Raymundo Gleyzer: Cine y revolución


El 27 de mayo de 1976 Raymundo Gleyzer fue secuestrado por un grupo de tareas. De esta forma la dictadura intentó silenciar a uno de los más talentosos y coherentes referentes del cine social latinoamericano. Una mirada interior a la vida de este cineasta revolucionario que centró su lucha en la liberación política de la clase trabajadora.
Su pensamiento se clarificaba a medida que los hechos acontecían. Sus ojos claros, más claros que nunca, le reflejaban casi con transparencia el camino a seguir. No se planteaba fácil la cosa, pero hacía tiempo que la dificultad ya era parte del paisaje. Eso no lo incomodaba, al contrario. Ya se había acostumbrado a la censura, a la clandestinidad y a otras complejidades de turno. Estos avatares daban una pauta clara: el rumbo tomado no era equivocado. Raymundo se sentía seguro, una vez más sentía que le palpitaba la mano, la mano derecha picaba. Parecía una paradoja, pero siempre le picaba ésa. Reía solo, estaba tranquilo, seguro. Era un buen signo. Sabía que la situación política se volvía cada vez más vertiginosa. Las decisiones a tomar debían ser sumamente elaboradas, correctas. Sabía que esta decisión no tenía vuelta atrás. Pero no iba a titubear. No lo había hecho nunca. Mucho menos ahora.
A esa altura de su vida sentía que los debates políticos e intelectuales sobre el cine, la estética y el arte en general lo exasperaban. Luego de un importante recorrido cinematográfico y con varias películas a cuestas, se dio cuenta que no le interesaba en lo más mínimo ser un teórico en materia cinéfila. Su fuerte estaba en la práctica, en la acción, en los hechos concretos, en la praxis. Y no tanto en las conceptualizaciones teóricas sobre este campo. Eso no le gustaba. Raymundo prefería actuar, internarse en el ámbito donde había que filmar, ahí donde vive la gente, ése era su campo específico. Prefería estar, verlo con sus propios ojos, no discernir sobre las posibilidades y los alcances teóricos del cine, o las tantas y aburridas fundamentaciones académicas sobre el lenguaje cinematográfico en el marco de una charla de café. Odiaba eso. Sabía, lo supo mucho tiempo atrás, desde el momento en que decidió abandonar la carrera de Cine en la Universidad de La Plata. Allí se dio cuenta que para hacer cine no hacía falta continuar con la carrera. Y mucho menos para hacer un cine que se propusiera indagar la problemática social latinoamericana. En su viaje al nordeste de Brasil y el contacto con la gente del Sertao Brasilero, aprendió mucho más que en la universidad. La tierra quema confirmó varias de sus hipótesis sobre el cine documental, crítico y de denuncia que pretendía como realizador. La tierra quema marcó el camino y también le sirvió para ver otro de los tantos tentáculos del monstruo a combatir: el imperialismo y sus estructuras nacionales en el continente. Diferentes caras de un mismo fenómeno, similar y a la vez diferente al que había filmado en Nuestras Malvinas y en México, la revolución congelada.
Su experiencia como ¿cineasta?, como ¿artista? -¿había otra manera para autodesignarse?-, le indicaba que pese a su estado de ánimo no debía restarle importancia al debate de ideas, porque siempre podía salir a la luz algo nuevo, algo interesante, pero cómo le costaba.
Más que nunca consideraba vital e indispensable que las discusiones intelectuales estuvieran focalizadas y proyectadas en pos de un proyecto político concreto, revolucionario. De lo contrario, estos discursos formaban parte de la vasta literatura superflua que se escribía a diario. Y eso no le importaba. No era el momento. Entre sus papeles, ahora encuentra algunos periódicos, fotos, guiones, hay fechas...
Raymundo era consciente que el exceso teórico en ese momento podía provocar un desfasaje peligroso, muy peligroso, con el destinatario del mensaje: el pueblo, la clase obrera. Consideraba que era el momento de tomar el pulso a la situación, al problema. Y el interrogante se desprendía de inmediato. ¿De qué manera lograr este acercamiento? Nuevamente la incansable e interminable discusión entre forma y contenido asomaba, y con ella tomos y tomos de teoría marxista que sin pedir permiso se acomodaban entre su bibliografía. ¡Qué curioso!, quizá la respuesta a tan intrincado debate materialista, filosófico y cuasi científico, era muy simple. ¡Qué interesante!, se decía a sí mismo y sonreía. De inmediato se rascó la palma de la mano y apuntó con un entusiasmo notable la consigna a seguir. Escribió la frase, simple pero reveladora: Llevar el cine a la gente. Limitar los debates abstractos y encarar otra etapa. Poner el cuerpo y mantenerse firme, y llevarla a cabo, pase lo que pase...
Esta consigna breve pero contundente atrapaba casi en su totalidad la ideología y el pensamiento actual de Raymundo Gleyzer y de sus compañeros del grupo de Cine de la Base que se encontraba a tono con este pragmatismo radicalizado. Y bajo esta voluntad de realismo crítico, el grupo desarrollará su tarea. Sabe que desde diferentes sectores lo atacarán de simplista y reduccionista. No le importa. Los tiempos urgen, y hay que actuar. Sabe que la claridad del mensaje no implica ni representa menor rigurosidad artística en el contenido. Todo lo contrario. La elección del relato y la narración clásica en función de un mensaje llano, era la propuesta a trabajar, pero sin desmerecer la belleza ni la complejidad formal del mismo. Esto lo tenía claro, en el arte sólo lo bueno perdura.
El asunto era y es, sin tantos rodeos, llegar de la forma más directa a ese hombre común que cumple día a día con una rutina alienante. Había que llegar superando los límites propios del artista o intelectual pequeño-burgués. Y ésta sí que era una dura tarea, un gran desafío. También de todos los días. Entendió que como cineasta debía romper con la vocación individualista y autosuficiente innata de todo artista, y más aún del artista de cine culto. Había que proyectar el trabajo colectivo. Acto seguido leyó: “Quién pretendiese realizar un cine revolucionario o que intente romper las estructuras de dominación actuales, debía actuar bajo la contención de una organización política, un partido que luche por la toma del poder”... “Una organización política que contenga una estructura sólida de distribución para llegar a la base. Había que asegurarse por los distintos medios y canales para expandir el mensaje”. Mientras escribía esto pensaba internamente que parecía una bajada de línea feroz, que podía sonar muy duro para quien lo leyera, demasiado esquemático, cuadrado y sumamente ortodoxo. Puede que sí, pero no concebía otra forma para esta coyuntura. Pero sólo él sabía los motivos que lo empujaron a trazar semejante dureza discursiva. ¿Planfletaria? El panfleto artístico y bien elaborado nunca le desagradó. Al contrario. Sentía que al final del camino se lo comprendería, porque los mismos hechos históricos respaldaban esta posición.

