Acumulación de capital: el origen
El origen del capitalismo se suele asociar con un proceso natural y pacífico en el que aquellos que más se esforzaron fueron acumulando riqueza como resultado de su propio trabajo, mientras el resto de la población se dedicaba a la vida contemplativa.
Esta versión idílica, totalmente alejada de la realidad, justifica las desigualdades sociales producto del sistema desde su mismo origen y lleva a un análisis erróneo de la dinámica actual del mismo. Hace más de un siglo, Marx ya era consciente de la necesidad de estudiar la génesis del capitalismo para poder desentrañar las bases de su funcionamiento y dedicó un capítulo de El Capital al estudio de aquello que concebía como “la prehistoria del capital”: la acumulación originaria.
En el feudalismo, las relaciones de servidumbre determinaban que los trabajadores del campo eran propiedad del señor para el que trabajaban, al igual que podía serlo cualquier herramienta de trabajo o la propia tierra. Pero, al mismo tiempo, estos campesinos poseían pequeñas parcelas de tierra, conocidas como las tierras comunales, en las que también trabajaban de forma individual para obtener los bienes que necesitaban para subsistir. Este parcelamiento del suelo y de los medios de producción, distribuidos de forma muy dispersa, imposibilitaban la división del trabajo en un mismo proceso productivo y la producción a gran escala, limitando mucho la productividad.
En estas circunstancias, el origen de la acumulación de capital implicó un proceso de concentración de la tierra. Las pequeñas propiedades de muchos se fueron convirtiendo en la propiedad masiva de unos pocos. La expropiación de las tierras comunales de la población rural, realizada mediante métodos extremadamente violentos, jugó un papel central en esta transformación. Muchos campos de cultivo fueron incendiados y reconvertidos en pastos para las ovejas, cuya lana se vendía muy bien en la industria textil. Los campesinos fueron expulsados de sus aldeas y despojados de todos sus bienes de forma sistemática mientras los primeros capitalistas agrícolas iban acumulando cada vez más suelo que explotar en su propio beneficio.
Toda la masa de gente a la que habían robado literalmente sus medios de subsistencia tuvo que empezar a ganarse la vida trabajando para otros a cambio de un salario que les permitiese obtener en el mercado los bienes que ya no podían producir con sus propias manos. La mayoría emigró a las ciudades, donde las incipientes industrias se estaban desarrollando y estaban muy necesitadas de mano de obra a la que poder explotar.
Sin embargo, no bastó con que se diesen estas condiciones de cierto equilibrio entre la oferta y la demanda de trabajo. La población rural que había sido arrojada a la miseria no asumió inmediatamente las nuevas condiciones de trabajo sin oponer ningún tipo de resistencia.
Fue la intervención del Estado la que, a través de una legislación sanguinaria, obligó a esta masa de desposeídos a aceptar la disciplina de las nuevas condiciones del trabajo asalariado. En primer lugar, por medio de las llamadas “leyes contra la vagancia”, que imponían torturas tan brutales como la mutilación de miembros e incluso la pena de muerte a todo aquel que estuviese sin trabajo. Y, en segundo lugar, con la garantía legal del mantenimiento de los salarios muy bajos, de forma que los trabajadores no tuviesen la opción de dejar de ir a la fábrica ni un sólo día para poder vivir.
En sus escritos, Marx categoriza la transformación del feudalismo al capitalismo como un proceso histórico de carácter dual. Es cierto que por un lado supuso el fin de la servidumbre y, por lo tanto, de las cadenas que convertían a los trabajadores en propiedad de terceros. Pero, para entender cómo funciona el capitalismo, no podemos olvidar que también significó el fin de la propiedad que las masas populares ejercían sobre sus medios de subsistencia, dejándoles como única alternativa a morir de hambre el trabajar para otros y convirtiéndoles en “esclavos asalariados” de los capitalistas.
Ana Villaverde
Publicado por primera vez en el periódico En lucha nº131, septiembre 2007.
Plusvalía y explotación
¿Por qué los beneficios de las empresas aumentan año tras año y cuando no crecen cierran fábricas y despiden trabajadores? ¿Por qué el sueldo de Emilio Botín es de 3,4 millones de euros anuales, mientras que el sueldo de un cajero de banco es de mil euros mensuales? La respuesta a la primera pregunta es una de las características principales del capitalismo, a saber, que el modo de producción capitalista se basa en la inversión de un capital para producir mercancías que a su vez sirven para obtener un capital mayor al inicial. La respuesta de la segunda pregunta varía según el enfoque.
Según economistas liberales, el trabajador cobra por su trabajo, mientras que Emilio Botín lo hace por el riesgo que asume. Sin embargo, el riesgo es algo abstracto no mesurable y que no produce ningún bien de utilidad para la sociedad. Una respuesta alternativa y más científica a esta desigual distribución de la riqueza la podemos encontrar en la teoría de la plusvalía de Marx, con la cual “descubrió” el carácter y el funcionamiento del capitalismo, que está basado en la explotación de una clase social a otra.
Siguiendo a Ricardo, Marx pensaba que el valor de los productos residía en aquello que tenían todos en común, el tiempo de trabajo que en cada contexto histórico era socialmente necesario para producir un bien. Para fabricar un producto, además de materias primas y maquinaria, al empresario le hacen falta trabajadores. En el capitalismo, el empresario dispone y pone capital en forma de materias primas y maquinaria, y el trabajador vende lo único que tiene si quiere sobrevivir, su capacidad de trabajar. Entonces, tenemos que el capitalista paga estos tres factores: materias primas, maquinaria y trabajo, que serán las que constituirán el valor de la mercancía. Sin embargo, no es así.
