“Yo no mendigo. Conseguiré trabajo: tengo contactos. Los árboles aún siguen creciendo”. Un conductor de tranvía ha sido despedido junto a algunos de sus compañeros y responde así a la sugerencia de su mujer para que solicite el subsidio de desempleo. Se trata del protagonista de Nubes pasajeras, una de esas películas de Aki Kaurismaki, rebosantes de amor a los olvidados.
Nuestro conductor en paro, que ya sobrepasa los 40 años, está contento la mañana en la que va a afrontar la primera entrevista de trabajo. Se ha afeitado cuidadosamente y se ha enfundado su mejor chaqueta. En la despedida, su mujer le desea suerte. “Un profesional no necesita suerte”, responde altanero. De vuelta a casa, ya en la madrugada, un amasijo de alcohol y derrota se desploma nada más abrir la puerta. Nuestro confiado obrero ha sido rechazado en la oferta de trabajo.
Primero la ilusión, luego la culpa. Es la historia de millones de trabajadores arrojados al paro por la máquina del capitalismo. Es el sufrimiento común, la violencia invisible contra el obrero, la ordinaria producción de excedente laboral. Mientras el trabajador “suda hoy para adentro su secreción de sangre rehusada”1 los mecanismos del mercado van acoplando ejércitos de reserva y tasas de ganancia, poblaciones desechables y rentabilidades financieras.
Primero inflamos el globo de la ilusión. Regamos de currículum los polígonos, nos agarramos al “Quizás más adelante” del encargado de turno, repetimos mil veces “Lo importante es meter la cabeza”, aunque haga mucho tiempo que la lista de espera de las contrataciones temporales se mantiene inamovible... El poder está atento a hinchar nuestra inagotable e imprescindible capacidad de autoengaño; anuncia ofertas públicas de empleo, presagia olimpiadas, exposiciones universales, capitalidades culturales, aves y, sobre todo, reparte algunas migajas de esperanza en forma de trabajo precario.
Después empezamos a escuchar una y otra vez la palabra perfil. No das el perfil, no reúnes el perfil, veremos si el INEM nos puede cambiar el perfil. Nos familiarizamos con las polisemias de la palabra: perfil le llama el responsable de Recursos Humanos a la negativa amable, pero también es una de las formas de denominar al clientelismo de nuestro tiempo. Es la excusa para decirte que no, pero es también el toqueteo previo para decidir sobre la mercancía laboral en cuestión, las comprobaciones de la doma, los tanteos sobre la disposición a subordinarse...
Nuestra vida se convierte en cásting permanente, un cásting “donde giran los hombres sin descanso”2. La trabajadora social, precaria también ella, nos previene antes de la entrevista de trabajo: “La entrevista te la hace un psicólogo. Tienes que mirarle a los ojos, no desviar la mirada. Debes ir aseado, obviamente; si llevas abrigo, cuélgalo en la percha, que no dé la impresión de que tienes prisa. Llega diez minutos antes de la entrevista. Y pregunta algo: cuando te diga que si tienes alguna duda, pregunta, por ejemplo: ¿cuándo empezamos?”. Del gorila amaestrado de Ford al pícaro cínico del posfordismo. En la escuela nos adiestran para las selectividades y desde el televisor se imparte a todas horas la más principal y decisiva asignatura: Educación para la Competencia. Y al tiempo que nos prometen una vida de triunfo y nos repiten sin cesar “Tú sí que vales” nos van enseñando el tortuoso arte de competir por el trabajo y competir en el trabajo.
Luego no viene la rabia, sino la culpa. Las fantasías de la meritocracia, que hemos ido interiorizando de forma casi imperceptible, se derrumban. El diploma universitario o profesional se devalúa, las expectativas se achican, la promesa de hacer fijos a los contratados mes a mes como barrenderos o carteros no acaba de hacerse realidad. El paro y la precariedad se van alternando, constituyéndose en único horizonte. Llega la ansiedad, el tiempo descuajado, las paranoias.
“¿Qué ha aprendido usted en estos dos años de desempleo?”, le pregunta la responsable de Recursos Humanos al protagonista de Arcadia, el parado cualificado de la película de Costa Gavras. “Creo que si el tiempo de desempleo es corto, puede servirte para reestructurar tu vida; si es largo, lo destruye todo”. El paro como una degradación minuciosa va socavando la salud física y psíquica, desestructurando la existencia privada, deteriorando las relaciones familiares y sociales.
El paro se nos presenta con los atributos de lo natural, como una condición del juego, en este caso como el destino que espera a los perdedores sociales. La ruleta inapelable de los talentos dicta su veredicto; “el darwinismo social muestra a la burguesía en el punto culminante de su autoconciencia”3 y, por el contrario, la pavorosa ausencia de conciencia de sí de las clases trabajadoras.
“El paro no es un fenómeno natural como el pedrisco, ni es un hecho que aparece casualmente cuando hay una crisis o las cosas van mal. El paro es una manifestación de las tendencias generales del desarrollo capitalista”; esto se podía leer en un cuadernillo del Curso de Formación Sindical Básico editado por CCOO en 1980. Pero mucho fundamentalismo neoliberal ha llovido desde que alguien escribiese aquellas verdades elementales y hoy los sindicatos oficiales participan como un instrumento más de la estrategia sistemática de culpabilización de los parados y de la naturalización del capitalismo. No sólo repiten como papagayos la cantinela de “las políticas activas de empleo” y el sermón fraudulento que blanquea a los empresarios y los convierte en emprendedores; incluso, en comunidades como Extremadura, disponen como contratados con cargo al Plan de Empleo de “tutores del desempleado” que, además de brindar tutela al parado desnortado e ignorante en las artes de búsqueda de empleo, origen al parecer de su calamidad, colaboran con el INEM en el control de las ovejas más descarriadas y de sus subsidios. El desempleo pasa así de ser “un producto necesario de la acumulación o de la riqueza sobre base capitalista”4, a constituir un desajuste achacable a la falta de orientación del parado o a la inexistencia de “un itinerario personalizado de inserción”.
