“Estamos frente a un proceso social y político diferente, frente al cual no se
puede repetir más lo sabido.” (“Reformismo social y disputa de hegemonía” de
Francisco Hidalgo Flor, Herramienta Nº 41)
La cita demarca la frontera teórico-política ante la que nos hallamos. Y aún
no podemos desprendernos de los contrapesos del bagaje conceptual anterior que
no responde a los desafíos actuales, sea por repetición de libretos ya
“vencidos” o por proclamar lo nuevo como si bastara con invocarlo. Desde luego
existen aportes de ideas valiosas, pero lo más rico de lo que está naciendo
surge de experiencias concretas con diversas características sin que las
construcciones teóricas estén a su altura.
No es de extrañar entonces que la situación que se presenta en Argentina y en
Latinoamérica dispare fuertes polémicas y divisiones, producto de
interpretaciones sostenidas desde discursos parcializados cuando no precarios.
Así, quienes apoyan las políticas de los gobiernos “progresistas”, cualquiera
sea su grado de adhesión, apuntan a morigerar los efectos depredadores del
orden capitalista pero sin cuestionar la naturaleza del sistema que origina
dichos efectos. En cuanto a los que sí cuestionamos al capitalismo, ubicados
al margen de los cánones clásicos y de la reproducción de cursos agotados,
constituimos una franja donde el momento que vivimos también provoca
valoraciones disímiles y no pocas fricciones. Este entramado de divergencias
muestra lo difícil que supone el reto: “no se puede repetir más lo sabido” y
mayor aún, el de lograr bases comunes para que vaya surgiendo una inteligencia
colectiva capaz de inducir cambios sustanciales, comenzando por los propios.
Las limitaciones de los primeros no implican omitir las que atañen a las
distintas aperturas donde prevalece la negación, sin que aún se constituyan
alternativas contrahegemónicas que tengan suficiente fortaleza y que engendren
un cuerpo teórico acorde a los trascendentes cambios que se viven. Es que las
experiencias innovadoras, en desarrollo, enfrentan agudos problemas que no
pudo resolver la teoría marxista confrontada a varias de sus previsiones
claves que fueron refutadas por los hechos. Lo cual remite a la cuestión del
Estado, del poder, de la representación, de los sujetos y de la producción
mercantil. Cuestiones que atravesaron la frustrada transición al socialismo y
que continúan vigentes en la problemática actual del campo emancipatorio.
Las mismas forman parte de un cuadro más amplio que plantea la prefiguración
de otro orden social que se identifica con el “socialismo” concebido como
transformación radical. Lo cual exige pasar de la crítica negadora del sistema
capitalista, condición necesaria pero insuficiente, a las propuestas creativas
que conciernen a los lineamientos de un modelo, a los proyectos políticos
estratégicos y a su metodología de construcción. Trilogía con claros vínculos
en contradicción con las “urgencias” cuando éstas son asumidas como
justificaciones de la sempiterna postergación de los temas de fondo.
Lo que someramente expondremos a continuación apunta a esa irresuelta
problemática cuyo abordaje nos parece impostergable para pasar de la crítica
antisistema a la gestación de políticas emancipatorias que, fundando un suelo
común, potencien las múltiples contribuciones existentes. Sin embargo, la
fragmentación de nuestro campo es una evidencia de las dificultades para
articular ideas y experiencias que ayuden a clarificar lo que está en juego en
esta etapa con vistas a su superación. Las diferencias bien entendidas
movilizan, pero lo que engendra serios obstáculos es la disposición a
transformarlas en reductos grupales y/o personales impermeables a razones
ajenas lo que conspira contra el quehacer colectivo.
Algunas tesis que no resistieron la prueba
Evidentemente transitamos un período de incertidumbre luego del vacío
engendrado por la teoría emancipatoria más importante de la historia, la que
produjo Marx, que preveía la transición al socialismo como la primera fase del
proceso de liquidación del sistema capitalista. Y esta prognosis fallida
incluyó la concepción política debida a Lenin. La perdurable influencia de
ambos radicó en que protagonizaron e inspiraron los mayores logros
revolucionarios de los dos últimos siglos. Sin embargo, lo acontecido en las
décadas recientes y asumiendo la práctica como criterio de verdad, que tanto
uno como otro profesaron, emergieron los déficits que portaba su andamiaje
teórico político. En función de lo señalado, cabe preguntarse por el
significado del socialismo hoy y su nivel de universalidad. Con ese fin
mencionaremos algunas tesis clásicas que no resistieron la prueba del tiempo,
según nuestra opinión. Y esto tiene importancia pues se relaciona con la
situación actual que demanda construcciones políticas innovadoras con vistas a
la emancipación.
