Murió el camarada José Saramago, un hijo de campesinos portugueses, un
comunista militante, estas fueron sus palabras al recibir el premio nobel de
literatura.
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni
escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día
aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo,
llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se
alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de
la pequeña cría de cerdos que después
del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre,
en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa
Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando
el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros
se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más
débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor
de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera
gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los
dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni
retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien,
para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es
indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas
de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté
leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda
de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la
transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las
cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de
rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que
después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches
calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy
vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero
aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de
siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos
por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría
conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre
las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después,
lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección,
tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la
claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le
llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con
las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas,
apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas
de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias
que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si
él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando
para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le
hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en
el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo,
quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En
aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario
decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia
del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros
me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales,
dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en
la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas
enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra,
donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie
desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de
pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño
nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas
caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque
también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo,
ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz
de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años
después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre
hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la
puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas
mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El
mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir,
dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que
había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la
gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza
revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya
habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir
con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de
la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo
Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte
venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno,
abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo
Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido,
según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve
conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido
en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no
olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre
cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano
opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de
la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a
vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la
fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría
a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi
ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y
jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión
de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el
instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca
más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano
izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por
la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella
como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de
fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas
neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas
cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere,
llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela
maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un
retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me
apoyaría?". Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención
que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas
que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no
necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué
materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco
me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no
determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus
caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico
(perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la
sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el
tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco
central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las
capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor
de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella
abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis
abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas
de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo
constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por
donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente
literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que,
finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo
insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero
también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que
hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de
ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a
palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente,
implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin
ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese
logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que
de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez
pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los
que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de
personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis
ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que
yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y
obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones
no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los
hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un
mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H.,
protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble
iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro,
protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que
me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni
frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más
allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar
hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las
del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a
mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados,
pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante,
obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma
hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo
y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los
brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo
merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la
que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según
las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí,
engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado
y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la
policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las
arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de
campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución
de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di
el título de "Alzado del suelo" y fue con tales hombres y mujeres del suelo
levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que
aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que
simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos
y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber
asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias
tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente
estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección
recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que
todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente
convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un
poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron
propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo
dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo
XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos
patrios de "Os Lusíadas", que fue un genio poético absoluto, el mayor de
nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo
se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance,
ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me
podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda
humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a
todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que
escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de
casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el
escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas,
de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los
autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las
redondillas de "Sobolos rios". Entre hidalgos de la corte y censores del
Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez
prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a
este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban
para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma,
fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los
sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el
escenario de la pieza de teatro llamada "Que farei con este livro?" ("¿Qué
haré con este libro?"), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que
importa
verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener
respuesta suficiente: "¿Qué haréis con este libro?". Humildad orgullosa fue
ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente
rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de
querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy,
y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones
tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a
nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen
otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una
mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de
la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de
Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de
Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un
sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará
habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita
llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar
sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene
diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy,
ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto.
Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde
florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la
vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio
y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable
de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como
sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también
se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos
sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años
sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas
enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios,
la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos
oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír
o llorar. Esta es la historia del "Memorial del convento", un libro en que
el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el
antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras
como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación
de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero
son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el
cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es
la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea.
De las lecciones de poesía,sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas
en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de
Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su
vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del
arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas,
leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien
que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va
inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela
industrial donde "El año de la muerte de Ricardo Reis" comenzó a ser
escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría
entonces 17 años) una revista - "Atena" era el título - en que había poemas
firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la
cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que
se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta
propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba
poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien
llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la
época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que
ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para
ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía
resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior
hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que
se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el
aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus
propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de
las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en
que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el
Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación
por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese
diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras
serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar
sentado es tu sabiduría".
"El año de la muerte de Ricardo Reis" terminaba con unas palabras
melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no
habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera
infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la
saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez
hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover
la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del
resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa
(sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que
entonces escribí - "La balsa de piedra" - separó del continente europeo a
toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante,
moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo,
"masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques,
fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales",
camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos
peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a
tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos
de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión
dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho
más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el
Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos,
ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los
personajes de "La balsa de piedra" - dos mujeres, tres hombres y un perro -
viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el
océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos
las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un
perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en
tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que
si en "La balsa de
piedra" hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que
revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría "História do
Cerco de Lisboa", en la que un revisor trabajando un libro del mismo título,
aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es
menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no",
subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así
se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de
la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado
invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la
vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el
historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de
literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito
mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no
sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin
querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde
que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra,
supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura,
mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no
se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber
escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de
otra
manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños.
Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya
existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras,
antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería
ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre
hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la
genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin
más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía
presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna
vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas.
Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con
malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están
autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo
habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la
ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y
profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que
la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia
fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia.
Entonces usted cree,
profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue
vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el
deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será
añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya
era hora.
Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más
tarde, a escribir "El Evangelio según Jesucristo". Es cierto, y él lo ha
dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión
óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno
ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno
de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar
por detrás de las páginas del "Nuevo Testamento" a la búsqueda de
contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas
páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las
señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz,
ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez,
la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no
comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún
tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera
palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños
de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no
comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de
responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad,
después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en
defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para
que pudiese
salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas,
tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para
recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de
redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad
degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el
aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente
de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y
se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase
todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. "El Evangelio" del aprendiz
no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses,
sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el
cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias
con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra,
también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de
ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde
lo alto de la cruz: "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo",
refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si
recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en
la carne y en la sangre,
humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo
viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del
diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se
come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo
de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta
que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido
y devorado, también vomitado, respondió el escriba".
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un
monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster,
si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con
una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a
protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la
pieza de teatro que tituló "In Nomine Dei". Una vez más, sin otro auxilio
que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro
laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a
los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la
máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó
el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que
ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en
nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios.
Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de
Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las
evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a
recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra,
Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana,
tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple
razón de que unos y otros en El creían. La terrible carnicería de Münster
enseñó al
aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca
sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las
guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no
puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El
aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el "Ensayo sobre la
ceguera" para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón
cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos
los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó
el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí
mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el
aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la
ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las
historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido
que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro
se llama "Todos los nombres". No escritos, todos nuestros nombres están
allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. Termino. La voz
que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis
personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos
tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.
José Saramago