El próximo 15 de noviembre, George. W. Bush y su colega francés Sarkozy han convocado en Washington una cumbre de jefes de Estado (el G-20), con el objetivo, en palabras del presidente de Francia, de "refundar el capitalismo sobre bases éticas" y evitar "una revuelta mundial". Para poner una nota pintoresca a semejante encuentro, el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, anda mendigando por las esquinas una silla en la reunión. ¡Cómo va a faltar el líder más carismático de la socialdemocracia mundial a una mesa con comensales tan importantes! ¿Llevaría el mensaje de angustia de los trabajadores, los desempleados, los jubilados a tan magna cumbre? Obviamente no. Zapatero, como su colega laborista Mr. Brown, como todos los líderes de la socialdemocracia, si por algo se han destacado en estos meses es por constituir una firme línea de defensa del capitalismo.
"El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa"
C. Marx y F. Engels. El Manifiesto Comunista
La clase dominante intenta evitar, desesperadamente, que la economía mundial se precipite hacia una depresión de consecuencias incalculables. Pero la posibilidad de que lo logren es más bien remota. Después de aprobar planes para regalar a la gran banca una cantidad de dinero público equivalente a casi la mitad del PIB norteamericano (cerca de tres billones de euros), las bolsas siguen cayendo en picado tras la estela de una recesión que se agranda cada día que pasa. Todo son malas noticias, incluidas sus ilusiones en los países emergentes. En Brasil o México, en China o en la India, en Europa del Este, la contracción del consumo mundial, la caída de los precios de las materias primas y el desplome del precio del petróleo, que ha cotizado en el mes de octubre a 62 dólares el barril cuando en el mes de junio alcanzó los 145, están creando las condiciones para un auténtico cataclismo en estos países.
¿Una vuelta al keynesianismo?
Las decisiones adoptadas por los gobiernos se han vestido interesadamente como el triunfo de la cordura (regulación e intervencionismo) frente a la locura de la desregulación (neoliberalismo). Lo paradójico de la situación es que los mismos artífices de la burbuja financiera y especulativa, gente como Henry Paulson, secretario del Tesoro de EEUU y antiguo presidente de Goldman Sachs, Sarkozy o Brown, se arrogan el papel de bomberos para apagar el fuego que ellos mismos atizaron.
Tamaña estafa no cuenta para los socialdemócratas y sus amigos neokeynesianos que han festejado este remedo de "nacionalizaciones" y respaldo estatal como una buena señal. Pero la realidad indica que esta intervención gigantesca a favor de la banca privada poco se asemeja a la época dorada de las políticas keynesianas aplicadas en Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Más bien, por el momento, son lo contrario.
No se trata de una inyección dirigida hacia la economía productiva ni de nacionalizaciones de sectores como los ferrocarriles, las minas o la siderurgia; no se trata tampoco de fortalecer una red de sanidad y educación públicas gratuitas y universales, ni el establecimiento de un potente seguro de desempleo; ni de un plan estratégico para aumentar la demanda del mercado interno a través de la creación de empleo público financiado con el déficit presupuestario. Todo ello fue posible, en Europa occidental y en EEUU, después de la hecatombe de la gran guerra imperialista, y en un momento en que EEUU concentraba más de dos terceras partes de las reservas de oro y eran los acreedores de medio mundo. Estados Unidos salió de la gran guerra manteniendo intacto su aparato productivo, al tiempo que poseía una cantidad imponente de inventos y patentes militares que aplicaron con éxito a la producción civil.
En aquellas circunstancias, ante la amenaza de la revolución socialista en Europa occidental y después de constatar que la URSS se había fortalecido militar y políticamente, la clase dominante estadounidense estuvo dispuesta a ceder una parte de la abultada tasa de ahorro nacional para impulsar el plan Marshall y reconstruir Europa, y de paso hacer buenos y lucrativos negocios.
