Honduras, algo para recordar: la
Masacre del Río Sumpul
Uno de los factores claves
para que sucediera el golpe militar del 28 de junio pasado
en Honduras, ha sido, sin duda, la impunidad que
prevaleció en ese país, dejando sin castigo a criminales
de lesa humanidad que actuaron en diversos períodos
históricos y muy especialmente en los años 80, permitiendo
además la continuidad de la ocupación militar de Estados
Unidos en ese país.
En los años 80 los organismos de derechos humanos
registraron centenares de denuncias, sobre la complicidad
de los ejércitos y la seguridad de El Salvador y Honduras
en la persecución, represión y desapariciones en ambos
países.
Una de las acciones de mayor ferocidad cometidas en el
marco de esa cooperación criminal fue la llamada “masacre
del Río Sumpul” sucedida el 14 de mayo de 1980 en la aldea
salvadoreña de La Arada.
Un día antes de la matanza-el 13 de mayo- varios camiones
del ejército de Honduras cargados de soldados pasaron por
legaron a la población de la Guarita en ese país y
llegaron Río Sumpul que marca línea fronteriza con El
Salvador.
Se apostaron en la margen hondureña del río y utilizando
megáfonos se dirigieron a las poblaciones de la ribera del
país vecino anunciando que se prohibía cruzar la frontera.
La maniobra resultó sorprendente para muchos pobladores
hondureños, que habían constituido una red de solidaridad
con sus vecinos, la mayoría campesinos que huían del
terror militar y paramilitar en su país.
En marzo de 1980 año había sido asesinado en la capital
salvadoreña, el arzobispo Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y
la cifra de crímenes y desapariciones forzadas aumentaba
cada día en ese país centroamericano.
Como relataron sacerdotes de la Diócesis de Santa Rosa de
Copán, en una denuncia, cuyas firmas encabezaba el obispo
Monseñor José Carranza y Chévez (publicada el 24 de junio
de 1980 por el diario La Tribuna de Honduras), alrededor
de las 7 de la mañana del 14 de mayo comenzó a observarse
un inusitado movimiento de tropas y paramilitares
salvadoreños que rodearon la población de La Arada,
ubicada en la margen del Río Sumpul en ese país.
También llegaron varios helicópteros y repentinamente
comenzaron a disparar a mansalva sobre la población
indefensa.
“Mujeres torturadas antes del tiro de gracia, niños de
pecho tirados al aire para hacer tiro al blanco, fueron
algunas de las escenas de la matanza criminal. Los
salvadoreños que pasaban el río eran devueltos (amarrados)
por los soldados hondureños a la zona de la masacre. A
media tarde cesó el genocidio, dejando un mínimo de 600
cadáveres”, decía la denuncia de los religiosos.
Otros que intentaban huir fueron cazados en el río y
decenas de cadáveres comenzaron a navegar ante el horror
de los pobladores hondureños. Cuando terminó la matanza
quedaron “unos 600 cadáveres sin enterrar que fueron presa
de perros y zopilotes durante días. Otros se perdieron en
las aguas del río. Un pescador hondureño encontró cinco
cuerpecitos de niños en su trampa de pescar. El Río Sumpul
quedó contaminado desde la aldea de Santa Lucía. La
Organización de Estados Americanos (OEA) financiada por
los dos gobiernos desde hace años ignoró el hecho”, según
registró la denuncia.
También los religiosos dieron cuenta de investigaciones
que determinaron que el 5 de mayo se había realizado una
reunión secreta entre altos mandos militares salvadoreños
y hondureños en la ciudad fronteriza El Poy, unos 100 km
al norte de San Salvador y a unos 20 del lugar de la
masacre.
Otras datos registraron que el 15 de mayo, cuando se
habían retirado del lugar los soldados de ambos países,
campesinos hondureños que recorrieron la zona de la
masacre lograron rescatar a algunos sobrevivientes
heridos.
Pero pocos días después el lugar comenzó a ser patrullado
por los paramilitares de la organización salvadoreña
“Orden” que regresaron a llevarse las pertenencias de los
muertos.
El 24 de mayo, el sacerdote hondureño Fausto Millas de la
parroquia de Corquín denunció la masacre, pero fue
ignorada a nivel oficial y por la prensa bajo presión de
los militares.
Ante la movilidad de organismos humanitarios y prensa
internacional que logró reunir testimonios sobre la
masacre, a fines de mayo y principios de junio de 1980, el
ejército hondureño comenzó a controlar la zona, tratando
de impedir que se divulgaran los terribles sucesos y
amenazando a los refugiados salvadoreños y sus
protectores.