Interinos, contratados por obra o servicio, becarios, jornaleros, fijos discontinuos, contratados por horas o a tiempo parcial o eventuales por circunstancias de la producción... La precariedad multiplica sus formas, prolifera sitiando hasta los últimos reductos de la seguridad laboral; porque la precariedad es muchísimo más que un dato estadístico sobre contratación temporal. “El término precariedad designa dos tipos de relaciones sociales bastante diferentes: las que caracterizan las nuevas formas de explotación del trabajo, y las que conducen a la exclusión prolongada de los individuos respecto a las zonas de protección y de control social” 5. Precariedad es nueva explotación, es exclusión, pero también inseguridad, indefensión, miedo.
La precariedad es el retorno al salario hora, en el que “ya va incluido todo”; es el caos minuciosamente organizado de la subcontratación; es la coacción para que el trabajador firme, antes de empezar a trabajar, la renuncia a cobrar vacaciones o pagas extras; es tener, por sistema, que poner el coche propio, de modo que por el mismo salario te pagan a ti y al coche; son las dobles jornadas de camioneros asalariados a los que, a diferencia de los vehículos, no hay tacómetro que los proteja de los excesos horarios ni del agotamiento; es el despido del trabajador cuando está dado de baja por enfermedad, al amparo de la reciente sentencia del Tribunal Supremo; son las dobles escalas salariales que se plasman, sin apenas escándalo, incluso en los convenios colectivos de grandes empresas como Telefónica; es el pago de salarios variables “dependiendo de la productividad”; son los trabajadores inmigrantes pagándose la seguridad social agraria, aunque trabajando en almacenes o en obras; es el neofeudalismo que anuncia Bolonia y la Universidad-empresa para los titulados universitarios: comprar con el trabajo precario en prácticas de hoy tu derecho a trabajar en el futuro en las grandes empresas financiadoras del presupuesto universitario; son los miles de muertos en accidentes laborales, las jornadas infinitas, la amenaza de movilidad geográfica o funcional, el trato culpabilizador y clientelar en los servicios sociales, la ingeniería jurídica que hace aparecer y desaparecer, como por ensalmo, empresas matrices, filiales, franquicias...
La relación de estampas precarias sería interminable, dentro y fuera del trabajo. Vivir en el alambre, “estar a la cuarta pregunta”, normalizar la provisionalidad, se convierten en las formas individuales de interiorización de la precariedad. Y la desmoralización y la desmovilización en su expresión colectiva: “La inseguridad objetiva sustenta una inseguridad subjetiva generalizada que afecta hoy en día al conjunto de los trabajadores. (...) Esta especie de mentalidad colectiva es el origen de la desmoralización y la desmovilización. Para concebir un proyecto revolucionario hay que tener un mínimo de control sobre el presente”6.
Como boxeadores sonados vamos de la ilusión a la culpa, de la soledad al descreimiento en la lucha colectiva, de la corrosión del carácter a la fragilización de los vínculos sociales. La construcción del nosotros se hace mucho más difícil: “No somos más que vidas (privatizadas) movilizadas para reproducir esta realidad hecha una con el capitalismo. Esta movilización global reserva un destino diferente a cada vida. A unas las convierte en vidas hipotecadas, a otras en residuales, a otras en emprendedores de sí mismos. El resultado es, sin embargo, común por cuanto en todas ellas el estado que prima es el del “estar solo”. Porque en la sociedad-red, en definitiva, estar conectado paradójicamente es estar solo”7. El individualismo posesivo, la envolvente mentalidad de clase media y, sobre todo, la ficción igualitaria del consumo prenden entre los de abajo. En los pasillos de la gran superficie comercial se disuelve y olvida el malestar precario...
Pero llega la crisis y desmantela los sueños propietarios. El dogal de la hipoteca se ajusta, los salarios se encogen, el paro llama a la puerta. La fiesta prometida se ha suspendido.
LA CRISIS ES LA ANTESALA DEL CAMBIO
“Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.
Sí, pero el banco no esta hecho más que de hombres.
No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que los hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar.”
Las uvas de la ira, de John Steinbeck
“La crisis es la antesala del cambio”, le gustaba repetir a Marcelino Camacho, para impaciencia de los burócratas del atajo. Tenía razón el veterano sindicalista, pero el sentido del cambio no está inscrito en la crisis, ni lo determinan las leyes pretendidamente neutras de la economía.
Para quienes han querido cambiar el mundo las crisis han sido siempre un desafío y una oportunidad. La crisis es, como sus genes etimológicos indican, “un momento de decisión y de verdad, cuando la historia duda ante un punto de bifurcación donde se abren los caminos boscosos de los “posibles laterales”8. Los grandes giros históricos, las reestructuraciones económicas, las revoluciones políticas, las vanguardias culturales y los nuevos paradigmas ideológicos, fermentan en la levadura de la crisis.
La partida en la que se ventila la salida a la crisis sistémica actual no ha hecho más que comenzar. Crisis financiera, crisis energética, crisis alimentaria: una crisis global se desenvuelve ante nosotros, aunque apenas se vislumbran sino pequeñas y deslavazadas respuestas locales.