La Base está

Hace memoria y no recuerda bien algunos hechos. ¿Cómo sorteó aquella experiencia nefasta que le significó exhibir de manera clandestina, México, la revolución congelada (todavía seguía censurada) a un grupo de profesionales de Barrio Norte que fumaban de sus refinadas pipas en un cómodo departamento con vista al Botánico. Debatían sobre su film como un interesante logro de experimentación estética. ¿Cómo reponerse a la escucha de esas discusiones inútiles de aquellos doctores y psicoanalistas? Personajes que intentaban frases complejas para alardear erudición. ¿Cómo no indignarse ante los absurdos divagues sobre su cine antropológico e histórico? ¿Cómo no avergonzarse ante los análisis pseudo marxistas de la realidad mexicana? ¿Cómo explicarles que esos puntos de contacto que veían con la actualidad latinoamericana y que ya creían conocer (inmediatamente después del film), no eran así? Sólo él y su círculo más próximo tuvieron que lidiar con eso. ¿Cómo se repuso? Duda, no recuerda exactamente. No importa.
Esta experiencia ya formaba parte del pasado olvidable. Nunca más iba pasar por una situación similar. Quizá sea por eso que a esta altura no le importaba resultar ortodoxo. Sabía lo que no quería y sabía que el diálogo era por otro lado. Era con el pueblo, con los trabajadores. Con ellos había que vincularse, con esa masa de laburantes que la peleaba todos los días. Con ellos sí quería debatir, quería escucharlos y ver sus reacciones. Para ellos valía la pena sacrificarse, arriesgarse como lo venía haciendo desde la filmación absolutamente clandestina de Los traidores. Por ellos y con ellos está, con ellos armaron el circuito de distribución y exhibición de las películas del Cine de la Base. Sin ellos toda la tarea previa de producción de un film como Los traidores no hubiera tenido sentido, los espectadores, en este caso obreros, completaban el círculo. “Una película, por más revolucionaria que se pretenda ya sea en su búsqueda experimental o clásica, no tendrá el efecto buscado si queda aislada de la gente. Por eso hay que llevarle el cine a la gente, es imprescindible”, había asegurado en aquella circunstancia. Y claro, si no era tan difícil darse cuenta que aquel vasto sector de la población no podía acceder a las salas por diferentes razones, económicas en la mayoría de los casos. Había que construir las salas. Era así de simple y difícil la cosa. Construcción de cines. Esa fue la tarea en la que el Cine de la Base centró sus esfuerzos. Los resultados positivos de inmediato se reflejaron como las películas producidas. Luego de la construcción del Cine de la Base Nº1, con una capacidad para 200 personas, fue asombroso ver cómo la gente participaba de manera activa. La experiencia lo demostraba, había que utilizar ese instrumento de la burguesía para la clase. Había que dar ese paso, hacer del cine una herramienta proletaria. Aprovechar este instrumento de información para la contra-información. El objetivo era construir 50 salas por todo el país. Y esto se hizo más evidente cuando se dieron cuenta que el Cine de la Base tenía mucho material filmado además de Los Traidores, Ni olvido ni perdón, Me matan sino trabajo y si trabajo me matan, Los comunicados del PRT- ERP, entre otros y pocos lugares para canalizar, para que la gente los vea. Entonces se delimitó el proceso de creación cinematográfica y se enfocó hacia la construcción de más salas y obtención de más proyectores de 16 mm. Sobre estos temas sí le interesaba debatir, ¿con quién? No había demasiado tiempo... Sigue escribiendo, corrige, tacha. Tiene miedo y se horroriza con la idea de que estas líneas y el texto en general pueda resultar para alguien algo parecido a sus “memorias”.