El desarrollo de las fuerzas productivas estuvo asociado a la idea de progreso
como un curso inexorable de la historia. Ligado a ello, las relaciones
sociales de producción cobraron un claro tinte economicista que se reflejó en
la definición de las clases como el lugar ocupado en la producción por los
diversos agentes. Todo lo cual redundó en la separación entre lo que se dio en
llamar la superestructura y la estructura económica de la sociedad. Divorcio
que no logró subsanar la apelación a ésta como “última instancia”, dado que
subsistió como factor determinante que desplazó, en el imaginario socialista,
a la política como eje principal que debía dirimir la viabilidad de las
transformaciones estructurales. Y esto resultó así a pesar del formidable
impulso que le insufló el leninismo a la política revolucionaria. Impulso que
potenció a ésta y que cobró cuerpo en la antinomia entre “reformistas” y
“revolucionarios”. Los primeros, como fieles exponentes del economicismo. Los
segundos, que lo combatieron sin lograr desprenderse cabalmente de la
concepción que criticaban y que subyacía en su interior. Esto influyó en las
conocidas divisiones de las corrientes socialistas que cristalizaron en la
Tercera Internacional. El triunfo de la revolución bolchevique dio razón a
estos últimos que hegemonizaron el proceso. Pero el problema quedó latente, ya
que se entrelazaron las cuestiones irresueltas en función de la persistencia
de la sociedad mercantil y el fenómeno de la concentración del poder y del
Estado a cargo del partido.
La situación en Rusia y demás países donde triunfó la revolución se
caracterizó por el escaso crecimiento de las fuerzas productivas comparadas
con las naciones de punta del sistema capitalista (desarrollo desigual). Esto
dio lugar a la tesis de Lenin del “eslabón más débil” y en los países
dependientes a la posterior formulación del “subdesarrollo”, que planteó la
CEPAL, y también a la teoría de la dependencia que propusieron los sectores
radicalizados. De acuerdo a lo que nos interesa destacar en este punto, sólo
haremos una breve mención al caso paradigmático de la ex URSS soslayando sus
particularidades.
La socialización de los medios de producción, objetivo del período de
transición del socialismo, en rigor se tradujo en una estatización de los
mismos. O sea, de la apropiación privada se pasó a la apropiación pública como
patrimonio del Estado. Por tanto, la cuestión de la socialización quedó en
manos del Estado que representaba a las grandes mayorías, entre las cuales la
clase obrera cumplía el papel rector de aquéllas. Lo cual comportaba una serie
de mediaciones coronadas en el liderazgo del PC. A todo esto, el aparato del
Estado se sostuvo en una vasta burocracia administrativa, dueña de saberes y
procedimientos conformados en base a la tradición burguesa que debía revertir
el partido, controlando y reorientando, política e ideológicamente, a los
funcionarios técnico-administrativos encargados de implementar las medidas
revolucionarias.
Los revolucionarios que tomaron por asalto el Estado burgués no previeron en
toda su magnitud el riesgo de ser asaltados, a su vez, por el peso
cultural-político que arrastraba dicho aparato. Sólo que ese peligro,
superados los enfrentamientos armados, no provino de contrarrevoluciones sino
de la lenta corrosión del empuje emancipatorio. Y aquí funcionó el Estado como
dispositivo de poder, cuya estructura jerárquica fue distanciando a los
dirigentes de los dirigidos.