Fue este silencio el que llevó a 36 sacerdotes y
religiosas de la Diócesis de Santa Rosa de Copán,
encabezados por el obispo Carranza y Chévez, a presentar
la denuncia donde responsabilizaron a ambos ejércitos.
El 27 de junio las autoridades hondureñas amenazaron con
expulsar a los sacerdotes extranjeros que firmaron la
denuncia pero el 1 de julio de 1989 la Conferencia
Episcopal de Honduras, presidida en ese momento por el
arzobispo de Tegucigalpa, Monseñor Héctor Santos, la
respaldó y esto se convirtió en otro documento para
certificar la matanza.
En una “reflexión cristiana” que acompañaba a la denuncia,
los sacerdotes describían la situación que vivían los
refugiados salvadoreños en Honduras como “antihumana y
anticristiana”.
Apelando a las enseñanzas de Monseñor Romero denunciaron
como “agresores” en el caso del Río Sumpul a la oligarquía
y el ejército salvadoreño, “ejecutores de todo un pueblo”;
a la OEA, “que cerrando los ojos ante el hecho ha
colaborado en la masacre”; al gobierno hondureño como
“cómplice de los hechos y su posterior ocultamiento”, y a
los partidos políticos y “otras instituciones que callan
ante la tragedia”.
Anunciaban entonces la creación de un Comité en el sector
de Guarita y otro con sede en Cáritas de Santa Rosa de
Copán, para recibir y dar información y para coordinar con
otros organismos, “mientras el gobierno e instituciones
más calificadas, no se responsabilicen de la situación”.
En un folleto publicado en Costa Rica, por la
Confederación Universitaria Centroamericana, se citaron
además documentos y testimonios logrados por periodistas e
investigadores, que llegaron al lugar.
Se conoció entonces que desde días antes el ejército
hondureño había enviado refugiados salvadoreños a su país.
Entre los testimonios, una mujer contó que “cuando
aparecieron dos helicópteros (artillados), mataron a una
hermosura de niños. Mataban tirando balas y granada”.
Una anciana sobreviviente relató el ajusticiamiento de una
mujer que estaba con un niño y clamaba piedad, ya que le
habían matado a sus padres y su esposo. Pero un sargento
ordenó que le dispararan y como el niño lloraba dio la
orden de matarlo.
Otra mujer joven, que encontraron en lamentables
condiciones cerca de Santa Lucía testimonió entre llantos:
“estábamos atrapados y no nos podíamos salir, Muchos niños
se ahogaron. A mí se me murieron dos hijos uno de 20 meses
y otro de nueve años”.
Un hombre que estuvo escondido en el monte más espeso
relató que en la madrugada del 16 de mayo encontró a una
mujer “acurrucada entre dos brazos del río. Apretaba un
niño contra el pecho que estaba moradito de frío. Cuando
fui hasta ella para ayudarla se desplomó y el agua se
llevó al niño. Cuando la levanté me di cuenta que no podía
moverse porque tenía un balazo en la cadera y otras
heridas”.
En los testimonios varios coincidieron en el caso de un
niño de cuatro meses que fue baleado y luego castrado por
sus asesinos. También por los testimonios se pudo saber
que en “algunos recodos del río se encontraban pequeños
cráneos, ya que a los niños que no baleaban, los
decapitaban”.
Una versión cuenta que unos soldados hondureños estaban
“horrorizados” y cuando miraron degollar a los niños,
dispararon desperados. A todo ellos se le ordenó hacer
silencio bajo amenazas.
En estos últimos tiempos varios organismos humanitarios se
preparaban para volver al lugar de la matanza donde habría
centenares de rastros de la masacre que ha quedado impune.
Muchos de los militares más jóvenes que estaban al mando
entonces son altos jefes en el ejército hondureño actual.
En los años 80 el general Gustavo Álvarez Martínez,
formado en Estados Unidos y Argentina y amigo de la
dictadura militar de este último país (1976-1983) era uno
de los máximos hombres de la represión , la
contrainsurgencia y la guerra sucia en Honduras.
Trabajó codo a codo con el entonces llamado “Virrey” de
los hondureños, el embajador de Estados Unidos, John
Negroponte y ambos son responsabilizados por los crímenes
y desapariciones cometidos contra hondureños,
nicaragüenses, salvadoreños y otros en esos tiempos de
“guerra sucia” y terrores múltiples.
Fue en ese momento en que el estado hondureño tuvo el
mayor avance militar en la larga ocupación de Estados
Unidos, que hasta hoy rige la vida de ese país. Equipos
militares de entonces son los “asesores” de los golpistas
de hoy y se conoce cómo “la mano negra” de Negroponte
estuvo detrás de toda la maniobra golpista y en la
protección de los actuales dictadores.
Stella Calloni
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