Jaime Galeano

“Con el alma, la vida y las ganas de hacer cosas”

Fuimos a filmar México, la revolución congelada porque considerábamos que ésa era la primer y más importante revolución del continente. Fue ahí cuando Raymundo llamó a Humberto Ríos y a su mujer Pila para que se sumen al proyecto. Un día hacía un calor insoportable y estábamos grabando en una zona donde no había árboles, nada, y el sol te pegaba en el cerebro todo el día. El Negro Ríos estaba medio mareado, ya se había desmayado una vez, no sé. La cuestión es que apoyó la cámara en el trípode y no sé porqué la cámara se zafó y se vino de punta al piso, se clavó en el suelo, y Ríos casi se muere, le agarró un ataque. Era la única cámara que teníamos. Empezó a gritar “¡Disculpame, Ray!, ¡me vuelvo a Buenos Aires!”. Raymundo lo calmaba y le decía que no: “Encima que cagaste la cámara te querés volver, no es tu culpa, fue un accidente...”
Paramos la filmación y nos fuimos cada uno para la pensión, que era parecida a un conventillo. El Negro estaba muy dolorido, con una culpa terrible. Yo me encerré en mi cuarto, supongo que a llorar.
Raymundo se fue al patio, puso la cámara en una mesa y la desarmó completamente. El problema estaba en la lente de la cámara, por ahí entraba luz y no se podía filmar nada. Raymundo desarmó la cámara y en un papel hizo un mapita, ahí dibujó cada pieza que sacaba para acordarse dónde iban. Nosotros nos fuimos porque no queríamos ni mirar... Después agarró un martillo y le empezó a pegar a la cámara para que se enderece. Todo esto ¡a martillazos limpios! Cada martillazo que nosotros escuchábamos nos daba en el corazón. No le decíamos nada porque era su cámara. Después la armó toda de nuevo y seguimos filmando. No podíamos ir a una casa de fotografía ni nada por el estilo porque en ese pueblo no había nada. Seguimos filmando como mitad de la película sin saber si se arregló o no, es decir, hasta que le mandamos el material filmado nuestro productor, Bill Susman. Recién nos tranquilizamos cuando él nos mandó a decir que estaba todo ok. Raymundo había arreglado la cámara, ¡qué grande! ¿quién se anima a hacer algo así? Agarrar su cámara y darle con el martillo en el medio de ese páramo. Él sí, arregló la cámara, la única cámara que teníamos, porque no teníamos tres cámaras y ni diez monitores.. Se ve que salió bien ¿no? porque recibimos varios premios internacionales. Ése era Raymundo. Sin subsidios del INCAA, sin tres cámaras, sin monitor, con el alma, la vida y las ganas de hacer cosas...
Otro aspecto que no es muy conocido en su obra es cómo se hizo el sonido de La tierra quema. Cuando Raymundo regresó del norte de Brasil empezamos a trabajar juntos. Yo lo ayudé en el montaje del documental. El sonido que aparece no es sonido directo, está mal que lo diga pero es así, lo que pasa es que éramos muy buenos y nadie se dio cuenta. En el original que trajo Ray, no hay sonido de nada, apenas hay imágenes de la película. El sonido lo hicimos acá con mucho rigor artístico. Fuimos a la embajada del Brasil a buscar voces del nordeste, hasta que las encontramos. Después investigamos a fondo sobre la música del nordeste brasilero. Después Raymundo se encargó de dar el tono de las voces y los dirigía de acuerdo a su visión. Todo esto lo hicimos en un laboratorio, pero de noche. El dueño nos dejaba trabajar sólo de noche porque no podíamos pagar las horas de las moviolas ni nada. Entonces cuando él se iba a dormir nosotros nos quedábamos encerrados horas y horas... Raymundo hizo toda su obra con amor y ayuda de mucha gente que veía lo sincero que había en él.

Juana Sapire
Sonidista y compañera de Raymundo Gleyzer

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