mostraba tanta animosidad contra la Standard Oíl como
admiración por los capitalistas ingleses.
En la tercera década del siglo la competencia entre la Standard Oíl
(norteamericana) y la Royal Dutch-Shell (inglesa), que en México y otros
lugares databa de 1900, se desató con gran agresividad en el cono sur del
continente. La Standard Oíl poseía en 1926 extensas concesiones en el
Chaco Boreal del lado boliviano, pero estaba bloqueada por la Royal Dutch-Shell,
que por medio del Paraguay, y bajo presión argentina, le cerraba la salida
del petróleo por puertos brasileños, pues hacia occidente, por la
cordillera de los Andes, era impracticable. Esta guerra fría tuvo su
epilogo en la guerra del Chaco.
A Gran Bretaña le era vital cubrir sus compras de carnes y cereales
principalmente con ventas de combustible. Nada perturbó el equilibrio de
la balanza del intercambio angloargentino mientras el carbón fue el único
combustible, pero como el consumo nacional de este último bajaba y el de
petróleo crecía año tras año (en 1930 registraron el 35,5 por ciento y el
49 por ciento, respectivamente), Gran Bretaña debía afrontar la doble
amenaza del desarrollo de la producción de YPF y del abastecimiento del
mercado interno por la Standard Oíl.
Así se comprende que los ingleses, aunque constituyeron la Argentine Gulf
Oil Sindícate tan pronto como se descubrieron los yacimientos de Comodoro
Rivadavia, no se preocuparan de organizar la extracción, en contraste con
la política que siguieron en México, Venezuela, Perú, el Medio Oriente y
otras regiones donde se convirtieron en productores de petróleo. Si la
Argentina se autoabastecía, por su propio esfuerzo o por intermedio de
compañías extrajeras extractoras, su comercio con Gran Bretaña se
desequilibrarla y ésta se vería obligada a disminuir sus adquisiciones de
carnes y cereales o a buscar otra forma de financiarlas. Cae de suyo que
toda la economía agropecuaria exportadora argentina se hubiera trastornado
en el caso de una baja importante de las compras inglesas de sus
productos. Por eso convenía tanto a Gran Bretaña como a los sectores
agrícolo-ganaderos dominantes de la pampa húmeda que no se llegara al
autoabastecimiento de petróleo. Tal es el origen del mito de que el
subsuelo argentino carece de petróleo (no obstante saberse positivamente
que lo contiene en sus dos terceras partes), mito que más tarde se repitió
con el carbón, al ocultar sus yacimientos o afirmar que no poseen las
calorías requeridas para el uso industrial. Mediante el freno de la
producción nacional de petróleo y carbón se supeditaba el avance de la
industria a los limites establecidos por la importación de combustibles.
Con prescindencia de otros renglones de artículos y bienes de capital
importados e importables, el comercio de la Argentina con Gran Bretaña y
los Estados Unidos se traducía en dos ecuaciones: Carnes y cereales
argentinos = combustibles ingleses.
Petróleo argentino = mercaderías y bienes de capital norteamericanos.
El funcionamiento de la primera correspondía a la concepción agropecuaria
del desarrollo de la economía nacional: "La Argentina debe su riqueza a la
agricultura y la ganadería; apartarla de su camino natural para correr la
aventura de fomentar industrias artificiales seria su ruina".
La segunda encandiló a algunos industrialistas, bien o mal intencionados,
con la esperanza de emancipar la economía nacional de su dependencia de
Gran Bretaña, resolver el problema del autoabastecimiento de combustible
por la vía de las compañías norteamericanas e impulsar el progreso fabril.
La contradicción anglo-norteamericana se reflejaba sobre YPF de esta
manera: Los norteamericanos querían, en resumidas cuentas, que YPF
desapareciera y los ingleses preferían que fuera el guardián de las
reservas petrolíferas argentinas sin explotarlas o con una explotación que
dejara ancho margen para las importaciones.
El contubernio (conservador, antipersonalista, socialista independiente)
se solidificó ante el peligro de la vuelta del yrigoyenismo al poder.
Dentro del ejército se instituyó la Logia General San Martín, inspirada
por el ministro de guerra, general Agustín P. Justo, y encaminada a "la
guerra sin cuartel a la política de Yrigoyen y separar de las filas de los
militares simpatizantes yrigoyenistas". Preparaba, en realidad, el golpe
militar en previsión del ascenso del movimiento de masas y para contener
la política de nacionalismo económico.
A la violencia, las amenazas y los fraudes que empleaba el contubernio
para conservar el poder, Yrigoyen respondió con la orden de cesar la
propaganda en todo el país. Un mes antes de los comicios los yrigoyenistas
enmudecieron. Con las arcas vacías dejaron a sus adversarios que
difundieran por la República la consigna Yrigoyen no será presidente, la
que en boca de oligarcas y abogados de empresas extranjeras se
transfiguraba en invitación al pueblo a votar por el endiosado líder.
Yrigoyen no pecó por excesos democráticos, sino por su incapacidad, por
sus limitaciones de clase, para concebir un nuevo ordenamiento social que
emancipara al Estado de su enajenación al liberalismo. Pecó por demasiado
respeto y no por falta de respeto a una legalidad que ya no correspondía a
las tendencias del pueblo argentino.
Sus ideas del Estado-nación, del partido-gobierno, quedaron en las medias
tintas de su corta y agitada segunda presidencia. Pagó la indecisión, hija
de su indigencia teórica de reformista burgués, con el debilitamiento
inmediato del sostén popular. Numerosos caudillos locales se le dieron
vuelta. J. W. Perkins, yrigoyenista de la víspera e yrigoyenista de meses
después, decía que el monstruo había sido matado en el cuarto oscuro. Otro
futuro yrigoyenista, el dirigente estudiantil Raúl Uranga, le ultrajó con
el doble epíteto de caudillo bárbaro y senil.