Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja.
Francisco Urondo,
“La verdad es la única realidad”
LO MATARON A ORTIZ
El 19 de junio de 1976, Los Andes de Mendoza divulga en su edición sabatina
el comunicado militar que describe una exitosa operación antiterrorista. La
identidad oculta bajo el titular “Delincuente subversivo fue abatido en
Mendoza”, ya se ha propagado en Buenos Aires por un clandestino que anuncia:
“Lo mataron a Ortiz”.
Rodolfo Walsh conoce bien quién está detrás de ese nombre de guerra que
alude al poeta entrerriano Juan L. Ortiz, y redacta una semblanza del amigo.
“Él era la alegría”, apunta, y se encierra a llorar las veinticuatro horas
siguientes a la escritura de un documento que será admonitorio de su propio
destino.
El mensaje trasmitido por boca de Vicky, la hija de Rodolfo, cae como un
puñetazo en la sien de Miguel Bonasso, que anota en su Diario: “Los tipos
más próximos, más queridos, más entrañables, con los que habías construido
una vida (...) se morían, los mataban”.
Juan Gelman se recrimina durante su exilio en Roma por estar a salvo de un
destino similar al del caído. Como alivio contra el pertinaz sentimiento de
culpa, declaró más tarde: “Cuando uno quiere que el otro no se muera, desea
intercambiar la suerte, pero eso es imposible”. Mientras que una carta
enviada a David Viñas desde Francia, deja traslucir los tonos del duelo en
Julio Cortázar: “Mi tristeza y mi rabia son y serán una razón para seguir
haciendo lo posible en esta lucha”.
Para la familia de “Ortiz” es un imperativo corroborar la noticia. Claudia,
la hija mayor del presunto asesinado, pide a la tía que salga hacia la
comandancia del ejército en Mendoza. Beatriz se persona el 20 de junio y la
reciben con evasivas, hasta que un guardia se apiada y confidencialmente le
aconseja que corra a la morgue del Hospital Civil, antes que arrojen al
allegado en la fosa común. Ella encuentra al “gordo que cayó en el
enfrentamiento” —así le comenta despectivo un policía—; y en el cadáver
desfigurado y asentado en el registro como no identificado, sin orden de
defunción que aclare la causa de muerte, reconoce a su hermano Paco.
Vigilada siempre por funcionarios militares, Beatriz consigue que le
permitan trasladar por avión el cuerpo de Francisco Urondo y luego
depositarlo, sin honras fúnebres, en la bóveda de la familia en el
cementerio de Merlo.
Faltaba rescatar a su mujer y a la pequeña Ángela, de once meses, quienes
debieron acompañarle cuando el incidente. Pero la pista de Alicia Raboy se
pierde tras las puertas del macabro Departamento 2 de Inteligencia, uno de
los tantos centros adonde los detenidos en operaciones represivas eran
conducidos y se esfumaban ahí, como si fueran átomos de nada. Teresa
Listingart, madre de Alicia, localiza en la Casa Cuna de Godoy Cruz a la
niña secuestrada por la milicia; y aunque intentan complicarla con trámites
burocráticos, logra obtener la custodia y sacarla con los papeles del
Juzgado Federal de la Provincia.
Poco tiempo después, el 3 de diciembre, Claudia Urondo, montonera como el
padre, y su esposo Mario Lorenzo, “desaparecen” en el trayecto hacia la
guardería en donde recogerían a sus hijos Sebastián (de tres años) y Nicolás
(de dos).
Adoptada por una prima hermana de Alicia incapaz de procrear, Ángela crecerá
sin contacto con los Urondo, desconociendo quiénes eran sus progenitores
reales y la existencia de hermanos. Malos sueños, sobre un día y un lugar
que no puede ubicar en la memoria, la asolarán durante años, hasta que
llegue la hora en que conozca “la pura verdad.”