Lo viejo muere y lo nuevo no acaba de nacer: con esa formulación plástica definía Gramsci la crisis orgánica, advirtiendo de que “toda crisis no es una crisis orgánica”. La crisis se vuelve orgánica cuando las clases dominantes no son capaces de mantener la dirección sobre las clases dominadas, cuando “la contradicción económica deviene contradicción política y se resuelve políticamente por la subversión de la praxis”9. Muere lo viejo, se atisba el fin de la era del petróleo, tiemblan los casinos del capitalismo global, estallan los motines del hambre frente al crimen de la dependencia alimentaria, se entrevén los conatos de competencia entre las potencias emergentes que aspiran a tomar el relevo hegemónico, tras el siglo americano... pero de lo nuevo, de lo alternativo al capitalismo, no se insinúan ni siquiera las semillas. Convertir esta confluencia de crisis en crisis de legitimidad del capitalismo, esa es la contienda a la que estamos emplazados.
Pero volvamos de las precipitadas conclusiones a la paciente construcción del diagnóstico, a la laboriosa ciencia del infortunio precario, al reagrupamiento de los fragmentos de realidad esparcidos en ese “collage impresionista de la posmodernidad” que, disfrazada con los ropajes de la diversidad y la diferencia, reserva el derecho exclusivo a la totalidad, al análisis globalizador para los Davos, las Trilaterales, los Bilderberg, los Bancos Mundiales y FMIs, para los comités centrales del capitalismo contemporáneo en definitiva.
Un elemental contraste de datos puede servir para dibujar la normalidad canalla de nuestro tiempo. El salario medio real de los trabajadores en España ha descendido en los últimos diez años pasando de representar el 49’7 % del PIB en 1997 al 46’4 % en 2007; el 89 % de los jóvenes madrileños tiene salarios inferiores a los 1000 euros; los jóvenes tienen que invertir para comprar una vivienda el 53’7 % de su salario, como media estatal... Veamos ahora los sueldos de los directivos de algunas de las principales multinacionales “españolas” correspondientes al año 2007: Ignacio Sánchez Galán, de Iberdrola, 16 millones de euros; Manuel Pizarro, de Endesa, 10 millones de euros; Alfredo Sáez, del BBVA, 9’6 millones de euros...
En la raíz de la crisis está la injusticia establecida, compuesta de multitud de trazos de iniquidad como los mencionados. Pero esa dualidad social, que tiende a emerger, se nos oculta y en su lugar se nos presenta un relato de impenetrables fluctuaciones financieras: “La explosión de la crisis social aparece a los ojos de todos como una crisis financiera. Las transformaciones estructurales en la producción tienen lugar a través de las crisis financieras”10. La desigualdad de clases se nos muestra en la envoltura mística de las burbujas financieras, el conflicto social latente se transmuta en misterioso arcano de la Bolsa. La narración de las andanzas del capital financiero constituye la expresión más acabada del enmascaramiento que Marx desvelaba cuando advertía que “el capital no es una cosa, sino una relación social entre personas mediadas por cosas”11.
Pero el retablo de las maravillas se tambalea. Robin Blackburn ha utilizado el juego de “pasa la cerilla” como esclarecedora metáfora para explicar la crisis de las hipotecas de alto riesgo. “Los bancos de inversión compraban deuda hipotecaria para revenderla, supuestamente de acuerdo con el modelo de “crear y destruir” (adquirir la deuda, titulizarla y venderla)”12. Protegidos y alentados por los gobiernos, organizaban la rapiña y el robo masivo revendiendo futuros improbables y humo mediante formatos financieros honorables. Se pasaban la cerilla, sabedores de la farsa original y de que nunca sería la yema de sus dedos la que se quemase, mientras el dinero ficticio continuaba su recreación inacabable. “¡Sólo el dinero es mercancía!, es el grito que resuena ahora a través del mercado mundial”. El fetichismo del dinero se revela de este modo como aún más alienante y peligroso que el de las mercancías: el dinero se presenta como engendrador él mismo de más dinero y “el proceso de producción aparece sólo como un intermediario inevitable, un mal necesario para hacer dinero”13.
La fabricación de burbujas financieras se constituye en un requisito para la supervivencia del sistema capitalista. Cuando estalló la burbuja tecnológica se puso en marcha la burbuja inmobiliaria y al final de ésta se ha comenzado a urdir la nueva burbuja alimentaria y petrolera. De burbuja en burbuja hasta la barbarie final. “La burbuja financiera estructural es una condición indispensable para la formación y reproducción de un régimen de acumulación financiarizado”14.
Las dimensiones de la “hipertrofia financiera” son descomunales. Beinstein lo explica con un dato revelador: “A comienzos de la década actual la masa especulativa global representaba entre 3 y 4 veces del Producto Bruto Mundial (PBM) y los llamados “productos financieros derivados” apenas alcanzaban al doble del PBM. Ahora, en 2008, estos últimos rondan los 600 millones de millones de dólares que sumados a los demás negocios especulativos alcanzan una masa financiera global de unas 16 veces el PBM”15. Aunque habría que precisar que el capital financiero no se desgaja y enfrenta al capital productivo, como mantiene el enternecedor cuento que les gusta narrarnos a la izquierda políticamente correcta, partidarios del capitalismo bueno, el productivo según ellos, por oposición al capitalismo malo, el especulativo; el capital financiero, en su génesis y en su composición, sigue respondiendo a la fórmula de Hilferding, quien lo definía como fusión del capital bancario e industrial.
