Nunca me faltará / un rostro amado para matarte otra vez”. Pienso en la canción y el poema porque tengo entre mis manos, con el olor del más noble pan hecho en casa, latiendo, “El libro de Alipio Tito Paoletti”, escrito por Guillermo Alberto Alfieri.
Conmovedor detalle de la tapa: el nombre de Alfieri aparece abajo con tipografía menos que pequeña. Gesto inhabitual en nuestra histérica feria de vanidades. Alfieri da un paso al costado y hacia atrás porque este es el libro de Tito.
El rescate de la epopeya de Tito, Alfieri lo hace con el registro de lo que pasaba en la Argentina. Paoletti (1936, Mataderos) se crió en Liniers y terminó anclando en La Rioja. En 1959, con recursos precarios reflotó El Independiente. Con 24 años “fue director-periodista todo terreno, gestor financiero, promotor de la misión imposible”. El diario empezó a crecer, “los socios no retiraban renta, cada peso que excedía la cobertura de sueldos y gasto se invertía para mejorarlo”. Colaboraban el escritor Daniel Moyano, el poeta Ariel Ferraro, el plástico Miguel Angel Guzmán, Quino con su Mafalda, intercambiaban artículos con Primera Plana. La línea editorial, nada chupamedias, se basaba en la intransigencia “contra la explotación del trabajo humano, el autoritarismo y la corrupción”. Nada menos.
Cae Arturo Illia, las intervenciones. A La Rioja llega un aeronáutico, Julio César Krausse, con una camarilla simpatizante de Hitler. Paoletti no arruga, en la editorial denuncia a ese “grupo de extrema derecha que pretende fundar aquí una suerte de estado nazi”. Citación del gobierno. El comodoro discute con Paoletti. Tito responde con otra editorial: “Aquellos que tenemos la responsabilidad de defender en los hechos la libertad de expresión resistimos las intimidaciones... Un periodista es alguien que anda por la vida sin miedos y sin armas, que confía en el pueblo…”. Desde el gabinete provincial se convoca a destruir las instalaciones del matutino. No hay obediencia debida. El comodoro vuela. El Independiente crece, entrevista a pensadores, sindicalistas. Entre ellos a un Jauretche que comenta: “¿Seguro que van a publicar lo que estoy diciendo? Mirá que es duro”. A la semana Jauretche recibirá el diario con el reportaje sin cortes, estrechará vínculos con “este gordo corajudo”. Tiempo después elegirá una casa de los Paoletti para escribir sus memorias.
Los días pasan, y la historia teje. Tito sigue con su linterna; el gobernador Iribarren lo demanda por “incitación a la violencia”. Paoletti contesta: “Hablemos claro: acá en La Rioja no hay más violencia que la institucionalizada”.
A todo esto, el amor. Tito se enamora de una prima, Lylian (Lylí) Santori. Asoman los prejuicios. Envían a Lylí a estudiar a Córdoba. Pero él burla el cerco mediante el horóscopo de El Independiente: “Libra (Tito) le avisaba a Acuario (Lylí): ‘Espere carta’, ‘recibirá visita’”. No hay quien pueda con el amor enamorado: Tito y Lylí se casan, seis hijos. Vivirán haciendo y soñando, juntos, hasta que la muerte los separe unos años. Segunda mitad de la década de los 60: desembarca en La Rioja el empresario Alvarez Saavedra. Ex testaferro de Juan Duarte; viene por un casino y hoteles. Le propone a Paoletti la creación de un canal, poniendo dinero y cediendo mayoría accionaria. La limosna es grande. Tito averigua, y el currículum del inversor es un prontuario. No cae en la suculenta tentación: sigue en la ardua vereda de enfrente.
Año 1968: llega a La Rioja monseñor Enrique Angelelli. En su primer mensaje pide: “Ayúdenme para que no me calle cuando deba hablar… para que ningún cálculo humano me haga silenciar”. Tito y “El Pelado” Angelelli, más allá de diferencias de credo, trabajan por lo mismo. El Independiente crece. Está con Ongaro, o con Tosco. Pierde la publicidad oficial. Pero no le afloja. En octubre del 71 Paoletti, al frente de su grupo, convierte al diario en cooperativa. Del dicho al hecho, ningún trecho.
Y llegan los años en los que se violaba la vida y se violaba la muerte. Angelelli es silenciado, con la muerte. Paoletti escapa por poco, pero sigue bregando desde el exilio. Cuando retorna la democracia vuelve a ese diario que amasó, no lo dejan reintegrarse. Los caraduras aducen “abandono de trabajo”. Y le inventan una renuncia.
Paoletti murió a los 50. Tenía una mirada piadosa con aquellos que lo traicionaron, no perdía “una cierta esperanza de retornar” a El Independiente. Seguía pujando cuando murió: sacaba Riachuelo al Sur, un periódico barrial. ¿Qué queda de Paoletti? Queda lo que sembró: algo tan escaso, tan insólito en estos pagos, y que bien puede entrar en esta frase suya: “La vida no tiene sentido sin dignidad, sin justicia, sin libertad, sin amor… y vivir es luchar. Y luchar es soñar”.
Uno se pregunta: ¿cómo es posible que este país, este mundo nuestro no se haya ido a la mismísima mierda? ¿Cómo es posible que esto siga vivo, en medio de tantos ciudadanos eructantes, caceroleros sólo movidos por cuestiones que atañen al corazón del bolsillo, en medio de tanta corrupción, impunidad, insolidaridad, de tanta mediocridad exitosa, de tanta guerra preventiva y misiles, de tanta alevosa desmemoria? ¿Cómo es posible que sigamos con pulso?
Es posible porque hay seres primordiales que desde siempre mantienen una ardua pulseada a favor de la ética, del amor, del compromiso con la intemperie. Porque hubo y hay tipos como Alipio Tito Paoletti y su mujer. No tan conocidos como el Che Guevara o Rodolfo Walsh, pero igualmente esenciales. Es posible porque, además, hay periodistas, como Alfieri, que rescatan vidas traspapeladas por la obscena indiferencia nuestra de cada día. Acierta Alfieri cuando acude a citas como esta de José Martí: “Los apasionados son los primogénitos del mundo”. Y esta otra de Heinrich Heine: “Cuando al perro se le coloca un bozal, ladra por el culo, pero ladra”.
El caso es que Tito y Lylí siempre “están matando a la derrota”. Sin feriados.
Rodolfo Braceli Columnista