HISTORIA ANTIGUA
Ahora la incertidumbre, la aventura
donde la indolencia hostil del tiempo
alienta
“Proemio”
“Los gatos/ por la noche aúllan como tambores/ derrotados, viejos, fúnebres,
inmensamente buenos;/ la muerte los asiste, la eternidad vela por ellos,/ la
memoria nunca abandona; los errores me salvan”, declama Urondo el Poeta, en
versos que saldrán en Del otro lado, libro de 1967. Ya ha visto que “el
mundo se deforma y crece” y puede catar del vino de la existencia su mezcla
de lucidez y amargura y el bouquet de una incierta esperanza.
Escanciado en los recuerdos va quedando el jovencito de Santa Fe, el de los
títeres y El Retablo de Maese Pedro con el amigo Fernando Birri; el que dio
el salto a la capital en 1953 y se fundió al grupo de la revista Poesía
Buenos Aires: César Fernández Moreno, Edgar Bayley, Rodolfo Alfonso, con los
que compartía noches de farra y tangos, de mujeres y alcohol.
Lejano parece el tiempo que describió en Historia antigua, su primer volumen
de poesía, “cuando no sabemos de qué lado estar”. Aunque Paco vaya a seguir
siendo el enamorado de la vida, el risueño atrevido que dice de una corista:
“Sus nalgas eran la literatura”.
Los 60 son años intensos, apresurados, de un implacable buscar y buscarse.
Además de la poesía que comparte con Noé Jitrik, Javier Heraud, Enrique Lihn
y Gelman en la revista Zona, la que recoge en los cuadernos Nombres y
Adolecer; está el Urondo libretista de televisión, que adapta a Stendhal y
Flaubert; y el escritor de canciones, artista de café concert y del disco
Milongas. Brota el guionista que filma tres películas con el director
Rodolfo Kuhn: Pajarito Gómez, Noche terrible y Turismo de carretera, y
anuncia los albores de un nuevo cine latinoamericano.
Se prueba Paco en la narrativa con dos cuadernos de relatos: Todo eso y Al
tacto; y hasta despabila el ambiente literario con el ensayo Veinte años de
poesía argentina 1940-1960. Nace el dramaturgo de obras críticas y
escandalosas: Veraneando, La sagrada familia o muchas felicidades, Homenaje
a Dumas y Archivo General del Indias.
Hacia 1971 piensa Urondo: “La realidad que vivimos me parece tan dinámica
que la prefiero a toda ficción”. Y arranca con la escritura de una novela
que recibirá, a la postre, Mención Especial del Premio La
Opinión-Sudamericana, otorgada por el cuarteto magistral que conformaron
Juan Carlos Onetti, Walsh, Cortázar y Augusto Roa Bastos, mientras él
padecía cárcel en 1973. Los pasos previos será su versión de la tragicomedia
humana de la época en Argentina. Es muy probable que entonces se sintiera
apegado a una vivencia del Paquito adolescente, y por tal aconseje: “Siempre
conviene enfermarse de un pie para leer a Balzac”.
BUSCO LA PALABRA JUSTA
Osvaldo Bayer es uno de los secretarios de redacción del diario Clarín en
1967; y el recién ingresado en la sección Información General le impresiona
de tal modo: “Paco era el prototipo del hombre fino, se vestía de forma muy
atildada. Tenía una sonrisa que parecía como si fuera un gesto de su cara.
Muy culto y de conversación tranquila. Era una especie de izquierdista
moderado ilustrado. Como periodista era muy bueno, bien calificado”. Se
juntan en el bodegón enfrente del periódico y Urondo se muestra interesado
sobremanera en la experiencia de Bayer en Cuba, cuando entrevistó al Che
Guevara.
Él está por partir hacia La Habana, como invitado al Encuentro Rubén Darío.