Es más, la burbuja estructural y la especulación permanente consiguen la carta de naturaleza y el beneplácito social en la financiarización de la vida cotidiana. Como nos recuerda Blackburn, “la lógica de las finanzas se hace ubicua, alimentando la cosificación de cualquier aspecto de la vida”. Las tarjetas de crédito, los fondos de pensiones individualizados, los préstamos para financiarse no sólo la vivienda, sino las vacaciones o la boda, las hipotecas universitarias que pretenden sustituir progresivamente a las becas de estudio... No hay aspecto de la cotidianidad que quede al margen de la vorágine financiera.
“La financiarización estimula a los hogares a comportarse como empresas, a las empresas a comportarse como bancos, y a los bancos a hacerlo como hedge funds” (...) La financiarización absorbe oxígeno de la atmósfera, privatiza información que debería ser pública y comercializa la vida de cada día”16. Es esta mercantilización generalizada de la vida lo que explica la profundidad de la crisis presente y al mismo tiempo la robustez de las casamatas del capital.
Con demasiada frecuencia las fuerzas emancipatorias confundieron la realidad de la crisis con sus deseos de abatir al sistema de las crisis. En nuestros días, algo de ese mismo aire profético, mezcla de determinismo económico y de voluntad de aliento militante, se encuentra en las visiones sobre la crisis de Robert Kurz (“cuando esta burbuja estalle, el estruendo sacudirá la sociedad capitalista mundial hasta sus raíces”) o de Giovanni Arrighi (“las expansiones financieras son el otoño de los grandes ciclos capitalistas”, la fuga hacia delante, el canto del cisne que anuncia la crisis de hegemonía).
No hay una ley del derrumbe del sistema capitalista, ni la crisis económica trae de la mano las premisas de una nueva civilización. “La economía es de las personas, no de las curvas”, escribían en las paredes, ingenuamente, los universitarios partidarios de la economía post-autista y quizás convendría contaminarse de esa desconfianza hacia el determinismo economicista, al mismo tiempo que afirmamos la posibilidad y la necesidad de una subjetividad revolucionaria.
No nos engañemos: las crisis económicas han significado en numerosas ocasiones un proceso de saneamiento del sistema. “El desarrollo del capitalismo ha sido una continua crisis; esto es, un rapidísimo movimiento de elementos que se equilibraban y se inmunizaban”17. Un exponente contemporáneo de esta capacidad para convertir en asiento de su fortaleza las dificultades e incluso las catástrofes es lo que ha denominado Naomi Klein el capitalismo del desastre: la guerra contra Irak o la devastación de Nueva Orleáns por el huracán Katrina se convierten en “oportunidades de negocios” para las grandes empresas multinacionales.
La crisis, por el contrario, es inherente al capitalismo; no es “un accidente en el camino, un evento lamentable pero fortuito. Por el contrario, las crisis constituyen el mecanismo mismo mediante el cual se recupera periódicamente la tasa de ganancia”18. La dinámica del sistema económico capitalista es, como escribe Diego Guerrero, parecida a “un termostato que por definición lo mismo que se enciende y calienta cada cierto tiempo tiene que apagarse y dejarse enfriar cada otro tanto”19. El capitalismo sufre crisis periódicas de sobreproducción, entre otras razones por la baja periódica inevitable de la tasa de ganancia y por la falta de planificación social de la producción. Pero, en el relato apologético dominante, las tendencias al desorden y a la destrucción, inmanentes al capitalismo, se convierten sorprendentemente en justificación del mito del equilibrio natural de la oferta y la demanda. Las crisis se nos presentan como ocasionales desajustes, como las excepciones que confirman el virtuosismo del modelo.
Los ciclos económicos, lejos del sentido crítico que le otorgaban Marx o Kondratiev, se integran en el discurso mítico. La alternancia de expansión y recesión se nos muestra como la sucesión del verano y del invierno en el capitalismo-naturaleza, ocultando el nihilismo de un sistema económico que necesita la destrucción de capital y de fuerzas productivas para acceder a una nueva fase de recuperación. “El ciclo coyuntural es la verdadera forma de las tendencias abstractas al equilibrio del mecanismo de mercado”20.
La narración embellecedora del capitalismo adquiere su máxima expresión en la noción de “destrucción creativa” de Schumpeter. Las grandes depresiones económicas, con su corolario de paro, hambrunas y guerras, se exhiben como crisis de purificación, como catarsis de un sistema que se regenera en la competencia. Mientras en las tribunas políticas se habla de “magia del mercado” (Reagan) o del “libre comercio como imperativo moral” (Bush) en los púlpitos de la academia se canta a “la destrucción creativa” de Schumpeter. El capitalismo se presenta como naturaleza social, siendo todo lo contrario, una operación de gran artificialidad: “Sólo un gran artificio puede transformar el trabajo humano en mercancía, la necesidad en valor de cambio, el dinero en forma general de la riqueza, y sólo una gran fuerza político-estatal puede instituir el mercado como lugar general y único de las relaciones humanas”21. Así pues, el capitalismo se hace paisaje. Los políticos nos sermonean sobre la incontestable economía liberal de mercado, al mismo tiempo que en el televisor un anuncio nos habla de las lozanías del “fresh banking” y en otro reclamo publicitario el presentador progre, entre canciones de triunfitos, recuerda a los más jóvenes que “todavía están a tiempo de hacerse su cuenta blue”.