La clase obrera y los oprimidos en general, obtuvieron conquistas sociales
importantes pero, en verdad, se produjo un cambio de patrones, pues los
productores directos siguieron siendo obreros asalariados de las fábricas
regenteadas por representantes del Estado nutridos por los cuadros del
partido. Y por más que se planificara la producción, generando una
distribución más equitativa de la riqueza, no cambió la estructura mercantil
heredada, y el dinero continuó como patrón de valor para la planificación
socialista que debía compatibilizar la asignación de recursos de la demanda
interna con las exigencias del mercado mundial. Luego su presunto papel de
intermediario del trabajo humano, aparentemente aséptico, desplazó a la
producción de bienes de uso como ordenatriz social y el valor se constituyó en
la base del cálculo económico. Lo que interactuó con el imaginario de los
“administradores”, que erigieron el crecimiento del PBI en su principal
objetivo y razón de ser, fetiche que fue relegando el aspecto cualitativo y el
sentido de la producción asociado al bienestar de la población y al cuidado de
la naturaleza. En ese proceso, la jerarquía del partido y sus diversos
estamentos fue ocupando los cargos cupulares del Estado y la militancia
política fue mutando hacia el gerenciamiento. Crecieron entonces las
atribuciones de la burocracia estatal cada vez más alejada del mundo del
trabajo, cuya participación se redujo a cumplir las directivas emanadas del
poder central. De allí que la llamada transición al socialismo nunca llegó a
superar el nivel del capitalismo de Estado. De ese modo, la lucha por
desarrollar una cultura socialista fue perdiendo adeptos a dos puntas, a
consecuencia de la cada vez mayor distancia entre dirigentes y dirigidos. Los
primeros, conformando un estrato superior con intereses propios, y los
segundos, ganados por el escepticismo frente al paulatino enajenamiento de lo
público y su inexistente incidencia en las decisiones que influían sobre sus
vidas.
De ese proceso regresivo se desprende una enseñanza reiteradamente soslayada
por gran parte de los actores políticos que hablan en nombre del socialismo, o
los que hoy asumen al Estado como asiento de lo nacional y popular,
confundiendo aquél con la transitoria suerte de los gobiernos que lo presiden.
Porque una cosa es reconocer la gran hegemonía del capitalismo y el marco
económico-político que constriñe a los gobiernos actuales y muy otra es la
perspectiva estratégica desde la cual generar la oposición al sistema y
manejar los tiempos. [Aquí viene a colación la siguiente cita de Luckács que
hace Mészáros: “…sin estrategia no puede tenerse una táctica.”].
Si rescatamos del socialismo los aspectos que le dieron entidad histórica y
que aún tienen vigencia, la socialización de los medios de producción sigue
siendo un principio fundamental. Socialización que de acuerdo a lo que venimos
argumentando, exige desarrollar formas de socialización del poder, pues la una
sin la otra ha demostrado ser un dilema irresoluble. En ese sentido operó el
carácter segregador de la representación tradicional, cuyas sucesivas
delegaciones conformaron una pirámide ascendente en cuyo vértice se concentró
el poder. Y esta construcción política, que en su momento obtuvo resonantes
triunfos, hoy sufre una profunda crisis al quedar en evidencia su
vulnerabilidad que se hizo visible tras la reconversión capitalista del
socialismo de Estado, ineludible testimonio incorporado a los desafíos de esta
época.
Desafíos y debates …
logramos des-privatizar la política, entendiendo, de manera muy simple ésta
como “la manera de auto-regular la convivencia común, de dialogar, de
confrontar, de decidir y de ejecutar”.
Oscar Olivera, palabras en el Segundo Viento Lo enunciado en esta cita que
suscribimos, implica un prolongado proceso de generación de una creciente
subjetividad colectiva, interrelacionada con el desarrollo de nuevas políticas
emancipatorias que puedan ir contrarrestando la fuerte hegemonía
cultural-política inherente a este orden social. Por cierto, un mayúsculo
desafío. Con esa orientación vamos ahora a enfocar sumariamente las polémicas
que suscita la situación que se vive en Latinoamérica y especialmente en
nuestro país. Ello presupone una estrecha relación con los cambios operados en
el escenario mundial, sólo que éstos, como los virus, ofrecen diversas
adaptaciones según sea la realidad sobre la que actúan. Situaciones que
exhiben la tensión entre las estrategias ligadas al largo plazo y las
respuestas tácticas que demanda el dinamismo de las coyunturas políticas.
El rebrote de las luchas populares, que desde principios de siglo y en
distinta medida influyen en los gobiernos de varios de nuestros países, lo
vamos a relacionar, salvando las distancias, con los sucesos de dos décadas
anteriores. Nos referimos a las décadas de los setenta y de los noventa, que
han dejado su impronta y que repercuten de distinto modo en la política de
estos últimos años.