Donde comparte con Roque Dalton, Mario Benedetti, Ángel Rama, Roberto
Fernández Retamar, Nicolás Guillén; y en la Casa de las Américas, con Haydée
Santamaría de timonel, se le propone grabar un disco con sus poemas. Ya de
vuelta en Buenos Aires, el 8 de octubre lo aplasta con el reverso de un
evangelio, que lo fuerza a proclamar: “Ya no se le pueden pedir órdenes a mi
Comandante, ya no anda para seguir contestando, ya ha dado su respuesta.
Habrá que recordarla, o adivinarla o inventar los pasos de nuestro destino”.
Retorna a Cuba en 1968 para un Congreso Cultural. Ese año es decisivo para
la conversión de Urondo, porque en Argentina participará en los círculos de
estudios marxistas de León Rozitchner; y se vinculará al Movimiento de
Liberación Nacional (MALENA), primero, y después al núcleo de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias (FAR). También fue el momento de integrarse a Gelman,
Marcelo Pichón Rivière, Daniel Muchnik y otros, en el notable plantel de la
revista Panorama. Ahí pondrá su firma bajo “Julio Cortázar: El escritor y
sus armas”, la más conocida de sus entrevistas.
Sus andanzas en la isla caribeña prosiguen en 1969, como jurado de teatro en
el Premio Casa y participante del panel “La literatura argentina del siglo
XX”. Si bien le disgusta el desenlace del caso Heberto Padilla, con el mea
culpa del poeta en la UNEAC; Urondo se abstiene de asumir públicamente una
postura crítica hacia la revolución cubana.
Cuando Jacobo Timmerman funda La Opinión en 1971, el hombre que alega
perseguir “la palabra justa” se mueve hacia el diario que pretende brindar
“información jerarquizada y contextualizada, con alto nivel de
interpretación a cargo de primeras espadas”. Fue la penúltima aventura de
Urondo periodista, pues la postrera será la fundación de Noticias, órgano de
los Montoneros, a fines de 1973. Para esa fecha, Osvaldo Bayer descubrirá al
ex colega trasmutado en un “radical de izquierda”.
Poco antes, Urondo estuvo absorbido en otra empresa épica. Las reformas
educativas que impulsa el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli),
triunfador en las elecciones del 11 de marzo de 1973, lo hacen idóneo para
encabezar el Departamento de Letras de la Universidad de Buenos Aires. El
excarcelado de Devoto, eufórico con un segundo aire de libertad, acomete
impetuoso la transformación de los estudios desde un énfasis en la
literatura francesa hacia la argentina y latinoamericana.
Encima, le sobreviene una gran idea: estructurar una carrera autónoma de
Medios Masivos de Comunicación, con el propósito de gestar un arma crítica y
un profesional concientizado para la batalla en el frente cultural. Pero el
claustro de profesores desplazados y los sectores estudiantiles más
reaccionarios boicotean su revolución universitaria; apenas cuatro meses
pudo durar el frenesí. Urondo opta por la renuncia y lanza una advertencia:
“La realidad se está poniendo rara”.
EL ÁRBOL DE LA VIDA
Si ustedes lo permiten,
prefiero seguir viviendo.
“La pura verdad”
Es domingo y Día del Padre, 17 de junio de 2001. Estoy viendo a Ángela
parada en la esquina de Tucumán y Remedios. Se que es ese el teatro de las
pesadillas infantiles de la muchacha próxima a celebrar su 26 cumpleaños; y
en un gesto de empatía me cuelo entre los viejos camaradas de Urondo u
Ortiz, militantes de derechos humanos y vecinos del lugar, presentes para
animarla en el cumplimiento de un anhelo desgarrador.
No por vana curiosidad, para apoyarla más bien, me sumerjo en la conciencia
de la joven asolada por la orfandad, y escucho el timbre del mismísimo Paco,
que la hija ha aprendido a distinguir escuchando grabaciones pasadas por la
radio. Recita el poeta un fragmento de “El árbol de la vida”, legado como
mensaje a sus retoños: “Ay, hijos/ míos, cómo pensaba no quejarme, cómo/
odiaba todo lamento; pero queja/ y batalla suenan en la misma campana”.