El neoliberalismo ha supuesto una auténtica revolución pasiva que ha recorrido todos los ámbitos de la vida social, desde el ataque brutal a la estabilidad laboral hasta la regresión de la fiscalidad, desde la jibarización del sector público en la economía hasta la desregulación del suelo, desde la emergencia del populismo punitivo hasta el papel del Estado tanto en la producción del consenso social como en su función de garante del sistema económico y de acompañante de las grandes corporaciones multinacionales. Manuel Escudero, que fuera uno de los ideólogos del programa 2000, promovido por el PSOE, escribía recientemente: “El poder global se ha reestructurado y las grandes empresas multinacionales tienen una parcela en la toma de decisiones mundial tan importante como los propios Estados”22. Al final, todo la retórica de “la gobernanza” se resuelve en una síntesis sin complejos: un cogobierno de Estados y Multinacionales para administrar la globalización capitalista. El Estado se convierte en palanganero de las multinacionales, en trama privada de las grandes empresas, la sociedad se habitúa a la corrupción. Taguas pasa de la Oficina Económica de la Presidencia de Gobierno a SEOPAN, el núcleo duro de la patronal de la construcción; Zaplana pasa de la portavocía del PP a Telefónica; Imaz, de la máxima responsabilidad en el PNV a la patria autodeterminada de Petronor-Repsol...
Pero, a su pesar, no todo está atado y bien atado. El poder, pese a la inexistencia de antagonismos organizados de envergadura, teme a la crisis de legitimidad. “El edificio económico, capitalismo de mercado, que ha promovido la expansión está siendo ahora puesto en la picota”, dice Greenspan, el gurú que fuese presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, mientras advierte de la tendencia a embridar la globalización. Las fieras deben ser auxiliadas y curadas de sus heridas pero a continuación hay que soltarlas para que siga la senda del “crecimiento sin precedentes”.
LA SALIDA DEL CAPITAL A LA CRISIS
“Cuando un delincuente mata por alguna deuda impaga, la ejecución se llama ajuste de cuentas; y se llama plan de ajuste la ejecución de un país endeudado, cuando la tecnocracia internacional decide liquidarlo”
Eduardo Galeano, en Patas arriba La escuela del mundo al revés
“El ajuste será duro y rápido”
Felipe González, 13 de mayo de 2008, junto a Rodrigo Rato, en un coloquio organizado por Repsol
Los “liberales de toda la vida” se cuelgan del Estado sin pudor alguno reclamando que éste rescate de la crisis a sus bancos e inmobiliarias. Las grandes compañías hipotecarias estadounidenses, Fannie Mae y Freddie Mac, son nacionalizadas con el objetivo de que vuelvan, previo saneamiento, a manos privadas; el gobierno español, por su parte, aprueba medidas para que a los promotores del suelo no se les acabe la bicoca escandalosa de los últimos años. “Es imposible saber cuántos cientos de miles de millones de euros y de dólares han puesto las autoridades monetarias al servicio de los grandes especuladores del mundo para que sigan jugando a su ruleta especulativa. En todo caso, han sido tantos que ya es imposible que puedan disimular lo que significa liberalismo: intervención para proteger a los más fuertes y desregulación para los más débiles”23.
El poder va tanteando sus salidas a la crisis con arreglo a un guión conocido: “La superación se consuma a través de dos caminos distintos: por una parte la destrucción de capital, por la otra por el incremento de la plusvalía”24. El desplome acelerado de los bienes raíces como la vivienda, por un lado y medidas como las directivas europeas de las 65 horas y del retorno de los inmigrantes, por otro, se incardinan en ese doble movimiento, repetido en otras ocasiones anteriores, pero ahora con más virulencia.
La fantasía del modelo social europeo se desploma. El mito del buen capitalista, al que se abonaron el sindicalismo oficial y la izquierda europeas, se desinfla. Las pretensiones de establecer una jornada laboral semanal de hasta 65 horas y de expulsar entre 8 y 11 millones de inmigrantes, expresa bien a las claras un camino de barbarie, imposible de disfrazar con malabares como el del concepto de flexiseguridad.
La propuesta de las 65 horas retrata la encrucijada del capitalismo contemporáneo. Parasita no sólo el trabajo, sino la vida en su conjunto, pero para poder hacerlo necesita sustentar la explotación en el tiempo de trabajo abstracto, como patrón de las relaciones sociales. Las ensoñaciones de los fabuladores del postcapitalismo chocan con la realidad: la explotación de lo común empieza por la explotación del tiempo de la gran mayoría, la dominación se revalida en la ley del valor.
“La destrucción de capital, la desvalorización del trabajo vivo, la reconstrucción de términos “más justos” (para el capital) de explotación: esto es para el capital la crisis, éste es el precio que está siempre dispuesto a pagar para renovar su dominio, su potencia subjetiva”25. Y en esa misma estrategia de “limpieza”, como diría Solbes, de recuperación de las condiciones para un nuevo ciclo de ganancia, la Directiva del Retorno, conocida como directiva de la vergüenza, y el tanteo del gobierno español sobre la posible eliminación de todas las contrataciones de inmigrantes en origen, son piezas muy significativas. La reconstrucción de la acumulación capitalista conlleva la reconstrucción del mercado de trabajo; el control y manejo de los “flujos migratorios” se convierte, de ese modo, en un pilar estratégico. Las clases dominantes van alternando el uso de las bridas, estirando y aflojando a conveniencia, ya sea de la rienda de la explotación laboral de la inmigración, ya sea de la rienda del espantajo racista. El capital organiza la guerra entre los de abajo, sin sufrir en sus carnes ni una sola baja. Multiculturalismo vacío y racismo rampante se muestran perfectamente complementarios. El discurso humanitario circula por las cátedras universitarias y las declaraciones oficiales al mismo tiempo que las “lecheras” de la policía van barriendo las calles con eficacia: 360.000 inmigrantes fueron expulsados en los últimos cuatro años de gobierno Zapatero.