Los setenta dejaron una doble enseñanza. Por un lado, mostraron el empuje de
las luchas populares latinoamericanas que cristalizaron en los procesos
antiimperialistas y revolucionarios y que derivaron en el ascenso de varios
gobiernos afines. Por otro, emergieron las respuestas bélico-políticas
propiciadas por los dueños del “patio trasero”, en sintonía con los
respectivos establishment internos, lo que coronó en los reiterados y cruentos
golpes militares que “apagaron el incendio”. Mientras que en los noventa,
desbaratadas las pujantes rebeldías y consolidada la hegemonía mundial del
capitalismo, se arrasaron las conquistas anteriores y languidecieron las
resistencias que retrocedieron manifiestamente a pesar de que nunca se
extinguieron. Período en que se impusieron los dictados del Consenso de
Washington en Latinoamérica y que aquí, vía el gobierno peronista de Menem,
produjo el mayor desastre social de nuestra historia.
Dicho desastre resultó el preludio de la caída de De la Rúa, continuador
radical del menemismo, y también supuso la muerte del Frepaso, fugaz intento
“progresista” desprestigiado por su descalificadora participación en el
gobierno de la Alianza.
Los sucesos que conmovieron a la Argentina en plenos de puebladas que
expresaron la resistencia popular, sepultaron a aquél gobierno pero sin que se
gestaran políticas cuya envergadura pudiera sustituir el sistema político
partidocrático imperante.
En cambio, se produjo algo inesperado. En 2003, de la sucesión que apañó
Duhalde por descarte, emergió la presidencia de Kirchner, quien obtuvo una
magra cosecha electoral que contó con poco más del 22% de los votos. Nacido de
la debilidad, se fue haciendo fuerte al propiciar algunas medidas de corte
popular que fueron rescatando el rol del Estado como soporte de los intereses
nacionales que, siquiera en parte, no respondían a los designios de los
establishment interno-externos.
Aquí no vamos a historiar lo acontecido según el “paladar” de la política en
boga, que enumera “aciertos y falencias” de acuerdo a quien contabiliza.
Nuestro propósito es situar la problemática de este período que suma tantos
interrogantes como debates sesgados que contribuyen a la fragmentación del
campo popular (con licencia del término a falta de otro). Y así llegamos a la
relación que propusimos con el objeto de apreciar hasta qué punto las secuelas
de aquéllas décadas inciden sobre el escenario político vigente.
Siguiendo este enfoque, señalamos una contradicción cuyo abordaje abre cauce a
diferentes líneas interpretativas acerca del momento actual y a sus
proyecciones. Esquemáticamente, se pueden tomar como términos de comparación a
los setenta y a los noventa. En el primer caso, el kirchnerismo resultaría una
versión aggiornada y empobrecida de lo que se jugaba entonces y que, debido a
sus compromisos con los factores de poder real, hoy posibilita la recuperación
política de los sectores dominantes que se mantuvieron sin mengua y al acecho.
A la vez, tal valoración reconoce distintas vertientes que, desde la izquierda
hasta la derecha, lo descalifican rotundamente. En el segundo caso,
significaría un paso adelante respecto del “neoliberalismo” menemista de los
noventa y un curso susceptible de profundizarse para gestar un movimiento
“nacional y popular”. Al margen de tales posturas, que se desenvuelven dentro
del marco de esta “democracia” representativa que supimos conseguir, tan
mediática y falaz como vulnerable, aparecen tendencias que propugnan políticas
a distancia del Estado, las cuales, con sus matices, se oponen al sistema
político tradicional existente e intentan gestar alternativas con vistas a la
emancipación. Y es en torno a estas interpretaciones que giran los principales
desencuentros.
Desencuentros que conservan un viejo hábito nacional en el que las posturas de
barricada sustituyen a los debates productivos y los transforman en una
especie de discusión esquizofrénica. Lo común es abroquelarse en lógicas
maniqueas: o de nada sirve lo que producen las de por sí diversas políticas
estatales que se han dado desde comienzos de siglo en el subcontinente, o
éstas son lo mejor que podría ocurrirnos y la precondición de un avance
popular con vistas a un desarrollo nacional independiente favorable a las
grandes mayorías, una suerte de recreación del Estado de Bienestar.