La clave de aquel periodo excepcional de crecimiento económico, de desarrollo de las fuerzas productivas, de división internacional del trabajo y de auge del comercio mundial, fue la constante reinversión productiva de la plusvalía obtenida. Las diferencias de aquellas circunstancias históricas con las actuales son sobresalientes en todos los sentidos (1).
A pesar de la propaganda del momento presente, el modelo keynesiano también se mostró impotente ante las contradicciones insolubles del capitalismo: no pudo sortear la crisis de sobreproducción que golpeó la economía mundial al inicio de la década de los setenta del siglo pasado, y terminó fracasando. Los gigantescos déficits presupuestarios de las naciones capitalistas más desarrolladas alimentaron la espiral de estancamiento e inflación, y de revolución social.
No, no estamos ante un proceso de nacionalizaciones en el sentido clásico, como se dio en ciertos periodos críticos del capitalismo, bajo el New Deal de Roosevelt o los gobiernos laboristas de la posguerra. Nacionalizaciones que, es necesario recordar, aliviaron a los empresarios privados de acometer grandes desembolsos en capital fijo en estas industrias básicas al tiempo que se beneficiaban de materias primas baratas y sistemas de transportes modernos; nacionalizaciones que en ningún caso alteraron los fundamentos del sistema capitalista ni sustituyeron a la iniciativa del capital a la hora de determinar la dinámica general de la producción y la inversión.
Esta intervención coordinada, de capitalismo de Estado, para asegurar los sacrosantos beneficios de las grandes corporaciones financieras se sostendrá, precisamente, gracias a un recorte salvaje del gasto social, de la sanidad y la educación pública, de adelgazar los sistemas públicos de pensiones, de atacar la cobertura a los parados.
Por el momento esto es lo que está ocurriendo. Obviamente hay un factor en la ecuación que puede trastocar todos los planes de la burguesía mundial, y ese factor es la lucha de clases y la amenaza de la revolución. La clase dominante ha adquirido una gran experiencia tras doscientos años de monopolio del poder político y económico. La historia ha sido testigo, en numerosas ocasiones, de la flexibilidad esgrimida por la clase capitalista para mantenerse al timón. Sin embargo, un hecho es incuestionable: su margen de maniobra se ha reducido, y las medidas que está adoptando para reencontrar el equilibrio económico son una receta acabada para una explosión de la lucha de clases.
Una depresión similar a la del crac de 1929 también acarreará unos efectos políticos proporcionales. Los ecos de los años treinta, tan manoseados estos días para comparar la magnitud de la actual crisis económica con la de aquellos años, presentan otra perspectiva que nadie se atreve a señalar: el auge la lucha revolucionaria de millones de trabajadores por derribar el capitalismo que convulsionó aquella época.
¿Democracia representativa o dictadura capitalista?
Para asombro de cientos de millones de personas, especialmente en los países desarrollados, que viven angustiados por la incertidumbre de perder sus empleos, sufren la pesadilla de ser desahuciados de sus viviendas, o sencillamente son víctimas de un brusco empobrecimiento, los acontecimientos de estas últimas semanas han supuesto una lección de política concentrada. La crisis mundial del capitalismo no sólo ha puesto patas arriba creencias económicas que parecían axiomas inviolables, también ha expuesto a una crítica demoledora la ideología y la moral de la burguesía, colocando en la picota los sagrados iconos de la democracia burguesa, sus instituciones y a todos aquellos que se esfuerzan en apuntalarla.
En estas semanas de acontecimientos históricos toda la parafernalia que envuelve la llamada "soberanía popular" ha dejado paso a una verdad incontestable: bajo el sistema de la propiedad privada de los medios de producción y cambio, el auténtico poder no reside en el parlamento ni en los votos sino en los consejos de administración de la gran banca y los grandes monopolios, en individuos a los que nadie ha elegido, que nunca se han sometido al escrutinio popular pero que deciden sobre el destino de la inmensa mayoría de la población (2). Forman parte de una oligarquía financiera que gobierna el mundo a través de una dictadura de hierro que no responde ante nada ni ante nadie. Los gobiernos electos se arrastran ante ellos, aprueban sus órdenes y velan por sus intereses (3).