La salida capitalista a la crisis se condimenta con otras medidas que tienden a generar las condiciones para una nueva fase de acumulación. En España cabe destacar decisiones como la privatización de Aena o, sobre todo, la supresión del impuesto sobre el patrimonio, un regalo de 1800 millones de euros para los más ricos, en un país en el que a la Ley de Dependencia se destinan 1.200 millones de euros y a las ayudas para jóvenes en vivienda se dedican 1.400.
Pero ésta es una crisis sistémica. Y los poderes, al tiempo que despliegan la ofensiva antisocial, pergeñan una respuesta a la crisis energética, que se reveló como un límite insalvable pese al fanatismo de la ideología del crecimiento perpetuo. “Hacia una nueva conciencia”, “Pensando en los hijos de tus hijos”: no son consignas de ninguna organización ecologista, sino los eslóganes de un anuncio de Endesa que, rebosante de escrúpulos ambientales, advierte de que “Vamos a tener que reinventarlo todo”. A los publicistas de Repsol también les ha dado por la heurística: “Inventemos el futuro. Si hemos sido capaces de inventar todo esto, ¿cómo no vamos a ser capaces de proteger lo que más nos importa?”. El capital más tóxico, entre declaraciones de sinceridad ecologista, prepara ya la transición energética, es decir los negocios de transición. Pero entretanto fingen descifrar la ecuación irresoluble dictadura de las mercancías-austeridad del consumo, la apuesta del conglomerado energético financiero es clara: centrales nucleares y agrocombustibles. De nuevo, ahora por los caminos de la destrucción ambiental, vemos el desliz hacia la barbarie del capitalismo de nuestro tiempo, la naturaleza criminal del “modelo de vida” inducido. O regalar a las generaciones futuras el legado mortal de los residuos nucleares o provocar crisis alimentarias, elijan ustedes. O llenamos los depósitos de los coches del primer mundo o llenamos los estómagos del tercero: a ese dilema implícito se nos aboca desde el poder. No estamos sólo ante una crisis “económica”, sino además ante una crisis ética, una auténtica crisis de civilización.
El horno no está para los bollos del posmodernismo ni para los entretenimientos del neoliberalismo de rostro humano. No está, por ejemplo, para la broma de destacar la trascendencia de la negritud de Obama mientras se silencia su posición favorable al muro anti-inmigrantes de la frontera con México; o para realzar la importancia de que una mujer, Carme Chacón, esté al frente del Ministerio de Defensa, al tiempo que se atenúa la gravedad de que se renueve la complicidad española en la guerra de Afganistán, junto con los Estados Unidos, convirtiendo este hecho en el asunto secundario.
Es tiempo de lucha, no de distracciones.
CAMINOS DE LUCHA
“Estoy hablando de los culpables. Los que os obligan, los que nos obligan, a patear piedras. Parece que son ellos quienes nos lanzan a sus policías y a sus jefecillos y a sus periodistas y a sus psiquiatras y a sus carceleros y a sus ministros. Esas son sus armas arrojadizas. Pero lo haremos al revés. Les obligaremos a buscar medios para cubrirse. Lanzaremos contra ellos nuestras vidas basura, nuestras ventanitas contra sus casas blindadas, nuestras escapatorias contra sus despachos con vistas”
Panfleto para seguir viviendo, de Fernando Díaz
Desde las pantallas de televisión, en el trabajo, en el estudio, por todas partes repiten la misma monserga: hay que aceptar la situación y evolucionar, dejaos de utopías y radicalismos, el sistema sólo se puede cambiar desde dentro, vuestro lenguaje les suena a arameo a los jóvenes, lo mejor es enemigo de lo bueno, parece que tenéis vocación de marginalidad, hay que ser positivos...
Perdimos como precarios, perdimos como rebeldes; pero la partida continúa. “Estamos en derrota, nunca en doma”, escribió Claudio Rodríguez. Nos derrotaron a conciencia, doblegaron a muchos, compraron a otros tantos. Y aun así la lucha pervive, brotan raíces nuevas, se yerguen otras dignidades, se insinúan otras alianzas.
Un yesero espera al subcontratista en la puerta de su domicilio para exigirle el pago de los salarios que le adeuda; un taxista ful en paro “toma prestada” por las noches la herramienta de trabajo, un taxi de una compañía del gremio. Respuestas valientes, resueltas, lucha de clases conjugada en primera persona. Mas no alcanza con el arrojo personal.
Pasar del yo al nosotros: esa fue siempre la artesanía de los resistentes. Pasar del coraje solitario a la rabia organizada, del dolor de mi herida a la conciencia colectiva de la explotación. Pasar de ser obedientes objetos de la crisis a constituirnos en sujetos de la transformación.
Pero para construir el nosotros necesitamos levantar la cabeza del televisor que va sirviendo los simulacros de acontecimiento, las emociones precocinadas a la medida de la soledad de las multitudes. Necesitamos apropiarnos del tiempo, administrado desde la pantalla entre copas de fútbol y secuestro-homicidio de niños inocentes; necesitamos recobrar la mirada propia, crear nuestros acontecimientos, habitar nuestras emociones. Y necesitamos sacudirnos el discreto encanto de las clases medias.
Han conseguido empapar nuestra vida de la mentalidad propietaria, “nuestro yo íntimo se ha hecho capitalista”26. Pensamos como propietarios, como consumidores, raramente lo hacemos como trabajadores-productores o como ciudadanos. Se adueñaron hasta tal extremo de nuestros sueños que acabamos adquiriendo una de las ideas corruptoras que late en el fondo de la crisis: nuestra seguridad económica no provendría fundamentalmente de nuestro trabajo, sino de comprar y revender pisos...