El valor de las materias primas y el de la maquinaria se transmite directamente a la mercancía, ni más ni menos, por ello se les denomina capital constante. Pero no ocurre lo mismo con el trabajo del obrero porque lo que el empresario paga no es el trabajo efectivo realizado en la fábrica; paga solamente su fuerza de trabajo, es decir, el tiempo de trabajo socialmente necesario en cada momento histórico para mantener al obrero en condiciones para trabajar. Normalmente, el trabajador produce mucho más del sueldo que percibe, por ello se le denomina capital variable. La diferencia entre el valor que produce su trabajo y la remuneración necesaria para la reproducción de su fuerza de trabajo es la plusvalía, que es la que origina el incremento del valor de la inversión inicial.
Por ejemplo, pongamos que un empresario de muebles compra materias primas por valor de 100, maquinaria por otros 100 y fuerza de trabajo por 100 más. Entonces, la inversión inicial es de 300, pero el valor final del producto es de 350. Este incremento de valor, esta plusvalía, la produce el trabajo excedente del obrero, es decir, aquél que se realiza más allá de la reproducción del valor de su fuerza de trabajo. Pongamos que el obrero trabaja en una fábrica de muebles durante ocho horas, pero que en sólo seis produce muebles por valor de 100, trabajo necesario para pagar el valor de la fuerza de trabajo. Entonces, las dos horas restantes es trabajo excedente, es la plusvalía.
Históricamente, en el capitalismo existen dos tipos de plusvalía: la absoluta, que consiste en alargar las horas de trabajo, y así el trabajo excedente, y la relativa, que consiste en aumentar la productividad y disminuir las horas de trabajo necesario.
Sea cual sea el tipo de plusvalía, la característica principal del capitalismo es la explotación de los trabajadores por parte de una minoritaria clase propietaria de los medios de producción, que se apropia privadamente la plusvalía producida socialmente. Esta relación social de producción es la raíz de la existencia de clases sociales y de la lucha entre ellas.
Luis Zhu
Publicado por primera vez en el periódico En lucha nº132, octubre 2007.
El capitalismo, creador de su propio sepulturero
Si el valor del sueldo equivaliera al valor del trabajo realizado no quedaría ningún beneficio neto susceptible de conferir un poder sobre el trabajo ajeno. Entonces, ¿de dónde salen los beneficios?
Aparecen porque el intercambio entre el trabajador y el capitalista esconde una desigualdad fundamental. Los dos tienen la capacidad de trabajar, pero solamente uno de los dos, el capitalista, tiene el control sobre las herramientas y los materiales necesarios para que el trabajo se lleve a cabo. Así, pretenden ser “creadores de riqueza”, “los que dan trabajo a otros”, pero de hecho, lo que hacen es robar el fruto del trabajo acumulado por los asalariados y después prohíben que se use para continuar produciendo si no se les permite seguir robando.
Así pues, la gran mayoría de la gente trabaja socialmente para que los beneficios caigan a manos privadas. El capitalista obtiene beneficios a base de servirse del trabajo ajeno porque posee los medios de producción y esclaviza a los trabajadores que no tienen elección: o morir de hambre o trabajar al servicio de los que los controlan.
Además, la burguesía, a lo largo de su dominio de clase, creó fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. Somos capaces de producir muchísimo. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, los avances en diferentes ámbitos de la ciencia y la tecnología nos hacen capaces de producir abundantemente y con excedentes, así como también nos permitirían reducir nuestras jornadas laborales y mejorar las condiciones de nuestros puestos de trabajo y salarios. Aun así, estamos en la era de los trabajos precarios, de contratos temporales, de jornadas prolongadas, de sueldos miserables, de hipotecas que no pueden pagarse. Vivimos rodeados de millones de personas que están por debajo del umbral de la pobreza.
Pero como todo aquello que funciona mal, el capitalismo tiene sus vacíos. Todas estas contradicciones son muestras de fracturas, debilidades intrínsecas que hacen que sea insostenible.
La dinámica del capitalismo, su máxima, es simple: los beneficios priman por encima de todo. De este modo, cada empresa debe maximizar sus beneficios. Si éstos parecen fáciles de conseguir muchas empresas incrementan su producción tan rápido como pueden. Abren nuevas fábricas, compran maquinaria y contratan a más gente, creyendo que será factible vender las cosas que se produzcan. Al hacer esto, abren el mercado a otras empresas, la producción aumenta y el paro disminuye.
Pero esto es imposible que dure. El mercado “libre” implica que no hay coordinación entre las empresas que compiten. La prisa ciega por obtener el máximo beneficio en el mínimo tiempo puede llegar fácilmente al agotamiento de las reservas existentes de materias primas, trabajadores cualificados y financiación para la industria. La subida de los costes pronto destruye los beneficios de algunas empresas que para protegerse lo único que pueden hacer es reducir la producción, echar a los trabajadores y cerrar fábricas. Del boom se pasa a la crisis.
Aparece el problema de la sobreproducción. Los productos se amontonan en almacenes porque la gente no puede permitirse comprarlo. Al reducir la demanda, los trabajadores se ven sin trabajo y por lo tanto pueden comprar menos cosas, lo que se reproduce en un incremento de la sobreproducción.
Estas crisis cíclicas, este ir y venir de capital, de desarrollo y pobreza, son las muestras más evidentes de que el capitalismo no es un sistema perfecto ni es el único que funciona como pretenden hacernos creer. El capitalismo a medida que proporciona capital también desarrolla una clase trabajadora capaz de derrumbarlo, capaz de organizarse para la producción y la repartición de los beneficios sociales.
Roser Vime
Publicado por primera vez en el periódico En lucha nº133, noviembre/diciembre 2007.
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