Con la singular cadencia del amor truncado que marcan los versos, Ángela
está plantando un árbol en el sitio donde el padre y la madre se alejaron de
ella para siempre. Por dentro, repasa su vida: La niñez en Villa del Parque
con la familia adoptiva. Hacerse la boluda para sacar partido a la tragedia
que le contaron de unos padres biológicos fallecidos en accidente
automovilístico. A los doce años, la revelación: la madre sustituta que
lanza una puteada cuando pasan enfrente de la Escuela Superior de la Armada,
y con una sola frase derrumba toda la inocencia de la chica: “Porque los
milicos mataron a tu mamá y tu papá”. Ángela queda sorprendida, muy quieta,
de súbito rompe a llorar.
La estoy mirando de espaldas, sacudirse en un estremecimiento, de seguro que
hoy han regresado esas lágrimas. Mientras, siguen fluyendo los recuerdos de
Ángela como río que busca desembocadura: Le entregan los padres de adopción
una foto de ella en los brazos de Alicia y el testamento de Paco, en el que
se ve reconocida como hija legítima y heredera de los derechos de autor de
sus libros. Inicia la búsqueda de los Urondo; por fin, el encuentro en 1987:
—Así que vos sos mi hermano. ¿Y por qué se te ocurre venir acá después de
veinte años? La respuesta entrecortada de Javier, el hijo sobreviviente de
Francisco y Graciela, la primera esposa de su padre: —Ya vamos a tener
tiempo para charlar... Y la invitación al cumpleaños de Josefina, su sobrina
de estreno, en donde Ángela también podrá abrazar a Nicolás, uno de los
hijos de Claudia. A partir de entonces las frecuentes reuniones en familia,
tres o cuatro veces por semana.
La joven concluye su tarea de homenaje, estira las rodillas, se sacude la
tierra de las manos, y corta de sopetón los sollozos: sólo permitirá que la
marea de dolor siga bañando sus playas íntimas. Íntegra por fuera, trae a su
memoria la carta hallada entre los papeles del abuelo Francisco Enrique: “A
menudo hablamos, decimos muchas cosas, pero no hacemos nada y envejecemos en
años o en espíritu que es peor”. La está volviendo a leer para sí, y como si
se apropiara del impulso con que su papá Paco, llegada la ocasión, se separó
del suyo para tomar un derrotero individual, las palabras brotan con su voz
propia, la de Ángela Urondo: “Por lo tanto, amigo mío, quiero decirte qué yo
quiero: pensar, decir y sobre todo hacer. Hacer qué, me dirás. Es difícil y
es fácil explicarlo. Se sintetiza en una palabra: vivir”.
ESCRIBIR ES ESCUCHAR
“¡Abran, carajo, o se la echamos abajo!”, rima y ruge la multitud que empuja
el portalón de Devoto. Es la noche en que el gobierno militar de Alejandro
Lanusse debe entregar el poder al Frejuli y el pueblo espera la confirmación
inmediata de una Ley de Amnistía para los presos políticos. El júbilo ha
filtrado por las paredes hacia el corazón del precinto y los reclusos arman
su motín, tomando las plantas del edificio y permitiendo que las celdas se
intercomuniquen; al tiempo que la guardia impotente, roñosa, los agrede
bombeando agua encima de ellos.
La situación es propicia para el encuentro de Francisco con los únicos
sobrevivientes de la masacre de Trelew. Desde la noche anterior, la del 24
de mayo, el poeta y periodista pone oído a las palabras de Alberto Miguel
Camps, Maria Antonia Berger y Ricardo Rene Haidar. En medio de un clima por
igual tenso y festivo, los cuatro conservan la serenidad, a cada tanto
achican el agua que inunda el cubículo, y absortos se envuelven en un
diálogo que no concluirá hasta entrada la mañana del día siguiente.