Despreciamos las palabras obrero, clase trabajadora, precario, y nos cobijamos en la tramposa noción de clase media. Y en esa nueva ubicación, aparentemente inocua, se consuma el silencioso desplazamiento del imaginario: de la lucha de clases a la lucha por el estatus, de la vivienda como derecho o como salario indirecto a la vivienda como mercancía, de la búsqueda de vínculos comunitarios a la interiorización del mito del ascenso social y de la selva de los títulos.
Desde el inicio de la división de clases hubo “clases intermedias”, y en la tradición revolucionaria se acuñaron expresiones como pequeña burguesía o aristocracia obrera para identificar a aquellas capas sociales que no eran “ni carne ni pescado”, ni chicha ni limoná como cantaba Víctor Jara. “En todas las ciudades hay tres elementos propios de la ciudad: los muy ricos, los muy pobres, y tercero, los intermedios entre éstos”, escribía ya Aristóteles advirtiendo de que “como se producen sediciones entre el pueblo y los ricos, cualquiera de ellos que logra imponerse a los contrarios no establece un gobierno comunitario ni equitativo, sino que el premio que sacan de su victoria es la radicalización del régimen, y unos crean una democracia y otros una oligarquía”27. En el presente, la misión de la clase media sigue siendo la de ejercer como clase de contención, como fuerza de interposición que evite, en nuestro caso, la radicalización democrática frente a lo que es, de facto, una globalización oligárquica.
El capital necesita renovar continuamente el bloque de poder que da sustento a su hegemonía y para ello precisa soldar la unidad de la burguesía con las clases medias, las realmente existentes y las fantaseadas. “No se preocupen; mi mejor creación es la clase media española”; al parecer, así le contestó Franco al general Vernon Walters, enviado de Nixon, cuando le trasladó, a principios de los años setenta, la incertidumbre del gobierno norteamericano por el futuro político de España.
Los cambios en el ámbito de la economía y de la organización del Estado en el capitalismo actual no hacen sino incrementar la importancia objetiva y subjetiva de las clases medias. “Ingenieros empleados, especialistas de marketing, planificadores de recursos humanos, médicos autónomos, terapeutas, abogados, profesores pagados por el Estado, científicos y asistentes sociales "son", bajo un determinado aspecto, el capital de una doble forma. De un lado, se relacionan estratégicamente con el trabajo de otras personas por medio de su calificación, dirigiendo y organizando en el sentido de la valorización del capital; de otro, se relacionan en parte (sobretodo en calidad de autónomos o de funcionarios directores) con su propia calificación y, de esa manera, con ellos mismos en forma de "capital humano", como un capitalista en el sentido de la "autovalorización”28.
Sin embargo, no sólo aquellos quienes viven una condición social “anfibia” en función de su ubicación en la reproducción del sistema capitalista se perciben a sí mismos como clase media. Hoy la autopercepción como clase media es prácticamente universal y aqueja desde los directivos de un banco a los reponedores de las grandes superficies. Se produce así una simultaneidad asombrosa: precariedad laboral creciente que tendencialmente abarca a la inmensa mayoría de los trabajadores por un lado, junto a subjetividad generalizada como clase media, por otro.
El temor a caer en el subproletariado, representado en la figura del inmigrante y asociado a las barriadas-miseria, ejerce una significativa influencia en esa conformación de una “clase media universal”. El individualismo propietario y la ideología consumista hacen el resto. “La burguesía no es una clase social, es una enfermedad contagiosa”, escribió Pasolini, visionario. Y en nuestros días la clase media es ya una epidemia consumada, una plaga ubicua, la alienación que impregna la atmósfera social.
“Soy porque consumo”, es según Pietro Barcellona la divisa que caracteriza al nuevo orden en el que se pasa “de la propiedad-poder a la propiedad-consumo”. El individualismo posesivo penetra en las clases trabajadoras contribuyendo a su nueva identificación como clase media.
El capital capta y recrea continuamente “el hedonismo cínico de la nueva clase media occidental”29. on the road, el libro de Jack Kerouac, uno de los símbolos de la contracultura de los años sesenta, pasa a ser reclamo publicitario nada menos que de los coches BMW; el relato oficial de Mayo del 68 se transforma en una historia beatnik, convenientemente desinfectada de cualquier rastro de las ocupaciones de fábrica, del rechazo al trabajo en cadena, al destajo, a las categorías divisorias de la clase obrera... El capital se hace vanguardia, internacional situacionista del consumo, brigada underground de la estética.
Poner en pie una alternativa pasa por romper con esta naturalización del capitalismo, por cuestionar su lógica y, al mismo tiempo, por estar atento a lo que se mueve, a lo que lucha certeramente. Aprender, por ejemplo, de la extraordinaria huelga de la limpieza del Metro de Madrid, donde se consiguió unir a todas las trabajadoras de todas las subcontratas; o de la huelga por los dos días de descanso, protagonizada por los conductores de autobuses de Barcelona.
Aprender de las nuevas formas de unidad, que es tanto como decir de las nuevas formas de lucha. Frente a la división infinita que impone el capital, recuperar el sindicalismo como instrumento de unidad entre subcontratados y no subcontratados, entre fijos y temporales, entre jóvenes y viejos. Frente al economicismo miope y a la defensiva, elevar el listón de las reivindicaciones e introducir en el orden del día el contraataque de lo cualitativo y lo inesperado. Frente a la movilización-procesión, la lucha real, incontrolable por el poder.
Aprender de luchas como éstas, organizadas desde abajo, desde las asambleas de trabajadores, que han tenido que sufrir y burlar a las burocracias sindicales. “En el contexto económico actual, la contribución del Diálogo Social es incluso más decisiva que en etapas anteriores”, así reza, con mayúsculas levitantes incluidas, la declaración conjunta del gobierno, la patronal y los sindicatos firmada en el mes de julio. Saben del sufrimiento social que genera y generará su política de crisis y quieren prevenir la protesta, la manifestación del conflicto.