Compartimentar la comprensión de la realidad actual dificulta la praxis
política que no termina de sobreponerse a la caída de las certezas que
alimentaron el fervor revolucionario que prevaleció en el siglo XX. Cada una
de esas posturas, en verdad, se ahorran los análisis de situación porque tanto
una como otra los tienen resueltos de antemano. Y lo más importante,
contribuyen a la pobreza del debate político que refleja la crisis de la
concepción estratégica que padecemos y a la que se refiere el título de este
artículo. Pasado, presente y futuro convergen hacia ese interrogante en
demanda de respuestas que orienten los ensayos que desde diferentes lugares
luchan por un mundo mejor. El porvenir es impredecible, pero las apuestas
políticas no se hacen a ciegas (aunque el azar juegue), ni se fundan en el
deseo de cada uno (que por supuesto existe).
Atentos a lo expresado, creemos necesario determinar cuestiones que
posibiliten centrar la discusión sobre ejes comunes referenciales de la
reflexión política colectiva. Es un momento de incertidumbre acerca de la
evaluación y el devenir de los sucesos actuales. Momento que demanda el
ejercicio de un pensamiento crítico, despojado de preconceptos, que sirva para
ir construyendo políticas tendientes a la emancipación. [“Emanciparse, según
el sentido más clásico de la palabra, quitarse de encima la mano del amo.” (ibid.
artº de Oscar Olivera)] A tal fin, exponemos las que para nosotros son las
cuestiones más relevantes a las que deben responder las interpretaciones en
juego, si se aspira a generar estrategias que orienten y den sentido a las
prácticas coyunturales. Asimismo, la siguiente enumeración tentativa presupone
una interrelación entre sus enunciados: 1) La posición frente al régimen
capitalista y significado del socialismo hoy. 2) El problema de los tiempos.
Lo inmediato, lo mediato y la cuestión del poder. 3) Sujetos de cambio.
Protagonismo y representación. 4) Estado, nación e internacionalización del
capital. 5) Latinoamérica y Argentina en la actualidad como correlato de los
puntos precedentes. Creemos que su tratamiento no sólo tiene vigencia como
problemática general sino que resulta indisociable del acuciante momento que
vivimos. Es evidente que la derecha en el continente, la que representa
política e ideológicamente al poder económico concentrado en colusión con los
intereses imperiales, está recomponiendo sus fuerzas y pasando a la
contraofensiva, lo que se manifiesta en las diversas vicisitudes que sufren
nuestros países. Y cuanto más tibia es la lucha popular y sus gobiernos más
dóciles a la requisitoria del sistema imperante, más favorables son las
condiciones para dicha recomposición.
El espacio político abierto en Latinoamérica puede resultar las vísperas de su
cierre, como tantas veces ha ocurrido. Luego, si a las circunstanciales
oportunidades no logramos inscribirlas en estrategias perdurables de signo
propio, mayores serán los obstáculos en coyunturas adversas. Seguiremos
dependiendo de políticas estatales ajenas y cíclicamente pasaremos de la
euforia a los lamentos. Debemos superar el estrabismo político que supone
igualar situaciones en función de un ideal a realizarse, aún carente de
construcciones que lo avalen, o erigir al mal menor como una estrategia que no
es tal sino la tácita confesión de la propia impotencia. Destrabar debates que
transitan por sendas separadas comporta un considerable esfuerzo y la voluntad
de nuclear energías para que las transformaciones que se pregonan no se queden
en la autocomplacencia inherente a las discusiones bizantinas. No es una
casualidad que connotados actores de los procesos de liberación de los setenta
resulten hoy cultores de un “realismo” reformista que pretende pulir aristas
de un orden social impuesto por la supremacía de los que, detrás de
bambalinas, garantizan su continuidad por más concesiones que transitoriamente
se vieron forzados a aceptar. Es otra muestra de la gran hegemonía del
capitalismo, que no caerá por obra y gracia de sus contradicciones sino por la
lucidez y la acción de quienes lo cuestionan.
En ese sentido, contra los intereses y previsiones de los sectores de poder
del capital súper concentrado, a comienzos del siglo XXI creció en
Latinoamérica la reacción popular que parecía un imposible en los noventa,
período en que el discurso único festejaba “el fin” del socialismo y la
derrota de los movimientos de liberación nacional. Y producto de las luchas
libradas en nuestras respectivas sociedades resurgió la problemática de la
emancipación, exigencia política cultural que no se extinguirá mientras
subsista la injusticia, la inequidad y la opresión.
Jorge Cerletti
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