Una oligarquía, en definitiva, que es el producto más depurado del desarrollo capitalista en su fase imperialista, cuando la concentración del capital ha alcanzado unas proporciones extremadamente agudas, y el capital financiero y los monopolios, la máxima expresión de esa concentración, se funden con el Estado.
No, no es democracia: es la dictadura del capital financiero y del capitalismo monopolista de Estado (4).
NOTAS
1. EEUU necesita actualmente el bombeo continuo de cien mil millones de dólares mensuales de China y Japón para financiar su déficit público. Pero lo más importante, su sistema financiero se ha desplomado, los activos bursátiles de sus principales empresas se hunden, y la recesión que afecta a su economía real deprime la inversión, acelera la destrucción de empresas, dispara el desempleo y contrae el consumo doméstico, factor este último que ha sido clave en el crecimiento del PIB norteamericano de la última década y en el de la propia economía mundial.
2. La prensa burguesa está llena de ejemplos que han salido a la luz de quiénes son y cómo vive esta oligarquía. Por ejemplo, las cinco mayores firmas de Wall Street (Merrill Lynch, JP Morgan, Lehman Brothers, Bear Stearns y Citigroup), pagaron más de tres mil millones de dólares en los últimos cinco años a sus máximos ejecutivos. Cuando el sistema financiero colapsó, las grandes firmas aprobaron finiquitos multimillonarios para los presidentes de las mismas: Stanley O'Neall obtuvo 161 millones de dólares cuando abandonó Merrill Lynch; Charles Prince otros 40 millones al salir de Citigroup; otro tanto obtuvo Richard S. Fuld después de la debacle de Lehman Brothers, que en el momento del colapso ganaba 17.000 dólares a la hora. El caso no es exclusivo de los EEUU. En el Estado español, el ex consejero del Banco de Santander, Ángel Corcóstegui, batió un récord mundial al cobrar en 2002 un total de 108 millones de euros al dejar el banco; igual que él, José María Amusátegui, ex copresidente del banco tras la fusión con el Central Hispano se llevó 56 millones de euros en 2001. Peter Erskine, consejero delegado de la compañía de telefonía móvil O2, comprada por Telefónica, recibió más de 30 millones. Alfonso Cortina, ex presidente de Repsol, se embolsó 19,5 millones y Manuel Pizarro, el desdichado número dos de Rajoy en las últimas elecciones generales, logró la friolera de 12 millones cuando abandonó la presidencia de Endesa. La prensa pone el grito en el cielo ante estos "malos" y "avariciosos" capitalistas. Pero la pregunta es ¿dónde están los buenos y sensatos? Emilio Botín acaba de anunciar que su banco ganará cerca de 10.000 millones de euros este año. ¿No forma parte de esta oligarquía? Amancio Ortega, presidente de Inditex, tiene una fortuna valorada en más de 10.000 millones de euros ¿Es un ejemplo de capitalista bueno y honesto? Lo mismo podemos decir de las hermanas Koplowitz, de la familia Entrecanales, de... no hace falta seguir.
3. Si alguien piensa que exageramos, puede reflexionar sobre el hecho de que Zapatero se dirigiera, antes que a nadie, a Emilio Botín, presidente del Banco de Santander, para consultarle sobre el plan del gobierno a favor de la gran banca (150.000 millones de euros), o que recibiera en la Moncloa a seis presidentes de bancos y cajas para comentar dichas medidas dos días antes de que fueran aprobadas en el Consejo de Ministros.
4. "En la época del capital financiero los monopolios del Estado y los privados se entretejen formando un todo y, tanto los unos como los otros, no son en realidad más que distintos eslabones de la lucha imperialista que los más grandes monopolistas sostienen en torno al reparto del mundo" V. I. Lenin, El imperialismo fase superior del capitalismo, Fundación Federico Engels, Madrid 2007, p. 59.
Juan Ignacio Ramos