El sindicalismo oficial se mueve hoy entre la administración del corporativismo existente, la gestión del trocito de mercado clientelar que le han asignado, el entreguismo y, a veces, incluso, la corrupción (Sintel, SEAT, Naval de Gijón, Babcock, Citibank). Ha institucionalizado como ideología la paz o diálogo social, que es el nombre respetable que otorgan a las tareas de contención del conflicto de clase.
Sólo podemos salir de la debilidad extrema desde lo que se mueve, y no desde la nostalgia de lo que un día se movió. “La continuidad del movimiento obrero revolucionario es la historia de su discontinuidad, de las rupturas radicales que en el mismo se han producido. El movimiento obrero revolucionario renace siempre de una madre virgen. Las putas de la continuidad se encuentran siempre en los institutos de historia del movimiento obrero”30.
Las Asambleas de Parados y Precarios, y las Oficinas de Derechos Sociales, con todas sus contradicciones e intermitencias, son otra avanzadilla de ese sujeto que pugna por expresarse. “El movimiento de los parados saca a los parados y, con ellos, a todos los trabajadores precarios, cuyo número aumenta cada día, de la invisibilidad, el aislamiento, el silencio, en pocas palabras, de la inexistencia”31. Pierre Bourdieu hablaba así del movimiento de parados y precarios que surgió en el 98 en Francia; se trata de captar esa nueva y radical invisibilidad al tiempo que la potencialidad subversiva de las nuevas fuerzas del trabajo, sin caer en la edulcoración estética de la precariedad ni en los lenguajes jergales de vanguardia.
No hay nada nuevo bajo el sol, dice la izquierda autista, temerosa del frío de la calle. Todo es nuevo en el postcapitalismo, dicen los idólatras de la novedad. Ni una cosa ni la otra: hay muchas formas nuevas de dominio en el capitalismo actual, pero inscritas en la trama del capitalismo histórico.
Las huelgas mencionadas, la organización de parados y precarios en Asambleas y Oficinas de Derechos Sociales, el Encuentro Social Alternativo al Petróleo o el movimiento contra la refinería en Extremadura, enunciados de forma voluntariamente deslavazada y a título de ejemplo, serían algunos de “nuestros acontecimientos”, algunas de las creaciones del nuevo movimiento obrero y de los movimientos sociales críticos que pueden servir como indicadores de por dónde podría reconstruirse una alianza social alternativa al capitalismo. Los acontecimientos son “eclosiones de una posibilidad improbable en un campo de posibles”, hechos intempestivos, “fuera del tiempo adecuado”, capaces de suspender la rutina de la situación 32. Las propuestas alternativas a la crisis sistémica sólo pueden salir del movimiento social, de la convergencia de las luchas.
La emergencia del movimiento antiglobalización fue el principal acontecimiento de la última década para las gentes que luchan por una alternativa sistémica. Seattle, Génova, Porto Alegre, Florencia son algunas de las ciudades que pusieron nombre a esa esperanza. El “movimiento de movimientos” apuntaba precisamente a la construcción de una nueva totalidad de análisis y de intervención política. Un movimiento cuyo componente central lo constituían millones de jóvenes precarios, que reunía la sabiduría anticapitalista desperdigada en la fragmentación de las resistencias parciales y que disputaba la hegemonía al capitalismo en el tablero global.
En aquel movimiento se incubó la rebelión que hoy recorre América Latina, de Venezuela a Bolivia. Y también se generó allí el movimiento contra la guerra de Irak que dejó tocada de muerte la aventura americana y sus delirios de nuevo impulso imperial. Pero aquel movimiento, en su primer despliegue, fue derrotado: la cooptación de algunos de sus componentes para el neoliberalismo de rostro humano y la dispersión e inmersión de otros muchos, marcó los últimos años. Los foros sociales mundiales se institucionalizaron y los movimientos más críticos emprendieron la retirada a sus parcelas de lucha, a los acuíferos e intersticios propios.
Hoy, paradójicamente, cuando arrecia la crisis global, el movimiento de crítica a la globalización capitalista está ausente. Urge un nuevo ciclo de luchas que intervenga en las principales contradicciones (crisis energética, ofensiva antisocial, brecha Norte-Sur), posibilite las alianzas sociales y fragüe las alternativas programáticas. Y para ello hace falta una estrategia propia; en Argentina, en el 2001, cuando el corralito ponía fin al cuento de la lechera del neoliberalismo, las gentes salían a la calle gritando “Piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”, expresando así una alianza posible entre la clase obrera desempleada y las nuevas clases medias; en Francia, tras la explosión de la banlieu, de los suburbios de París, comenzó la rebelión contra el CPE, el contrato para la precariedad del empleo juvenil, que precarizaba aún más a los futuros titulados universitarios. Tanto en un caso como en otro la alianza social posible, alternativa al neoliberalismo, fracasó; los puentes fueron dinamitados sistemáticamente por el poder, el beneficiario de la incomunicación de las luchas...
Es tiempo de creación, no de rutina. Tiempo de perder el miedo a salirse del tiesto, de repensar los instrumentos de lucha, de refutar los “mecanismos de la costumbre”. Tiempo de juntar una queja y otra queja, de fundar pueblo precario, de salir de los letargos y de los ghettos. Tiempo de recordar que, como dice un compañero de la Asamblea de Parados y Precarios de Mérida, “higo a higo se llena el canasto”. Tiempo de anudar rebeldías y de crear crisis política.
Tiempo de crisis, tiempo de lucha.
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