“En la cárcel, sin esperarla, volvió la literatura (...) Allí fue más cierto
que nunca que escribir es escuchar”, dirá Walsh de este episodio. Cuando
Rodolfo, Bonasso, Galeano y otros amigos se le encimen a la salida del
penal, llevará Francisco bajo la axila, las cintas grabadas que van a
convertirse en las 142 páginas de La patria fusilada. El libro que saldrá en
agosto de 1973, un año exacto después de los sucesos que en él son narrados
por los tres protagonistas que, increíblemente, hurtaron sus alientos a la
muerte. La historia de 19 integrantes de las FAR, el Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP) y los Montoneros, ametrallados en represalia por la acción
guerrillera conjunta que propició una fuga masiva de combatientes. El libro
que ha sido comparado con Operación Masacre aunque, a diferencia de Walsh,
prescinda Urondo del tratamiento ficcional y opte por la desnudez dramática
del relato del testigo, de “la conciencia ocular sin la cual la historia
sólo sería guerra y mudez”.
“Poética en griego quiere decir acción, y en este sentido no creo que haya
demasiadas diferencias entre la poesía y la política”, había dicho Paco; y
su detención tuvo lugar el 14 de febrero, en un chalet alquilado por él para
que se efectuaran ahí las reuniones en que las FAR y los Montoneros
planearían la opción de unificarse.
La patria fusilada será, pues, el digno corolario del escritor militante a
tres meses pasados en prisión, que levantaron en Argentina no pocos vientos
de polémica. Hubo quienes lo acusaron de asumir el papel de héroe para
aumentar la tirada de sus libros, y otros que subestimaron su compromiso
político hablando de “imaginación desenfrenada” o “exhibicionismo
narcisista”. El escritor santafesino Juan José Saer lo defendió: “El poeta
ha de aportar, contra viento y marea, oponiendo a la mesura oportunista de
la política, la exigencia de lo imposible”.
Más ningún argumento a su favor será mejor que la actitud asumida por el
propio Urondo en la cárcel. Cuando la Asociación de Periodistas de Buenos
Aires, o el Comité de Solidaridad conformado en París por las firmas
ilustres de Sartre, Simone de Beauvoir, García Márquez, Marguerite Duras,
Passolini, Semprún, reclamaron al gobierno la libertad del escritor, él fue
riguroso consigo y no aceptó prebendas que lo distinguieran del resto de los
presos.
Entre quienes acudieron a verle en Devoto estuvo el autor de Rayuela,
llevándole un obsequio recibido de manos de Salvador Allende. Paco tomó el
habano y se lo pasó a Ponce, el compadre de celda y viejo militante
ferroviario.
LA PURA VERDAD
Cuando estuvimos desesperados, alguien
contó la historia.
“Del otro lado”
El traslado de Francisco a Mendoza por la conducción de Montoneros es
recibido por sus amigos y familiares como un anuncio fatal. Tras el golpe de
Videla del 24 de marzo de 1976, la persecución desatada contra los
peronistas descabezó al movimiento en esa región, encarceló a muchos de sus
miembros y desperdigó a los sobrevivientes. A Urondo le asignan la misión de
reorganizar a los militantes y asumir la dirección .
Walsh toma esto como una decisión injusta, cree que Paco no debe aceptar;
pero Urondo insiste en mostrarse optimista y se entregan en un abrazo
fraterno, interminable: el último, ambos lo intuían. Francisco Enrique, su
padre, y la hermana Beatriz le ofrecen dinero para que salga del país. Él
responde sin dudar: “No soy de los que se van”.
Vicente Zito Lema lo encuentra por la calle, conversan sobre filósofos
griegos; él no sabe nada de la partida inminente, pero se huele algo raro,
porque a Paco le falta su risa. Es el mes de mayo de 1976. Preocupados por
su futuro, Campa, Verbitski, Jauretche, Mangieri, compadres de la
clandestinidad, alzan con Urondo la copa de vino de la despedida. Graciela
Murúa recuerda que él, nacido el 10 de enero de 1930, a cada rato decía: “Me
voy a morir a los 46 o 47 años”.
Un Renault 6, azul celeste, marcha en la tarde del 17 de junio hacia una
reunión de montoneros en el departamento Guaymallén. A bordo del coche van:
Paco al volante, Alicia al lado con la bebé acurrucada, y una militante que
se hace llamar La Turca en el asiento posterior. Viajan cautelosos, la
situación es de emergencia, un par de compañeros cayó en manos del enemigo y
temen que “se hayan quebrado”.
Dentro de un Peugeot, color sangre, apostado en la calle Guillermo Molina,
La Turca divisa a uno de ellos, que se tapa la cara al verlos pasar.
“¡Rajemos. La cita está cantada!”, le grita a Paco. Ellos aceleran, mientras
el auto rojo se lanza a perseguirlos. Urondo empuña un revólver y le da a La
Turca una pistola. Para cubrir la fuga, los dos armados apuntan hacia atrás.
La respuesta de fuego de la policía hace al chofer bambolear el auto, en un
intento de evitar los impactos. Alicia pone a Ángela en el piso para
resguardarla. Llegados a la intersección de Remedios, Paco cruza con el
semáforo en rojo y embiste a un rastrojero, que queda obstruyendo la calle.
La fugaz esperanza de escape se diluye cuando el móvil policial evita el
obstáculo y se coloca enseguida a diez metros escasos de los fugitivos. Las
ráfagas de ametralladora destrozan el trasero del Renault y disminuyen su
velocidad. En el interior se han quedado sin municiones; de contra a Urondo
una bala le desgarró el costado izquierdo y una 9 mm atraviesa las dos
piernas de La Turca. Paco frena el auto justo delante de un taller de
electricidad y le exige a las mujeres: “¡Rajen ustedes!”. Alicia se percata
de que su esposo ya mordió la pastilla de cianuro que guardaba para no ser
atrapado con vida, y lo recrimina: “Pero, papi, ¿por qué lo hiciste?”
Dos hombres que laboran en el taller serán testigos del final de la
contienda. La Turca se desangra, cojea y desesperada exclama: “¿Por dónde me
escapo?”. Carlos la guía por un callejoncito y la ve escurrirse luego de
brincar una tapia bajita. Alicia llega ante Miguel Canela, le entrega la
niña y corre hacia el interior del local. Más por ahí no encuentra salida,
la policía la atrapa y se la lleva aporreándola. También cargan con la nena,
que se la arrebatan a Miguel de los brazos.
El jefe del Cuerpo de Patrulleros se ocupa de Urondo, que está tendido
dentro del vehículo, moribundo. Carlos ve cuando lo sacan por los pelos y le
dan el tiro de gracia en la frente. “Ya está”, dice uno de los militares.
“No, qué va a estar...”, responde otro y patea la cara del caído. Llega otro
más, y completa la alevosía incrustando la culata del fusil en la cabeza del
muerto.
Rafael Grillo
FUENTES CONSULTADAS
Bonasso, Miguel: Diario de un clandestino, Planeta, Buenos Aires, 2000.
Montanaro, Pablo: Francisco Urondo. La palabra en acción. Biografía de un
poeta militante, Ediciones Homo Sapiens, Santa Fe, Argentina, 2003.
Urondo, Francisco: Poesía, Casa de las Américas, La Habana, 2006.
Urondo, Francisco: Trelew, Casa de las Américas, La Habana, 1976. (Edición
cubana de La patria fusilada, Editorial Crisis, Buenos Aires, 1973).
Walsh, Rodolfo: Ese hombre y otros papeles personales, Seix Barral, Buenos
Aires, 1996.